Fiel a la tradición

Nunca pensé que la Navidad fuera a resultarme de utilidad para parir nuevas historias, pero se ve que en estos últimos años me he aficionado a la misma, o me he servido de la misma como excusa para crear un relato en «este marco temporal». Eso ha sonado como el discurso del Rey, un marco temporal, o institucional o incomparable. Comencé en su día con la recuperación de unos Microrrelatos de Navidad que había presentado a algunos concursos (sin premio).

Un par de años después hice lo mismo que el sábado pasado: recoger las hojas caídas de los árboles que tengo en el jardín, y de mis pensamientos de una soleada mañana de diciembre surgió una historia, La hoja del ciprés rojo. Sobre el paso del tiempo, la música y los rituales navideños que por circunstancias toca variar.

Estos últimos años me he presentado al concurso de relatos convocado por La Galerna, que unen al encorsetamiento de la Navidad la norma de meter otro elemento en la narración: el Real Madrid. En mi caso, ambos elementos están íntimamente relacionados por el Torneo de Navidad de baloncesto que se celebró durante más de cuarenta años, así que con esa excusa escribí el primero de ellos, trasladando la historia de un par de niños y su abuelo (el otro elemento que no debería faltar nunca en las Navidades) al momento mítico de la historia de este Torneo: la rotura de tablero de Arvydas Sabonis. El relato se tituló Lituriaga y aunque esto de los relatos es como lo de los hijos y no está bien tener un favorito, yo lo tengo.

Un año después me fui a aquella tarde del 5 de enero de hace un porrón de años cuando se jugaron los seis minutos del partido suspendido entre el Madrid y la Real Sociedad la misma Tarde de Reyes en que medio Madrid se iba a la cabalgata unos minutos después. Tres recogepelotas llamados Martín, Gastón y Brahim que no serían los Reyes Magos de nadie, sino tres chavales de barrio que vivirían aquel momento inolvidable. Y para este año casi puedo decir que he pasado de la Navidad y del Real Madrid para contar la historia de un amor interrumpido o aplazado, que nunca se sabe. Decía Woody Allen que le gustaría reencarnarse en la yema de los dedos de Warren Beatty, y con esa frase en el recuerdo le puse el título a mi historia. Espero que os guste.

La yema de los dedos (enlace a La Galerna)

Diciembre de 1995. El marido de Laura no entendía por qué ese empeño de su mujer en acudir a media tarde al Palacio de los Deportes de Madrid, a ver un partido entre las selecciones de Australia y de Cuba, cuando a él lo que de verdad le apetecía era ver a su Real Madrid del alma un par de horas más tarde.

  • Es por el niño -contestó Laura-.
  • Pero si solo tiene seis años -replicó Javier airado.
  • Le encantará este ambiente, como me gustaba a mí cuando era niña y mi padre me llevaba a los partidos.

El pequeño Javi miraba embobado a la cancha, el calentamiento de los jugadores, el movimiento acelerado, los estiramientos, los chicos recogepelotas. Luego se giraba hacia las gradas superiores y al poco público que había en aquellas horas previas al gran partido del día, el que enfrentaba al Real Madrid contra un equipo brasileño del que nadie sabía gran cosa. El niño fijó su atención en las banderas. Estaba en esa edad en la que su curiosidad lo llevaba a tratar de conocer “todas las banderas de todos los países del mundo”, como solía decir.

  • Mis favoritas son las que tienen estrellas, como esas -dijo mientras señalaba las de Cuba y Australia, que colgaban de lo alto del pabellón.
  • Bueno, nuestro escudo no tiene estrellas, pero el equipo está repleto de ellas -le contestó socarrón su padre.

Laura había puesto un empeño especial en comprar las localidades en la cuarta fila detrás del banquillo visitante. Su marido no lo sabía, pero el corazón de Laura palpitaba de modo acelerado. Miraba el calentamiento de los jugadores sin pronunciar palabra. Luego observó al equipo técnico del teórico visitante. El entrenador llevaba un traje elegante y junto a él había otros tres miembros ataviados con un chándal azul brillante con unas letras rojas ribeteadas de blanco: CUBA. El más alto de los tres se dio la vuelta con cierto disimulo, pero su vista no recorrió las gradas. Buscó directamente en la cuarta fila.

Era él. Era ella. Leonardo Quiroga clavó su mirada en los ojos de Laura, cuyo corazón casi se le escapa por la boca. Javier y Javi no advirtieron la mirada prolongada que mantuvieron ambos, pues estaban entretenidos con un animador que lanzaba peluches a la grada, pero de haberse girado a su izquierda habrían percibido cómo su mujer y madre había volado metafóricamente del asiento. A 1983.

LAURA: recuerdo aquel día como si fuera ayer. Era la Ciudad Deportiva y nuestros asientos estaban algo más elevados que ahora. No éramos más que unas adolescentes en busca del autógrafo de Fernando Martín.

Leonardo se quedó petrificado, pero trató de disimular mirando hacia el público, al techo, a las banderas, aunque cada pocos segundos volvía la vista a los ojos de Laura.

LEONARDO: recuerdo la primera vez que encontré tu mirada entre el público. Fue en un balón que salió por el lateral y que intenté alcanzar con un salto. Salió hacia tu sitio y trataste de esquivarlo. Sonreíste.

LAURA: yo ya me había fijado en ti durante el juego. Tu elegancia de movimientos, el brillo de tu piel, aquellas patillas de época que me resultaron tan encantadoras. Y un pelo fuerte y oscuro que desde el principio quise estrujar con fuerza entre mis dedos. Me miraste avergonzado tras el rebote del balón en nuestros asientos. Y te disculpaste con el público, pero cuando te girabas para regresar al juego, tus ojos volvieron a mí.

LEONARDO: al acabar el partido, tus amigas fueron al banquillo del Madrid. Me reí con sus gritos de “Fernando, Fernando”, como si fuera un cantante pop. Tú fuiste la única que se acercó a nuestro banquillo, donde no iba nadie, y me pediste una firma en tu carpeta de estudiante.

LAURA: tengo grabado tu mensaje palabra por palabra. “Para Laura, con cariño”. Y en la segunda hoja: “Te espero en Casa Rodri, enfrente del Hotel Continental. Me escaparé a las once y media”.

LEONARDO: arriesgué mucho al huir de la concentración del equipo. En aquellos años estábamos muy vigilados por el delegado del gobierno, que nos acompañaba en cada viaje al extranjero. Me descolgué por el patio interior de la lavandería. Fue una locura.

LAURA: no sé qué hacía en aquel bar a las once y media. Claro que fue una locura, lo sé. No sé qué buscaba, quizás una aventura, quizás me había enamorado.

LEONARDO: nunca te lo dije y jamás lo sabrás, pero al principio solo quería utilizarte. Ganarme tu confianza, que me invitaras a tu casa y cuando no te dieras cuenta, llevarme unas medicinas para mi madre. O dinero, o material escolar para mis sobrinos. Todo aquello que nos faltaba en La Habana.

LAURA: me empeñé en llevarte a un lugar de salsa, en que bailaras conmigo como si todos los cubanos fuerais unos artistas solo por el hecho de ser cubanos. Y tú, con tus dos metros de altura, te movías con una torpeza que acabó de lograr que cayera en tus brazos.

LEONARDO: recuerdo todo lo que hicimos aquella noche como si fuera ayer mismo.

LAURA: “te voy a enseñar el Madrid que no conoces”, te dije.

LEONARDO: jamás se me olvidará la cara de tu amiga cuando le pediste que nos dejara pasar la noche en su casa.

LAURA: y vaya noche, nunca la olvidaré.

LEONARDO: tuve que irme muy temprano, tenía que volver al hotel antes de que en la concentración advirtieran de mi escapada. Todos los integrantes del equipo estábamos avisados del castigo si alguno se fugaba.

LAURA: no quería que te fueras. Me miraste fijamente. Con ternura, con tristeza en la mirada. Nuestros dedos se rozaron por última vez, ¿puedes creer que aún tengo la sensación de tu tacto en la yema de los dedos?

LEONARDO: me costó mucho separarme de ti. Hallé tanta bondad en ti que me olvidé de mis intenciones iniciales. Aún lloro con la despedida.

LAURA: no volví a saber de ti. Te fuiste, tu equipo volvió y no supe nada más de ti. Escribí varias cartas a la Federación Cubana de Baloncesto, pero imagino que no te llegarían.

LEONARDO: ¿por qué no me buscaste? ¿Por qué no me pediste que me quedara? A la mañana siguiente, al volver al hotel antes de que amaneciera, me sorprendió el delegado del gobierno. Y al regresar a Cuba me retiraron el pasaporte y me prohibieron salir del país durante una década. ¿Por qué no volví a verte?

LAURA: no contestaste nunca a mis cartas, así que dos años después viajé a La Habana con unas amigas. Fue una pesadilla recorrer La Habana e imaginar tu rostro en cada esquina, en cada persona con la que me cruzaba, en cada cancha de baloncesto improvisada en las calles. No sé en qué pensaba, pero quería encontrarte, aunque no supiera muy bien con qué vana ilusión.

LEONARDO: si en aquel momento nuestras vidas se hubieran cruzado de nuevo, todo habría sido distinto. Pedí permiso a la Federación para fichar por un equipo belga que se había interesado por mí, pero me lo denegaron. Albergaba la esperanza de volver a Europa y comenzar una nueva vida. Te habría buscado sin dudarlo.

LAURA: pero mi vida tenía que seguir.

LEONARDO: tendría que permanecer en Cuba, así que traté de olvidarte. Me retiré del baloncesto, me casé, tuve dos niños y ahora entreno a los más jóvenes.

LAURA: lo habría dejado todo por ti. Me casé, tuve un niño maravilloso, pero nunca dejé de pensar en aquella noche.

LEONARDO: cuando me dijeron que volvíamos al Torneo de Navidad del Real Madrid, mi vida entera se trastocó, los recuerdos volvieron a mi mente, aquel ambiente mágico… Sé que era una locura pensar que volvería a verte.

LAURA: no volví a un torneo de Navidad hasta que supe que participaba la selección de Cuba. Fue una locura pensar que volvería a verte, pero…

Y aunque las yemas de sus dedos no volvieron a juntarse, Laura y Leonardo se lo dijeron todo sin cruzar una sola palabra.

Sonó el pitido que anunciaba los tres minutos para el inicio del encuentro.

La semana que viene quizás

LESTER, 22/08/2022

– Hola, Miguel.

– Hola.

– ¿Qué tal ha ido la semana?

Debido a su timidez, Miguel no se mostraba muy hablador hasta que su madre se marchaba.

– Vengo en tres horas, cuando termines -le dijo su madre mientras le plantaba un beso en la frente.

– Termino en dos y media, Mamá, pero ven cuando puedas.

– Pero es que no me dejan salir antes, es cuando tengo permiso, vendré en cuanto pueda.

La madre llevaba uniforme de trabajo. Dejó al niño sentado junto a la anciana que le había saludado al entrar, dijo adiós con la mano y se marchó de forma apresurada.

– Me he terminado el último libro que me dejó -indicó Miguel una vez que se cerró la puerta de la sala.

– ¿Qué te ha parecido?

– Me ha gustado mucho, me lo acabé en tres días. Me gustó todo, menos el final. No creo que el capitán Nemo merezca morir después de todo.

– ¿Y cómo sabes que ha muerto? El libro no lo cuenta.

Miguel miró a «la señora de la butaca de al lado» y como cada semana, le pareció que el gris de su mirada se azulaba por momentos, de manera especial cuando hablaban de algún libro, como si un brillo iluminara unos iris cansados y los hiciera recuperar algo de vida.

– Ya, pero se intuye, el Nautilus desaparece en el remolino y se supone que el mar se lo traga con toda la tripulación.

– Pues por eso mismo te he traído esta semana La isla misteriosa. No quiero contarte nada, pero si te ha gustado el capitán Nemo, te gustará saber lo que ocurrió con él y con todos sus compañeros del Nautilus.

Estas conversaciones comenzaron unos dos meses antes, cuando Miguel visitó por primera vez aquella sala gris en la que la mujer y otra serie de «gente mayor» aguantaba unas horas de espera con paciencia. Mejor dicho, con resignación. Miguel quería utilizar el móvil de su madre para pasar el rato, pero la madre lo necesitaba durante la jornada. Protestó porque su madre tampoco le dejó llevar la Play, porque «puedes molestar a las demás personas de la sala».

– Venga, que no será mucho tiempo, se te pasará volando.

En ese momento preciso fue cuando la señora de pelo cano se ofreció a ayudar al chaval, que no tendría más de once años.

– Ten, te puedo dejar este libro. El protagonista se llama como tú.

Miguel miró el libro con extrañeza, «un libro con mi nombre en la portada», luego con escepticismo, pero finalmente accedió a ojearlo porque vio que entre las letras, cada seis u ocho páginas, había como un cómic, unas viñetas que contaban la historia. Le impresionaron unas escenas de peleas a caballo, otras con un sable sobre los ojos del protagonista y se quedó intrigado por saber qué ocurría con los tipos que cruzaban un río en una balsa. Y además, «qué otra cosa podía hacer para matar el tiempo».

– Puedes quedártelo hasta que lo leas y me lo devuelves la próxima vez que coincidamos -la sonrisa de la mujer arrugaba aún más su rostro, pero la hacía más venerable, más cercana-. Era de mi hijo y se lo iba a llevar a mi nieto esta tarde, pero no te preocupes, que le llevo otro. Le encantan y siempre llevo alguno encima.

Una semana después, Miguel confesó haber leído el libro del tirón, al principio solo las viñetas, pero como quería entender la historia, acabó leyéndolo entero. Le contó que su propia madre se sorprendió al verle devorar un libro, algo que llevaba años sin hacer.

– Decía Umberto Eco -dijo la señora-, que el libro pertenece a la misma categoría que el martillo, la rueda o las tijeras: una vez inventado, no se puede mejorar.

Así fue como comenzaron estas conversaciones entre dos personas que apenas se conocían, que no coincidían en casi nada, una mujer que superaba de largo los ochenta años y un preadolescente en un lugar en el que ninguno de los dos quería estar.

– Hay que ser muy fuerte para aguantar como lo hizo Miguel Strogoff, para no contar la verdad ni siquiera a Nadia.

Miguel quedó fascinado por la historia del correo del zar, pero sobre todo por los viajes que Julio Verne planteaba en sus libros, así que en las siguientes semanas, la mujer le dejó Viaje al centro de la Tierra, Cinco semanas en globo, De la Tierra a la Luna, La vuelta al mundo en ochenta días

– ¿Sabe?, llevo varias semanas hablando con usted y todavía no sé su nombre.

