
LESTER, 06/11/2022
– Tomen, aquí tienen. Bajen por esas escaleras y nada más llegar a la zona de piscinas, verán un cartel en el que les indica todo el circuito. No es necesario hacerlo en el orden que figura, sino que pueden ir a su aire por las instalaciones. Tienen hora y media, según su reserva.
Las toallas que nos entregó eran duras como una alfombra y pesaban como una ídem, tanto que me abstuve de hacer la broma de golpear a mi mujer con la mía, no fuera a provocarle un hematoma considerable o a tirarla por las escaleras. Y a ver cómo explicas luego que estabas haciendo bromitas con una toalla. Lo cierto es que la desenrollabas y estaba suave, pero la primera sensación era la de llevar un ariete como para romper una de las paredes de cristal del SPA. Y pesaba… cuando te la ponías sobre los hombros (y más cuanta más agua y rato pasabas) parecía una manta zamorana reforzada con protección antibalas.
A todo esto, el look del spa se completa con un bañador en pleno noviembre, las chanclas que sacaste el día de antes del fondo del armario y a las que sacudiste la arena de playa para no formar barro en ese sitio «megasnob» y un gorro de baño que no había manera de que me quedara bien. Apretaba como si me hubieran plastificado la cabeza y no era capaz de ponérmelo de manera adecuada: si me lo bajaba todo lo que daba de sí, me tapaba las orejas y no escuchaba más que el zumbido de las máquinas y el murmullo de las voces de los bañistas aparentemente relajados. Si me lo dejaba en la parte superior del tarro, las orejas se me quedaban fuera ¡y hacia fuera!, tan ridículas como el Mudito de Blancanieves.
– ¿Por qué me miras así? -me preguntó mi mujer.
– No te miro de ningún modo, es que el gorro me tira de la frente, las cejas, los párpados y los pensamientos. Me he mirado al espejo y parezco uno de esos actores recién salido de una sesión de botox.
Sonrió y me miró con la cara de «no me vas a fastidiar mi tarde de relax», así que comenzamos. Lo primero que proponía el circuito era una cosa llamada pediluvio, que consistía en un paseo de unos ocho metros en el que tenías que pisar sobre unas piedras de río colocadas intencionadamente hacia arriba. Que digo yo que puedes encontrar placer en pisar cuchillas si eres fakir de profesión, pero es que a mí me dolían, se me clavaban en la planta del pie y me recordaron lo incómodo que era caminar por ciertas zonas del río del pueblo, en lugares cercanos a «la presa» donde los guijarros parecían agujas puntiagudas. Por si la incomodidad no fuera suficiente, de repente unos chorros de agua helada empezaron a brotar a la altura de la espinilla. «¡Coñññño!», se me escapó, «qué necesidad».
La verdad es que no pillamos el punto al pediluvio, así que seguimos a la piscina de chorros, una piscina en la que cada tres o cuatro metros había unos cañones de agua como los que usan los antidisturbios para disolver manifestaciones. Esto del spa es sencillo: te vas moviendo de uno a otro, le das a un botón y te pones debajo del chorro, que se supone que te da un masaje en las cervicales, los hombros o las lumbares. La realidad es que alguno de los chorros lleva tanta fuerza que por momentos piensas que te va a sacar de la espalda los lunares, las verrugas y hasta los tatuajes para los que los llevan. Pero en general es agradable, como las camas de masaje.
No sé a quién se le ocurrió meter unas camas en la piscina, pero fue un genio, seguro. Lo que ocurre es que cada vez que alguien tiene una idea genial, llega otro y la joroba: al apretar el botón de marras, comenzaban a salir unos chorros a borbotones de debajo de tu culo, omoplatos, muslos, costillas, etc., que hacían imposible que te mantuvieras cómodamente tumbado en la cama. Si hasta tienen unas agarraderas para que no te vayas flotando sobre la sexagenaria que ocupa la cama a tu lado. Hay profesionales del spa y yo no lo soy. Mientras yo me estresaba intentando no salir de la cama de chorros, había «profesionales del spa» que tenían el rostro totalmente relajado mientras los chorros masajeaban sus flácidas caderas y lorzas. El «masaje vibrador» dura apenas un minuto y, bueno, sirve para echarte unas risas. También para soltar un cuesco si tienes gases acumulados, que con tanta burbuja pasa desapercibido.
