La película del Príncipe Carlos

TRAVIS, 06/05/2023

Apenas he seguido por televisión la ceremonia de la coronación del Rey de Inglaterra, Carlos III. No tengo ningún entusiasmo monárquico, tampoco ningún rechazo especial, aunque siempre me ha parecido interesante el fenómeno sociológico-folklórico de esos seguidores que duermen a la intemperie para contemplar la parafernalia como espectadores en primera fila. Por cierto, tantos años conociéndolo como el Príncipe Carlos, o Prince Charles, que me va a costar adaptarme a eso de Carlos III o el Rey Carlos. Me pasa lo mismo con el nuestro, que para mí sigue siendo más veces «el Príncipe» que el Rey Felipe VI. Cosas de la tradición, que en esto de la monarquía es lo prioritario.

Conocemos muchas cosas de la familia real británica gracias al cine y las series de televisión. Incluso los episodios más vergonzosos, los escándalos más sonados o las manías particulares de varios de ellos. A veces pienso que la sociedad española no tiene la madurez suficiente para enfrentarse a series o películas sobre nuestra familia real con la crudeza y realismo con que lo han hecho los británicos. Y no será porque no habría argumentos interesantes para varios guiones. Solo con el emérito tendríamos para tantas temporadas como The Crown.

Hoy hemos podido presenciar la ceremonia de coronación de Carlos y Camilla, quizás la culminación de una historia de amor convenientemente contada y diseccionada en series como The Crown. Con esta serie me pasa como cada vez que vemos en pantalla a un personaje real, haya parecido o no: que la elección de los actores es fundamental para que empatice con el personaje o no. El Príncipe Carlos de la vida real nunca me cayó demasiado bien, pero la elección de Dominic West para la quinta temporada aumentó mi antipatía hacia él. Resulta cargante, insoportable y maleducado, lo cual se une a los peores episodios de su matrimonio con Lady Di para componer el retrato de un tipo por el que es difícil sentir apego. También resulta un error la elección de Elizabeth Debicki para la princesa de Gales. De repente, de una temporada a otra, había crecido treinta centímetros.

Sin embargo, el actor escogido para las temporadas tercera y cuarta, las que narran la juventud y matrimonio del príncipe con Diana Spencer, Josh O’Connor, resulta mucho más cercano, podemos empatizar con él. Estas temporadas nos presentan a un Carlos que tuvo que enfrentarse a retos importantes, como los estudios en Escocia, la formación militar o la presión de su entorno, y el sufrimiento del actor hace que nos reconciliemos en parte con el personaje. La actriz escogida para Lady Di (4ª temporada) es Emma Corrin, cuyo estilo no se asemeja en nada al de la Debicki de la quinta, del mismo modo que la tímida y algo cateta Diana de principios de los ochenta no se parece en nada a la sofisticada damisela de diez o doce años más tarde.

Si a alguno le interesan más los detalles de los últimos y turbulentos años de Diana y Carlos, tiene otras películas que ver, aunque sinceramente no recomiendo ninguna. Spencer, dirigida por el chileno Pablo Larraín, me pareció menos interesante que la propia ceremonia de hoy, absurda, mal contada, inverosímil… Kristen Stewart se esfuerza en transmitir no se sabe muy bien qué, mientras que el actor elegido para hacer del príncipe Carlos, Jack Farthing, se parece tanto como Danny De Vito a Nelson Mandela.

Respecto a Diana, dirigida por el alemán Oliver Hirschbiegel, por mucho que me gusta Naomi Watts, no pasé de quince minutos viéndola. Parafraseando al coronel Kurtz de Apocalypse Now, «el sopor, el sopor…».

Estos días se ha hablado mucho del trono real y la silla de San Eduardo en la que hoy ha asentado sus nalgas reales el recién nombrado Carlos III. Bajo este trono hay una pesada piedra traída de Escocia, la piedra de Scone, o la piedra del Destino, que tiene unas reminiscencias muy Lord of the Rings. Esta piedra es un elemento fundamental en una de mis películas favoritas sobre la monarquía británica, El discurso del rey (2010). Gracias al aparente desprecio del profesor de locución interpretado por Geoffrey Rush, el futuro rey Jorge VI (Colin Firth) se cabrea con él, le insta a que se levante y suelta una verborrea que le hace ver que es capaz de hablar sin tartamudear. Es uno de los grandes momentos de la película:

El discurso del rey recibió los Óscar a mejor película, guion original (David Seidler), actor (Colin Firth) y dirección, Tom Hopper. No confundir con Tobe Hopper, autor de La matanza de Texas, y lo menciono porque cuando me enteré de que se estaba rodando una película sobre la familia real británica dirigida por el que creí que era «este» Hopper, comencé a frotarme las manos imaginando una versión gore en la que pasaran por la motosierra a la mitad de los Windsor, pero no, no fue así.

En esta misma película, vemos a las hijas del rey a finales de los treinta, cuando eran niñas, la futura Reina Isabel, madre de Carlos, interpretada por Freya Wilson y a la princesa Margarita (no puedo evitar reírme al ver que la actriz tenía un nombre tan british como Ramona Márquez).