– Es cierto, pero como pasaba con Miguel Strogoff, a veces no es necesario contarlo todo. Es más, no voy a decírtelo, sino a plantearte una adivinanza. Es el mismo nombre de una mujer decidida que aparece en una de estas novelas. Te doy una pista: valiente, tenaz, de las que no tiemblan ante las dificultades y persigue su empeño sin rendirse.

Una semana después, Miguel volvió con la respuesta:

– Se llama María, como la hija del capitán Grant.

– Pues si así te parece, a partir de ahora seré María.

Miguel le devolvió el ejemplar con 20 000 leguas de viaje submarino y se quedó contemplando la portada de La isla misteriosa. La conversación sobre Nemo le había dejado con ganas de iniciar la lectura y al igual que las semanas anteriores, el tiempo en la sala se le hacía hasta corto.

– No entiendo el odio del capitán Nemo hacia el mundo, por mucho sufrimiento que le hubieran hecho pasar. Pero aun así, no creo que mereciera morir.

– ¿Y por qué crees que se comporta con esa crueldad con los que no pertenecen a su tripulación, a su reducido mundo?

Miguel se quedó pensativo, dudaba acerca de la respuesta.

– No lo sé, no sé si actúa así por venganza o porque cree que el mundo es injusto.

– Es que no lo es -le dijo María-, y no todo el mundo se comporta de ese modo. El mundo no es justo, claro que no, mira tu situación y dime si es justo que alguien de tu edad tenga que pasar por esto.

El azul de la mirada de la mujer había vuelto a un gris más tristón, como el que solía mostrar justo hasta el momento en el que Miguel entraba cada jueves en la sala. Pero aquel jueves parecía diferente. Entró una enfermera, se acercó a Miguel, miró su reloj, anotó varios datos en el cuaderno y le retiró la vía que tenía puesta en el brazo. Poco después apareció su madre por la puerta.

– Venga, Miguel, nos vamos.

Miguel estaba serio, pensativo. Cogió el libro y se giró para despedirse de María:

– Muchas gracias, y hasta la semana que viene, María, ¡nos vemos!

– Hasta la semana que viene, Miguel. Quizás.

Elvis sobre tórax

LESTER, 23/01/2022

Leningrado, marzo de 1967

Cuando llamaron a la puerta de la casa de Ruslan a última hora de la tarde, poco antes de la cena, se temió lo peor. Sus temores se vieron confirmados cuando divisó a través de la mirilla a dos tipos altos con largos abrigos grises al otro lado de la puerta. Nada bueno podía presagiar aquella visita. A su mujer, Nadia, se le encogió el corazón.

– No, por favor, Ruslan, dime que no.

Ruslan abrió la puerta y dejó pasar a los dos funcionarios del Estado. Se identificaron sin apenas mediar palabra, «Sergei Nikolaievich», «Yuri Shalimov», y comenzaron a registrar el piso. No les llevó mucho tiempo encontrar lo que buscaban. En el pequeño despacho de trabajo, decenas de estanterías con lo que parecían pequeñas carpetas con documentos no muy gruesos, de apenas medio centímetro de grosor, ocupaban todas las paredes.

– Con llevarnos una caja ahora será suficiente. Aquí hay pruebas para llenar un camión entero.

Nadia comenzó a llorar, mientras Ruslan trataba de tranquilizarla. Shalimov precintó la habitación con una cinta adhesiva con el símbolo de la policía.

– Usted se viene con nosotros -indicó a Ruslan. Luego se dirigió a la mujer-. Y a usted y a los suyos, más les vale no entrar en esa habitación. Volveremos mañana con un equipo para llevarnos todo.

La historia de Ruslan

A finales de la década de los cuarenta, el joven Ruslan estaba cerca de finalizar su formación como ingeniero de sonido en la Universidad Politécnica de Leningrado. Apenas dos años antes había tenido que tomar una decisión trascendente para su vida. Tras muchos años compaginando los estudios de música en el conservatorio con la ingeniería, había tenido que asumir que carecía del talento suficiente para desarrollar una carrera musical, así que se volcó en obtener el título de Ingeniería con un expediente brillante. Pero su afición a la música no había menguado y seguía tocando el clarinete como aficionado con una banda de antiguos alumnos del conservatorio. Gracias a contar con uno de los mejores currículos universitarios como ingeniero, fue autorizado a salir del país en varias ocasiones, siempre con el motivo de asistir a ferias y congresos internacionales sobre innovaciones técnicas en el campo del sonido.

En uno de aquellos viajes, a principios de los cincuenta, acudió a Berlín Este, donde, tras las interminables sesiones sobre ondas de radio, amplificadores y antenas, fue invitado a una fiesta en una casa particular en la que, para su sorpresa, descubrió la música occidental: el jazz, el blues, ¡el rock and roll! Acostumbrado a las orquestas sinfónicas y las piezas clásicas, aquella música, de la que había oído hablar a algunos paisanos, le pareció revolucionaria. «Lo que daría por llevar esta música de ritmos frenéticos a Rusia», comentó a un joven ingeniero búlgaro presente en aquella fiesta. Sin embargo, tenía bien claras las prohibiciones estalinistas que pesaban sobre esa música considerada «capitalista». «Una mala influencia para la juventud», según publicó el Pravda tras la aprobación de la censura en 1948.

El gusanillo de Duke Ellington, Ella Fitzgerald o Carl Perkins anidó en su cerebro y en el viaje de vuelta a la Unión Soviética pensó que «la música no puede hacer ningún mal a nadie», así que decidió que, aunque fuera de forma contraria al régimen, no habría nada malo en procurarse unas copias de esa música cada vez que tuviera ocasión. Aprovechó sus conocimientos y los viajes al extranjero para copiar discos enteros que lograba introducir al país junto con todo el material técnico que traía de las ferias. El mayor problema que encontró fue procurarse el material necesario para las copia, el vinilo, puesto que por entonces los derivados del petróleo escaseaban y eran muy caros.

La historia de Nadia

La familia de Nadia era natural de Jarkov, una de las mayores ciudades de Ucrania, pero a principios de los años treinta, cuando estalló la hambruna en el país, el terrible Holodomor que se llevó por delante a varios millones de camaradas, emigró a Rusia en busca de una vida mejor. Nadia tenía solo tres años cuando se instalaron en Leningrado, en un piso minúsculo en el que vivió con sus padres hasta que terminó la universidad. Allí estudió Enfermería, una carrera que le procurara un trabajo seguro y en el menor tiempo posible, puesto que la familia seguía viviendo estrecheces económicas y apuros para completar tres comidas diarias. Nadia aprobó sin demasiadas dificultades y en el concierto que se celebraba a finales de junio, durante el festival de las Noches Blancas, conoció a un joven sonriente llamado Ruslan. Nadia entró a trabajar en el hospital militar de la ciudad y apenas seis meses después se casaron en una ceremonia discreta con pocos invitados.

Cuando unos pocos años después Ruslan trajo a casa sus primeras copias de artistas de jazz, Nadia se asustó. No entendía el idioma, ni el alocado ritmo, ni muchos menos el entusiasmo de su marido, y además era consciente del peligro de tener esos discos en su poder, pero al ver la felicidad en su rostro no pudo menos que asentir y pensar que, ciertamente, «la música no puede hacer ningún mal a nadie».

La cabeza de Ruslan era un torbellino de ideas, tenía una vitalidad que procuraba disimular para no llamar la atención, pero un día llegó emocionado, incapaz de disimular su alegría.

– He encontrado la alternativa al vinilo -dijo entusiasmado-. Mira que he probado con varios materiales para copiar los discos, pero unos son muy frágiles y se rompían, otros son escasos, o caros o muy gruesos, y resulta que la solución era muy sencilla. Mira.

Le mostró una radiografía de un pie. De frente y de perfil. Estaba recortada de modo circular y la puso contra la luz.

– Mira. ¿Ves el microsurco? ¡Es perfecto! -puso la radiografía en el pequeño tocadiscos que tenía en el salón y colocó la aguja sobre el metatarsiano de aquel pie-. ¡Escucha!

Ruslan se puso a bailar cogiendo de las manos a Nadia, que sonreía y bailaba con él sin ningún sentido del ritmo, de un ritmo que no era capaz de comprender.

Durante los años siguientes, Nadia procuraba sacar del hospital las radiografías que eran desechadas por los médicos. Al tratarse de un material inflamable, las normas obligaban a su destrucción casi inmediata, pero Nadia consiguió «salvar» unas cuantas de la quema. Al principio un par de ellas, luego media docena, una docena… Era difícil ocultar más bajo el uniforme de enfermera sin levantar sospechas. Durante los siguientes quince años, Ruslan copió decenas, cientos, miles de discos, al principio para su propio disfrute, pero posteriormente, para intercambiarlos en el mercado negro por alimentos o ropa. Louis Armstrong por un paquete de mantequilla o cinco litros de leche, Buddy Holly a cambio de un nuevo abrigo para el duro invierno.

La historia de Sergei

Sergei Nikolaievich era lo que podría considerarse «un ciudadano ejemplar», «un funcionario modelo», al menos en lo que aparentaba, en su comportamiento o en el modo de actuar. Sergei era lo suficientemente inteligente para saber lo que el sistema requería de él y en su cometido cumplía de manera sobresaliente, pero en su vida privada hacía pequeñas concesiones que trataba de mantener ocultas. Sabía hablar inglés y había leído varios de los libros prohibidos en su país, libros que requisaba en casas de disidentes a los que no tenía más remedio que detener. En cada ocasión procuraba hacerse con un ejemplar durante el trayecto a la comisaría. Solo uno, que leía y destruía inmediatamente.

A finales de los cincuenta fue invitado a una cena en casa de uno de los miembros del ayuntamiento. Al acabar, uno de los invitados comenzó a tocar el piano que había en el gran salón. Para sorpresa de todos los asistentes, pasó de una conocida pieza de Chopin a aporrear con fuerza el teclado, de manera casi violenta. Sergei no pudo evitar que se le movieran los pies al ritmo de esa canción.

– ¡Jerry Lee Lewis! -exclamó el hombre del piano-. ¡Great balls of fire!

Fueron pocos los que aplaudieron tras los tres minutos frenéticos de piano, al principio tímidamente, después con algo más de fuerza. El dueño de la casa se dirigió a todos los invitados y les dijo:

– Es mi sobrino, que acaba de llegar de Inglaterra, donde ha estado unos meses. Al parecer allí escuchan estas cosas, una locura propia de los anglosajones -sonrió y se dirigió al improvisado pianista-. Solo espero que no me hayas dañado el piano.

Los invitados sonrieron y la fiesta continuó. Pero Sergei tenía curiosidad por conocer esa música, así que se acercó al joven, el cual le habló fascinado de los movimientos musicales que había en Estados Unidos y el resto de Europa. Durante los años siguientes, Sergei visitó en numerosas ocasiones el mercado negro, de manera casi furtiva, donde logró hacerse con varios discos, impresos sobre radiografías. Los Beatles, Elvis Presley, los Beach Boys, microsurcos sobre cráneos, tórax o fémures. La policía conocía la existencia de estos discos de «rock&roll» y llamaron al movimiento Bones’n’Ribs, huesos y costillas, o Bone Music.

Sergei tenía una pequeña colección casera de discos oculta en casa, nada que pensara que era especialmente peligroso, porque al fin y al cabo, «la música no puede hacer ningún mal a nadie», y esta prohibición no iba a durar eternamente.

La historia de Yuri

Yuri Shalimov había nacido en Omsk, una ciudad del interior. Dejó allí a su familia cuando se enroló muy joven en la academia de policía de Moscú, donde vivió varios años y ejerció su trabajo durante los tiempos más duros de la represión estalinista. Su fidelidad al régimen y su absoluta falta de escrúpulos hicieron que fuera promocionado de manera rápida en el cuerpo de policía. Se casó y tuvo dos hijos, todo muy «soviético»: Dimitri, aficionado al ajedrez, y Elena, cuyo interés se decantó por el ballet y el violín.

A principios de los sesenta fue trasladado con su familia a Leningrado, una ciudad que estaba viviendo un cierto movimiento aperturista al exterior, quizás por su cercanía al Báltico y el mayor contacto con gente de los países cercanos. Las órdenes recibidas eran claras: controlar y reprimir cualquier influencia cultural, musical o política que pudiera venir del extranjero. Las autoridades locales tenían localizados a los disidentes, pero se les permitía vivir bajo cierto control siempre y cuando no trataran de reunirse, crear un movimiento o difundir sus ideas. Yuri era mucho menos tolerante y se hizo famoso por el número de registros en casas particulares y detenciones.

Tiempo después, le asignaron como compañero a Sergei, un tipo del que no llegó a fiarse completamente. En una visita que hizo vestido de paisano a uno de los mercados de la ciudad, un domingo, se encontró a Sergei hablando con uno de los comerciantes de artículos.

– Ah, hola, Yuri -dijo, visiblemente incómodo. Llevaba un maletín en el que había guardado sus adquisiciones y trató de salir del paso como pudo-. Estoy investigando lo de la música esa, los discos de contrabando que están por todas partes. Creo que estoy cerca de localizar el origen de los mismos.

La única manera que Sergei encontró para disimular fue enseñarle el disco que acababa de comprar.

– Mira, es ingenioso. Una radiografía, pero aquí en la esquina figura un código del hospital y las últimas letras del paciente. Creo que podremos encontrar de dónde viene.

Marzo de 1967, en casa de Ruslan y Nadia

Ruslan cogió unas pocas pertenencias, se despidió de Nadia y se marchó con los agentes. Nadia no volvería a verlo hasta cinco años después, cuando terminó su condena en un campamento de trabajo de Siberia. Ella misma fue condenada como cómplice necesaria y pasó tres años en una cárcel de mujeres en Sverdlovsk.

La noche de la detención, Sergei llegó a su casa, metió en una caja todos sus discos y los quemó a las afueras de la ciudad.

Yuri llegó tarde a casa tras rellenar todo el papeleo y se acostó junto a su mujer, a la que apenas le contaba nada de su trabajo. A la mañana siguiente, sábado, los chicos estaban en casa. Dimitri estaba con un compañero de colegio jugando al ajedrez y Elena estaba ensayando al violín con una amiga. Tenían la puerta cerrada, pero Yuri pudo escuchar perfectamente lo que tocaban. Unos acordes algo apresurados mientras una de las niñas cantaba:

«Eleanor Rigby, picks up the rice in the church where a wedding has been…»

FIN

Si alguien quiere conocer la historia de Ruslan Bogoslowski, le dejo un par de enlaces:

Música de huesos

Discos grabados en radiografías

A mi me pareció una maravilla: imaginación frente a la censura. Pasión frente a represión. Odio añadir a mi relato «basado en hechos reales», pero es así, al menos la parte principal y el protagonista de la historia. El resto es pura ficción.

