Un buen título

Qué importante es el título de un libro, nos dicen. Fundamental, básico, ¡imprescindible!, “no empieces a escribir hasta que lo tengas claro”. Diez consejos que no debes olvidar para encontrar un buen título para tu obra, cómo elegir título, 8 ideas para escoger un gran título… Internet está lleno de artículos que te dan consejos sobre cómo tienes que hacerlo, que si tiene que ser evocador, sugerente, largo, corto, explícito o insondable. Otra cosa es que sogas esas consignas y luego de verdad lo sea, de hecho, ¿qué es un buen título?

Según leo estos consejos, encuentro numerosos títulos de grandes obras que incumplen las máximas recomendadas acerca de definir el género, sugerir parte de la trama, citar directamente el nombre del protagonista o ubicar la novela. Varias de las que están tradicionalmente en las listas de las cien mejores del siglo XX llevan un título demasiado críptico, o que da pocas pistas sobre el contenido: El extranjero, El principito, Un mundo feliz, 1984, Lolita, Ulises, Los detectives salvajes, Lo que el viento se llevó, La montaña mágica… Para aclararse uno lee las contraportadas o las solapas e inmediatamente intuye todo lo que el título oculta. O no, que también sucede.

Lo de incluir el nombre del protagonista en el título y que el lector imaginara que trataría sobre las aventuras y desventuras de tal o cual persona puede parecer un clásico de otra época que respondía a la pereza del autor, o era directamente una estrategia para no desvelar nada de la trama: Moby Dick, Las aventuras de Tom Sawyer, Robinson Crusoe, David Copperfield, Oliver Twist,  Sandokan, Ivanhoe, Dick Turpin, El retrato de Dorian Gray…  Una fórmula a la que recurrió Arturo Pérez-Reverte para Las aventuras del Capitán Alatriste, y quizás por ello el título nos parezca que tiene aroma de clásico. Frankenstein, Drácula, El corsario negro, Los hijos del Capitán Grant, Miguel Strogoff… Los dos últimos títulos pertenecen a novelas de Julio Verne, un autor muy directo en sus títulos. Conmigo, cuando era crío, lograba captar rápidamente mi atención hacia lo que iba a contarme, sin rodeos: La vuelta al mundo en 80 días, Cinco semanas en globo, La isla misteriosa, Viaje a la Luna, Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África Austral

No recuerdo muchos títulos actuales tan directos como los de Julio Verne o como los de Mark Twain (Un yanqui en la corte del Rey Arturo, Las aventuras de Huckleberry Finn, El príncipe y el mendigo, El billete de un millón de libras esterlinas, El hombre que corrompió a Hadleyburg), o Robert Louis Stevenson (La isla del tesoro, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, El diablo en la botella). En los títulos actuales se recurre con bastante frecuencia a la típica construcción de:

Artículo + sustantivo + preposición + artículo + sustantivo

Una construcción perfectamente válida, pero que estoy seguro de que sugiere ideas bien distintas entre los potenciales lectores. La ciudad de los prodigios, La sombra del viento, La catedral del mar, La hoguera de las vanidades, Los pilares de la Tierra, El nombre de la rosa, El señor de los anillos, La casa de los espíritus, El guardián entre el centeno… Muchos de los best-sellers del último medio siglo llevan esta fórmula, y creo sinceramente que cada uno de estos títulos sugiere algo diferente a cada posible lector o comprador de la obra que no supiera nada del contenido. Porque a veces lo bueno de un título no es tanto que “cuente”, que narre demasiado o desvele el contenido, sino que suene atractivo, que el lector se plantee “quiero conocer lo que hay detrás de ese título”. A mí me parece que pocos autores titulan con tanto acierto como Gabriel García Márquez: Cien años de soledad (con ese título sabes que hay que leerlo sí o sí), Crónica de una muerte anunciada, El coronel no tiene quien le escriba (quiero saber por qué nadie escribía a ese cabrón), El otoño del patriarca, El amor en los tiempos del cólera (ufff…), El general en su laberinto

Son títulos que atraen, que te llaman con apenas media docena de palabras. Por el contrario, uno ve el título La insoportable levedad del ser y desiste directamente, no ya de su lectura, sino de la propia compra. Eso tiene pinta a bodrio pretencioso con rollo filosófico incorporado y tipo con traumas pajilleros que reviste de intelectualidad. Seguramente te equivocas la mayor parte de las veces en tu elección, pero, ¿acaso no sería mucho más interesante un libro titulado La insoportable brevedad del sexo? Yo lo compraría sin dudarlo, me imaginaría una disertación amena sobre la fugacidad de la vida y de los placeres mundanos.

Todo es cuestión de gustos, de opiniones, de manías personales. Yo, por ejemplo, huyo de los títulos que tengan una ciudad en el título: Trilogía de Nueva York, Tokio ya no nos quiere, El sastre de Panamá. Me dejaron baldado, hastiado, tanto que seguramente me perderé grandes obras con el veto: Oh, Jerusalén, Miedo y asco en Las Vegas, El hombre de San Petersburgo, Tokio Blues, Las sirenas de Bagdad… Y luego está Auschwitz. Si sale Auschwitz en la trama, estará en el título: La bailarina de Auschwitz, El tatuador de Auschwitz, El farmacéutico de Auschwitz… Precisamente por unir el nombre del campo de concentración a una profesión, Arturo Pérez-Reverte tuvo una polémica en redes sociales que llegó a provocar la respuesta de la propia asociación que gestiona la memoria de Auschwitz:

La respuesta del escritor fue educada y respetuosa, haciendo referencia precisamente al interés comercial de todos estos títulos, al deseo de captar de inmediato y de manera morbosa al potencial lector. Pero la polémica no se quedó en el campo polaco de exterminio, sino que se extendió a otros como Mauthausen o Treblinka.

El hombre en busca de sentido, de Víktor Frankl, o El arca de Schindler, de Thomas Kenneally, se saltan esa búsqueda de la comercialidad alrededor de Auschwitz de la que hablaba Pérez-Reverte, y resultan (sin haber leído las del tuit) infinitamente más interesantes que los títulos mencionados en el rifirrafe dialéctico.

Y si aquí este servidor huye de los títulos que incluyan nombres de ciudades, veo que todos los que contienen la idea del retorno, de la vuelta a algo, sea lo que sea ese algo, una casa, una ciudad, me parecen atractivos. Regreso a Brideshead, El retorno del Rey, El retorno del Jedi, Regreso a Howards End, Regreso a Ítaca, Regreso al Edén… Quizás por ello publiqué hoy hace un año ese fenomenal, magnífico, grandioso título que es Volver al asfalto. Había que volver a recuperar una idea, una emoción, las ganas de salir y afrontar un nuevo reto. El asfalto suena a dureza, a material perdurable, a una pista que seguir y recorrer. Había que volver allí.

Y hecha la broma y la autopromoción, hay un título de un libro que leí el pasado verano que me gustó tanto como su contenido: El infinito en un junco, de Irene Vallejo. O cómo tratar de retener toda la sabiduría, todos los conocimientos de una era, abarcar el infinito, en esos rollos de papiros egipcios elaborados a partir de juncos. El título contiene todo lo dicho anteriormente y sin decir nada, lo dice todo. Y además atrae al lector. Una maravilla, un gran título. Un estupendo libro.

Coda final: ¿cómo veríais un libro titulado La rutinaria vida de Lester?

¿Qué pasó con…? (II)

Josean – ¿Qué pasó con Antonio Hernández Mancha?

Lo de las mociones de censura que no van a ningún lado, como la surrealista con el profesor Tamames de este curso político, no son nada nuevo en las algo más de cuatro décadas que llevamos desde la aprobación de la Constitución del 78. Como tampoco es nuevo lo de esos jóvenes impetuosos a los que alguien hace creer que llegarán a presidentes del gobierno, como Albert Rivera o Pablo Casado. A mediados de los ochenta y tras varios batacazos electorales, los populares necesitaban renovar su imagen, alejarse de esa derecha franquista liderada por un exministro del Caudillo, Manuel Fraga Iribarne. En esas emergió la figura de un joven abogado nacido en Badajoz, pero que desarrolló toda su carrera en Andalucía, primero como abogado del Estado y luego como presidente regional de los populares. Antonio Hernández Mancha, de verbo fácil, lanzado, y sobre todo, alejado de los cánones tradicionales del partido (Alianza Popular por entonces). Numerosos medios del ala más conservadora necesitaban una figura que pudiese enfrentarse a los líderes socialistas, los andaluces Felipe González y Alfonso Guerra.