La reina Isabel, The Queen Elizabeth, es otro gran personaje cinematográfico, más allá de The Crown. Lo que comentaba anteriormente de los actores y actrices es especialmente llamativo con las elegidas para interpretar a la reina en la premiada serie de Netflix. Me encantó Claire Foy en sus primeras temporadas, guapa, inteligente, enérgica, del mismo modo que me gustó una madura y algo conformista Olivia Colman en la tercera y cuarta. Imelda Staunton resulta tan fría, lánguida y distante como la propia Reina Isabel II en sus últimas décadas.

Esa misma frialdad es la que se muestra con toda su crudeza en The Queen, dirigida por Stephen Frears en 2006 y escrita por el mismo creador de The Crown, Peter Morgan, una película sobre el encierro voluntario de la reina en Balmoral tras el trágico accidente que costó la vida a Lady Di. Una indiferencia muy criticada por la mayoría del pueblo británico y que Helen Mirren convirtió en un ejercicio actoral de contención y rigidez gestual. En Hollywood parecen apreciar el boato o el conservadurismo de la familia real británica, pues la actriz recibió el Óscar por su interpretación.

Resulta difícil acertar con los intérpretes de personajes reales, en especial si son muy conocidos. Pero con lo que hay que tener cuidado es con no acometer cambios radicales. Me explico. Me parecía un bellezón la princesa Margarita de las primeras temporadas de The Crown, Vanessa Kirby. Por eso no entendí que se pasara a… ejem, un adefesio, como Helena Bonham Carter para las dos siguientes. Tras este «cambio radical», como aquel espantoso programa de televisión sobre cambios de imagen, me da igual la insustancial Lesley Manville de las últimas temporadas.

Claro que hay actrices con ese toque tan estiradamente británico que parecen haber nacido para interpretar a un personaje de la realeza. Si Helena Bonham Carter interpreta aquí a Margarita, en El discurso del rey interpreta a «su madre», la que sería esa Reina Madre de Isabel II convenientemente conservada en alcohol.

O Judi Dench, que lo mismo te hace de Reina Victoria en La Reina Victoria y Abdul que de Isabel I en Shakespeare in love, apenas ocho minutos que le valieron el Óscar a la mejor actriz de reparto. Porque vaya manera de «repartir» guantazos a Colin Firth, otro que repite, como Geoffrey Rush. Se ve que determinados acentos son imprescindibles para estos papeles.

Y no podía terminar sin mi interpretación favorita de la Reina Isabel II de Inglaterra, la parodia de Agárralo como puedas. God save the Queen!

Otras maneras de disfrutar Psicosis

TRAVIS, 03/04/2023

El reciente post sobre las anécdotas de los Óscar de ediciones históricas me llevó a revisitar Psicosis por ¿sexta, octava? vez. Es una de mis películas favoritas del “tramposo” director británico, y no digo tramposo con afán crítico, sino en su caso como halago, porque él mismo presumía de la cantidad de engaños al espectador que colocaba en sus obras. En las listas sobre las mejores películas del director se suelen mencionar Vértigo, Encadenados o Con la muerte en los talones, que sí, que vale, que están muy bien y contienen grandes momentos, pero sus guiones no aguantarían una revisión crítica, se caerían en varios puntos de la trama. A Hitch le interesaban más las escenas icónicas que tenía en su mente que la verosimilitud de lo narrado, pero en mi caso busco esa coherencia argumental, así que en mi top-5 de Hitchcock no faltarían La ventana indiscreta, Frenesí y Psicosis, de la que toca hablar hoy.

Por supuesto que Psicosis es una película tramposa, repleta de artimañas para despistar al espectador, quizás una de las que más de su filmografía, pero están colocadas de manera “honesta”, es decir, sin escenas forzadas ni metidas con calzador para inducir al espectador a creer lo que no tendría sentido cuando se desvele todo el esqueleto (recordad No hagan trampas, señores). Marion Crane (el personaje de Janet Leigh) no fue “asesinada” en el rodaje por el propio Anthony Perkins, sino por una mujer a la que habían ensombrecido la cara y ataviada con la peluca y la bata que al final veremos que lleva Madre. El propio Alfred Hitchcock presume de muchas de estas tretas en el libro de conversaciones con François Truffaut El cine según Hitchcock.

A.H. La primer parte de la historia es exactamente lo que se llama en Hollywood un “arenque rojo”, es decir, un truco destinado a apartar su atención, con objeto de dar mayor intensidad al asesinato, para que resulte una sorpresa total.

Usted sabe que el público intenta siempre anticiparse a la acción, adivinar lo que va a pasar, y le gusta decirse: “¡Ah, ya sé lo que va a pasar ahora!”. Por tanto, no sólo hay que tener esto en cuenta, sino dirigir completamente los pensamientos del espectador.

Nadie se carga a su estrella principal a la media hora de la película. Las peleas de Hitchcock con los productores fueron enormes para sacar adelante su propuesta. Podía haber dado a Janet Leigh el papel de su hermana, que aparece posteriormente con la investigación, pero “por mi parte el asesinato de la estrella era voluntario, pues de esta manera resultaba todavía más inesperado”. “La construcción de esta película es muy interesante y es mi experiencia más apasionante como juego con el público. Con Psycho dirigía a los espectadores, exactamente igual que si tocara el órgano”.