Una mirada incrédula

Ralph Pace, Estados Unidos

LESTER, 05/12/2021

Esta mañana he salido a correr y, como las últimas veces que lo hacía, mi cabeza se ha puesto a contar las mascarillas que me encontraba tiradas por el suelo. Doce kilómetros, diecisiete mascarillas. Hace un par de semanas conté veintidós, a casi una por cada quinientos metros. Lamentable. Las mascarillas han sustituido a las latas de Coca-cola en el paisaje de la «cerdidumbre» humana. Con toda la «cerdeza» lo digo. Hace años, cuando iba a la montaña con amigos, daba igual la altura a la que nos encontráramos que siempre encontraba una lata de Coca-cola metida entre dos piedras, o tirada en medio de unos matorrales.

El lobo marino de la foto observa incrédulo ese objeto extraño (y bastante asqueroso) que aparece ante sus ojos y se pregunta cómo coño habrá llegado hasta allí. Exactamente igual que hago yo con cada p… mascarilla arrojada al suelo por tipos incívicos, maleducados y (dejo un margen a la duda) despistados. El lobo bucea en California, yo me muevo por Las Rozas, pero la «cerditud» está en todas partes.

La foto obtuvo el primer premio en la categoría de Medio Ambiente del prestigioso World Press Photo. Estuve viendo recientemente la selección de fotografías que componen la exposición de fotoperiodismo que ha venido a Madrid y que se exhibe en el Colegio de Arquitectos. Algunas son impresionantes por lo llamativo, como esta sobre una plaga de langostas en África oriental:

Luis Tato, España. Tercer premio de Naturaleza

Pero yo me he interesado por otras fotos, menos espectaculares, sin duda menos llamativas, pero con una historia detrás que me apetecía inventar, narrar. Imaginar.

Historia 1: Recogiendo a Papá

Valery Melnikov, Rusia. Primer premio Temas de Actualidad.

Eran las tres de la mañana cuando el joven Vlado lo comprendió todo. Horas antes, su hermano Nikol le había dicho que le acompañara «a un sitio». Siempre le decía lo mismo, y aunque Vlado sabía que la mayoría de las veces era más para buscar problemas que para ganar algo de dinero con el que comprar la cena, en esa ocasión decidió acompañarlo. Su tono era grave, como todas las conversaciones que Nikol y su madre habían mantenido en los últimos días.

«Toma». Le ofreció una pala al llegar al cementerio. Vlado se negó a recogerla puesto que se temía alguna de las locuras de su hermano. «Cógela, idiota, tenemos que llevarnos a Papá. Nos vamos de aquí». No hizo falta decir mucho más. Con la escasa luz de la luna cavaron durante casi dos horas. La tierra estaba congelada, dura como el cemento tras dos años y medio en el mismo sitio. Les dolían las manos, casi en carne viva, pero lograron desenterrar el ataúd y meterlo en la furgoneta. Al abrir el portón trasero, Vlado observó que el interior estaba repleto de maletas, algún mueble, las fotos de las paredes de casa. «Nos vamos esta misma noche», le dijo.

Volvieron a casa, recogieron a su madre y salieron rumbo a Armenia. Nagorno-Karabaj iba a ser un infierno. De nuevo.

Historia 2: La casa a cuestas

Lorenzo Tugnoli, Italia. Primer premio Noticias de Actualidad

Tuvo que saltarse varias barreras de seguridad, derribar una de las pocas puertas que quedaban del edificio y trepar por los escombros de las escaleras, con gran riesgo en cada una de las acciones, pero Abdullah no quería dejar de intentarlo. La explosión del puerto de Beirut tres días antes había arrasado todos los edificios cercanos, incluido aquel en el que él y su familia tenían un modesto apartamento. No hacía ni cinco años desde que lo habían adquirido con los ahorros que lograron sacar de Siria antes de que decidieran huir de allí.

«He tenido suerte», contaba a Walid, el compatriota que iba a alojarlos temporalmente mientras se resolvía su situación. «Estamos todos vivos. Mi mujer estaba visitando a su prima en la otra parte de la ciudad y los niños estaban en la escuela, así que puedo decirlo. Alá cuidaba de mí y de mi familia. No he perdido nada, aunque lo haya perdido todo».

Abdullah había decidido que tratarían de rehacer su vida en Europa. No sabía muy bien en qué país, si en Grecia, Francia o Alemania, pero tenían que intentarlo. No podían volver a Alepo y nada los retenía ya en el Líbano, así que les tocaba reunir sus pocas pertenencias y salir de nuevo con la casa a cuestas. Lo tenían todo listo, pero antes de eso Abdullah quiso visitar por última vez su antigua casa en busca de recuerdos, algunas pertenencias que llevar consigo. Libros, fotos, alguna joya de familia, documentos que pudieran necesitar, como el título de ingeniería… y si algo quedaba medio en pie y sin destrozar, quería llegar a la mesilla en cuyo cajón guardaba un sobre con los pocos ahorros de toda una vida. El suelo temblaba bajo sus pies.

Historia 3: La pregunta que no respondió

Angelos Tzortzinis, Grecia. Tercer premio Proyectos a largo plazo

Idrissa se quedó mirando a la nada. Se apartó del grupo junto con la pequeña Ndeye y ambos se sentaron a descansar. Ofreció un poco de agua a su hija y trató de cerrar los ojos. No es que el campamento de Moria hubiera sido un hogar maravilloso, pero al menos era algo parecido a un hogar. Con sus cuatro cosas, unas mantas de abrigo, algún producto de higiene, la mochila de su hija con los cuadernos de la improvisada escuela del campamento y amigos en la tienda de al lado.

– ¿Y ahora dónde vamos, Papá?

– A un pueblo aquí cerca, en la isla también. Mucho más bonito, ya lo verás, donde vamos a tener mucho más espacio tú y yo.

– ¿Ya no podremos volver a casa?

– No, se ha quemado todo.

– Y en el sitio al que vamos, ¿va a estar Mamá?

Idrissa estaba exhausto, tenía los pies doloridos de tanto clavarse los guijarros del camino, ya que caminaba con unas zapatillas casi sin suela, de tan desgastadas que estaban. Tenía los ojos cerrados, pero las lágrimas humedecieron sus párpados y comenzaron a caer lentamente. Llevaba toda la vida contestando a las preguntas de la curiosa Ndeye, y sin embargo, hacía meses que no era capaz de dar respuesta a la cuestión más trascendente que jamás le había planteado.

Historia 4: Orgullo yanqui

Gabriele Galimberti, Italia. Primer premio Retratos

Will miró «su obra» con orgullo y le pidió a su mujer que le hiciera una foto en la que se apreciara bien.

– Súbete al techo de la camioneta, Karen. Sin miedo, resiste. Necesito que cojas algo de altura, para que se vea bien en perspectiva.

Había tenido una visión unos días antes: sacaría todas sus armas de fuego, les pasaría la revisión anual que solía hacer para asegurarse de que todas estaban en perfecto estado y listas para ser usadas, y luego dibujaría la silueta de Estados Unidos con todas ellas repartidas por el césped del jardín.

– Carolina del Sur es un sitio maravilloso para vivir -contaba a sus amigos cuando venían a visitarlo-. El suelo es barato aquí y no solo tienes todo el espacio del mundo para tener un jardín fantástico o una casa enorme, sino que además es el paraíso de la libertad en donde puedes comprar las armas que necesites para proteger a tu familia y tus pertenencias.

Ese día tocaba sesión de tiro. Se iría al bosque cercano con sus colegas Jack y Randy, dispararían miles de veces, competirían por la mejor puntería contra siluetas humanas en la distancia y luego abrirían unas latas de Budweiser. «Cheers! That’s life!».

– Me encanta -le dijo a Karen cuando vio cómo habían quedado las fotos con su obra de arte.

He seleccionado solo cuatro historias, pero allí había muchas más. Al acabar la exposición me compré el libro de la misma, con las mejores fotos acompañadas de textos que ayudaban a situar la acción.

El conflicto de Nagorno-Karabaj se ha reabierto y en muchos aspectos no se ha avanzado nada desde hace cuarenta años. Familias enteras cuyas vidas dependen de las decisiones de los gobiernos de Armenia y Azerbaiyán.

El Papa visitó ayer mismo la isla de Lesbos, una anomalía más que no sabemos cómo resolver en este Occidente supuestamente civilizado. Veinte mil personas que vivían en un campamento pensado para tres mil, varios años de «problema sin resolver», de pasarse la patata caliente entre instituciones y finalmente un incendio.

La situación económica del Líbano va a mantener durante décadas al país en la ruina más absoluta. La explosión «solo» contribuyó a agravarla aún más. Un país de poco más de seis millones de habitantes que acogió a más de un millón de refugiados sirios y que ahora se enfrenta a una reconstrucción que no puede pagar.

Tres historias que acaban con familias desplazadas en busca de una oportunidad. La cuarta historia está relacionada con el tiroteo múltiple que hemos conocido esta semana en Michigan, en Estados Unidos, el país de las oportunidades. Un imbécil de quince años se ha cargado a cuatro compañeros de instituto. Solo tuvo que coger algunas de las armas de los imbéciles de sus padres, ir a clase y ponerse a disparar. Pero no he venido hoy a cuestionar uno de los derechos fundamentales del país, uno de los pilares de su sólida democracia.

Tengo una mirada incrédula, o descreída más bien, tanto como la de un lobo marino que contempla atónito nuestras grandes hazañas.

Siete años en «Cuatro amiguetes y unas jarras»

15/08/2021

Hoy se cumplen siete años del inicio de este proyecto (más bien realidad) que estaba destinado a tener apenas un año de vida. «Buenos días a todos los que estáis ahí, al otro lado». Aquellas fueron las primeras palabras el 15 de agosto de 2014 en la Declaración de intenciones de este blog, unas palabras dirigidas a no se sabe muy bien quiénes, a esos lectores anónimos que se han ido sumando a este blog de manera paulatina, por el boca a boca, o el boca a oreja, mejor dicho, porque algún día un post les llamó la atención en Linkedin, Facebook, Twitter, o les llegó por Whatsapp, o porque alguno de los «BeBés» (Brasas Blogueros) le insistió con que «tienes que leer esto» o «esto otro ya lo explicaba yo en un post».

La idea inicial era probar doce meses, ver qué salía de aquello y esperar la aceptación de los lectores, pero lo cierto es que la recepción fue muy positiva, tanto que acabamos de completar los siete años de existencia. Durante ese tiempo han salido de la «batidora» de ideas 492 posts, más otro centenar en otros medios (fundamentalmente La Galerna), dos libros publicados con objetivos de crowdfunding para los proyectos solidarios de Lester en Bolivia y Ecuador, diversas colaboraciones con varios amigos que han querido aportar puntos de vista diferentes sobre algunos temas, entre cuatro y cinco mil lecturas mensuales (dejando aparte las de otros medios), más de mil comentarios (siguen pareciendo pocos, animaos más, dad un poco de cera), algunas «monetizaciones» que han ido a ONGs conocidas… pero por encima de cualquier otra consideración, estos siete años han traído dos cosas más: una enorme satisfacción para los cuatro amiguetes y (esperamos) diversión o buena información para los lectores. Y desde luego como aprendizaje es único. Uno relee algunos de los primeros posts y aprecia una evolución clara. Quizás se pierde algo de frescura al no soltar lo primero que viene a la mente, pero se gana en precisión. Del mismo modo que en el uso del lenguaje.

Para hacer caso a algunos amigos que pedían que la web tuviera un índice en el que buscar textos antiguos, está ya disponible en Índice, a la izquierda de la pantalla de entrada. Todos los artículos ordenados por tema y autor/amiguete. También existe la opción del buscador a la derecha de la pantalla, por palabras, «Martin Scorsese», «relato Escocia» o «teatro culé». Funciona, lo digo por ese amigo que me dice siempre que busca algo concreto de hace tres o cuatro años y no es capaz de encontrarlo.

Siete años ya, pero esto no termina aquí, queda mucho sobre lo que escribir, varios proyectos por concluir y mucho aprendizaje a las espaldas. Dentro de la labor de divulgación (y entretenimiento) de este blog, planteamos un pequeño ejercicio resumen de lo expuesto: que cada Amiguete deje aquí una recomendación ajena, otra propia, de un texto al que le tenga especial cariño y por la razón que sea haya tenido pocas lecturas, y un proyecto que se pueda contar.

TRAVIS

Recomendación: sobre todo dos poscast, La Órbita de Endor y Todopoderosos. El primero es pura información, extensa, exhaustiva, hasta límites increíbles (podcast de seis horas a veces), análisis de una película o un autor desde todos los puntos de vista. El segundo, Todopoderosos, dura «solo» dos horas y aporta buen humor a la vez que información. En cuanto a otros blogs, me quedo con los análisis de Cinemelodic.

Una recomendación propia: me curré bastante La película de las pelis del desván, mezclando personajes de varias películas, dando rienda suelta al guionista que llevo dentro y no llegué ni a treinta lectores. ¿Tan friki era?

Un objetivo: tanto Barney de manera recurrente como Lester y Josean han realizado sus publicaciones en otros medios, pero sé que la mía está por llegar, y espero que sea pronto. En un medio de tirada importante, en eso estoy, no voy a adelantar nada.

LESTER

Recomendación: el podcast de La Cultureta, de Onda Cero. Habrá quien pueda pensar que en ocasiones pueden resultar pedantes o con esa soberbia cultureta que se estila en este país, pero a mí me gusta escucharlo incluso cuando soy un completo ignorante en los temas que plantean: determinados autores, etapas históricas o músicos. Cuando sé algo del tema… entonces lo disfruto aún más. En cuanto a webs, sigo Zenda Libros menos de lo que me gustaría, pero a veces encuentro artículos en los que evadirme un buen rato.

Una recomendación propia: Los muertos salen a hombros, creo que Jardiel Poncela definió a la perfección una de nuestras principales características, no sé si como pueblo, nación o como condición humana.

Un objetivo: los proyectos no se cuentan hasta que están acabados, por superstición, por evitar preguntas insistentes o porque sí o porque no, pero solo puedo anticipar que por supuesto que hay un nuevo libro entre manos.

BARNEY

Recomendación: evidentemente, no hay mejor web, ni mejor escrita («Madridismo y sintaxis» es su máxima), para hablar de fútbol y baloncesto que La Galerna, donde me han acogido desde hace ya tres años. En el mundo de los podcast, el trabajo de Richard Dees en El Radio destripando las malas artes de la prensa es impagable.

Una recomendación propia: los post con más lectores son siempre los de fútbol, y me atrevo a decir que aquellos que atacan al Barça más que los que alaban al Real Madrid, pero uno es amante del atletismo y de casi todo el deporte en general, y escribió con especial cariño un recuerdo nostálgico imposible (porque no lo viví) de los Juegos de México de 1968.