Antonio Hernández Mancha fue elegido presidente de los populares tras las primarias del partido en 1986. Se enfrentaba a un problema serio al no ser diputado y no poder debatir cara a cara con González en el Congreso (la misma dificultad que tenía Feijóo estos últimos meses, por cierto), así que, espoleado y seguramente mal aconsejado por varios de los más cercanos, no tuvo mejor idea que plantear una moción de censura a un Felipe González que contaba con mayoría absoluta en la cámara. El golpe de efecto no duró más de una o dos semanas, se celebró la moción, que fracasó de manera estrepitosa (solo 67 votos a favor) y el joven abogado “andaluz” desapareció de la escena casi con la misma celeridad con la que había sido ascendido.

Huyó de la política y volvió a su despacho de abogados. No supimos prácticamente nada de él hasta hace pocos años, en 2016, cuando fue llamado a un programa de LaSexta que en principio iba a hablar de algo parecido al objeto de este post, un ¿qué pasó con…? Lo que no esperaba era que en directo le plantearan su relación con “los papeles de Panamá” y por qué su nombre había aparecido en algunos de los listados de las personalidades relacionadas con el despacho Mossack-Fonseca. Lo vi removerse en el plató de una manera nerviosa, bastante incómodo (nos ha j…) y juró y perjuró que nunca había tenido nada que ver, ni tenía negocios en Panamá, ni mucho menos había utilizado sociedades opacas panameñas para blanquear capitales. Unos días después se defendió diciendo que habían falsificado su firma, que el Hernández Mancha de los papeles no era él, ni nadie relacionado con su bufete.

No encuentro noticias posteriores a la resolución de este caso y el propio Google te deja el mensaje de que hay enlaces que pueden haber sido eliminados a petición de los afectados por el derecho al olvido en Internet. Antonio Hernández Mancha fue consejero de Enagás desde 2014 a 2022, tiene ahora mismo 72 años de edad, está alejado de cualquier foco mediático, y (supongo) estará escarmentado del día que dio ese paso adelante y se lanzó a Madrid a intentar un imposible.

Lester – ¿Qué pasó con Pedro Maestre?

Tenía 23 años cuando firmé mi primer contrato con una editorial (La universidad me mata, Colección El Papagayo, Ed. Temas de Hoy). Para mí, que no había escrito nada ni medianamente serio en mi vida, aquello fue una sorpresa enorme. Entre aquella firma y la publicación del libro transcurrieron casi dos años (septiembre de 1995), tiempo durante el cual creí atisbar un interés de las editoriales por los autores jóvenes, interés del que quizás me beneficié sin saberlo (aunque mi libro era un “grandísimo” libro, todo hay que decirlo). En 1994, José Ángel Mañas quedó finalista del Premio Nadal por Historias del Kronen. Contaba entonces con solo 22 años. Un par de años más tarde, Pedro Maestre lograba el premio del certamen con Matando dinosaurios con tirachinas. Tenía 28 años de edad, todo un “talento joven” al que se le presuponía un gran futuro por delante.

Me compré un libro que recopilaba relatos de varios de esos autores jóvenes que despuntaban en los noventa. Se titulaba Páginas amarillas y el subtítulo era 38 autores de menos de 38 años. Los había de todo tipo: buenos, excelentes, de humor, “tragiquísimos”, rompedores, pseudotrascendentales y algunos, pocos, insufribles. Allí estaban Juan Bonilla, Juan Manuel de Prada, Antonio Orejudo, Martín Casariego y muchos otros cuya vida no siguió por el camino de las letras como seguramente esperaban (como yo mismo).

A mí particularmente no me entusiasmó la novela de Pedro Maestre, aunque reconozco el riesgo de la propuesta narrativa, escrita como un monólogo con frases cortantes, dirigido a su abuelo en segunda persona del singular, incómodo de leer a ratos, con pinta de pecar de ser demasiado autobiográfico… La vida de un licenciado de filología de 25 años en paro que vive en Alcoy contado por un tal Pedro Maestre que era licenciado en filología residente en la costa levantina y supongo que en las listas del paro cuando lo escribió. Un premio como el Nadal debe animar a escribir, a intentarlo, a querer asentarse en el complicado mundo editorial, pero no tuvo mucha suerte con sus dos siguientes novelas, Benidorm, Benidorm, Benidorm (1997) y Alféreces provisionales (1999), y quizás por eso lo último que supe de él durante mucho tiempo es que se dedicaba a la enseñanza.

De las últimas noticias que encuentro de este autor, es un artículo sobre la relación epistolar que mantuvo con Miguel Delibes, quien le aconsejó que no se dejara llevar por los premios, ni por los halagos, y que se mantuviera firme, constante, en esto de escribir.

“Pequeñas confesiones y consejos que me ayudaron mucho. Comentábamos lo que buscábamos en las novelas, como el paso de la infancia a la adolescencia que Delibes refleja en «El camino». Hablábamos de la verdad de los personajes, que no fueran de cartón piedra, y me daba muchos consejos. Porque la carrera de un escritor es como el río Guadiana: años que se ven, y años que trabajas duro, muy duro, y no se ven. No hay que parar nunca».

Pedro Maestre volvió a publicar una novela en 2006 (El libro que Sandra Gavrilich quería que le escribiera), y otros como el que suscribe estas palabras tuvimos que esperar más aún, hasta 2022 para volver a aparecer por las librerías.

Un «let it be» como acompañante

LESTER, 11/05/2023

En la entrada Ahora más que nunca, publicada hace ya la friolera de cinco años, dejé un enlace a una curiosa web que te indicaba qué canción había sido la número uno en las listas Billboard americanas en una fecha determinada. El ejercicio que proponían los creadores de dicha aplicación (y que yo repetía) consistía en averiguar qué canción correspondía al momento de tu nacimiento. Y en mi caso concreto, abril del 70, aquella canción resultó ser el mítico Let it be de los Beatles, compuesta por Paul McCartney. Así que puedo afirmar, sin miedo a equivocarme, que el estribillo “letitbí” me ha acompañado toda la vida, y a lo mejor sin saberlo, sin ser consciente de ello, ha conformado parte de una filosofía de vida.

Se han dado muchas interpretaciones a la letra de esta canción. Una de ellas es la referida al consuelo, al alivio que supone saber que tras la tormenta llegará la calma: “when the night is cloudy”, cuando la noche esté nublada, “there is still a light that shines on me”, déjalo estar, o déjalo ser, porque todavía hay una luz que brilla sobre mí. Casi toda la canción es una oda a la aceptación. Aceptación de las circunstancias, aceptación frente a las adversidades, “When I find myself in times of troubles”, cuando me encuentro en momentos difíciles o repletos de problemas.

La melodía no está exenta de cierta tristeza, por la propia voz de McCartney y su tono lánguido, y por una letra que manifiesta que asume lo que le viene, aunque se trate de algún hecho poco agradable o apetecible. A esa tristeza acompañó el hecho de que esta canción fuera la última grabación realizada por los Beatles antes de su separación, y fueron muchos los fans que la interpretaron en esta clave. Los Beatles se separan, sí, es una pena, pero la vida sigue, déjalo estar, déjalo pasar.

Otra lectura que se hizo en su día de esta canción fue aquella que se refería al posible sentido religioso de la misma: “Mother Mary comes to me”, como si se refiriera a la Virgen María, que se nos presentaba para ofrecernos consuelo tras una experiencia incómoda o desagradable, «she is standing right in front of me». Sin embargo, el propio Paul McCartney explicó en su día a qué se refería este pasaje y no era por esa María universal, sino por su propia madre, que falleció cuando el bueno de Paul tenía catorce años y con la que conversó en un sueño. “Me encantó volver a conversar con mi madre y me sentí bendecido por ese sueño. Eso me hizo escribir Let it be”. Su Mother Mary es la que le susurraba unas reconfortantes palabras repletas de sabiduría, “whisper words of wisdom”, o como afirmó el propio Paul: “todo va a estar bien, déjalo estar”.

La canción fue grabada a finales de los sesenta, se publicó en el disco del mismo título y alcanzó el número uno, como decía al inicio, hace 53 años. Eran tiempos convulsos en la sociedad americana, de protestas contra la participación estadounidense en Vietnam, de luchas interraciales, y para muchos fans del cuarteto británico representaba un canto en favor de la paz mundial: “And when the brokenhearted people / living in the world agree / there will be an answer / let it be”. Es un mensaje que coincide plenamente con el del Imagine de John Lennon.

Sea por la razón que sea, o por cualquiera de sus interpretaciones, lo cierto es que todas ellas me valen como sintonía de acompañamiento en mi vida. ¿Que tengo dificultades en algún momento, preocupaciones que parecen irresolubles? Déjalo estar, déjalo pasar, “there will be an answer”, habrá una respuesta, llegará la calma y superaremos esos momentos. ¿Que se presenta un futuro complicado en el trabajo? No pierdas la calma, “There is still a chance that they will see”, habrá una oportunidad de sobrepasar ese momento. Mis compañeros de curro me preguntan a veces si no me pongo nervioso nunca, que no ven que la tensión me supere ni en esos momentos convulsos que tantas veces nos ha tocado vivir. Y creedme que han sido muchos. No es que tararee mentalmente Let it be, simplemente sé que ese nerviosismo no puede ocupar mis pensamientos, ni ser el centro de mi vida, pues como decía Nick Nolte en El guerrero pacífico, “hay que sacar la basura de la mente”. “La vida puede ser maravillosa”, que decía Andrés Montes (poco antes de suicidarse, vaya paradoja), está repleta de momentos únicos, personas especiales, veladas fantásticas, relaciones personales… que son aquellas en las que debo centrarme. Que puedo “dejar pasar” algunas cosas, o “dejarlo estar” porque no merece la pena que pierda el tiempo en “esas mierdas”.