La película parte de una novela de Arthur Bloch de la que conozco a muy poca gente que la haya leído. Durante sus conversaciones con «el mago del suspense», François Truffaut decía:

«Leí la novela Psycho y la encontré vergonzosamente trucada. En el libro se leen cosas como esta: «Norman fue a sentarse al lado de su anciana madre y sostuvieron una conversación». Este convencionalismo de la narración me molesta mucho. El film está contado con mayor lealtad y se da uno cuenta de ello cuando la vuelve a ver».

Mi amiga Reggie, con quien escribí a dos manos aquellos dos post sobre películas que superaban la obra original en la que estaban basadas (Mucho mejor la peli), me comentó:

Vi Psicosis con 21 años una tarde aburrida en el colegio mayor y fue una película de las que te cambian. Para mí supuso un antes y un después porque me sacó de las películas tontas de adolescentes y las comedias románticas que tanto gustan a esas edades y me enseñó lo que era el Cine con mayúscula. Psicosis despertó en mí una afición cinéfila. Lo normal, por lo menos para mí, cuando te gusta mucho una película que sabes que se ha basado en un libro es decir: “voy a hacerme con el libro cuanto antes”. Pero con Psicosis, al conocer de antemano el gran giro final, leí el libro con otros ojos y percibí los detalles de otra manera. La novela de Bloch es una grandísima novela, me encantó, pero la película me dio una nueva afición que me ha dado muchos placeres y claro, por muy buena que sea una novela, competir con algo así es difícil. Hay muchas cosas que no puedes disfrutar de la novela sabiendo el giro final, pero sería interesante ver cómo percibe el libro con respecto a la peli alguien que haga el orden inverso al que hemos hecho la mayoría.

El trastorno de desdoblamiento de la personalidad de Norman Bates y la escena de la ducha tienen una potencia visual con Hitchcock que difícilmente igualables en un texto, por muy buenos que fueran los párrafos. La escena de la ducha tal como fue concebida y rodada no se puede contar de un modo ni remotamente cercano en un libro. El propio Alfred Hitchcock decía sobre la novela de Arthur Bloch: «Creo que lo único que me gustó y me decidió a hacer la película era la instantaneidad del asesinato en la ducha; es algo completamente inesperado y, por ello, me sentí interesado». Precisamente por momentos como la mítica escena de la ducha considero superior la película.

«El rodaje duró siete días y tuvimos que realizar setenta posiciones de cámara para obtener cuarenta y cinco segundos de película. Para esta escena me habían fabricado un maravilloso torso artificial con sangre que debía brotar bajo la presión del cuchillo, pero no me serví de él. Prefería utilizar a una muchacha, una modelo desnuda, que servía de doble a Janet Leigh. De ésta no se ven más que las manos, los hombros y la cabeza. (…) Es la escena más violenta del film y después, a medida que la película avanza, hay cada vez menos violencia, pues el recuerdo de este primer asesinato basta para hacer angustiosos los momentos de suspense que vendrán después». (Alfred Hitchcock).

Y como remate de la escena, como elemento inseparable de las imágenes, la mítica banda sonora de Bernard Herrmann, unas notas punzantes imposibles de olvidar, que Guillermo Cabrera Infante definió como una «orquesta de cuerdas con la amplitud de una sinfonía y la intimidad de la música de cámara», «histérica suite de cuerdas (…) de una maestría musical pocas veces igualada en el cine». (Cine o sardina). Música, fotografía, montaje y sorpresa. Mi amigo Hank (portentoso escritor, ya lo veréis) habla de Psicosis como «la sorpresa» de Hitchcock y lo compara con… mejor leedlo vosotros:

“La sorpresa” o Sinfonía n° 94 de Joseph Haydn es mi obra favorita de este compositor austríaco. En ella, el músico conocido como “el padre de la sinfonía” dirigía más que a la orquesta a una audiencia que se veía sobresaltada cuando de repente, la música, haciendo honor al nombre de esta ópera, apretaba repentinamente el acelerador justo al inicio del segundo acto, llegando a asustar a los más despistados. 

Extrapolando esta técnica al mundo del cine, Alfred Hitchcock dirigió de manera magistral y similar no la que considero su mejor película (ese honor se lo reservo a The rear window), pero sí la más importante e impactante de su filmografía. No sólo por la potencia de su cuidada fotografía. No sólo por la escuela que creó con esas míticas escenas que quedaron para siempre tanto en nuestras retinas como en los libros de historia del cine. Tampoco por los simbolismos que tan bien manejaba el maestro del suspense en cada una de sus películas. Ni siquiera por ese final que tanto revuelo pudo producir en la mente de cada espectador primerizo que no lo vio venir.

No, es la película más importante de este legendario director por el valor que demostró a la hora de sorprender a su público. De la misma manera que el compositor austríaco, que parecía estar creando una obra relativamente normal y corriente, uno comienza visionando este film esperando a ver como el argumento inicial del que parte el mismo, la aventura amorosa con dinero de por medio protagonizada por una de las estrellas de la época, la bellísima Janet Leigh, se puede tornar en un thriller de atmósfera absorbente y asfixiante. Lo que uno no se podía esperar de ninguna manera es que de repente, como en la ópera del músico austríaco, empiecen a sonar de manera atronadora unos violines surgidos de la nada y el espectador se halle ante una película en la que su protagonista haya muerto en nada menos que en la primera media hora de película en una escena que ya es historia eterna del cine.