Un objetivo: nada me gustaría más que escribir el libro definitivo sobre el caso Soule y los manejos de Ángel Villar al frente de la Federación de Fútbol, pero me temo que esa investigación no se va a hacer nunca. Van pasando los años y el escándalo se va tapando, hasta que llegue un día en el que se le dé carpetazo y no veamos un Moggigate como el que se vivió en Italia. Así que mientras llega esa oportunidad, quizás entre en el mundo del podcast, que ya en su día hubo un planteamiento de unos «colegas».

JOSEAN

Recomendación: mi amigo El Economista Salvaje dejó de publicar su blog, y para mía fue una pena, puesto que me sirvió para conocer algunos temas que nunca me habían interesado. También ha sido una pena el reciente fallecimiento de José María Gay de Liébana, que publicaba artículos muy interesantes y plenos de sentido común en El Economista. En Linkedin, el Newsletter semanal de Javier Esteban Beyond the Hype aporta información útil y de calidad.

Una recomendación propia: hay dos post con mucho curro detrás que fueron los dedicados a la ausencia de seguridad jurídica, de plena actualidad con todos los cambios regulatorios del sector eléctrico.

Un proyecto: sobrevivir, que la vida no me da para más. Sobrevivir a todo el estrés, a todos los cambios legislativos, contables, fiscales, informáticos… aguantar hasta la jubilación, aunque cada día nos la pongan más lejos. ¿Acaso hay algo más importante?

Lo dicho, seguimos con el blog. De momento, de momento… de momento, otro año más al menos. Lo mismo que decimos cada año.

Y ya sabes, si quieres colaborar con una buena causa, aquí dejamos un enlace de una ONG de la que hemos hablado mucho y bien en este blog: Ayuda en Acción/colabora

Un cuento progremita

LESTER, 06/03/2021

La delegada de Juventud estaba radiante. Aquella soleada mañana de martes convocó a sus compañeros de la concejalía de Cultura, así como al propio concejal, y les presentó el proyecto que la tenía tan ilusionada:

– Buenos días, compañeros y compañeras. Como os adelanté la semana pasada, estamos trabajando para ofrecer una formación en teatro e interpretación para los y las jóvenes de la localidad, que por lo que nos han transmitido otros años, es un tema que interesa a muchos de ellos y ellas. Por esa razón, se nos ocurrió a Gema y a mí que podía ser muy interesante trabajar desde el principio en una obra que fuera conocida por la mayoría de los asistentes a los cursos y ofrecer una representación para sus padres y madres al final del trimestre. Gema, por favor, cuéntales nuestra idea.

– Gracias, Carla. Sí, estamos hablando de chavales y chavalas de entre 12 y 16 años de edad, luego estuvimos pensando en una obra conocida por todo el mundo, pero que se pudiera adaptar a lo que entendemos son unos valores más adecuados al momento actual.

Alberto permanecía impasible, de brazos cruzados, con el aire ausente de siempre. A él le iba más la acción y este tipo de actividades le importaban más bien poco. Ramiro, el concejal, de largo el más veterano de los asistentes a la reunión, se incorporó levemente, apoyó los brazos sobre la mesa y preguntó de manera directa:

– ¿A qué obra pensáis meterle mano?

Gema y Carla se miraron entre ellas. Estaba claro que esperaban una reacción similar, así que se sonrieron y Carla tomó la palabra para responder con el discurso que tenían preparado:

– Antes de que digas nada, Ramiro, antes de que pongas el grito en el cielo, te repito que vamos a adaptar la obra, que vamos a hacer que incluya los valores que queremos transmitir a nuestros jóvenes: solidaridad, resiliencia, tolerancia, generosi…

Ramiro extendió su mano como implorando la respuesta:

– ¿Y esa adaptación es de…?

El Principito -respondieron ambas al unísono.

– ¡No me jodas! ¡El Principito! Con lo que estamos machacando a la monarquía, vamos a montar un show sobre ese chico “tan majo”, hijo de reyes, con derechos sobre…

– No, no, no, en absoluto, por eso queríamos explicártelo. En ningún caso será un príncipe, estamos dándole vueltas al modo de convertirlo en un ciudadano o ciudadana republicana ejemplar.

– ¡El Republicanito! -volvió a la carga Ramiro.

Ramiro era antiguo militante del Partido Comunista, “del de toda la vida”, y llevaba mal los nuevos tiempos de integración en la formación Alpedrete Se Puede, pese a que en el reparto de cargos le había tocado la concejalía de Cultura. Había militado en el PCE de finales de los setenta y principios de los ochenta, “de cuando luchábamos de verdad por la defensa de los trabajadores, en los comités de empresa, montando huelgas, piquetes… y no perdíamos el tiempo en moñadas sobre el lenguaje inclusivo o en discusiones sobre la bandera”. Ese discurso que todos en el ayuntamiento habían escuchado alguna vez estaba a punto de salir de nuevo de su boca.

– No, el Republicanito, no, sonaría ridículo…

– Si además es un tipo alto, rubio, bien formado, ¡un puto nazi! ¡Qué coño un nazi, si es como nuestro Príncipe antes de que fuera Rey!

– Ramiro, no te consiento que llames nazi a un personaje escrito precisamente por alguien que combatía contra los nazis en el frente de África. Si nos dejas, tratamos de explicarte nuestra idea -sugirió Carla.

– El simple hecho de que sea un hombre blanco responde a los estereotipos del heteropatriarcado -continuó Gema-, años y años de obras protagonizadas por hombres blancos y si me apuras heteros, así que el giro consiste precisamente en eso, en convertirlo en una mujer, no necesariamente rubia, no necesariamente alta, no…

– Os recuerdo que la obra es para adolescentes y sus padres, -interrumpió Ramiro-. Por favor, no me pidáis convertirla en mujer cis o trans, o lesbiana, que ya tenemos el escándalo montado.

– Nuestra idea va más por la vía de hacer de ella un personaje racializado.

Ramiro apreciaba los esfuerzos de Carla y Gema, valoraba sobre todo su juventud, entusiasmo y empuje, pero sin embargo las temía por su ausencia total de formación y lo sencillo que resultaba manejarlas, llevarlas por donde la corriente dictara o hacia donde las modas, especialmente las del lenguaje, las dirigieran. Todavía recordaba la que se montó cuando Carla se lió con un «ex-jarrai» e invitó a su grupo de vascos radikales a tocar en las fiestas del pueblo. La oposición pidió su cabeza por unas letras inadmisibles y solo se salvó por el hecho de que la contratación se hizo casi a precio de saldo y dentro de un pack completo en el que se incluían varios grupos de música alternativa de diferentes provincias. «Fue un error. Lo siento, me he equivocado, no volverá a ocurrir. Si esto os sirve en otros casos, espero que valga esta vez», fue su manera de zanjar el asunto en el pleno municipal.

– ¿»Racializada» significa negra?

– Qué bruto eres, Ramiro -respondió Carla-. Estamos pensando en una joven empoderada de origen magrebí, que sabes que en el pueblo ha crecido mucho la comunidad del norte de África. Además, pensamos que encaja perfectamente porque, te recuerdo, es allí donde se desarrolla el libro original.

Alberto intentó mediar en la situación, sobre todo porque vio que el gesto serio de Ramiro se había distendido. Sin duda alguna, su cerebro empezaba a valorar la idea.

– Ramiro, si te parece, vamos a dejar que nos expliquen el planteamiento. A mí me suena bien, una magrebí en el desierto del Sáhara cuestionando a un europeo repleto de prejuicios, no tiene mala pinta.

– Si te vas al libro original -continuó Carla aprovechando la tregua-, es una crítica al modo de entender el mundo de los mayores. Está el vanidoso, el millonario que no sabía para qué quería acumular tanta falsa riqueza, el rey que exigía obediencia y sumisión, el borracho… Podemos visibilizar muchos temas y llevarlos a nuestro terreno.

Ramiro permanecía en silencio. En el equipo de gobierno del ayuntamiento valoraban su capacidad e integridad, así como su visión realista de la situación, pero quizás por la edad, por esa negatividad o desencanto que mostraba, y sobre todo por esos prontos ocasionales, se había ganado a pulso fama de cascarrabias. Seguramente su cabeza estaba imaginando la representación que le proponían las dos jóvenes. El libro original de Saint-Exupéry le había parecido siempre una gilipollez supina, un cuento mucho más infantil e infinitamente menos profundo de lo que sus seguidores pretenden, pero era consciente de que no lograba que su afición a Gramsci o Gorki calara en los jóvenes que le acompañaban en el partido. «El comunismo es mucho más que ponerse un mechón morado y un candado en la nariz, es rebeldía intelectual frente a un sistema individualista e insolidario», solía decir. A sus propuestas culturales de los últimos tiempos, los ciclos sobre Bertolucci y Eisenstein, no había asistido nadie, ni siquiera sus «camaradas» más cercanos. Por el contrario, Carla conectaba bien con la gente más joven del pueblo. Sus propuestas resultaban ciertamente banales a Ramiro, muy simplonas, pero tenía que reconocer que lograban el seguimiento de la gente, la asistencia de jóvenes y mayores, y de paso conseguía lo que llamaba «llevarlos a nuestro terreno». En otras palabras: adoctrinar, dejar el mensaje progresista en cualquier manifestación artística o cultural, por intrascendente que pudiera parecer a priori.

– Ahora tenemos una reunión del equipo de gobierno y os tengo que dejar -dijo Ramiro cuando salió de su meditación- , pero os diré lo que vamos a hacer. El lunes me traéis el guion completo de lo que pretendéis representar y yo os lo apruebo o no. Os lo diré en la misma mañana.

– Pero, Ramiro, eso es censura, no puedes cortar nuestra libertad de… -respondió Gema.

– Claro que puedo, ya lo creo que puedo. No todo vale y no quiero sorpresas, ¿entendido?

A la semana siguiente, las dos jóvenes presentaron su proyecto a Alberto y a Ramiro. El guion tenía poco más de treinta páginas encuadernadas con el título La princesa del desierto. A Ramiro le gustó, «tengo que reconocerlo, no suena monárquico, sino poético y nos pone inmediatamente en contexto». Hicieron una lectura acelerada de los principales aspectos del cuento. El viaje entre planetas de El Principito se había convertido en un deambular de la joven magrebí en patera entre islas occidentales que le denegaban la entrada con argumentos peregrinos.

– Reconozco mi sorpresa, esto suena interesante, abre bastantes posibilidades.

– Hemos trabajado intensamente en el libro -respondió Carla henchida de orgullo-, llevamos varias semanas leyendo y releyendo el maravilloso relato y…

– Vamos a ver, no os vengáis arriba, que se lee en cuarenta minutos, que no es Bakunin precisamente.

– ¿Vaqué? Mira, Ramiro, hemos trabajado mucho en el proyecto, reconoce que para una representación infantil y juvenil es una obra perfecta que nos permite dejar ciertos de mensajes a los y las jóvenes del pueblo.

– Recuerda que casi todos los capítulos de El Principito -continuó Gema-, terminaban con «Las personas mayores son decididamente muy, muy extrañas». Espero que te parezca bien nuestra idea, pero queremos cambiar «las personas mayores» por «los europeos».

– El hombre de negocios millonario no tiene tiempo para atender a la joven de la patera porque tiene que contar su fortuna, que amasa y protege con esmero. El borracho que se avergüenza del tipo de vida que lleva representa el modo de mirar hacia otro lado de Europa. El rey solo anhela nuevos súbditos que incorporar a su reino. Al hombre del farol se le va la vida en sus obligaciones absurdas, sin sentido, y no tiene tiempo precisamente para aprovechar el tiempo. Vamos a cambiar el farol por algo diferente, todavía no sabemos qué, si un móvil o Netflix, pero algo que represente esta sociedad capitalista deshumanizada.

Ramiro cerró el guion sin esperar a la última página. El ceño fruncido que caracterizaba su gesto se había relajado. Esbozó lo más parecido a una sonrisa que era capaz de hacer y dijo:

– Adelante, tenéis mi aprobación. Buen trabajo.

Las dos jóvenes saltaron eufóricas de sus asientos y se abrazaron. Gema recibió el abrazo y un morreo de Alberto, con el que estaba liada, como todos sabían en el ayuntamiento, y Carla se acercó a Ramiro para propinarle un fuerte beso y un achuchón. Sus senos se apretaron contra el cuerpo de Ramiro, que no hizo nada por apartarse. No en vano, había visto esas «domingas» en múltiples manifestaciones de la joven, cuando las mostraba en reivindicaciones de las que siempre había dicho entre sus más cercanos: «no sé si es una protesta de alto contenido intelectual, pero desde luego Carla tiene unas tetas espectaculares».

Al final del trimestre se representó La princesa del desierto. El centro cultural estaba lleno. Unas doscientas personas abarrotaban la sala y otras veinte o treinta ocupaban los pasillos o permanecían de pie. El colectivo magrebí del pueblo había acudido en masa, no en vano una de las suyas interpretaba la obra. También estaban los vecinos de toda la vida, el ala más conservadora, que además había acudido con padres, hermanos y abuelos.

Con lo que Ramiro no contaba era con los cambios que tras los ensayos se habían incorporado al guion. Carla y Gema encargaron la adaptación teatral a un tipo que les habían recomendado del comité central del partido, uno de esos sujetos «con ideas propias y espíritu transgresor», como decía en su propio perfil en redes sociales. Ramiro tampoco había previsto dos elementos que no supervisó en su día, puesto que fueron incorporados después: la música y los dibujos. Para la música se escogió un grupo marroquí tradicional que cantaba en árabe. Carla y Gema no sabían ni lo que decía, pero les sonaba bien. Lo que ocurrió fue que el sonido del árabe, con sus jotas, erres fuertes y haches aspiradas, sonaba un tanto brusco por los altavoces y los más pequeños de la localidad comenzaron a reírse. Los marroquíes y argelinos que habían acudido a la representación consideraron aquello una falta de respeto y pidieron silencio de manera un tanto brusca, lo que no sentó bien a algunos familiares de los niños que se habían carcajeado. El ambiente se tensó aún más cuando uno de los versos de la canción, que mencionaba al profeta, se mezcló con las risas de un grupo de niños pequeños que estaban jugueteando por las butacas. Gritos de «respeto», contestaciones airadas y numerosos «chsssst» entre el patio de butacas.

Salió rápidamente al escenario «la princesa del desierto», el público apaciguó sus ánimos y cesaron los gritos cruzados entre ambos lados. Una niña con chilaba y el hiyab tradicional musulmán comenzó a hacer preguntas al narrador de la historia, el aviador que se había perdido en el desierto. La representación transcurría de manera aparentemente fluida, si bien, cada vez que la niña pronunciaba la frase «los europeos son decididamente gente muy extraña», se oía algún «joder» en el público. Ramiro vio entre los espectadores a algunos de los vecinos de toda la vida, «Pilar, la de la tienda de chuches, Emilio, el del banco, Adriana, la de la farmacia, Antonio, ese facha nostálgico». Antonio estaba sentado pocas filas delante de Ramiro, que le veía murmurar con su mujer y revolverse incómodo en el asiento. «Joder con el adoctrinamiento», se oyó en alto una de las veces.