Claro que para mí es fácil decirlo. Soy un privilegiado, siempre lo he sido y creo que siempre fui consciente de ello. Tengo salud, nací y crecí en una familia estupenda en la que nunca nos faltó nada. Luego formé otra familia con la mejor mujer del «mundo mundial» y tuvimos unos hijos que crecieron fuertes, sanos y “buenos chicos”. Nunca me faltó el trabajo y con esfuerzo logramos tener una estabilidad económica que nos permite soltar un “letitbe” a los obstáculos que la vida pone en nuestro camino. Si funciona todo lo mencionado, salud, familia, amor, bienestar económico, etc., es muy fácil dejarte acompañar por el mensaje de esta canción. Let it be, que le den morcilla al IPC, al dolor en el talón o al nerviosismo de los jefes.

Pero la vida, a veces, es muy cabrona también. Y cuando la vida es tan perra que se lleva por delante a otra amiga de manera prematura no hay consuelo, aceptación, ni mensaje reconfortante que valga por mucho empeño que pongas en el let it be. Y no habrá una respuesta, there will (not) be an answer cuando la enfermedad es tan injusta que deja a dos niños pequeños con toda la vida por delante. Y a un amigo destrozado. Me niego a pensar en “let it be, let it be”.

La primera piedra

LESTER, 16/04/2023

Hace un par de semanas, conducía por una carretera que pasaba por delante de un edificio que me resultaba muy familiar, que conocía muy bien. La mente me transportó a mi pleistoceno particular, aproximadamente un cuarto de siglo atrás. «Yo estuve en la primera piedra de este edificio», recordé mientras paraba el coche junto al acceso para examinar el estado actual durante unos segundos. Se trataba del edificio de oficinas de todo el complejo situado a sus espaldas, una instalación pública de servicios, da igual de qué, pero imaginad que era una depuradora, una planta de residuos, un centro de atención primaria o una pista deportiva. Algo que «dé votos» en la cabeza obtusa de nuestros políticos si la foto de la primera piedra se hace a pocos meses de unas elecciones.

Mediados o finales de los noventa, ahí es nada, «éramos jóvenes», inexpertos, curiosos, entusiastas, o al menos tan entusiasta como ahora, pero sin el escepticismo que los años han puesto en una mochila a mi espalda. Recuerdo que era abril y había salido uno de esos días de calor en que no sabes si es primavera o se ha adelantado el verano. Para colmo, estábamos a pleno sol en una campa que parecía Marte cuando sale en las películas, un secarral sin una sombra alrededor. Y allí, como héroes de la escuela del estoicismo, sudando la gota gorda con nuestro traje de gala y contemplando el curioso paripé. En aquel teatrillo de puesta de la primera piedra estaban todas las autoridades, las implicadas y las que no: municipales, del Consorcio que promovía la obra, de la diputación, autonómicas y algunas de no-sé-cuál consejería que no iban a privarse de salir en la foto. «O de catar unos langostinos en el cóctel posterior», pensé. Había bastantes más representantes de la parte pública que de los que currábamos en la empresa seleccionada para hacer la obra. «Recuerda la parábola del remero», me comentó José Luis, mi jefe de aquel entonces, por lo bajinis.

A una veintena de metros de donde se iba a situar la primera piedra estaba el cartel que anunciaba el inicio de las obras. «El puto cartel que tanta guerra nos dio», pensé. Un par de meses antes del evento al que asistíamos ese día, José Luis y yo estuvimos en una reunión en el Consorcio en la que se hablaron diversos temas del arranque de las obras. De lo que menos se habló fue del proyecto, de la tecnología ofertada, del presupuesto o de las dificultades para obtener algunos permisos. Toda la preocupación de los responsables del Consorcio era «la publicidad» que se le iba a dar a las obras:

– Tenemos elecciones a la vuelta de la esquina y yo quiero ver el cartel ya puesto, junto a la carretera -insistió de manera vehemente el alcalde del ayuntamiento en cuyo término municipal se iba a ubicar la instalación-. ¿Me habéis entendido? Bien grande, para que lo vean todos los vecinos que pasan por la carretera.

– Ya, Paco -trató de intervenir el teniente de alcalde de otro municipio-, pero en el cartel no va a figurar tu ayuntamiento como promotor de las obras, porque…

– ¿Cómo que no? ¡Yo quiero el nombre en lo alto del cartel, que por algo pusimos el terreno para el proyecto! ¡Y que sea bien grande, el doble de lo habitual!

– Paco, no olvides que hay una normativa que rige…

Recuerdo perfectamente que en un momento dado y según subían el nivel de improperios nos pidieron a José Luis y a mí que nos saliéramos de la sala para que discutieran sus mierdas, por eso, el día de la primera piedra, me acerqué a ver cómo había quedado finalmente el cartel. Aún me duele el coste (que no se me ha borrado de la memoria) porque la factura pasó por mis manos… «cabrones, anda que no podíais haber cubierto otras necesidades con ese dinero». El cartel tenía más letras que un suplemento dominical, porque al final aparecían todos en el mismo, que si el Consorcio promovía el proyecto tal en los terrenos ubicados en el ayuntamiento de Pascual, dentro del marco de actuaciones de la Diputación y bajo el plan de renovación de instalaciones de la consejería autonómica de «supadre»… Y al final, en grande, el presupuesto de la obra y en pequeñito, quién ponía los fondos: la Unión Europea, a la que al menos habían dejado el logo de las estrellas en la parte superior.

El presidente del Consorcio estaba terminando su discurso, y yo creo que lo abrevió porque comenzaba a sudar de manera copiosa. Se quitó el sudor de la frente con un pañuelo y al abrirse la chaqueta, pudimos ver el cerco que los «camachos» comenzaban a marcar en sus axilas. Tremenda imagen, «¿esto da o quita votos?», pensé en aquel momento, pues ya había comprobado que era la única preocupación de todos los que lo rodeaban en ese grupo de autoridades. Frente a todos ellos había un agujero cuadrado en el suelo, donde se iba a poner la primera piedra, junto al cual estaba el bueno de Remigio. Remigio era uno de nuestros obreros, y ahí andaba el tío, con su uniforme de obra y una pala en la mano mientras esperaba pacientemente su momento. El «sudapollismo ilustrado», el tío más tranquilo y con menos preocupaciones del centenar de personas que estábamos allí. Un cigarro le colgaba de la comisura de los labios, como si lo llevara pegado, y el protocolo que le aplicaba no le impedía llevar la camisa desabrochada hasta la mitad del pecho para que pudiéramos ver el chaleco de pelos que «lo abrigaba». Tendría un problema poroso, como aquel viejo chiste, por-oso.

Hacía tanto calor que todos estábamos deseando terminar, pero faltaban las palabras del alcalde de turno y del representante de la Diputación. Allí fue donde me enteré de que la primera piedra no suele ser una piedra como tal, o un bloque de hormigón, sino una especie de urna transparente en la que se depositan unos objetos a modo de «cápsula del tiempo»: monedas de curso legal, que recuerdo que eran pesetas por entonces, una copia del acta que acababan de firmar los representantes del evento y unos periódicos del día. No se me olvidará que el puto periódico del día llevaba una foto de Stoichkov con la camiseta del Barça en portada, y que encima aquel búlgaro hijop… había tenido la suerte de que su siniestra sonrisa quedara hacia fuera en la urna.

– Mira, Lester -me dijo Antonio, un compañero que sabía del odio que profesaba por el jugador-, se está riendo en tu cara.

– Ya veo, ya -contesté-, qué mal rollo, este edificio se hundirá algún día y lo hará por el lado de Stocihkov.

– Siempre fue un poco desequilibrado.

– Pues por eso mismo.

Terminaron sus palabras y llegó el momento estelar de Remigio. Otro remero por la causa. Le acercaron la urna, tiró el cigarro al fondo del agujero «con un par» y acto seguido la depositó en el mismo hueco, que empezó a cubrir con cemento. ¿Qué necesidad había de que todos te viéramos la hucha, Remigio? Ninguna, sin duda, pero ahí estuvo «el artista» estrella, haciendo de manera diligente el trabajo para el que se le había hecho venir al acto, si bien sin la estética de los engominados y trajeados que lo rodeaban.