Decisiones que pueden marcar carreras. Se podrán echar en cara cosas a Alfred Hitchcock, pero nunca falta de audacia. Tal era la confianza en su guión y dirección que se permitió matar a su Ned Stark en la primera temporada de GOT. Tras este hecho, continúa la traca y la trama. De nuevo una música que bien podría haber sido la de Haydn dirigiendo a un Hitchcock que a su vez dirigía a su público hacia el impactante final de esta película, de la que poco se puede decir a estas alturas que no se haya dicho ya. Pero al igual que sucedía con la Sinfonía n° 94, la verdadera “sorpresa” aguardaba agazapada entre el primer y el segundo acto, dispuesta a abalanzarse sobre el corazón de los pobres incautos que no supieran en qué tipo de película se estaban metiendo. Porque al final de todo, la sorpresa de Alfred Hitchcock siempre residió en su valentía. 

Interesante teoría de la sorpresa, como interesante me resulta lo que comenta Guillermo Cabrera Infante sobre este aspecto:

«Hitch hizo en Psicosis una obra maestra compuesta siguiendo la teoría del montaje, y así burló una de sus leyes básicas. Según Hitch el suspense, que si no inventó lo hizo central en nuestras vidas, es lo contrario de la sorpresa. (…) Suspense era el niño que llevaba una bomba en el bus de Londres en sabotaje. Su hermana lo ignora, pero su marido, el malvado terrorista, lo sabe bien y con él -he aquí la clave del suspense- el público, el cómplice que espera en angustiosos minutos que la bomba estalle en los brazos de un niño doblemente inocente y vuele junto con los pasajeros no menos inocentes. La sorpresa sería hacer estallar la bomba ya, sin preámbulo, sin el menor conocimiento de dónde está, quién la lleva, cuándo estallará. Pero en Psycho Hitch utiliza sólo la sorpresa (todas las muertes son violentas, inesperadas y súbitas) y el estallido de la locura deja como estela un leve suspenso o más bien una intriga.»

El montaje es perfecto, y se aprecia más en estos tiempos en los que el cine moderno peca de no saber meter la tijera, de alargar los metrajes y las escenas más de lo necesario. El giro argumental que da la película a partir de esta escena es bestial: no volvemos a preocuparnos por Marion y su huida con el dinero, sino que todo el foco de la acción pasa a Norman y la relación con su madre. Como dice Quentin Tarantino en sus Meditaciones de cine: «¿alguien echa realmente de menos a Marion Crane cuando abandona la película?». El aclamado director de Knoxville, que de violencia sabe un rato, aprecia y valora la escena de la ducha con su peculiar estilo en el mismo libro. Lo hace al referirse a una escena de un asesinato en una bañera de una película de Russ Meyer, el director de porno gore, o sexplotation que tuvo cierto éxito entre los sesenta y los setenta:

«Sin duda la escena entre Charles Napier y Shari Eubank es una de las grandes secuencias violentas del cine de los años setenta. Está a la altura del clímax de Perros de paja y la violación de Deliverance, además de ser la única rival legítima de la escena de la ducha de Hitchcock en Psicosis».

Hay películas rodadas hace años de las que siempre pensamos: «con unos efectos especiales adecuados… mejoraría», pero la versión de Hitchcock envejece muy bien, aunque no llegue a verse una sola puñalada atravesando la piel de la joven. Es angustiosa por la música, por el montaje frenético, la ocultación de la «asesina» o la vulnerabilidad de la protagonista. La innecesaria versión que rodó Gus Van Sant en 1998 no resiste la comparación, por mucho que haya copiado casi plano a plano:

«Es un asesinato que es como una violación», añadiría François Truffaut. La película también habla del voyeurismo, pero no solo de Norman Bates, sino del propio director, uno de los temas recurrentes en sus películas. Los pájaros disecados que contemplan cada escena con los ojos bien abiertos, la mirada furtiva del propio Norman Bates sobre su huésped, la madre desde su atalaya… y los espectadores con los que el director juega de manera consciente. Norman sufre un trastorno de personalidad que será imitado hasta la saciedad en el cine posterior. Según la web La mente es maravillosa:

«Los celos se apoderaron de Norman cuando su madre comenzó una relación junto a otro hombre; estos celos, unidos a la frágil mente de Norman, se convirtieron en patológicos y le llevaron a la total irracionalidad, asesinando tanto a su madre como a su amante. Al no aceptar la muerte, al no lograr desvincularse de la madre, Norman robó el cadáver y lo mantuvo en su casa. Esta personalidad violenta y este gusto por “mantener vivos a los muertos” se puede anticipar ya en su afición por conservar aves disecadas. La culpa y la no aceptación de la muerte hicieron que Norman terminase por convertirse en su madre. Su mente comenzó a disociarse hasta el punto de presentar dos personalidades completamente definidas: la madre y Norman. Estas personalidades entraron en conflicto y, a medida que pasaba el tiempo, la personalidad de la madre se fue haciendo más y más fuerte, llegando a mantener conversaciones y terminando por dominar a Norman.

Hay muchas maneras de ver, disfrutar e interpretar Psicosis. Incluso desde la parodia. Los Simpsons se han valido de ella en numerosos capítulos:

Menos conocido, pero igualmente hilarante, me resulta este corte:

Por supuesto no podía faltar la manera de reinterpretar la película en modo Les Luthiers y la entrega de los Premios Mastropiero:

Y luego está la visión alternativa del Amiguete Barney para La Galerna. Negreira está detrás de todo, también de la obra maestra de Hitchcock: El culerío de Norman Bates y los navajazos de Ockham.