El segundo elemento que no había controlado Ramiro era la representación de los dibujos, una de las señas de identidad de la obra original de Saint-Exupéry. Para La princesa del desierto los dibujos se proyectaban sobre el fondo blanco del escenario. Carla y Gema escogieron a un amigo de un amigo que tenía un conocido con facilidad para los trazos. Talento poco, pero tenía la habilidad suficiente como para que se entendieran sus dibujos. Y entre él y el director decidieron incorporar cambios como que el rey que exigía pleitesía no era un rey, sino un obispo, y en la pared aparecía un dibujo de una cruz. El obispo resultaba antipático, autoritario, casi inquisitorial, y la sombra de la cruz crecía con cada una de sus frases, en contraposición con la media luna que aparecía en el horizonte cada vez que la niña que hacía de princesa hablaba. Una niña que transmitía calma, paz, curiosidad. Antonio y otros vecinos comenzaban a murmurar cada vez más alto.

El director decidió incorporar otro cambio e hizo que otra de las islas-planetas estuviera ocupada por un policía pertrechado con casco, escudo y una porra. El policía recibía de muy malos modos a la niña, blandía la porra, profería gritos para impedir que se acercara a su isla y de una patada apartó la barca. Algunos niños que estaban en el grupo de los magrebíes se asustaron por la violencia que mostraba el policía, pero el escándalo fue mayúsculo cuando en la pared se proyectó una esvástica. «Esto es demasiado», se oyó en voz alta. Antonio se levantó de la butaca y se marchó con su familia, junto con otras tres o cuatro familias. Entre esas personas estaba Fructuoso, policía municipal de toda la vida, un buenazo al que conocía todo el pueblo y que había acudido a la representación con sus nietos. Mientras salía del teatro, Antonio se cruzó con Ramiro, al que le dijo: «tendrás noticias mías, esto es intolerable».

Alguno de los padres del colectivo magrebí soltó en voz alta «¡cerrad al salir!», a lo cual alguno de los que abandonaban el teatro contestó «¡cállate, moro!». Ramiro empezaba a ponerse nervioso y se sumó a los que pidieron silencio al resto del público. Las controversias no terminaron ahí. Carla y Gema habían decidido sustituir el famoso dibujo de Saint-Exupéry del sombrero que no es tal sombrero, sino una serpiente que devora un elefante.

– Demasiados símbolos fálicos -pronunció Carla en la reunión con el director, mientras preparaban la obra-. Aparte de que es una imagen que puede impresionar a los más pequeños y pequeñas, y crearles un trauma, es evidente que la serpiente tiene una connotación de dominación machista. No olvidéis que una de las formas de denominar al pene en inglés es one-eyed snake. Y en cuanto al elefante y su trompa colgando… demasiado obvio.

Tras una tormenta de ideas entre los tres, en la que se descartó la idea de una babosa o una cochinilla para el elemento femenino que querían incorporar al dibujo, concluyeron con lo que finalmente apareció en pantalla: una ballena buceando en el interior de una copa menstrual. La sorpresa para los padres que presenciaban la obra fue morrocotuda, por mucho que el diálogo de los personajes incorporaba una explicación sobre el papel de las mujeres por un mundo sostenible y su preocupación por el medio ambiente. «¿Eso qué es, Mamá?», se repitió en varias filas. Se levantaron otras tres o cuatro familias de las primeras butacas, algunas con niños muy pequeños que no entendían nada de lo que estaba ocurriendo, críos que no paraban de preguntar por todas esas cosas raras que estaban viendo sobre el escenario, «¿qué es una copa mistral, Papá? ¿Y un tampax?». Hacia la mitad de la obra apenas quedaba la mitad de los espectadores, familiares y amigos de la protagonista, varios colegas de Carla, Gema y del grupo municipal, y algunos pocos vecinos más que permanecían con sus hijos.

El lío definitivo se montó tras la otra decisión que tomó el trío de cambiar el dibujo original del cordero encerrado en una caja.

– ¡Eso es terrorismo contra los animales! Además del zorro y las gallinas, evidente parábola de un machista irredento a la caza de mujeres.

La representación comenzó con la imagen de la caja. La niña habló de que los animales debían ser libres y vivir en la naturaleza a su aire, porque eran nuestros hermanos. Cuando el aviador le respondió que los animales también servían para alimentarnos, la princesa del desierto comenzó a llorar y soltó un discurso sobre el terrorismo carnívoro y el daño medioambiental que el consumo de carne supone al planeta.

– ¡Matar a un corderito es una salvajada!

En ese momento todas las filas de espectadores marroquíes, argelinos, mauritanos o de donde fueran se levantaron de los asientos y comenzaron a gritar airadamente.

– ¡Es la fiesta grande del Islam!

– ¡Aid Al Adha, la Fiesta del Sacrificio! ¡Respetad nuestra cultura!

El padre de la niña que protagonizaba la obra subió al escenario, cogió en brazos a su hija y le dijo en árabe algo que no hacía falta entender. «¡Es nuestra tradición! ¡No estamos dispuestos a que nos insulten de esta manera!», prorrumpió dirigiéndose al escaso público que permanecía. Los pocos espectadores que quedaban trataron de poner paz y tranquilizar a las familias, Carla subió al escenario para tratar de hablar sobre el valor de la tolerancia en el relato y en nuestras vidas, pero nadie la escuchaba porque el griterío del patio de butacas era ensordecedor. Ramiro ni siquiera trató de mediar en la situación. Estaba muy mayor para estas cosas. Se quedó en su butaca observando la situación, las protestas de las familias, los llantos de Carla y Gema, las risas del director y sus colegas, y las caras de pánico de los pocos niños que quedaban en el teatro.

Al día siguiente, el vídeo que alguno de los vecinos había grabado se hizo viral: la esvástica y el policía, el obispo cabrón y la cruz, las protestas de los vecinos,… Varios medios de comunicación acudieron a la localidad y comenzaron a publicar cifras que todos los habitantes desconocían: porcentaje de inmigrantes sobre el total, incremento de la inseguridad, estadísticas sobre robos con violencia, ataques a comercios, pintadas racistas,… Mucho ruido, tanto, que el alcalde convocó una rueda de prensa en el propio ayuntamiento para leer una declaración institucional de apoyo a las familias y de respeto a la policía local. A continuación, Ramiro tomó la palabra:

– Lo siento otra vez. Me he equivocado de nuevo. No volverá a ocurrir. Y no volverá a ocurrir porque presento mi dimisión irrevocable.

Apenas le quedaban dos años para jubilarse. Algo haría con su vida, pero desde luego sería lejos de los focos de este mundo que cada día entendía menos.

Como todos los lectores asiduos de este blog sabéis, si queréis colaborar por una buena causa a través de una ONG contrastada, es posible hacerlo mediante microdonaciones en este enlace: Ayuda en Acción/colabora

El Torneo de Navidad

La mítica foto de Fernando Laura en el momento en que Sabonis destroza el tablero de la Ciudad Deportiva del Real Madrid

BARNEY, 25/12/2020

Cada uno asocia las navidades a una serie de planes, personas con las que se reúne, tradiciones o acontecimientos. Habrá quien lo asocie a ver belenes, ir a la Plaza Mayor, recibir en casa a los abuelos, tragarse el espectáculo de Cortylandia con los niños, la cabalgata de Reyes, el especial de Martes y Trece o los cenorrios y comilonas como si no hubiera un mañana. En mi caso lo asociaba también al famoso Torneo de Navidad del Real Madrid de baloncesto. Un torneo que se estuvo celebrando desde 1966 hasta 2006, con una serie de ediciones espectaculares en los ochenta y una lenta decadencia desde la segunda mitad de los noventa hasta su desaparición definitiva en 2006, cuando ni siquiera se disputó en las fechas navideñas, sino como un torneo de pretemporada en septiembre a partido único.

Los años buenos para mí, los que veía en casa todas las navidades, fueron los ochenta. El torneo se jugaba en tres días y participaban cuatro equipos bajo el formato de liguilla, todos contra todos. Lo normal era que se jugara del 23 al 25 de diciembre, o del 24 al 26 de diciembre a media tarde, así que, mientras en casa nuestra abnegada madre preparaba la cena para toda la tropa, nosotros veíamos los partidos del Real Madrid contra quien tocara ese día: un combinado exótico americano llamado Marlboro All Stars o New York All Stars, la selección de Brasil o Cuba, o las potentísimas (y ya extintas) Unión Soviética y Yugoslavia.

Era una gozada ver esos partidos porque participaban equipos a los que no se podía ver habitualmente, como las selecciones mencionadas o los equipos creados para la ocasión con aroma de Globetrotters (aún recuerdo los Cheiw All Atars) y porque al ser un torneo amistoso se jugaba sin la presión del marcador, solo por ofrecer un buen espectáculo de baloncesto justo antes de la cena de Nochebuena. En 2016 la web Endesa Basket Lover publicó tres artículos sobre el mítico torneo titulados Navidades Blancas y me han servido para leer a gente que sentía lo mismo que nosotros ante esos partidos:

Comentaba el periodista Fernando Ruiz hace unos días en su cuenta de Twitter, “Parecerá una tontería. Pero para mí estas fechas son diferentes desde que desapareció el Torneo de Navidad del Real Madrid”. 

Aquellos partidos servían para descubrir jugadores que podían terminar recalando en el Madrid, como Petrovic, Sabonis o Bodiroga, o los que nunca llegaron como Óscar Schmidt o Toni Kukoc, o para ver un modo diferente de entender el baloncesto, como cuando llegó la Universidad de North Carolina con sus cambios múltiples de cuatro o cinco jugadores, algo impensable en el baloncesto europeo de entonces, donde el quinteto titular apenas era sustituido para descansar unos minutos.

El Torneo fue una idea de Raimundo Saporta, directivo histórico del Real Madrid desde 1952, y tuvo el nombre de su creador, Torneo de Navidad – Trofeo Raimundo Saporta, hasta que se le añadió Memorial Fernando Martín en 1989, cuando sucedió la terrible desgracia del fallecimiento del pívot. Aquella tristísima edición contó con un cartel de lujo: la Jugoplastika de Split, el Aris de Salónica, el Maccabi de Tel Aviv y el Real Madrid, una pequeña Copa de Europa con los mejores equipos del continente. Por desgracia, las fechas, los calendarios cada vez más apretados y la mayor profesionalización del deporte fueron relegando este torneo hasta su desaparición.

Por todo lo dicho, cuando La Galerna convocó recientemente un Certamen de relatos «navideños y madridistas» no fui capaz de pensar en algo distinto a este torneo y a la imagen que todos los aficionados al baloncesto de mi generación recordamos: la rotura de tablero de Sabonis. 26 de diciembre de 1984. Aquella selección de la Unión Soviética era una salvajada: Sabonis, Iovaisha, Homicius, Kurtinaitis, Valters, Tarakanov, Tkachenko… Ganó el Preolímpico a nuestra selección por más de treinta puntos de ventaja, pero el boicot soviético a los Juegos de Los Ángeles nos privó del que hubiera sido uno de los partidos más recordados de la historia: el que les habría enfrentado frente al combinado USA de Michael Jordan, Pat Ewing, Chris Mullin y Sam Perkins.

Mi relato no ha resultado ganador, pero sí uno de los finalistas seleccionados para su publicación. Recomiendo leer el relato vencedor, El póster de Zamora, de Mari Carmen Alarcón, sobre el ritual de volver unidos padre e hijo a los estadios de fútbol tras otra época convulsa de nuestra historia. Podéis encontrar mi relato directamente en la web, en este enlace bajo el título de Lituriaga, o aquí mismo, junto a otra de mis tradiciones de cada Navidad: las palmeras de chocolate de La Mallorquina, en pleno centro de Madrid.

No es un relato sobre baloncesto, sino sobre los nietos y su abuelo, y las tradiciones navideñas. Aquí os lo dejo:

  • Vale, entonces quédate aquí, Fer, pero no te muevas, por favor, no vayas a hacerme una de tus trastadas, ¿eh?

Aquellas palabras las pronunció mi abuelo con su firmeza habitual, severo, pero no exento de cariño. Que me quedara quieto frente al escaparate de aquella tienda de televisores de la que era imposible separarme mientras él se iba a comprar unas palmeras de chocolate a La Mallorquina con mi hermano pequeño Juan. Juanito para mi Abuelo, como ese futbolista que tanto le gustaba. Aquellas palmeras suponían el mejor final posible al paseo que dábamos todos los años con mi abuelo por el centro de Madrid, un paseo que Juan y yo esperábamos con ilusión y que comenzaba con el viaje en Metro.

– ¡Veinte mil leguas de viajes de subterráneo!

Así anunciaba siempre mi abuelo la llegada del Metro, con ese aire aventurero que casi nos trasladaba a una novela de Julio Verne, “y ahora, ¡viaje al centro de la plaza!”. Recuerdo muchas de las frases de mi abuelo con precisión, hasta viendo su cara y sus gestos, con la precisión con la que grabas las cosas en la memoria cuando tienes nueve años. Salíamos del Metro corriendo, cogíamos una de las octavillas que nos ofrecían, hacíamos una pelota y nos íbamos raudos a la papelera más cercana:

– ¡Canasta de Fernando Martín!

Mi hermano me imitaba como en casi todo y lanzó su bola de papel con alguno de los nombres que le sonaban ahora que empezaba a leer y a ser capaz de identificar esas letras que veía en las espaldas de los jugadores:

– ¡Lanza Lituriaga…!

Pero Lituriaga falló, así que yo cogí el rebote, me giré sobre mis pies y…

– ¡Fernando Martín machaca la canasta rival!

Juanito empezó a protestar cuando mi abuelo, siempre el abuelo presto al rescate para calmar su incipiente rabieta, le dio otra octavilla de papel convertida en improvisada pelota de baloncesto:

– Toma, Juanito, demuéstrale lo que sabes hacer.

Del Metro nos dirigíamos a la Plaza Mayor, veíamos algunos belenes, la iluminación, entregábamos la carta a los Reyes Magos y nos divertíamos con los disfraces de la gente que nos ofrecía globos. El pequeño Juan y yo estábamos fascinados, aquel momento era la Navidad, representaba la Navidad con mayúsculas y con todas las letras. Porque la Navidad solo comenzaba cuando el abuelo venía a casa a pasar esos días con nosotros. Le recuerdo con su abrigo negro, ese abrigo al que nos agarrábamos para no caernos en el vagón del Metro, y con un sombrero que le daba un aire de actor de Hollywood de los cincuenta.