A las afueras del recinto de la obra se había situado un reducido grupo de ecologistas con un aspecto… en fin, alternativo. No llegaban a la decena, los cuales gritaban unas tímidas protestas con las que nos demostraban que la poesía y la rima no eran lo suyo: «la depuradora, fuera de la zona», o algo así, ¿o era «el centro deportivo, solo para amigos»? El acto de la primera piedra concluía en una venta cercana, «Casa Curro», adonde teníamos que ir los ciento y pico invitados. De camino a los coches, Antonio y yo quisimos hablar brevemente con los ecologistas. Nos interesaba saber los motivos de su oposición a las obras, dado que eran una mejora para esa zona e iban a evitar el uso ilegal de otros terrenos cercanos. El que parecía líder del grupo, con síntomas evidentes de hidrofobia (y no hablo de la rabia), era uno de esos individuos que cuando te hablan se le forma un hilito de baba del labio superior al inferior y son capaces de soltarte una chapa sin que se les despegue. Nos reconoció que sabía que la instalación era necesaria, pero que él quería que se hubiera hecho en otra zona, a varios kilómetros de allí, porque él vivía junto a la carretera de acceso y ahora iban a pasar más vehículos por allí. Ah, vale, que quieres una planta de residuos que permita cerrar un vertedero ilegal, pero no la quieres cerca de donde vives, que se vaya a otro municipio. «Me queda claro, es una reivindicación ecologista de gran calado», concluyó Antonio.

Cuando llegamos a Casa Curro, comprobamos que el calor no iba a cesar, que el aire acondicionado no iba a ser suficiente para que no pasáramos un calor de narices. A las autoridades se las distingue enseguida por el séquito que las acompaña. Se las encuentra con la misma facilidad con la que divisamos a una pelirroja con un vestido naranja dos tallas inferiores a la suya que se había paseado ante los ojos de todos nosotros durante la colocación de la primera piedra. Con ese escote era imposible no fijarse. «Ten cuidado, Lester, que esa hoy va a pillar, seguro, y con un par de los que estamos aquí, ¿apostamos algo?». La chica era muy cariñosa, no sé si guapa o no porque los ojos no se nos iban de… de… de su conjunto naranja, y se acercó a saludarnos, como a casi todo el resto de invitados. «Vosotros sois de Agua S.A., ¿no?», nos preguntó mientras me plantaba dos besos y estrujaba sus senos contra mi corbata. Olía muy bien, todo hay que decirlo, y ahí terminó mi breve ensoñación con esta joven que trabajaba en el seno del gabinete de…, perdón, bajo los pechos del presidente de…, disculpen… ¡que cobraba de la teta del Estado!

– Lester, ten cuidado con lo que dices hoy -me advirtió mi jefe-, porque se te van a lanzar como buitres a pedirte trabajo.

– ¿En serio?

– Sí, mira, ¿recuerdas lo de Pedro en los Evangelios? Pues antes de que apures dos cervezas, te habrán pedido colocar a tres familiares. Y tú, como Pedro, tendrás que negarlo. Con educación, que en el fondo los necesitamos, pero ándate con ojo, por favor, sé discreto.

Los camareros empezaron a pasar las primeras cervezas. Apenas había cogido la primera cuando se me acercó un tipo que bordeaba los sesenta tacos:

– Hola, Lester, mira, soy Javier Tedero, concejal del ayuntamiento de «Zarandajas» y quería preguntarte si ya tenéis la plantilla para la oficina que vais a tener que abrir. Es que verás, tengo un hijo que está ahora sin trabajo y le vendría bien encontrar un puesto de administrativo o así.

– Bueno, lo miraremos, todavía no hemos empezado a buscar, pero sería bueno que me enviara su currículum, ¿qué formación tiene?

– Él es fontanero, pero tiene un problema en la espalda y no puede ejercer de lo suyo, está ahora de baja, pero sería para que le encontrarais un trabajo en la oficina, moviendo papeles, archivando, o en lo que podáis….

Afortunadamente se acercó Antonio y me dijo que me tenía que presentar a una responsable de la consejería autonómica, me disculpé con el concejal, le di mi tarjeta para que me remitiera el historial del fontanero pasapapeles y me acerqué a conocer a esta buena mujer. La señora en cuestión celebraba que por fin se hubieran solucionado los temas de los permisos y las licencias para comenzar nuestras obras, y tras mencionar la importancia de las gestiones de su departamento, me soltó:

– Por cierto, no sé si ya tendréis contratada secretaria para vuestra delegación. Es que tengo una sobrina que acaba de terminar unos estudios en la academia y no veas lo espabilada y dispuesta que es, me encantaría que la conociérais…

Apuré la cerveza mientras me hablaba de las bondades de su sobrina y me comporté de igual manera que con el anterior: sí, claro que podría encajar, que nos mande su CV y nos pondremos en contacto con ella, pero, discúlpeme, que tengo que hablar un momento con mi superior de…

– Joder, Antonio, vamos a por otra cerveza, que esto va a ser duro de pelotas.

A lo lejos divisé los efusivos saludos de la pelirroja del vestido naranja a todos los asistentes y Antonio me tuvo que dar una colleja para que me diera cuenta de que un camarero estaba pasando una bandeja repleta de cervezas y vinos, anda, tómate algo fresco, que con este calor no hay quien aguante.

Con la segunda cerveza me di cuenta de que Hilario andaba por ahí, no lo había visto hasta ese momento. Hilario era un compañero de la central que tenía que haberse jubilado hacía tiempo, como unos mil años, un tío peleado con el mundo que no era precisamente la alegría de la huerta. El típico tristón que todos evitamos en los saraos de empresa.

– Hola, Lester, ¿qué tal ha ido lo de la primera piedra, bien, no? ¿Tú sabes por qué no me han invitado, me puedes decir de quién fue la decisión? ¿Tú sabes que yo intervine en el proyecto inicial, vamos, que lo hice yo entero? No creo que haya nadie aquí, ahora mismo, que conozca el proyecto como yo. Y no se me reconoce, Lester, nunca se me ha reconocido nada. Estoy dolido, muy dolido, como puedes imaginar.

Aquel día yo debía tener cara de «sumidero de turras» de la gente, porque no había persona que no se me acercara a contarme sus historias. Tras responderle que lo desconocía, que yo estaba al margen de toda esa parafernalia, busqué escaquearme con la excusa de que salían las croquetas, una excusa tan válida y seguramente mucho más sincera que cualquier otra para quitarte a un plomo de encima. Antonio me había visto alejarme de Hilario y me dijo:

– ¿Qué, ya te ha contado lo del proyecto y lo cabreado que está porque no lo invitaran? Con todo lo que sabe y aporta, y tal y tal, ¿tú sabes que su proyecto era inviable, que era un desastre que hubo que rehacer entero? Si todavía trabaja con su primer ordenador, joder, ¡que usa un Spectrum de 48 K!

Me crucé con la fragancia de la pelirroja, vi las miradas de Antonio al bulla de la joven, que andaba a mis espaldas y según me giraba me encontré con la señal que me hacía mi jefe para que me acercara hasta donde él estaba.

– Mira, te presento a Jaime Quetrefe, de la empresa Segurleches.

Una encerrona en toda regla la de José Luis. Se ve que él quería quitárselo de encima porque en cuanto le di la mano se largó haciendo que saludaba a… ¡a nadie! «Tengo que aprender esa naturalidad», me dije a mí mismo. El tal Jaime empezó a hablarme de las bondades de nuestro proyecto, de lo útil que iba a ser para la zona y de la relación de confianza que siempre había tenido Segurleches con mi empresa. Intenté escaparme tras una empanadilla, pero el tipo se vino conmigo, «a mí también me encantan estas empanadillas, aunque soy más de gambas», y me soltó:

– Mira, lo he comentado ya con José Luis, que me conoce de toda la vida, sabe que soy un tío serio y en quien se puede confiar, y me ha dicho que hable contigo para pedirte un favor: necesito que contrates a mi yerno en el control de accesos. O en el mantenimiento de las instalaciones. En algo que no sea muy complejo porque es un inútil, un tío flojo, flojo, flojo, pero necesito que lo metáis en vereda, que sé que en las empresas grandes…

Pegué un trago largo a la cerveza mientras suspiraba, pensaba, miraba al vacío, bajaba la copa y volvía a tomar aire. Le contesté que tendría que verlo con Recursos Humanos, que tenían unos procesos de selección exigentes, que cómo se manejaba en inglés, con los ordenadores, blablabla… Y en ese momento me di cuenta de que acababa de terminar la segunda birra. Cantó un gallo, ¿o eso no era de esta historia?