Anécdotas de los Óscar

TRAVIS, 12/03/2023

Llega un año más la ceremonia de los Óscar y me pasa algo parecido al año pasado, que no me motivaba de manera especial porque no había visto las favoritas o porque estas (CODA, El poder del perro) no me llamaban demasiado la atención. Los Óscar se han convertido en una ceremonia que premia lo políticamente correcto o ajustado a determinados cánones marcados no sé si por determinados lobbies o por quienes hagan la mejor campaña de promoción. Así que el post de hoy consistirá en dejar ocho anécdotas sobre los Óscar de otros años, con el aliciente de que una de las ocho no es cierta. El lunes a las 12 de la noche publicaré en la parte de Comentarios de cuál se trata, y se admiten apuestas.

La venganza de Jack Warner y la revancha de Bette Davis

A principios de los años treinta, la actriz llevaba dos años contratada por Warner Brothers y no estaba demasiado satisfecha de los papeles que se le ofrecían. La RKO le ofreció protagonizar Cautivos del deseo, pero a Jack Warner no le gustaba ceder a sus estrellas a la competencia. Finalmente, ante la insistencia de la actriz, el productor aceptó su participación, convencido de que iba a ser un fracaso: «Anda, ve y entiérrate a ti misma».

Pero la película fue un gran éxito, lo que enfadó enormemente a Warner. Un año después, la productora Columbia estaba buscando actriz para Sucedió una noche. La Davis, entusiasmada con el guion y con el proyecto, puesto que además anhelaba trabajar con Frank Capra, volvió a solicitar a Warner que le dejara participar, a lo cual este se negó de manera reiterada. Finalmente, Columbia contrató a Claudette Colbert, la película fue un éxito y su actriz obtuvo el Óscar por su interpretación.

La «revancha» de Bette Davis no llegaría hasta 1950, cuando Leo Mankiewicz estaba preparando Eva al desnudo, película para la cual contaba con Claudette Colbert como actriz principal. Sin embargo, esta se lesionó la espalda mientras esquiaba y tuvo que ser sustituida pocos días antes del rodaje. Bette Davis se hizo con el papel y la película fue un gran éxito, con seis candidaturas para los Óscar, si bien Bette Davis no lo logró, ni tampoco su compañera de reparto, Anne Baxter. En aquel año, el premio fue para Judy Holliday por su interpretación en Nacida ayer, de George Cukor.

Sunset Boulevard: la osadía de Billy Wilder

En Hollywood no suelen gustar las historias poco complacientes con la fauna que habita «sus junglas». Eva al desnudo es del mismo año que otro tortazo al mundo de guionistas, estrellas y productores detrás de las cámaras: Sunset Boulevard. El crepúsculo de los dioses en la «traducción libre» española. En el preestreno, uno de los hombres más poderosos de Hollywood de aquel entonces, el productor Louis B. Mayer, visiblemente indignado, exclamó a voz en grito desde el propio vestíbulo del cine:

– ¡Deberíamos enviar a este Billy Wilder de regreso a Alemania! ¡Muerde la mano que le da de comer!

Wilder lo escuchó y replicó sin pestañear:

– Yo soy el señor Wilder, ¿y por qué no se va usted a la mierda?

Finalmente, el talentazo que hay tras Sunset Boulevard se vio recompensado en los Óscar de aquel año, aunque solo logró tres de los once a los que aspiraba: dirección artística, banda sonora original de película no musical, y por supuesto, mejor guion original. Para Charles Brackett, D.M. Marschman Jr. y el osado Billy Wilder.

El pique de Herman Mankiewicz y Orson Welles

Jack Warner y Louis B. Mayer aparecen de manera fugaz, pero importante en Mank, de David Fincher. En la entrada dedicada a esta película, Citizen Mank, Ciudadano Fincher, la escritura del guion de Ciudadano Kane fue un verdadero tour de force entre el guionista Mank, totalmente alcoholizado, y el por entonces jovencísimo director Orson Welles. De las nueve candidaturas de la película, solo se llevaron precisamente el del guion, pero ninguno de los dos acudió a recogerlo. Welles estaba en Río de Janeiro preparando su siguiente película, y Mankiewicz recibió la estatuilla en su casa, donde soltó el hipotético discurso que habría dado de haberse presentado en la ceremonia:

– Estoy muy feliz de recoger este premio en ausencia de Orson Welles, que es como se escribió este guion: en ausencia de Orson Welles.

Los cuchillos entre ambos siguieron volando durante años. La siguiente vez en que coincidieron ambos artistas, en una fiesta privada de un productor en Los Ángeles, Mankiewicz estaba en pleno proceso para dejar el alcohol (ooootra vez), hecho que Welles conocía. Así que se presentó con una botella del whisky favorito de Mank, un Jack Daniels Gran Reserva, y en cuanto se encontró de frente con el guionista, soltó la bomba que tenía preparada:

– Estoy muy feliz de poder disfrutar de esta botella en presencia de Herman Mankiewicz, que es como se disfruta el buen whisky. Repito, en presencia de Herman Mankiewicz.

Pese a que la mujer de Mank intentó frenarlo, el guionista trincó la botella y se pilló una cogorza monumental. Ya no dejaría el alcohol hasta el final de sus días.