No sé quién disfrutaba más en aquellas tardes del frío diciembre madrileño, si él o nosotros. “Huy, frío, frío es lo que tenemos en Burgos, ¡o en Siberia!”. Mi abuelo tenía muchas virtudes y entre ellas recuerdo cómo era capaz de contarnos cada año alguna anécdota nueva de los belenes que nos llevaba a visitar, pequeñas historias o chascarrillos que escuchábamos con atención y con los ojos aún más abiertos que los oídos. Siempre nos compraba una figura en alguno de los puestos para llevar al belén de casa, una figura por la que casi siempre discutíamos Juan y yo, prefiero la pastorcita, no, que tú elegiste el año pasado, quiero esa oveja, o mejor un paje… Mi abuelo zanjaba siempre la discusión con un argumento que nos convencía o al menos tranquilizaba a ambos.

Tras el paseo y según empezábamos a quejarnos del frío, volvíamos hacia el Metro para regresar a casa a tiempo para la cena, no sin antes pasar por La Mallorquina para saborear una suculenta palmera o una napolitana de chocolate. Pero aquella tarde yo me quedé delante de un escaparate repleto de televisiones en las que se podía ver el final de un partido de baloncesto del Torneo de Navidad del Real Madrid. El abuelo quiso que le acompañara a por la palmera, pero enseguida entendió que no iba a lograr moverme de allí hasta que acabara el partido, así que optó por las palabras con las que comencé este relato.

A los pocos minutos regresaron ambos con las palmeras, la mía sujeta en una servilleta por donde la agarré sin apartar los ojos de la pantalla.

– ¿Cuánto queda? -me preguntó algo nervioso por la hora de llegada a casa.

– Solo tres minutos, no queda nada.

– ¡Tres minutos! Eso es un mundo en el baloncesto, pueden quedar tres días todavía -respondió con una media sonrisa.

Mi hermano empezó a leer el marcador con esa manera de leer de principiante y su característica dificultad para pronunciar la erre fuerte:

– Real Madrid, u, ere, ese, ese. ¿Quiénes son esos, abuelo?

– Los rusos -me adelanté a contestar.

– ¿La ere es de “Rusos”, abuelo?

– Por supuesto que sí -contestó este con euforia-. ¡Unión de Rusos… con Súper Salto!

El pequeño Juan alucinaba y yo miré al abuelo, que me guiñó un ojo de modo cómplice.

– Abuelo -le pregunté, con esa insistencia en desgastar su nombre de tanto usarlo-, ¿sabes que este año si metes canasta desde esa línea del suelo vale tres puntos?

– Por supuesto que sí, ¿y a que tú no sabes que si la metes desde tu campo vale cuatro?

– ¿En serio?

– Claro, por eso al final de los partidos siempre tiran desde muy lejos.

El partido había estado igualado, pero en esos últimos minutos los rusos que no eran rusos se habían escapado a catorce puntos.

– Abuelo, ¿sabes que los rusos tienen a un tío de dos metros veinte?

– Qué tío, a saber qué le daban de comer en casa. ¿Cómo se llama, Grandovski, Gigantov o algo así, no?

– ¡Tachenko! -dijo Juan, que me había escuchado muchas veces en casa.

– No, Tachenko es otro. Este año tienen a un chico joven que se llama Sabonis, que lleva veintidós puntos. Dicen que es buenísimo, que se lo quieren llevar a la NBA.

– ¡Los americanos!

Aunque mi abuelo no sabía mucho de baloncesto, se quedaba con lo que yo le contaba y pronunció “los americanos” con ese tono berlanguiano que imprimía a muchas de sus expresiones, “Siberia, Di Stéfano, ¡los americanos!”.

En los monitores vimos una canasta de Wayne Robinson tras una buena circulación entre Corbalán y Martín. Vamos, dije, mientras soñaba con una remontada épica tirando de cuatro puntos. En la jugada siguiente, el ruso alto que no era ruso, pero sí muy alto, recibió de espaldas, se giró y la clavó hacia abajo con fuerza. De repente el tablero cambió de color, se oscureció. Al principio pensé que era un reflejo de la luz, pero cuando acercaron la cámara desde atrás pudimos ver que lo había destrozado, que estaba hecho añicos.

– ¡Se lo ha cargado, Abuelo, se lo ha cargado!

Repitieron la jugada varias veces. Sabonis se daba la vuelta y atacaba con virulencia el aro, mientras del Corral intentaba taponarlo, pero desistía de la locura de jugarse el brazo en el último instante.

– ¿Y ahora qué va a pasar, Abuelo? ¿Cómo termina el partido?

– Ahora se lo llevarán detenido, para que lo pague.

– ¿De verdad?

– Claro, ¿qué pasaría si tú rompieras este escaparate? Pues lo mismo.

Quiso la casualidad que en ese momento un coche de policía pasara por la calle Mayor con la sirena puesta.

– ¿Ves? Ya van a por él al Palacio de los Deportes.

Aquello me dejó impactado, en un estado de shock que mantuve mientras volvíamos a casa. Juan tenía restos de chocolate en la comisura de los labios y mientras, yo seguía preguntando al Abuelo por lo sucedido, por qué no terminan los dos minutos de partido que quedaban, ¿no hay tableros de repuesto?, en mi cole hay tableros así, por qué no van a cogerlos… No callaba.

– Me da pena lo de Sabonis, Abuelo, ¿no podía ficharlo el Madrid para que no lo detengan?

– Si es de los buenos, como dices, terminará jugando en el Madrid. ¡Y con los americanos también!

– Abuelo, ¿y crees que Fernando Martín también acabará jugando en la NBA?

– Seguro, es tu favorito, ¿no?, ese que dices que es tan bueno. Pues si es tan bueno, Fer, seguro que sí. Además, se llama como tú y como yo, y con ese nombre nada puede frenarte en la vida.

Pueblo Nuevo, Ciudad Lineal, Suanzes… Ya estábamos cerca de nuestra parada.

– Fer, ¿te gustaría ir el año que viene al Torneo de Navidad? Yo te llevo.

Mis ojos se abrieron como nunca en mi vida lo habían hecho, aquello era un sueño, el mejor regalo que jamás podría recibir. Porque todo lo que decía mi abuelo se cumplía, pero por desgracia, no todo lo que me dijo mi abuelo aquella tarde sucedió.

El oso gris (II)

LESTER, 12/09/2020

(Primera parte de El oso gris)

Todo era accesible con el mando de la enorme pantalla o con el móvil, y aunque llegó a examinar el “género” con la misma frialdad con la que hacía un pedido al supermercado, encargaba un libro o la lavandería, al final no llegó a contratar los servicios de ninguna prostituta. No fue una decisión moral, “en el fondo son vecinas que necesitan el dinero para que no las echen del piso”, sino el hecho de pensar que una vez que la chica se marchara, el oso gris se iba a colar para darle un abrazo.

La RBS (Renta Básica de Subsistencia) que percibía una buena parte de los habitantes se había incrementado de manera considerable en los últimos dos años, puesto que casi todos los ciudadanos mayores de sesenta años habían fallecido en los primeros meses de expansión caótica del virus y el gasto por pensiones se pudo utilizar para ayudar a la gente con penurias. Aun así la RBS no era suficiente para pagar una vivienda segura y cada mes crecía el número de personas que se ofrecían para prestar todo tipo de servicios a domicilio. Con poco éxito, pues la desconfianza se había apoderado de la sociedad y no era sencillo que se abriera la puerta de una casa a un desconocido.

“Prueba con Yangerls”, le propuso Jaime con su vehemencia habitual. Jaime era uno de los pocos contactos del trabajo con los que ocasionalmente cruzaba unas palabras al margen de lo estrictamente profesional. Era una página de chicas jóvenes, “young girls”, con las que podía mantener conversaciones intrascendentes sobre temas banales. Resultaba divertido al principio porque casi todas las que conoció estaban cortadas por el mismo patrón: alegres, de risa fácil y tontorrona, con ganas de salir del aburrimiento extremo de su encierro. Pero en lugar de terminar conversando sobre temas que a Raúl le podían interesar, siempre acababan con el tonteo y los juegos de excitación sexual. Y de vez en cuando le apetecía ese «mi momento de introspección», decía, o «de amor propio», como le replicaba Jaime, pero a las pocas semanas vio que tampoco era eso lo que buscaba.

De la manera más simple se dio cuenta de que tenía que dar un paso y abrir la puerta a alguien, daba igual quién fuera. Fue una noche que salió a echar la basura unos minutos después de la hora señalada en su turno. Cada apartamento de los veinticuatro que había por planta tenía una hora establecida para depositar los residuos en el pequeño cuarto con un triturador que había al final del largo pasillo. Raúl se dirigió allí seguro de no tropezarse con nadie, como en los meses y meses ¡y meses! previos, pero para su sorpresa se encontró a una mujer que salía del mismo. Era una chica de treintaypocos años, con el pelo rizado recogido en una coleta. No era especialmente agraciada, pero tampoco fea, vestía con una camiseta vieja y un pantalón corto, y al encontrarse con Raúl de frente se asustó.

– ¿Qué hace usted aquí? -gritó con una voz que fue subiendo de tono.- ¡Este es mi turno, aléjese! ¡Aléjese de mí, insensato!

– Disculpe -dijo Raúl.- Pensé que no habría nadie… yo… ya me marcho.

– ¡No se me acerque!

Pese a que en ningún momento la distancia fue inferior a dos metros, la joven estaba aterrorizada. El pánico se había adueñado de ella, dio un rodeo para esquivar a Raúl y se marchó corriendo y gritando a su apartamento. «Lo siento», fue todo lo que alcanzó a decir Raúl en voz baja. Volvió a su casa visiblemente contrariado y se quedó pensando en lo que acababa de ocurrir. El olor de la joven se le había quedado impregnado en las fosas nasales. O puede que ese olor no fuera cierto, sino solo su imaginación, la misma imaginación que le llevó a pensar en cuánto le habría gustado ponerle la mano en el hombro. Y tocarla. Y luego acariciarle la cara. Y soltarle la coleta, y abrazarla y que ella le hubiera correspondido a cada gesto de cariño con otro. Se imaginó desnudándola y tomándola allí mismo en aquel pequeño cuarto tan exento de morbo. En ese momento fue cuando sintió la necesidad de contactar con una de las Yangerls. «Mañana a las nueve estoy allí, guapo», contestó Jessica.

Pasó aquel día bastante nervioso. Las noticias del exterior eran desesperanzadoras. Seguía sin encontrarse la cura y las peores expectativas hablaban de una década para volver a lo que era la normalidad de principios de siglo. La reorganización de los sistemas de producción y la propiedad de todos los activos inmobiliarios habían caído en manos de empresas chinas, que además controlaban todos los sistemas de videovigilancia de las ciudades y del interior de los complejos urbanísticos como Arcadia. En las ciudades antiguas solo vivía el personal productivo de las fábricas y de los sectores de la alimentación, el mantenimiento y el transporte, inmigrantes en su mayoría. Eran los únicos que se atrevían a traer hijos a esta sociedad que carecía de un futuro claro.

– Son como conejos -decía Jaime. Sus opiniones se radicalizaban a medida que transcurría el encierro-. He escuchado que acuden a centros de manipulación genética y fuerzan los partos múltiples. Tres, cuatro, cinco niños de golpe. Cada familia de africanos o de sudamericanos tiene entre ocho y diez niños. ¿Te acuerdas de esos documentales de tortugas que tenían miles de crías de golpe? Pues recuerda que lo hacían porque la mayoría moría antes de las veinticuatro horas. A eso juegan estos salvajes.

La letalidad del virus en las grandes ciudades hacía que algo más de un tercio de los niños muriera antes de cumplir los dos años. Ante un panorama tan desolador, el propio Raúl se había convencido de que jamás traería un niño a este mundo, pese a que durante mucho tiempo esa fue una esperanza que compartía con Valeria. «Tendremos cuatro niños. No, mejor cinco, seis, ¡ocho! Los que me pidas. Los quiero con tu cara, con tu sonrisa,…», recuerda que le dijo apoyado en su pecho.

Quedaba menos de una hora para que llegara Jessica, así que preparó una mesa para dos con algo de comida ligera y puso un vino blanco a enfriar. El sitio no daba para grandes lujos, pero preparó la mesa lo mejor que pudo y eligió el lago de Sankt Wolfgang como paisaje de fondo. No sabía cómo comportarse en estos casos, así que tiró por lo que recordaba como parte del ritual de cortejo y seducción. Llamaron al timbre. Se le aceleró el pulso. La cámara del exterior dio el «OK» a la prueba del iris. Suspiró y abrió la puerta.

– Hola, Jessica.

– Hola -era pelirroja, atractiva, seguramente no llegaba a veinticinco años-. Si no te importa me voy a dar una ducha primero. Para tu tranquilidad, sobre todo. Vengo del área E y aunque no debería haber problemas, siempre lo hago. Si no te importa, claro.

– Por supuesto que no -dijo Raúl.

Una mujer… No podía controlar el grado de excitación, aunque apenas hubiera cruzado dos frases con ella. Estuvo a punto de entrar al baño, pero pudo contenerse y se sentó a esperarla mientras descorchaba la botella de vino. Tras cinco minutos finalizó la ducha y el secado de desinfección, y Jessica salió del baño con un camisón casi transparente.

– Disculpa, no me apetece cenar nada -dijo Jessica sin cambiar de gesto-. Yo he venido solo a echar un polvo.

«No pasa nada», respondió Raúl, pero claro que pasaba. El polvo fue magnífico y la pelirroja tenía un cuerpazo estupendo, pero tanto «no, en los labios no», «es que prefiero que no haya besos», «mejor así»,… tanta impersonalidad molestaba más que lo que le agradaba su olor. Apenas habían pasado cinco minutos del acto cuando Jessica le apartó el brazo, se levantó de la cama y comenzó a vestirse.

– ¿Qué haces, ya te vas? Pensé que te quedarías toda la noche.

– ¿Toda la noche? No, ni lo sueñes. Esto es como la coca o contratar la línea del móvil: el primer servicio es gratis, pero una vez que te enganches hay que pagar.

Raúl la miraba incrédulo.

– Además he quedado dentro de treinta minutos en otro bloque. Es un «amigo» habitual. Pero tú ya sabes cómo localizarme, así que… tú mismo. No me mires así, tengo una hija pequeña y… necesito algo de apoyo. Por trescientos me quedo una noche completa, pero de verdad que hoy ya no voy a poder.