Tus mierdas

LESTER, 26/03/2023

Ahí estás. Orgulloso de dejar tu carro bajo la señal de prohibido. Que sí, que “solo es un polideportivo, no un hospital”, que llegabas tarde a la clase de natación de la niña, o a tu partidito de baloncesto o pádel con los colegas, los mismos que te decían “tío, no aparques ahí, que se lo lleva la grúa”, y tú les contestabas “bah, nunca lo hacen, no pasa nada”. Total, que lo dejaste ahí dos horas y claro que no “pasa nada”, solo que ahí está prohibido aparcar porque es el inicio de la curva que separa las plazas de aparcamiento del acceso, con lo cual, durante tus dos putas horas todos los que pasaron por allí tuvieron que maniobrar, esquivar tu coche, casi rozarse, esperar a que pasaran otros vehículos… en definitiva, los incomodaste. Nos tocaste las pelotas. Pero a ti te daba igual porque estarías pegando unos bolazos con tus amigos o leyendo tus mierdas en el móvil mientras tu hija hacía largos en la piscina. Molestaste a no menos de medio centenar de personas, pero eso te da igual porque de lo que se trataba era de llegar a tiempo aunque hubieras llegado tarde. Y que se jodan los que vengan detrás, que “el mundo es de los vivos”.

A veces cambia tu cara, pero eres el mismo imbécil que deja abierta la puerta de la taquilla en el gimnasio cuando ya has terminado de recoger tus mierdas, y te da lo mismo que otros estemos sentados en el banco o de espaldas a ti, que no te veamos y que al levantarnos o girarnos nos demos con la puerta de la taquilla en la cara o en la cabeza, o que pensemos “casi me saco un ojo con la esquina de la puerta” al ponerme en pie. Porque la has dejado abierta a medio metro de mi cabeza, niñato malcriado, del mismo modo que otra media docena de niñatos malcriados han dejado abiertas las taquillas, con sus esquinas puntiagudas hacia fuera. No sé si te da igual o no, porque ni siquiera eres consciente, igual que no eras consciente de la cantidad de gente a la que molestaste con tu manera de aparcar porque no miras a los demás, no piensas en los demás, quizás porque no piensas ni que haya “demás” al margen de tu reducido mundo.

Eres el mismo imbécil que encuentra publicidad en el parabrisas del coche y la tiras al suelo, porque “no me interesan estas mierdas, que no me las hubieran puesto ahí, sí, ya sé que ensucio el suelo, pero para eso están los servicios de limpieza”, el mismo niñato malcriado al que le dan una octavilla a la salida del Metro y la tira donde caiga en cuanto ve que no hay un cupón de descuento o una oferta inmediata que le interese. Eres el mismo tipo que no se quita para dejarnos salir del vagón, no ya a mí, que puedo mirarte a los ojos, sino a esa señora mayor que necesita espacio porque tiene menos agilidad. Pero qué digo de mirarte a los ojos, si llevas la mirada perdida mientras escuchas tus mierdas en tus auriculares inalámbricos a un volumen que hasta yo lo escucho a medio metro de ti. Y vaya mierdas escuchas, niñato malcriado. Las mismas que cuando vas con un altavoz por la calle, ¡un puto altavoz atronador!, o una de esas mochilas con altavoz, perdona, una speaker backpack con bluetooth para que todos apreciemos esa caja repetitiva de ritmos a la que a veces se une una voz gangosa de la que no se entiende una palabra. Pero que nos tenemos que tragar porque tú has decidido con tus santos cojonazos que tenemos que escucharla.

A veces te transfiguras en mujer, en esa anormal que me ve en el parking dejando pasar a un coche que daba marcha atrás y aprovecha para acelerar y ocupar mi lugar en la cola para salir. Sí, hazte la despistada, que ibas mirando al móvil, pero sé perfectamente que tienes tus mierdas súper importantes que hacer, por eso has pitado al que estaba delante, junto a la barrera teniendo problemas con el ticket. Tus mierdas son tan importantes que, no contenta con pitar y causar una estruendosa incomodidad en un sitio cerrado, has bajado la ventanilla para proferir cuatro insultos barriobajeros al tipo de delante. Torpe, sí, pero ese señor mayor no merecía tu mala educación. Eres la misma que aparca tu coche en doble fila junto a un hueco porque no te apetece maniobrar y así conviertes una calle de doble sentido en una de sentido único en la que se forma un pequeño follón durante unos segundos. No tengo duda de que las mierdas que tenías que comprar en el chino eran vitales en tu vida, y de una urgencia tal que no podías dedicar treinta segundos de valiosa vida a aparcar correctamente el coche.

Eres el mismo que escupe en la calle, que no recoge las mierdas del perro, la misma que se hace la despistada y trata de colarse en el supermercado, el mismo cerdo que deja un baño público convertido en un lodazal «y que lo limpie el siguiente». Lo que hace que la mayoría no seamos como vosotros se llama civismo y nos ayuda a que este mundo, país, ciudad o barrio sea más habitable. Más vivible, más amable. Por eso me gustó la teoría de los carritos de los supermercados.

Antes, en la mayoría de los supermercados había que meter un euro en el carrito para asegurarse de que la gente los devolvía a su sitio. Entre los protocolos Covid y que la gente cada vez usa menos el efectivo, se quitó lo del euro y por tanto, desapareció esa «recompensa» por el trabajo de llevarlo al punto de recogida. Así que proliferan los imbéciles que lo abandonan donde caiga una vez vacían sus contenidos en el maletero del coche. ¿Que ocupa una plaza de parking, un lugar de acceso, que no te deja abrir la puerta de tu coche, que incomoda a los siguientes usuarios? Les da absolutamente igual. Hace unos meses se hizo viral una teoría sobre este asunto. Llevar el carrito de la compra a su sitio o no, «sabiendo que no hay una gratificación o un castigo por hacerlo (o no hacerlo), puede colocarte del lado de los que hacen lo correcto en la vida y los que no». «El carrito de la compra es la última prueba de fuego para saber si una persona es capaz de gobernarse a sí misma», añadió su autora.

Y estoy de acuerdo. Es muy simple, es una mera cuestión de educación. Y «tus mierdas» han hecho que se te olvidaran las nociones mínimas de educación, niñato malcriado (por si no lo he dicho suficientes veces). Y niñata malcriada, que para esto sí uso el lenguaje inclusivo.

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Profesor Tamames

LESTER, 27/02/2023

«Que el ritmo no pare», como dice la publicidad junto a la foto del incombustible profesor. Quién nos iba a decir a aquel grupo de estudiantes de Estructura Económica de la Autónoma de Madrid a principios de los noventa que nuestro ya entonces veterano profesor Ramón Tamames sería noticia de portada tres décadas después. Lo veo en los medios o en los telediarios como cabeza visible de la moción de censura presentada por los de Santiago Abascal y pienso para mis adentros, como tanta gente, “Ramón, profesor, quién le ha visto y quién le ve”.

Con el paso de los años tengo que reconocer que tuve suerte, que tuvimos mucha suerte con los profesores que nos tocaron en aquellos años en la universidad pública (1988-93, en mi caso), aunque cuando tienes veinte años tu preocupación se reparte entre si los árbitros de Tenerife estaban comprados o si algún día tendríamos secuela de Star Wars. Por mucho que estuviéramos matriculados allí, la economía no estaba en nuestras conversaciones en el césped de la universidad.

Tamames nos dio clase en tercero de su especialidad de siempre, Estructura Económica. En el último año, en quinto, en aquellos años en los que la carrera era de cinco años, tuvimos a Emilio Ontiveros, fallecido hace unos meses, una cara mediática bien visible en esto de la economía, y una voz habitual en los medios del grupo Prisa, tanto escritos como hablados. También tuvimos a José Manuel Revuelta, director de Cinco Días y años después presidente de Navantia. Mis compañeros de Empresariales tuvieron a Cristóbal Montoro antes de ser el ministro Montoro que ha protagonizado un par de post a lo largo de la historia de este blog (Premios Montoro a la mala gestión y Montoro miente).

Don Ramón Tamames era y es un economista con un bagaje cultural indiscutible, con un conocimiento apabullante de numerosas materias. Con muchos tiros metafóricos pegados en el pasado, muchas batallas a sus espaldas y un inconformismo fuera de toda duda, como acredita su detención en 1956 en la primera huelga de estudiantes durante el franquismo, su paso por el Partido Comunista, la Federación Progresista, su trabajo en la fundación de Izquierda Unida, el paso por el Centro Democrático y Social de Suárez, y su sorprendente fichaje por Vox para una moción sin recorrido.

Sus clases no tenían un guion previo, o quizás su virtud era que no parecían tenerlo, pero el caso es que enganchaba un tema y comenzaba a disertar una hora entera sobre el asunto en cuestión, yéndose a otras historias, ligándolo a asuntos diversos de toda índole, comparando con situaciones previas o soluciones dadas en otros países… Recuerdo que la pizarra acababa las clases repleta de siglas, o de letras que no eran siglas, sino abreviaturas en la cabeza del profesor. PDM podían ser los “Pactos de la Moncloa”, CM era un “Consejo de Ministros” y a veces los alumnos nos preguntábamos qué quería decir eso de “CDP”. ¿Era el Carbon Disclosure Project? ¿O era un Comité de Profesionales, o solo “una Casa de Putas”, como me respondió mi amigo Carlos?