Desde el más allá

La muerte de Herman J. Mankiewicz fue prematura, en 1953, a los 55 años de edad y como consecuencia de su adicción al alcohol. Una muerte mucho más prematura y sorpresiva fue la de James Dean en 1955, con apenas 24 años de edad. Aun así, James Dean fue candidato al Óscar por Al este del edén. Esta situación excepcional se repetiría un año más tarde, cuando fue nominado para el Óscar por su cargante interpretación en Gigante.

Parece que a Hollywood le gustan estos Óscar o estas designaciones a título póstumo. Los más cercanos son los de Heath Ledger, Óscar por su Joker de El caballero oscuro, y Chadwick Boseman, nominado por Black Panther, candidatura que, estoy seguro, no se habría producido de no haberse cruzado la muerte en su camino.

El primer caso fue el de Jeanne Eagles en 1929 por La carta, y otros muy recordados son el Óscar a Peter Finch por Network (1977), que no pudo retirar obviamente, y las nominaciones a Spencer Tracy por Adivina quién viene a cenar esta noche (1967) y Massimo Troisi por El cartero (y Pablo Neruda), de 1996.

¿Óscar a un animal?

En Hollywood son muy dados a la excentricidad, de manera especial para promocionar a alguna de sus estrellas. Igual que se han concedido estatuillas a personajes fallecidos, es conocido el caso del intento de candidatura a Robin Williams por su papel en la película animada de Disney Aladdin. Solo por la voz, como reconocimiento a su trabajo. No coló, como tampoco los intentos de promocionar a un animal a un Óscar por su interpretación, que quedaron, como no podía ser de otro modo, en bromas o frases de admiración hacia los animales por sus habilidades interpretativas. Lassie, Rin-tin-tín, la mona Chita o la mula Francis, si bien ningún animal despertó tanta expectación como el caballo de Gringo viejo.

La American Humane Association quedó muy impresionada por los disparos que recibía el caballo del general Arroyo (Jimmy Smits), la caída del caballo y su posterior muerte. Como habían leído que ningún animal había sufrido daños durante el rodaje se pusieron en contacto con Gregory Peck, quien había estado en el rodaje de la escena. Peck les aseguró que el caballo «actuó» a la perfección y teatralizó la caída. Ante la incredulidad e insistencia de la asociación, el bueno de Peck los animó a visitar al caballo, de nombre Twister, que vivía en un rancho de California. Allí le hicieron repetir la caída varias veces e incluso concluyeron con un examen médico del animal, tras el cual pudieron comprobar que tenía un perfecto estado de salud.

Psicosis y el misterio sobre la asesina de la ducha

Gregory Peck parecía uno de esos actores condenados a aparecer en la ceremonia de los Óscar e irse de vacío. Hasta cuatro veces apareció en la ronda final y se fue a casa sin acariciar la figura del eunuco dorado. Por fin, en 1963, se alzó con el premio por su inolvidable interpretación de Atticus Finch en Matar a un ruiseñor. El que no tuvo nunca esa «suerte» con Hollywood, o nunca cayó suficientemente en gracia, fue el británico Alfred Hitchcock, candidato a mejor director hasta en cinco ocasiones. Su olvido es todo un descrédito para la Academia.

En 1960, estuvo entre los favoritos por Psicosis, película que también recibió las nominaciones a mejor actriz (Janet Leigh), mejor fotografía y mejor dirección artística. Todos se fueron de vacío a casa. El director francés François Truffaut le preguntó en una de las horas y horas de sesiones de grabación algo que siempre le había intrigado: ¿quién apuñalaba a Janet Leigh en el rodaje de la escena? «¿El propio Anthony Perkins con una peluca?, ¿una mujer?, ¿una doble, un bailarín? Si se recuerda que el asesinato está filmado a contraluz (…) todas estas eventualidades eran plausibles».

«Hitchcock me respondió que se trataba de una mujer joven con peluca, pero que había tenido que rodar la escena dos veces porque aunque la única iluminación fue situada detrás de la mujer, se distinguía demasiado claramente su rostro en las primeras tomas. (…) También había necesitado, la segunda vez, ensombrecer el rostro de la doble para conseguir al fin el efecto de una silueta ensombrecida en la pantalla, ensombrecida y no identificable».

La verdad es que nunca lo había pensado, siempre «vi» a una mujer, aunque esa era la trampa de Hitchcock.

Un gran guion repleto de fallos

Hitchcock era un «tramposo», quizás el mejor, y todo Hollywood suele ser una gran mentira, sobre todo si tiene que rodar alguna historia real. Y a veces ocurre que ajustarse a la realidad no resulta verosímil, como contaba William Goldman sobre la edad del general Gavin en Un puente lejano. William Goldman ganó dos Óscar como guionista a lo largo de su carrera, en 1977 por Todos los hombres del presidente, y en 1969 por Dos hombres y un destino, otra «traducción libre» de Butch Cassidy and The Sundance Kid.