Raúl se quedó muy tocado durante unos días, pero el viernes siguiente estaba de nuevo con Jessica. Y el sábado. Y así hasta cuatro semanas seguidas sin importarle la tarifa. Pero la satisfacción fisiológica le duraba mucho menos que el vacío emocional que le quedaba al marcharse. Un domingo, a la media hora de que «huyera» tras una noche completa, Raúl sintió el abrazo del oso gris y fue incapaz de despegarse del sofá durante cuarenta y ocho horas seguidas tras las cuales se juró no volver a llamarla, ni volver a acudir a Yangerls.

Frecuentó otras páginas de contactos en las que la conversación de cierto interés primaba sobre la superficialidad o las citas rápidas. En Matchco no había interés por contactar en el mundo real con esa gente interesante que se ocultaba tras un avatar digital que alteraba incluso la voz de las personas. El anonimato virtual era la mayor virtud de la web. Analizaba la vida del avatar que uno se creaba y le buscaba compañía en base a sus gustos.

– ¿Has oído lo que le pasó a Fran? -le preguntó Jaime cuando le contó que estaba entretenido conversando con gente un tanto excéntrica en esas páginas-. Pues que se enamoró de una de esas chicas tan intelectuales, taaaan atractivas en su coco y al final la convenció para quedar un día en su piso. La chica no quería, estaba reticente, por lo visto, pero al final quedaron. Pues… pareja no, pero desde entonces tiene un amigo estupendo para ver pelis antiguas y partidos de cuando existía la Champions.

Raúl no daba mucha credibilidad a la historia, pero se sonrió. Tenía la sospecha de que detrás de algunos de esos perfiles digitales operaba algún tipo de inteligencia artificial capaz de mantener conversaciones sin que se notara la ausencia de una persona real, un ser humano. Las máquinas podían replicar el humor, pero no era normal encontrar tanta afinidad ni tanta memoria sobre detalles concretos, así que Raúl empezó a contradecir sus palabras de anteriores conversaciones para ver si «la máquina» o el avatar le corregía. Cuando veía que estos perfiles repetían sus palabras de semanas anteriores con demasiada precisión sabía que se encontraba ante una máquina. Y volvía a embargarle la tristeza.

«Solo quiero que me abraces toda la noche». Leyó la frase casualmente en un perfil de Matchco y pensó que la droga de la que hablaba Jessica era potente. Contactó con su autora. O autor. Sin necesidad de más conversación. Resultó ser una joven menuda que le dejó las cosas claras desde el principio: «Nada de sexo, solo quiero que me abraces toda la noche». Y eso hicieron. Raúl se pasó toda la noche despierto abrazado al cuerpo de la joven. Sintió una erección al principio, «lo siento», pero fue capaz de apretar su cuerpo contra el de ella. Con cariño, con cuidado. La rodeó con ambos brazos y se sintió reconfortado, como hacía meses que no se sentía. Lloraba sin lágrimas.

A la mañana siguiente Raúl se levantó temprano y le preparó un desayuno. La chica tenía una mirada triste que se posaba sobre la falsa ladera de un volcán hawaiano. Se tomó el zumo de naranja, pero apenas probó la bollería ni el café. Parecía a punto de llorar.

– ¿Me llamarás?

«Sí, claro que pensaba hacerlo», pero sin esperar la respuesta, la chica se levantó apresurada y se largó. Raúl se quedó pensativo. Si él se había sentido intrigado por esa joven solo por una frase, tenía que ser capaz de hacer que alguien quisiera conocerle por lo que él fuera capaz de poner como lema o descripción en su perfil.

«Me gustaría pasar el resto de mis días con alguien que no me necesite para nada, pero que me quiera para todo».

Se atribuyó la frase de Mario Benedetti, «al fin y al cabo, ya nadie lee poesía», y se creó un nuevo perfil bajo el nombre de Tyler. Fueron varias las personas que se interesaron por ese Tyler de aspecto desastrado, pero en apenas unos minutos descartaba iniciar contacto con ellas: «¡qué bonito!, ¿lo has escrito tú?», «me encanta, desearía ser esa persona» y por supuesto varias con «te querría para todo y varias veces al día».

Ahí estaba el mensaje, lanzado a las redes con la misma esperanza con la que el náufrago lanzaba la botella a la inmensidad del mar. Esa persona, quienquiera que sea, lo encontrará y sabrá interpretarlo, pensó.

Llevaba varios días con problemas para conciliar el sueño. Las dos de la mañana. Se levantó a beber agua y se encontró en la pantalla con el aviso de que tenía un mensaje:

«Qué buen insomnio si me desvelo sobre tu cuerpo».

Alguien más conocía a Benedetti. Miró el nombre del perfil que le contestaba de esa manera: Marla. Era la señal que estaba esperando. Contactó con ella en ese preciso instante, para qué esperar al día siguiente. Tras unos segundos recibió un mensaje de respuesta: «¿Dónde vives?».

Una hora después sonó el timbre. Hacía tiempo que no estaba tan nervioso. ¿Sería un bromista, otra niñata, una anciana solitaria? La revisión del iris… y la puerta se abrió.

– Hola, Tyler.

– Hola, Valeria.

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El oso gris (I)

LESTER, 09/09/2020

“Me voy a pasar la cuarentena con mi madre”.

Seis años habían pasado desde que Valeria le dijo esa frase. “Seis”, se recordó Raúl a sí mismo. En todo ese tiempo solo volvió una vez y fue para recoger sus cosas. Lo cierto es que la pandemia le trajo la excusa, porque lo que fuera que había entre ellos llevaba tiempo roto, sumido en un aburrimiento absoluto, lejos de las locuras con las que iniciaron su relación ocho años atrás. Valeria era un soplo de aire fresco en su monótona vida. Alocada, infatigable, era una novedad cada día, pero la convivencia trajo de manera imperceptible la desidia. Habían llegado a un punto en el que compartían muy pocas cosas en común. Tras las largas jornadas de trabajo de ambos, ella se sentaba en el sofá a dar “likes” con desgana a todos los contactos de sus redes sociales, los conociera o no, y Raúl se ponía un capítulo tras otro de las series a las que nunca consiguió enganchar a Valeria. Menos de dos metros de distancia, pero un mundo virtual de separación.

Raúl se mudó un año después, pero no lo hizo solo para olvidar todo lo que le pudiera recordar a ella, sino para estar preparado para el siguiente confinamiento. “No sé cuándo sucederá, pero no tengo ninguna duda de que llegará”, confesaba con preocupación a sus amigos, «y no quiero que me pille el oso gris». Se fue a vivir a uno de los bloques-colmena que se construyeron a toda velocidad a unos cincuenta kilómetros de las grandes ciudades.

Arcadia era el nombre, como mostraba un enorme cartel a la entrada del complejo. Tecnologías importadas de China para levantar edificios de gran altura en tiempo récord. Rascacielos de más de cuarenta plantas con apartamentos diminutos, de treinta metros cuadrados, con todas las necesidades básicas e higiénicas cubiertas. Cincuenta metros para una pareja con dos niños, aunque fueron muy pocas las familias que se mudaron. Más ascensores, pero de menor tamaño para evitar el contacto con los vecinos. Un sistema de transporte de mercancías interno en el propio edificio para que la compra llegara directamente al domicilio sin necesidad de bajar a la calle ni de ver al mensajero o al repartidor. Un gimnasio de celdas individuales en la última planta con servicio de autolimpieza y desinfección tras cada uso. Una azotea cubierta con una cúpula transparente para que los ancianos y los escasos niños del edificio pudieran salir unos minutos al día en rigurosos turnos.

El apartamento estaba dotado de todo lo básico para subsistir, sin excesos, pero sin carencias. Sin duda la palabra que mejor lo definía era funcional. La pared más ancha del apartamento era en realidad una pantalla LED que simulaba una ventana, puesto que la mayoría de los minipisos de la colmena eran interiores o tenían vistas a la colmena de enfrente. Para proyectar en la gran pantalla se podía elegir un paisaje idílico en la montaña o frente a un lago como hacían todos al principio de mudarse, u optar por una ciudad real, con sus días luminosos (pocos) o con la capa gris mezcla de nubes, polución y la solución de yoduro de plata con la que se bombardearon los cielos para combatir la pandemia de 2024. Según los estudios realizados, la opción de la ciudad real era la que escogían de manera mayoritaria los habitantes de la colmena. Había algo psicológico en aquella elección, como si de algún modo buscaran mantener el contacto con el mundo que existía ahí afuera, aunque muchos hubieran olvidado lo que era pisar la calle. Quizás albergaban la esperanza de recuperar aquellos espacios, pero cada vez eran menos los que la mantenían. “Durará entre dos y tres meses”, dijo el gobierno en su día, “como en 2020”. Pero lo cierto es que estaban cerca de cumplir el segundo año de encierro y las cosas estaban lejos de arreglarse.

El edificio en el que vivía Raúl era el bloque 1 de la manzana C del primer desarrollo urbanístico de Arcadia, la moderna ciudad adaptada a los últimos sistemas de protección contra pandemias. En ese momento estaban finalizando el bloque 8 de la manzana J del tercer programa y desde la azotea se podían ver los avances de las fases K, L y M. Se calculaba que unas 450.000 personas vivían en ese diminuto complejo y algunas noticias dijeron que la lista de espera para entrar a vivir en los siguientes desarrollos superaba el millón. La situación en las grandes metrópolis era caótica y el aire en las calles irrespirable, puesto que el nuevo virus permanecía en el ambiente durante tres semanas. Quedaba muy poco de lo que un día fuera una ciudad con atascos e incomodidades, pero también con cultura, ocio, animación en las calles y “bullicio, he llegado a echar de menos el bullicio”.

Raúl tenía suerte porque podía seguir trabajando a distancia y con los sistemas de videoconferencia o chatting para el ocio seguía manteniendo algo remotamente parecido al contacto con otros seres humanos. Pero había perdido a muchos amigos durante la pandemia y a los pocos familiares que le quedaban. Cada vez que se salía de Arcadia había que pasar un protocolo de desinfección tan riguroso que sus habitantes terminaron por no abandonar el complejo prácticamente nunca. Ni siquiera en los casos críticos de familiares o amigos porque acudir a un funeral o a un hospital equivalía en la práctica a la denegación del permiso de retorno a Arcadia.

“El oso gris no podrá conmigo”, se repetía a sí mismo cada mañana con la misma convicción con la que se lo decía a sus compañeros de trabajo en las escasas conversaciones que mantenía a diario, siempre a través de un monitor. «El oso gris” era el sobrenombre que Raúl utilizaba para no nombrar al TEAS y su abrazo letal. Diversos estudios psico-sociológicos realizados a grandes núcleos de población habían servido para catalogar al TEAS como una enfermedad de extrema gravedad. “La enfermedad de occidente”, como propagaban los medios. El gran peligro que acechaba a los habitantes de las nuevas urbes. El Trastorno Emocional Asociado a la Soledad se manifestaba de diversas maneras en los ciudadanos dependiendo de su estado mental, fortaleza emocional y rutinas diarias, pero podía darse en forma de depresión, ataques de ansiedad, conductas violentas o también como esquizofrenia y trastornos paranoides. El número de suicidios se había disparado en el segundo año de encierro. Los nuevos bloques de Arcadia estaban diseñados para que las ventanas no pudieran abrirse y además el cristal era blindado para que tampoco pudiera romperse en un ataque de desesperación.

Para combatir al oso gris, Raúl se sirvió durante los primeros meses de todo aquello que el bloque le ofrecía. En el gimnasio, las pantallas inmersivas le daban la posibilidad de correr por el centro de una ciudad rodeado de maratonianos o por un bosque finlandés con amigos virtuales generados por una aplicación informática. Al principio salía a pasear por la azotea durante los escasos veinte minutos que la normativa le permitía, aunque solo fuera para ver a otras personas a través del cristal. Durante esos meses también solía bajar a la consigna de la planta baja en la que le depositaban sus compras sin utilizar el sistema interno de transporte del edificio, aunque se cansó del mismo y terminó recurriendo al envío directo, como casi todos los habitantes del bloque. Y pasado un tiempo, también dejó el gimnasio y el paseo de la tarde. Se volcó en las pantallas interactivas. Muchas horas, incontables tardes y noches, todo el tiempo que fuera necesario para que su mente no tuviera que pensar en el modo de rellenar los huecos.

Durante los primeros meses mantenía algo más de contacto con sus amigos, pero el oso gris abrazó a varios de ellos, cada día más abúlicos y desganados, menos interesantes, sin nada que contar salvo que su mujer les había dejado o una desgracia en la familia, así que el aburrimiento venció a la interacción y las pantallas quedaron reservadas para el trabajo o para ver series tres o cuatro horas al día. Las cadenas de televisión, propiedad del gobierno en su mayoría, producían series para todos los públicos y todas las edades, con argumentos cada vez menos complicados. Habían evolucionado hacia sistemas interactivos que buscaban la complicidad del espectador para que este indicara hacia dónde quería que continuara la trama. Otras en cambio, para poder seguir viéndolas, reclamaban al espectador que puntuara cada escena, personaje o situación, con objeto de trazar el perfil de los espectadores y que los guiones se ajustaran a sus demandas. Raúl comenzó a votar lo contrario de lo que pensaba, porque todo se hacía demasiado previsible, sin margen para la sorpresa.

A los seis meses de encierro Raúl comenzó a sopesar utilizar otra de las posibilidades que la publicidad de las pantallas le ofrecía: servicios de prostitución a domicilio. “Con certificado sanitario. Totalmente limpias. Residentes en Arcadia”. “Qué paradoja”, pensó Raúl. “El hogar del futuro provocó la proliferación de la profesión más antigua del mundo”. Después de tantos meses le apetecía abrazar a una mujer, sentir la calidez de su piel sobre la suya, oler a otra persona, pero en todo ese tiempo lo había eludido por el riesgo de contagio. Tampoco se había planteado iniciar una relación con nadie, así que las posibilidades que se le abrían le parecían totalmente seguras y por tanto factibles. Una nueva técnica permitía identificar la existencia del virus en una persona a través del iris, y todos los apartamentos de Arcadia tenían instalada esa tecnología con un escáner en la puerta, pero aun así había escuchado historias de gente contagiada por prostitutas que usaban unas lentillas que engañaban al sistema.

(Continuará)

El oso gris. Segunda parte.

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Espectros sobre la pared

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LESTER, 02/08/2020 

23.14 h.

– No sé qué tal voy a llevar este trabajo.

Ramón acomodó la espalda contra el cabecero de la cama mientras apuraba una última calada al cigarrillo. A su lado, boca arriba, Lidia le escuchaba atentamente. Ambos superaban por poco la treintena, tenían planes continuamente aplazados y coincidían en que esta podía ser una buena oportunidad para su futuro.

– Me pagan bien, ese no es el problema, pero es que no sé hasta qué punto es… éticamente correcto. Y sé que lo voy a hacer bien, y que si lo hago obtendré buenos pluses, pero… no sé, moralmente,… espero saber llevarlo.