En algunas de sus clases dejaba caer sus participaciones en algunos de los hechos históricos recientes de nuestro país, o cómo algunos políticos de postín habían demandado su asesoramiento para la configuración de esta nación en los años de la transición. Como ya salí del anonimato hace unos meses, no me importa decir que Ramón Tamames y Emilio Ontiveros aparecen en el libro sobre la universidad que publiqué en Temas de Hoy en 1995, en la colección de narrativa de humor El Papagayo.

Pero para hablar hoy de la aparición de Tamames en mi libro, tengo que hablar primero de Emilio Ontiveros. En aquellos años de gobierno socialista, él era el economista que aparecía en numerosos medios afines, el mismo del que nunca olvidaremos aquella clase en que nos dijo categóricamente: “tras las dos primeras devaluaciones de la peseta (del 5% y el 6%) y los ajustes realizados por el gobierno, no hay ninguna razón para una nueva devaluación de la moneda”. No había internet y nuestras clases eran por las tardes, pero nunca olvidaré que fue llegar a casa y ver en el telediario que la peseta se devaluaba un ocho por ciento. ¡Un ocho por ciento adicional! Desde entonces, marcarse un Ontiveros era para nuestro grupo de amigos de la universidad hacer una predicción económica errónea. Y «jugar a Tamames» es una broma exclusiva de nuestro reducido grupo de guasap. Ojo, que Don Emilio era brillante explicando el pasado y las causas de lo que sucedía en el día a día, pero pocas veces vimos que acertara en los pronósticos. Este es el perfil resumido que dibujé de Ontiveros en 1993:

Míster “Pez Gordo”

El “pez gordo” es ese sujeto de reconocido prestigio en su campo que da clases en la universidad como cuarta ocupación profesional y que tiene la vanidad como principal característica. Trabaja en un despacho propio, escribe artículos en algún periódico o revista especializada, es catedrático, participa en debates o programas de radio y alguna vez de televisión (no en La batalla de las estrellas) y está enamorado de su figura. (…)

Alaba sus propios trabajos, sus intervenciones en radio y televisión, sus artículos (de obligada lectura) y, por supuesto, su libro es el mejor y es también el que se sigue para la asignatura. Es el prototipo de profesor al que la tarima le viene enana y necesitaría más altura para separarse de la chusma de sus alumnos, a quienes en su mayoría desprecia.

Su dedo es el más temido a la hora de las preguntas, porque, sea cual sea la respuesta, intentará ridiculizar al alumno. (…) ¿Intentan vengarse de alguna tortura psicológica sufrida en su más tierna infancia? (…) Por supuesto, este “pez gordo” no hace revisiones de examen. Faltaría más, deberíamos estar contentos de que se digne a darnos clase. Además, su opinión va a misa y no tiene por qué aguantar estupideces de sus alumnos”.

En la vida de los que estudiamos con Don Emilio hay un antes y un después de sus clases. Antes de ellas, en los periódicos solo leíamos los deportes, la programación de cine y el humor gráfico. Después de un añito con él, nos tocó interesarnos sobre economía y política. Y lo logró. Hay una frase suya que nunca olvidaré sobre los economistas que aparecían en los medios: “En este país nadie escribe bien. Bueno, yo sí”.

Guardo un mejor recuerdo de Don Ramón Tamames, quien ya parecía octogenario en los noventa, y de él escribí lo siguiente (no olvidemos que tenía menor peso en los medios):

Míster “Pececito Gordo”

Así llamado por tratarse también de un profesor de cierto prestigio, colaborador habitual de prensa y televisión, pero a quien se concede menos importancia que al sujeto anterior. Esto es algo que difícilmente soporta y su reacción consiste en dar un relieve desmesurado a todos sus actos mediante la táctica de restarles trascendencia, de mal disimular modestia, de decir las cosas como sin querer. Sus frases favoritas son:

  • “Perdonad el retraso, Vengo ahora mismo del puente aéreo Barcelona-Madrid”. (Sin duda, habrá forzado ese retraso para poder contarlo).
  • “Como decía ayer en Antena 3…”.
  • “Mañana no habrá clase porque tengo que dar una conferencia sobre…”. (Descuida, sabiendo que no hay clase no interesan los motivos).

De vez en cuando, como revancha ante el “pez gordo” por restarle protagonismo, lanzará tímidos ataques subliminales contra el mismo con expresiones del tipo:

  • “No puedo estar muy de acuerdo con la opinión de “pez gordo” sobre…”.
  • “Me cuesta creer que así se pueda frenar la inflación, porque…”.
  • “Que me perdone mi querido colega, pero no puedo darle la razón respecto a…”.

La falsedad con la que pronuncia “mi querido colega” solo puede equipararse a las recreaciones de un asesinato en un reality show.

M. “Pececito gordo” se enorgullece de que su libro vaya por la vigesimosegunda edición, aunque quizás debería tener en cuenta que lleva veinticinco años utilizándolo como libro de texto.

La editorial Temas de Hoy encargó al ilustrador Luis Miguel Pérez González que acompañara mis textos con una serie de dibujos y el diseño de la portada, y aunque nunca lo conocí en persona, me pareció un crack. Un fuera de serie que captó la esencia de cachondeo que había en el libro. Con Don Ramón Tamames lo clavó:

Estaré pendiente de la moción de censura, o mejor dicho, del discurso de Tamames en el que nos hablará de los problemas de la nación, de la deriva de este país, de la ruptura de la HDPC por la RN y SD, de la TIU con Bildu, o de los intentos de DNE. Con el profesor siempre se aprende.

Para curiosos:

HDPC: Histórica Declaración del Partido Comunista.

RN y SD: Reconciliación Nacional y Solución Democrática.

TIU: Traición de Izquierda Unida.

DNE: Destrucción de la nación española.

Ah, y por suerte, mi libro está descatalogado: no soportaría los controles de censura actuales.

Quién me iba a decir

Pues sí, quién me iba a decir ¡a mí!, y que se me perdone tanto egocentrismo, que, con la timidez que siempre tuve y las pocas ganas que me acompañaron toda la vida para hablar en público, acabaría el año dando un par de charlas e interviniendo en un canal de YouTube.

Y quién me iba a decir ¡a mí! que me atrevería a subir vídeos con mis frikadas particulares y mi propia voz para arrancar el año. Aquí lo dejo… y me retiro a la cueva dos minutos y medio, el tiempo que dura el vídeo:

El video aúna un poco de todo lo que los lectores han podido encontrar en el blog en 2022: el cine de Travis, el Real Madrid de Barney, la familia de Lester, «su» libro, o las críticas al Mundial de Catar y a la corrupción de la FIFA de Josean. Espero que os guste. Y como en el canal de Kollins siguen contando conmigo, hoy mismo se ha publicado un nuevo vídeo. El tema escogido ha sido la salida de Cristiano Ronaldo a Arabia Saudí y las (estúpidas y poco inteligentes) críticas vertidas por una parte de ese bochornoso periodismo deportivo que tenemos en España. El autoproclamado «mejor periodismo deportivo del mundo».

Quién me iba a decir ¡a mí!, que pasé ocho años en el anonimato de este blog, que me moví siempre mucho mejor con la palabra escrita que con la hablada, que ahora iba a prestar mi cara y mi voz para un tema que polariza tanto a la gente como el fútbol.

Arrancamos un nuevo año, en forma, aunque puede que con formas distintas a las de los años anteriores.

2021: No mires atrás, no mires arriba

2020: El año que nos encerramos cautelosamente

2019: Despropósitos de Año Nuevo

2018: Ahora más que nunca

Y por supuesto, sigo sin dejar de buscar lo que ya anunciaba en el primer post de 2015, en uno de los artículos más leídos de la historia de este blog: En busca de la tranquilidad. Como un puñetero hobbit.

No fueron inocentadas

No lo fueron. No fueron bromas de mal gusto, sino hechos, realidades que sucedieron en este año que está a punto de terminar, otro año de acontecimientos históricos e histéricos.

BARNEY

La UEFA publicó su ranking de los mejores equipos de Europa y el Real Madrid, tras ganar la Liga y la Champions (la más inverosímil que recuerdan mis ojos), desciende un puesto, hasta el sexto concretamente. El PSG, o Qatar Saint Germain, sin embargo, asciende una posición en esta absurda clasificación, hasta el quinto. Entre sus méritos está, sin duda, haber sido eliminado por el Madrid en octavos de final de la Champions. Méritos similares a la mayoría de clubes que preceden a los blancos en la clasificación. Chelsea, Manchester City y Liverpool también fueron derrotados por el Real Madrid, no ganaron la Liga de su país (excepto el City de Abu Dhabi), y se mantuvieron en mejor posición en este curioso ranking.