Tras la piscina nos encaminamos a las zonas de calor. Y de frío, mucho frío. Puedes optar por pasar unos minutos en la terma romana o en la sauna, la diferencia es que en una te arde la respiración y te quema todo, y en la otra sudas muchísimo y huele a eucalipto. Cuando entramos en la sauna había allí dos tipos. Nos sentamos en uno de los bancos de piedra, que ardía como el infierno y no intentamos apoyar la espalda. Por ser unos azulejos de brasa incandescente y por el temor a perder del todo las verrugas y lunares que sin duda quedaban colgando tras los chorros antidisturbios de la piscina. Uno de los dos tipos que estaba allí no paraba de toser. Muy desagradable, con flema y todo. Yo cerré los ojos para intentar relajarme, pero era imposible con ese tío al lado, que no paraba de toser, exhalar y hacernos sentir cómo le subía el gargajo desde el píloro hasta la nariz.
– Qué lento pasa esto -dijo el tipo a su colega.
Se había puesto de pie para mirar un reloj de arena que había junto a la puerta, supongo que para medir el tiempo recomendado de estancia en la sauna. De repente veo que el tío empieza a golpear la parte superior del reloj ¡para que la arena baje más rápido! ¡Joder, pues salte, lárgate y déjanos tranquilos! Si es que se puede estar tranquilo a noventa grados centígrados, claro. Se marcharon ambos y nosotros aguantamos unos cinco minutos más. La idea tras la sauna es meterte sin pensar en la piscina de agua helada, así llamada porque la han traído del Ártico, supongo. La primera sensación, en los tobillos, es de «¡buaaaah, yo ahí no me meto!». El segundo pensamiento es «imposible» y el tercero; «qué necesidad».
– ¿No has visto a esos finlandeses que salen de su sauna en mitad de la nieve y se lanzan a un lago helado? Pues venga, que hemos venido a jugar.
Si eres capaz de meterte más allá del ombligo lo tienes casi hecho. Y con la espalda ya puedes decir que lo has logrado del todo. Solo tienes que pensar que has pagado un pasta por ese disfrute masoquista. Aguanta. Aguanta ahí. Piensa en otra cosa: la declaración de la renta, una lavadora de ropa sucia, Rociíto llorando, qué sé yo. Esto está más frío que un abrazo de suegra.
Lo logramos, y tras cuatro o cinco minutos que se nos hicieron eternos, salimos para pasar un rato (este sí) de relax en el jacuzzi. Agua caliente, por fin, un banco en el que poder sentarte sin nada que te mueva, y unos chorros de agua burbujeante y relajante. Con el pibón que me acompañaba, pensé por un momento que estaba a solo un cadenón de oro y un par de Mama Chichos de sentirme como Jesús Gil y Gil en Las noches de tal y tal, sin duda uno de los mayores esperpentos de la historia de la televisión.

Por mí podríamos haber permanecido ahí el resto del tiempo, pero como siempre decimos, «hemos venido a jugar» y aún nos faltaban varias zonas por probar, así que pasamos a la zona nazi: las duchas de contraste. ¿A quién si no a un neo-Hermann Göring se le pudieron ocurrir estas duchas? La primera, llamada «ducha tropical», comienza con un potente chorro sobre tu cabeza como si fuera una cascada en mitad de la selva, pero justo cuando ya te sientes como Tarzán y estás a punto de soltar el grito, el agua varía a fría, y de ahí a gélida, y termina con un baño de nitrógeno líquido que te revienta la cabeza. «Su Pu…Adre», que es el significado real de SPA, no os dejéis llevar a engaño.