20.28 h. del mismo día.

– ¿Lo ves, Ramón? Siempre acaban firmando -el Director de la empresa, José Antonio, guardó el cheque de treinta mil euros en un sobre y este en el bolsillo interior de la americana-. Algunos lo harán en menos de cinco minutos, otros nos pueden llevar todo el día, pero siempre, siempre, y llevo dos años en esto, acaban firmando. Ha sido un día largo, pero muy productivo, ¿no crees?

Ramón no respondía, aún trataba de asimilar el negocio en el que acababa de entrar.

– Ya vale por hoy, ¿nos vamos a casa?

20.12 h.

Era un tipo de mediana edad, grande pero no corpulento, ancho de hombros, de cráneo, de abdomen. La cabeza totalmente afeitada hacía que se pareciera a La Cosa. Se había aflojado el nudo de la corbata y en su frente quedaban restos del sudor copioso que le había acompañado la mayor parte de la jornada. El hombre bramó algo ininteligible mientras firmaba el cheque, pero se le entendió a la perfección tras entregarlo al tal José Antonio.

– ¿De verdad que no va a quedar ningún rastro, ni pruebas? ¿Nada que pueda llegar a manos de mi mujer?

Al otro lado de la mesa, Ramón le miraba fijamente a los ojos con rostro serio, captando todos los detalles, pero La Cosa no apartaba la vista de su jefe, el mismo que le había explicado la situación con todo lujo de detalles.

– Garantizado. Con el contrato está usted a salvo. Y desde luego no será por nosotros si algún día se entera de sus… digamos, deslices. Las imágenes que vamos a hacer llegar a su mujer serán de lo más inocentes. Bochornosa y aburridamente correctas. Ella verá que usted no hizo nada, que se comportó como el santo varón que sabemos los tres aquí presentes que no es, ¡ja, ja, ja!

Por primera vez en toda la tarde, el hombre se relajó y esbozó una tímida sonrisa. Ramón había percibido desde el inicio de la conversación la manera de fruncir el ceño que el hombre tenía, «lo menos veintidós atmósferas de presión en el entrecejo». «Ahora solo catorce», pensó para sus adentros al ver que se relajaba levemente.

Fue exactamente a las 19.48 horas cuando La Cosa había salido de la habitación contigua («aunque en la puerta ponga Meeting Room, Ramón, la llamamos entre nosotros Meditating Room, porque nada como pensar uno consigo mismo para convencerse de lo que le interesa», así fue como José Antonio se la mostró al inicio del día, mientras le enseñaba las oficinas). Apenas había pasado media hora. El hombre grandote de mediana edad, La Cosa sudorosa, les confirmó su propósito:

– De acuerdo, voy a firmar.

– Perfecto, sabía que llegaríamos a un acuerdo. En cinco minutos mi compañero Ramón le entregará las dos copias con todos los datos del contrato, confidencial por supuesto, y en cuanto realice el pago nuestro pacto quedará sellado para siempre.  Mientras tanto, ¿le apetece tomar algo, un whisky, un gin-tonic, solo agua? -exhibió una sonrisa mientras abría las puertas de un repleto mini-bar que ocupaba media pared.

La Cosa había estado dos veces en la Meditating Room. Esta segunda tuvo una duración exacta de veintitrés minutos y cuarenta segundos, tiempo durante el cual Ramón y José Antonio observaron su nerviosismo a través de unos monitores que recogían las imágenes de las cámaras camufladas en el interior de la habitación. Le vieron aflojarse la corbata, sentarse, levantarse y volver a sentarse. Moverse de un lado a otro, juguetear con el móvil, aflojarse los botones de los puños de la camisa y arremangarse…

– Cinco a uno a que acepta -José Antonio disfrutaba de la escena, mientras Ramón observaba con cierta perplejidad.

La primera vez que La Cosa entró en la habitación fue a las 19.16 y apenas estuvo un par de minutos.

– ¿Qué cojones pasa aquí? ¡No consigo comunicarme con nadie! No hay cobertura en esa puta sala.

– Por supuesto, señor López. La habitación está aislada, sellada, inaccesible al exterior y desde el exterior. Tiene inhibidores de frecuencia de móviles con ese objeto.

– ¡Pero esto es indignante! ¡Necesito hablar con mi abogado! Yo… me marcho.

Hizo ademán de dirigirse a la puerta de salida, pero José Antonio le interrumpió de manera vehemente:

– Recuerde que si sale por esa puerta no habrá ninguna posibilidad de acuerdo. Son las condiciones, recuérdelo. Quizás le convenga recapacitar un poco más.

La Cosa le daba la espalda, pero se quedó parado en mitad del pasillo. Jadeaba de manera aparatosa. Se sacó un pañuelo de la chaqueta y se quitó el sudor de la frente.

– Le recomiendo que reconsidere su decisión. Para eso está la habitación, medite lo que tenga que meditar, piense si acepta nuestra propuesta, que yo personalmente creo que le conviene, lleguemos a un acuerdo por la cantidad y al final del día todo esto habrá sido una simple incomodidad en su estresante semana. Al fin y al cabo, el dinero no es una de sus preocupaciones. Le sobra. Y sabe que le sobra, y al fin y al cabo, la cantidad que pactemos la habrá recuperado en menos de tres meses.

– ¡Pero es ceder a un chantaje!

– ¿Chantaje? Esa es una palabra muy fea. No, no lo vea así. Su mujer es la que va a someterle a un vil chantaje y nosotros solo le damos una oportunidad de pegarle un sopapo en los morros. Así que le recomiendo que pase de nuevo a la sala, se acomode, haga las cuentas que tenga que hacer y lleguemos a un acuerdo.

18.55 h.

– ¿Quiere fumar? Sé que no es legal hacerlo en espacios cerrados, pero aquí… esta es mi oficina, mi casa, mi club privado al que invito a quien me da la gana. Estamos solos, señor López, y créame que si por algo nos distinguimos es precisamente por nuestra discreción.

Las cuidadas formas del Director del despacho podían desesperar a todo el que tuviera que tratar con él, pero resultaban de una irreprochable cordialidad.

La Cosa rompió el silencio con el que había escuchado la última media hora, el mismo silencio que mantuvo mientras le mostraban el vídeo con el funcionamiento del artilugio llamado Spector.

– Sí, por favor. Deme un cigarro -lo encendió, aspiró profundamente, exhaló el humo y preguntó-. ¿Y esto es legal?

– ¡Absolutamente legal! Nosotros no vamos a hacer nada más que cumplir con lo que nos ha solicitado su mujer: reservar la habitación 214 del hotel Hilton de Barcelona y tomar unas muestras del interior de la misma. ¿Qué hay de ilegal en eso? ¡Es como hacerse unas fotos en una habitación, ya sea en la cama, mirando por el balcón o en el baño y subirlas a Instagram! ¡A mí me da igual si en el resultado aparece alguien mirando al horizonte de manera bucólica o si se la está cascando en la ducha!

Ramón escuchaba la conversación sin dar muestras de lo que pensaba, pero por dentro era un torbellino emocional. Se sentía incómodo, pero a la vez disfrutaba con la escena. “Esto no puede ser verdad”.

18.24 h.

– Bien, pues una vez hechas las presentaciones, señor López, siéntese por favor. Póngase cómodo. Se lo aconsejo. Creo que nunca había visto un artilugio similar a este. Mire, le presento a Spector, nuestro espectrofotómetro de última generación.

Sobre la mesa se encontraba un aparato que en su aspecto externo parecía una impresora con escáner, no mucho más grande, ni más sofisticado, con un teclado a un lado y una pequeña pantalla LCD.

– Los seres humanos emitimos radiaciones de todo tipo, gamma, magnéticas, IV, ¿o eran VI?, calóricas,… desconozco el rollo técnico por el que funcionan estos aparatos, pero la cosa es muy sencilla: las paredes absorben todas esas radiaciones y quedan grabadas en las mismas como una instantánea de todas las personas que han pasado por esa habitación en las últimas semanas. Le llamamos Spector porque el nombre técnico del aparato era muy complicado. Spector suena a Inspector, que es para lo que utilizamos el cacharro, para inspeccionar lugares, para investigarlos, pero suena también a Phil Spector, uno de mis productores musicales favoritos. ¿Recuerda el «Good vibrations» de los Beach Boys? -para su sorpresa se puso a tararearlo en falsete-. Good, good, good, good vibrations… Sin embargo, durante la tormenta de ideas que realizamos en la empresa para adoptar el nombre definitivo, nos quedamos con este apelativo porque su cometido no es otro que ese: reflejar los espectros, las sombras de las personas. Separar, discriminar las radiaciones de todas las personas que han imprimado sus efluvios sobre una pared. A través de analizadores de alta frecuencia, Spector ha logrado diferenciar la longitud de ondas, térmicas, magnéticas, condensarlas, interpretarlas y lo que es mejor: proyectarlas en vídeo.

La curiosidad había dejado paso a la extrañeza en el rostro de La Cosa.

– ¿Quiere ver una muestra? Quizás así lo entienda mucho mejor.

– ¿Me tienen grabado?

– ¡No, en absoluto! Ahora mismo no. Pero si usted ha estado en el último mes por algún sitio por el que pasemos a nuestro Spector… descuide, que aparecerá. Mire.

Sobre una pantalla de 55 pulgadas que había en la pared contraria a la ventana comenzaron a aparecer unas imágenes de un dormitorio. Al principio de manera poco nítida, pero la imagen se fue ajustando y calibrando. Parecían dos cuerpos entrelazados que se movían de manera rítmica sobre la cama. El programa de imagen parecía calibrar las señales de calor de los cuerpos, los colores que iban del rojo al verde pasando por el amarillo, y poco a poco definía los contornos y las siluetas de los protagonistas de la escena. Era obvio que el cuerpo que aparecía en la parte superior era el de una mujer de enormes senos. Y a medida que se iba definiendo la imagen se pudo ver al hombre que yacía bajo ella. Con bigote, con una cara de gozo perfectamente definible en su rostro.

– Es casi como ver una porno en el Plus, ja, ja, ja, ¿recuerda aquellos tiempos? El programa analiza todas las señales que se vierten sobre la pared, le sorprendería saber el increíble rastro que queda, como si se superpusieran varios negativos sobre la misma y nosotros solo tuviéramos que separarlos. Eso hemos logrado con Spector. Nuestro invento resulta especialmente falible con el calor y las frecuencias de alta densidad. Y supongo que imagina usted la alta concentración de vibraciones calóricas y de alta frecuencia que emanan durante el coito, ¿verdad, amigo?

La Cosa comenzó a sentirse incómodo y a sudar. En la parte inferior de la pantalla se veía la fecha y hora de la grabación. En el minuto 5:22 de la grabación, la mujer echó la cabeza atrás y el hombre se abalanzó sobre sus enormes pechos.

– ¿Ve la fecha y la hora? Mire -apretó un botón del mando hacia atrás y cada vez que paraba se podía ver al hombre en una posición distinta: paseando por la habitación, durmiendo, con otra mujer sin la melena de la anterior haciéndole una fellatio en toda regla,…-. Podemos tenerlo todo. Grabar a una persona sin su autorización es ilegal, o esconder una cámara oculta es totalmente ilegal, ¿pero esto? ¿Tomar unas instantáneas de sus paredes e interpretarlas?

– ¿Qué quieren de mí? ¿Qué tiene que ver todo esto conmigo? -masculló La Cosa.

– Nosotros no queremos nada. Es su mujer la que nos ha pedido que apliquemos Spector a la noche del 25 de febrero en la habitación 214 del hotel Hilton de Barcelona.

Demasiadas cosas debieron pasar por la cabeza del tipo, tantas que su cara palideció por completo. Bebió el vaso de agua del tirón y se sirvió otro.

23.18 h.

Ramón apagó el cigarro en el cenicero. Lidia le abrazó el torso y le besó a la altura de las costillas.

– Tampoco pasa nada, cariño. Un cabrón le pone los cuernos a su mujer y vosotros le sacáis el dinero para que su mujer no se entere. No sé, puede que no esté bien, pero es como lo de robar a un ladrón, que tiene cien años de perdón, ¿no? Vale, quizás no es lo mismo, pero viene a ser como darle su merecido.

– No, no es solo eso. Hay mucho más.

10.00 h.

– Ramón, bienvenido a Spector & Spectre, creo que tendrás un gran futuro con nosotros si aprendes bien el negocio. Con el tiempo entenderás por qué elegimos un nombre tan rimbombante para nuestro despacho.

Ramón le entregó las dos copias del contrato firmadas. Su nuevo jefe le dio una palmada en la espalda y le pidió que le acompañara:

– Vamos, te voy a presentar a todo el equipo. Ya sabes que comenzamos como un despacho de abogados al uso, demasiado tradicionales, demasiado aburridos. Divorcios, herencias, disputas matrimoniales y familiares,… nos especializamos en la gente con pasta, dispuesta a sacarse los ojos por defender sus propiedades. Pero consumían mucho tiempo y recursos, así que luego creamos la falsa agencia de detectives, aparentemente sin conexión con el bufete, pero en realidad… bueno, ya lo descubrirás.

José Antonio le fue presentando ante los miembros del equipo: abogados, secretaria, los que definió como “husmeadores” y finalmente:

– Nuestra gran idea. Los diseñadores gráficos, los creadores de Spector.

23.20 h.

– Yo trabajaré en el departamento de investigación financiera, tengo que averiguar cuánto le podemos sacar a estos tipos. Pero, Lidia, ¡es todo mentira! No existen las radiaciones, no existen los vídeos de los tipos poniendo los cuernos a sus mujeres o contratando prostitutas en los hoteles, simplemente sabemos que lo hacen porque lo investigamos y luego les chantajeamos. ¡Eso es todo, es brillante! Esos ricachones no quieren perder su posición social, ni pasar por un divorcio costoso, ni enemistarse en determinados círculos, me han contado que tienen enganchada a la mujer del marqués ese que sale en todas las revistas y que todos los meses le soplan una buena pasta, ¡joder, es la hostia!

Ramón acarició la nuca a su compañera mientras seguía hablando sin parar.

– Los tipos como el gordo ese de esta tarde me parecen despreciables, tipos podridos de pasta conseguida vete a saber de qué modo, esa gente maleducada de la que te he hablado muchas veces que va a los congresos o ferias de no sé qué leches donde solo hay puterío y borracheras, y ese va a ser precisamente nuestro negocio, el tipo de gente de la que vamos a aprovecharnos.

Lidia se quedó pensativa.

– Si lo piensas bien… ganar mucha pasta a costa de esa gente no está nada mal.

Levantó la sábana y metió la mano en dirección a la entrepierna de Ramón.

– Es más, veo que eso te pone cachondo.