Son las cosas absurdas que ocurren en el mundo del deporte, algunas sujetas a coeficientes de cálculos absurdos, y otras a votaciones infumables como las de los trofeos individuales. Gavi fue elegido el mejor jugador joven de Europa y conquistó el Golden Boy. Otra broma, como se vio con la caída de su equipo (de nuevo) a la Europa League, o si se comparan sus prestaciones en el infame mundial de Catar con las de otros jóvenes que quedaron por detrás en la votación, como Bellingham, Musiala o el mismo Camavinga, quien añadió a su notable participación en la Champions, una final espectacular en el mundial en un puesto que no era el suyo. Tanto Gavi como Pedri, como Ansu Fati, son proyectos de jugadores muy esperanzadores para los culés, pero (creo modestamente) han sido elevados a una categoría en la que todavía no están. Que Gavi, un buen jugador, haya sido elegido mejor joven de Europa cuando su mayor virtud es una agresividad pareja solo con su marrullería es una inocentada propia de un día como hoy. Pero vamos, que tampoco hay que extrañarse demasiado: Xavi Hernández fue elegido entre los quince mejores entrenadores del mundo.

TRAVIS

CODA, la mejor película del año. Repito, no es una inocentada: CODA se llevó el Óscar a la mejor película del año. Vale que no hubiera obras grandiosísimas, majestuosas, de las recordables por décadas, pero, sinceramente, había varios puñados que se podían haber llevado tal premio antes que esta, una adaptación correcta de la buenista y amable película francesa La familia Bélier. Pero son las cosas de Hollywood. West Side Story (Steven Spielberg), El callejón de las almas perdidas (Guillermo del Toro), Belfast (Kenneth Branagh), Licorice Pizza (Paul Thomas Anderson), King Richard (Reinaldo Marcus Green), hasta El sopor del perro, perdón, El poder del perro (Jane Campion) o No mires arriba (Adam McKay) me parecían más oscarizables. Lo que tampoco fue inocentada, salvo que nos tomaran el pelo, fue el sopapo que le soltó Will Smith a Chris Rock en pleno directo. Dejando aparte la piel fina de Will Smith o de su mujer, lo más reprochable del presentador fue la poca gracia de su broma. Que aprenda de la mordacidad salvaje de Ricky Gervais en los Globos de Oro, en especial en su quinta (y última) ceremonia, en 2020:

¡Eso es repartir y no lo que hacen los de Amazon! Leonardo di Caprio, Martin Scorsese, Meryl Streep, todo Hollywood (¡Judy Dench, jojojo, vaya, vaya, vaya!) recibió guantazos de un presentador que sabía que no iba a repetir, y aguantaron con la sonrisa o la carcajada en la boca (en especial, aquellos para los que no iba la broma). El Príncipe Andrés, Apple, Greta Thunberg,… aquella noche repartió más que Magic Johnson en toda su carrera.

JOSEAN

Tiene cojones, pero no fueron inocentadas las cosas que vimos en política durante este 2022. No fue una broma, ni siquiera de mal gusto, ver a EH Bildu y a ERC hablar de que el Partido Popular estaba en contra del sistema, o que estaban faltando a sus deberes. O escuchar a Pedro Sánchez decir que la oposición estaba contra la Constitución mientras trataba de sacar proyectos adelante con el voto favorable de Bildu y ERC, los aclamadores de etarras o de la Declaración Unilateral de Independencia del 1-O. Han pasado cosas tremendas este año, como que la reforma laboral se aprobara por la torpeza reiterada de un diputado del Partido Popular (Alberto Casero, quien, sin duda, no era el más listo de la clase), o que Felipe Sicilia comparara las togas de los jueces del Tribunal Constitucional con las metralletas de Tejero el 23-F.

Que se rebajaran o redujeran los delitos de sedición y malversación para lograr aprobar los presupuestos, o que las penas a agresores sexuales se vieran minoradas por la torpeza de una ley promovida por quienes carecen de formación para ello. Tampoco fueron inocentadas los gambazos de la oposición, como la dimisión de Pablo Casado tras acusar a Isabel Díaz Ayuso de los negocios de su hermano con las mascarillas. Negocios probados, legales, según parece, pero reprobables en términos de ética y política. Y no es una inocentada ver que su sucesor, Alberto Núñez Feijóo (bufff…), junto con Santiago Abascal (más buffff…), forma la alternativa más probable a este gobierno que me deja anonadado cada semana, cuando los lunes me digo «no será capaz de…» para comprobar el viernes que «ha vuelto a hacerlo».

Todo parece una broma de mal gusto, como que los chavales de quince años no puedan conducir, tomar unas cañas, votar o consentir explícitamente las relaciones sexuales, porque se considera que carecen de la madurez suficiente para ello, pero que sin embargo puedan abortar o determinar su sexo libremente sin el consentimiento paterno. Lo que no es una broma es la deuda pública, y lo comprobaremos durante años.

LESTER

Pues no fue una broma, pero durante unos días, mi libro Volver al asfalto estuvo en el número 1 del top de Libros más vendidos de Running, maratones o como quieran llamar a este vicio de correr.

Y con esta no-inocentada, como por la propia publicación, como por la presentación o los comentarios de amigos y familiares (¿gente con conocimientos culturales excelsos o pelotas rastreros?… me inclino por lo primero), me doy por más que satisfecho en este 2022 a punto de finalizar.

Maratón de Málaga: Running in the rain

Hoy tocaba “volver al asfalto”, enfrentarse de nuevo a este reto en el que peleas durante 42 kilómetros para luego mostrar una euforia desmedida durante los últimos 195 metros. Este 2022 que está a punto de terminar nos llevó a Mabú y a mí junto con mis zapatillas a Málaga, la capital de la Costa del Sol, que ya sabéis todos que es esa zona en la que luce un sol radiante todo el año, excepto el día en que se disputa el maratón de la ciudad. En 2016 tuvo que suspenderse el mismo día de la salida por las inundaciones y hoy, bueno, hoy nos ha llovido desde el kilómetro 8 hasta el treinta y muchos, pero podemos decir que el tiempo «nos ha respetado». Lo curioso es que ayer tuvimos un sol muy propio de… pues de la Costa del Sol.

Y hoy, apenas tres horas después de acabar mi carrera, tomarme una cerveza y una buena hamburguesa, lucía un sol radiante.

Esta mañana teníamos acceso a la zona VIP (¡gracias, Javi!) y estuve en la salida con mi cuñaaao Rafa, que iba a competir la media, y con Luis (Sete, otro bloguero runner, pero este de los buenos, al menos como runner, ¿eh?).

No sé si poner una queja a la organización, porque eso de encontrarte bollos a tutiplén cuando quedan quince minutos para el pistoletazo de salida es una cabronada. Y unos brazos de gitano que tenían una pinta espectacular, pero que no pude catar. Pido disculpas si ya no se llaman así. Igual que la corrección política hizo que se cambiaran los Conguitos, el helado Negrito y que dejara de escucharse la canción de “aquel negrito del África tropical” que nos recogía el cacao con una sonrisa de oreja a oreja y con el mismo regocijo que un esclavo de las plantaciones de algodón en Louisiana en el siglo XIX tras recibir una veintena de cariñosos latigazos… ya me he perdido y creo que es mejor dejarlo aquí.

Pistoletazo de salida, a por ello. El cielo estaba nublado, pero aguantaba, y así se mantuvo hasta el kilómetro 8, en el que, como decía Forrest Gump, “alguien abrió el grifo de la lluvia” y comenzó a lloviznar. Suave por suerte, con algunas rachas algo más intensas. La lluvia se dejó complementar con viento durante los kilómetros que recorrimos alrededor del muelle de cruceros, en el que había un edificio flotante de esos de Norwegian. Planazo el de los cruceristas, llegan a Málaga y se encuentran la ciudad cortada por esos diez mil zumbaos en pantalón corto. Que se fastidien. Que se j… por las veces que visitamos los centros de las ciudades turísticas y hay decenas de tipos con la pegatina del barco de crucero invadiendo todos los puntos de interés.

Pocos kilómetros después, sobre el 13, pasamos por el chiringuito en el que el sábado nos apretamos unos estupendos espetos de sardinas acompañados con las cervezas de rigor. Todo fuera por la hidratación y la ingesta de proteínas. Y un poco más adelante pasé junto a la clínica Parque San Antonio (hoy Vithas Hospital) en la que nació mi hija pequeña, Miriam, hace más de veinte años. Qué tiempos aquellos en que los pañales, potitos y la agenda social de los niños no te dejaban sacar tiempo para entrenar un maratón.