Goldman disfrutó con la preparación y elaboración del guion. Se documentó durante meses, trató de conocer no solo las circunstancias personales de los dos bandidos, sino lo que denomina «el Salvaje Oeste», que fue «en realidad muy breve. Empezó a finales de la Guerra Civil y acabó con el inicio de siglo. Un total aproximado de treinta y cinco años». Fue una de las mejores experiencias de Goldman en Hollywood y como él mismo afirmaba en los noventa, «con la perspectiva de un cuarto de siglo, pienso lo mismo que pensaba entonces: es una espléndida obra narrativa, original y emocionante». Y sin embargo, él mismo reconoce que compuso un guion repleto de debilidades:

  • «Hay exceso de diálogo demasiado ingenioso.
  • Hay demasiadas «fintas», es decir, demasiadas sorpresas o sucesos inesperados.
  • Con demasiada frecuencia el conjunto se resiente por exceso de astucias.
  • Algunas de las secuencias sencillamente no te las crees.
  • No trata de lo que yo quería que tratara».

Para rematar diciendo que la escena mejor escrita no apareció en pantalla, «ahí quedó eso, como un gigantesco coprolito». Pero es una puñetera obra maestra, rodada con los dos actores más envidiados del mundo por entonces, Robert Redford y Paul Newman.

La envidia pasajera de Billy Wilder

Y ya que menciono la envidia, terminamos con ella. En Hollywood, es costumbre que algunos directores americanos inviten a comer a los directores candidatos de las películas en lengua no inglesa. A la comida de 1994, en la que estaba Fernando Trueba como director de Belle Epoque, junto con sus «rivales» Ang Lee o Chen Caige, acudieron veteranos como Stanley Donen y Billy Wilder, Paul Mazursky y jóvenes como Martha Coolidg y Andrew Davis.

En un momento de la animada conversación durante la comida, los directores off-Hollywood comentaron lo afortunados que eran por poder realizar sus películas de una manera totalmente libre, independiente, dejándose llevar por sus sentimientos o intuiciones personales. Varios de los directores norteamericanos insistieron en la envidia que les producía esa manera de trabajar, sin las ataduras de las productoras, sin las exigencias de los representantes de los actores. En ese momento, Billy Wilder preguntó a Trueba, Ang Lee y al resto de candidatos, si podían decirlo, cuánto habían cobrado por los respectivos trabajos que los habían llevado hasta aquella ceremonia. Conviene recordar que las nacionalidades de los cinco eran España, Hong Kong, Taiwan, Vietnam y Gales. En el momento que contestaron, a todos los directores americanos se les pasó la envidia y la conversación marchó por otros derroteros bien diferentes.

Solo una puntualización: Trueba cita esta anécdota como sucedida en 1994. Sin embargo, su Óscar fue en 1993.

Bibliografía:

  1. Bette Davis y la venganza de Jack Warner. Del libro Secretos y mentiras de Hollywood, de los hermanos Payán.
  2. Sunset Boulevard: la osadía de Billy Wilder. Conversaciones con Billy Wilder, de Cameron Crowe.
  3. El pique de Herman Mankiewicz y Orson Welles. De la web de cine Off cameras.
  4. Desde el más allá. Volumen 8 de Los Óscar, y Cinemanía.
  5. ¿Óscar a un animal? En uno de los maravillosos hilos de anécdotas de César Bardés en Twitter.
  6. Psicosis y el misterio sobre la asesina de la ducha. De El cine según Hitchcock, de François Truffaut.
  7. Un gran guion repleto de debilidades. Extraído de Las aventuras de un guionista en Hollywood, de William Goldman.
  8. La envidia pasajera de Billy Wilder. Extraída del Diccionario de cine, de Fernando Trueba.

Y ahora os toca a vosotros, ¿cuál de las ocho es falsa? En veinticuatro horas, la respuesta.

Óscar al parecido

TRAVIS, 29/01/2023

Esta semana se han dado a conocer las candidaturas a los Óscar de Hollywood y, como en los últimos años, no parece haber una dominadora clara, o un favorito destacado para las categorías de mejor película o director, pero sí para los premios de interpretación. Se habla de Austin Butler y Ana de Armas como los mejor posicionados (con el permiso de Brendan Fraser y Cate Blanchett) por sus papeles de Elvis Presley y Marilyn Monroe. Austin Butler ya se impuso en los Globos de Oro a Fraser (The whale), mientras que Ana de Armas cedió ante Cate Blanchett (Tár), si bien la australiana ya se ha llevado dos veces la estatuilla y esas cosas se tienen en cuenta en este mundillo de los premios.

He visto las películas de ambos actores, Elvis y Blonde, y no voy a criticar los papelones que realizan, que se dejan literalmente la piel, están intensos, dramáticos, histriónicos cuando había que estarlo (las actuaciones de Elvis) o sufrientes (en especial esa Marilyn sometida y dominada por los hombres), pero sí voy a cuestionar qué es lo que parece premiar Hollywood en este tipo de interpretaciones. ¿Premian la capacidad del actor de meterse en el papel de un personaje real o realmente premian la caracterización? ¿Se premian la voz, los gestos, la réplica exacta de los movimientos y las poses, o el maquillaje y vestuario?