Volvimos a la sauna o a la terma para recuperar algo de calor corporal, y probamos el «cubo de agua helada». Vamos, que no voy a decir que no supiera a lo que iba. Que estaba avisado. Que ahí no puedo quejarme de publicidad engañosa. Que sí, que reconozco que me hizo gracia ver que el agua caía de un cubo como los de las pelis del Oeste. «Allá vamos… ¡uuuuaaaaaaahhh! Su Pu… Adre!».
A esas alturas de la tarde-noche yo ya estaba entregado, «venga, que me echen lo que sea, y que me lleven directamente a la cámara de gas después». Todavía nos quedaba una más, que no sé si era la ducha sueca, la escocesa o los chorros de contrastes. Consistía en unos chorros con dos temperaturas (los dos extremos en la escala Celsius de frío y calor, seguramente), que comienzan en los tobillos y van subiendo por el cuerpo: rodillas, caderas, lorzas, pecho, hombros, finalmente otro chorro sobre la cabeza. Dudo que eso de que por la derecha te abrasen y por la izquierda de hielen, o a la inversa, no vayáis a pensar en interpretaciones político-ideológicas, sea muy sano, pero ahí aguanté como un campeón. Excepto en los chorros del pecho, lo confieso. Tenía un pezón rojo y escaldado y el otro tieso y congelado, así que cuando vi que iban a cambiar los chorros de temperatura me giré como si estuviera bailando la Macarena para que cada pecho siguiera recibiendo el chorro con la misma temperatura, «que ya está bien, que qué necesidad».
– Anda, cariño, que tengo un moco colgando y un par de quemaduras de tercer grado, vamos a la última piscina a relajarnos de verdad, a flotar un poco y dejarnos llevar.

– Vale, pero, ¿sabes que tienen también una piscina de agua salada? Que por lo visto se flota mucho mejor en ella, si te parece probamos primero ahí y ya acabamos en la piscina normal.
Porque había una piscina normal, sin elementos de tortura, pero parece que había que ganarse el derecho a usarla tras pasar «la prueba de la sal». A ver cómo lo explico, sí, la sensación es curiosa, se flota más y tal, los labios se te quedan salados como tras morrear una copa de tequila, pero… no te metas ahí si tienes heridas en el cuerpo. Y ocurre que los que practicamos ciertos deportes como el fútbol o el baloncesto tenemos el cuerpo lleno de rasponazos, magulladuras, heridas que todavía no han hecho costra y a las que la sal le sienta como el ácido sulfúrico. De nuevo me dije a mí mismo, «aguanta, aguanta, que tu mujer está disfrutando de ese momento de flotabilidad mirando al techo, pero, joder, cómo pica la hijadep… de la sal». El momento de relax se acabó cuando una pareja con obesidad mórbida pasó a veinte centímetros de mí, flotando muy ufanos. El hombre tenía unos pechos peludos que para sí los quisiera Sabrina Salerno. Por el tamaño, no por los pelos, que se me entienda.
– Yo me salgo, me voy a la última piscina.
Y ahí ya sí, me hice un par de largos a ritmo megalento esperando que la circulación volviera a su sitio y que la epidermis recuperara su tono habitual. Salimos al poco rato del SPA (recordad, no es Salus Per Aquam, sino…), con la toalla que para entonces pesaba ya medio quintal, y en mi caso además con un hambre feroz, y me dijo mi mujer:
– Qué gustazo, ¿no? ¡Qué bien te quedas después de un baño relajante!
Tendría mucho que decir acerca de mi idea del relax, pero yo solo quería ducharme ya, secarme, vestirme y tomarme un chuletón con una botella de vino. Fue entonces cuando me di cuenta de que en algún lugar había perdido la llave de la taquilla.