Pasé el medio maratón en el tiempo aproximado que había previsto: 1h. 50m. No sé si los meses previos me darían para estar en torno a las 3h. 45m. que quería lograr, o si la lluvia iba a frenar algo mis aspiraciones, pero hasta la mitad iba bien. Mabú me dijo que Luis había pasado ya por allí “como una moto”, y mi cuñaaaao Rafa acabó su media particular pocos minutos más tarde de mi paso. No voy a negarlo, no podía dejar que mi cuñao me ganara ni siquiera la primera mitad de la carrera. Que luego hay que aguantarle en Nochebuena.

A partir de ahí, como todo el que haya completado un maratón sabe, comienza la carrera de verdad. Y más en este caso en que el recorrido se marcha hacia la parte más desangelada de la ciudad, el Parque del Oeste, la chimenea junto al parque de Los Guindos y los terrenos junto al Parque Litoral en donde estaban las oficinas en las que trabajé un año, allá por el lejano 2001. Las piernas comienzan a notar los kilómetros y ya no corres con la misma alegría de unos kilómetros antes. Tenía muy claro el recuerdo de lo sucedido un año antes en Madrid, si bien mis sensaciones y los tiempos en los entrenamientos previos eran muy diferentes a los de entonces. Sobre el kilómetro 29 ocurrió una cosa curiosa que no me había encontrado con anterioridad: entramos en la pista de atletismo del estadio Ciudad de Málaga y recorrimos allí trescientos metros. Pasar de la dureza del asfalto, que, aunque he tratado de mitificar en mi “obra magna”, es duro como la jeta o las pelotas de algunos de nuestros políticos, a una pista de tartán es una maravilla que nuestros gemelos y plantas de los pies agradecieron.

Pero duró poco, rodeamos el Pabellón Martín Carpena, el recinto en el que juega el Unicaja, ese equipo estupendamente gestionado desde años ha, y tiramos hacia Málaga de nuevo. Nos metieron por un túnel en el que curiosamente lo pasé peor al bajar, por la sobrecarga, que al subir del mismo. No sé si fue por el estado de mis piernas a esas alturas, o porque había unos tíos en mitad del túnel con el Gonna Fly Now de Rocky a todo meter, y de tanto retumbar las paredes y erizárseme la piel hasta me puse a dar puñetazos imaginarios al aire.

Los charcos hacían mella y las zapatillas empezaban a pesar. No es que los calcetines absorbieran el agua y sintieras que chapoteabas entre los dedos, pero no es lo más cómodo durante tanto tiempo. Mi ritmo bajó considerablemente, aunque todavía me mantuve varios kilómetros sobre los 5m. 45s., pero no pensaba quejarme. En absoluto. Estaba feliz, coño, hay que decirlo, las piernas notaban el cansancio, pero yo estaba mucho mejor que un año atrás y hasta me imaginé volviendo a mis mejores tiempos en breve. Con 52 tacos, uno es joven todavía. Pisé varios charcos, casi tantos como en una jornada laboral en sentido metafórico, y me acordé de Gene Kelly y ese maravilloso, espectacular, irrepetible, número musical que es Singin’ in the rain.

I’m running in the rain

Just running in the rain

What  a glorious feeling

I’m happy again!

En el kilómetro 37 me vi por última vez con Mabú, que me insistía en que Luis iba “como una moto por delante”, no sé si para que me picara, para que me animara o para que fuera consciente de que Luis tiene unos pocos años menos que yo y que ya estoy mayor para según qué cosas. Nah, con buena intención, sin duda, y a título meramente informativo. Yo ya iba a poco más de 6m./km.

El último repecho del día nos llevó hacia La Rosaleda, el estadio en el que Juanito dejó noches gloriosas, y el sitio en el que juega el Málaga Club de Fútbol, horriblemente gestionado desde que la familia Al Thani se hizo con el control del club. Los últimos tres kilómetros fueron una maravilla por el interior de Málaga: la Alcazaba, el Museo de Málaga, el Teatro Cervantes, la Catedral y una calle Larios recargadísima con la decoración navideña, pero muy animada de gente que no dejaba de aplaudirnos.

No acabé nada mal los últimos dos kilómetros y hasta hice un ridículo cambio de ritmo en los últimos 195 metros. En meta me esperaban Mabú, Luis, el cuñao Rafa, Javi, parejas y otros amigos que vinieron el fin de semana. En la zona VIP estaba Martín Fiz, al que le regalé mi libro hace un mes y con el que charlé unos minutos. Él solo había corrido quince kilómetros porque andaba tocado y me felicitó, ¡Martín Fiz me felicitó!, por haber llegado “con la que os ha caído”, me dijo, “estás empapado”. Coño, Martín, que eres de Vitoria, que esto es un txirimiri de nada, un “calabobosrunners”.

Dejadme que me imagine este diálogo:

MARTÍN.- Me ha encantado tu libro, Rafa.

RAFA.- Gracias, Martín, todo un honor.

MARTÍN.- No corres un carajo, pero tienes gracia contándolo.

33 segundos me sobraron para bajar de las cuatro horas. Una pena, porque estaba convencido de que bajaría de esa marca psicológica. La medalla del maratón es original, muy adecuada a la ciudad, la carrera y uno de sus máximos activos: una barca con un espeto de sardinas insertado. Tecnología punta que ni los chinos han sabido clonar.

Luis acabó en 3h. 22m., «pero fatal, iba fatal los últimos kilómetros». Lamadrequemep… «fatal», dice. Por aquí os dejo su crónica, muy recomendable. Mi hermano Álvaro corrió la semana pasada el maratón de Valencia en el mismo tiempo y también se quejó de su final de carrera. Lo mismo que Thomas en Valencia, otro colega, que hizo 3h. 23m. y dijo que su carrera había sido «un despropósito» de principio a fin. Mirad, los del Club de las tres horas y veintipocos minutos: me tenéis hasta los mismísimos, mamones.

Y ya por último, dejo aquí dos páginas de la revista oficial del maratón que me ha gustado leer, porque me he sentido identificado con casi todo lo que dice: el punto de locura, las escaleras el lunes, las uñas de los pies, la idea de dejarlo y de pensar en el siguiente… Lo tiene todo, enhorabuena, Alberto Hernández.

El club de los currelas muertos (XXI)

Planes propuestos por el club de lectura, cine y documentales El club de los currelas muertos para no hablar del mundial de la infamia de Catar.

El Museo Picasso de Málaga se inauguró en 2003, el mismo año que (por desgracia) dejé de vivir en la zona. Se encuentra ubicado en el centro de Málaga, cerca de la Catedral (la Manquita), en el palacio de los Condes de Buenavista, un magnífico edificio declarado Monumento Nacional en 1939.

Es una visita obligada a Málaga, una ciudad que sigue cambiando y mejorando su aspecto cada vez que la visito. Por mucho que pueda no gustarte el estilo de Picasso, porque, a decir verdad, para los que no somos expertos en esto del Arte (salvo si lo miro con perspectiva cinéfila), Picasso nos resulta demasiado… cubista. No sé si alguna vez alguna de sus múltiples mujeres y amantes le dijo: “Pablo, por favor, sigue pintando bestias y toros, pero no me hagas más retratos”. Y los hay expresivos, coloridos, atractivos para la vista, pero otros, en fin… si trataban de reflejar la vida interior de las retratadas, se ve que para el artista eran demasiado retorcidas. O quizás fuera el malagueño el retorcido, me inclino a pensar más bien esto último.

¿Recordáis cuando en el colegio intercambiábamos cromos y según nos pasaban el mazo decíamos “sí le, sí le, no le”? Pues algo así me pasa con los cuadros y esculturas de Picasso. Unos “sí le” o “sí me gustan” y otros “no le”. Una de las salas contiene un tapiz de Las señoritas de Aviñón, de cuyo original “sabemos por Hollywood” que se hundió en el Titanic. Este “sí le”. Otra contiene cuadros que parecen del colombiano Fernando Botero, “no le”, o una escultura de un guerrero griego, “sí le”… como obra de estilo Forges.

Lo que sí alabo y reconozco de Picasso es su búsqueda incansable de lo que fuera que pasase por su cabeza: la belleza alternativa, la mirada propia, la descomposición de los objetos para recomponerlos, la experimentación, el torbellino de ideas… Debía de ser agotador, como se puede intuir por las fotos del artista en su taller.

La mejor definición seguramente la da el propio Pablo Picasso en una frase que se muestra en una de las paredes.

“El arte es la mentira que nos acerca a la realidad”.

Por cierto, Picasso es ese malagueño universal que los franceses quisieron apropiarse como suyo, no en vano su crecimiento creativo se desarrolló en París y en el sur de Francia, pero los auténticos expertos en esto de robar el Arte ajeno han sido siempre los ingleses. Razones ambas para desear que hoy se produzca ese imposible tan picassiano de que ambos pierdan su partido de cuartos en ese mundial del que sigo “sin hablar”.