Ambas películas tienen muchos puntos en común. Tratan la vida convulsa de dos mitos del cine y la música del siglo XX que murieron de manera prematura y en circunstancias trágicas. La música y la visión explotadora de la industria cultural juegan un papel importante en la trama, así como las circunstancias familiares y personales de ambos personajes. Pero además, ambas cuentan con dos directores que son la antítesis de lo que era John Ford. El clasicismo. John Ford era un maestro del encuadre, ponía la cámara en el sitio idóneo y luego narraba del mejor modo posible lo que sucedía en ese «marco», hasta el punto de resultar un maestro logrando que pareciera que no había dirección. Sin embargo, los grandes directores de la historia del cine lo han mencionado siempre como su referente a la hora de rodar, como el mejor de todos los tiempos, el ejemplo a seguir. Por el contrario, Baz Luhrmann en Elvis y Andrew Dominik en Blonde se empeñan en que el espectador perciba que tras cada plano hay un director, un virtuoso de la cámara. Parece que le dijeran al espectador: «eh. mira, que te he cambiado del color al blanco y negro, o al sepia, ¿has visto este travelling, qué te parece cómo muevo la cámara?, y ahora unas letras enormes, o cambio la paleta de colores para que sepas que hay un director detrás, y ahora te meto una voz en off o pongo una cámara que salga de la entrepierna de Marilyn». Me interesaron tanto como me agotaron.

De ambas películas, o de la dirección de las mismas, leí críticas parecidas, como que eran frenéticas, estimulantes, brillantes, un caos controlado, pero también (y me alineo más con estos) histriónicas o exageradas. Excesivas. A Baz Luhrmann lo conocía de Moulin Rouge o Romeo y Julieta, pero no recuerdo haber visto nada de Andrew Dominik. En lo que coincidían todas las críticas era en alabar las interpretaciones de Austin Butler y Ana de Armas. Como vi que se aplaudía este mismo año el papel de Kristen Stewart como Lady Di en Spencer, una película sencillamente espantosa. Muy mala. Son papeles muy del gusto de la crítica especializada y del espectador, quizás porque encuentra en pantalla un referente conocido, mil veces visto en informativos, documentales o revistas, y de repente lo «ve» en pantalla en su vida diaria, sin el glamour de la vida pública: en la cocina, en el baño, discutiendo con sus parejas o sufriendo. Y el sufrimiento «mola» a la crítica y a los votantes en estos premios. Elvis y Marilyn sufren todo tipo de penurias personales, y si a ello unimos que las caracterizaciones son buenas, para el Hollywood de los premios, el sufrimiento y el parecido son valores «oscarizables».

Un repaso a los Óscar de los últimos años nos muestra lo siguiente:

2022: Will Smith por King Richard, el papá de Venus y Selena Williams (Cine y tenis).

2021: se lo llevó Jessica Chastain, en dura competencia con Nicole Kidman, por transmutarse en Lucile Ball (Being the Ricardos) y con la mencionada Kristen Stewart por Spencer.

2019: Renée Zellweger por Judy (Judy Garland).

2018: Rami Malek (Bohemian Rhapsody), por su papel como Freddie Mercury. Aunque muy bien podría haberlo ganado Christian Bale por su transformación en Dick Cheney para Vice.

2017: Gary Oldman (El instante más oscuro), por mimetizarse con alguien con quien no se parecía nada como Winston Churchill.

2014: Eddie Redmayne en La teoría del todo, por ser capaz de hacernos ver al mismísimo Stephen Hawking.

2012: Daniel Day Lewis, por Lincoln.

2011: Meryl Streep por hacer de Margaret Thatcher en La dama de hierro.

Y muchos más, si nos remontamos un poco más: Colin Firth como Jorge VI en El discurso del rey, Forest Whitakker como Idi Amin (El último rey de Escocia), Philip Seymour Hoffman por Capote, Jamie Foxx por Ray (Ray Charles), Marion Cottillard como Edith Piaf en La vida en rosa, Helen Mirren por The Queen,… Todos ellos se llevaron el Óscar de interpretación. Y se quedaron muchos otros «a punto de», esperando su momento, como Morgan Freeman haciendo de Nelson Mandela (Invictus), Will Smith por Muhammad Ali, Leonardo di Caprio por J. Edgar Hoover, o Denzel Washington por Malcolm X.

Parece una moda reciente, con mayoría de premios en las últimas dos décadas para actores que luego en la mayoría de casos apenas han vuelto a aparecer en las nominaciones, pero siempre han sido del gusto de Hollywood. Ben Kingsley tiene múltiples papelones a sus espaldas, pero solo logró la estatuilla en 1982 al convertirse gracias a una lograda caracterización en Gandhi. Me parece interesante el caso de George C. Scott, otro gran actor, tipo duro y rudo, quien logró su único Óscar por Patton, en 1971, pero lo rechazó porque consideraba que las interpretaciones eran únicas y no podían compararse. Que la comparación a la que obligan estos premios carecía de sentido. «La ceremonia de los Óscar es un desfile de carne».

Lo habitual cuando se otorga un premio por estas «creaciones» es que vayan acompañadas de las candidaturas a mejor maquillaje y peluquería, pues se convierten en parte fundamental del papel del actor. Por eso afirmo que se premia el «todo», no solo la interpretación, sino la recreación corpórea de un personaje archiconocido. Y hay varios ejemplos asombrosos. Si uno piensa por ejemplo en Dick Cheney le vendría a la cabeza cualquier actor antes que el cachas Christian Bale de Batman o American Psycho. Pues ahí está el milagro de las producciones de Hollywood.

O voy a hacer otra pregunta: ¿en qué se parecen Pablo Picasso, C.S. Lewis, Richard Nixon, Benedicto XVI, Alfred Hitchcock?

Pues en que personas tan diferentes fueron interpretadas por Anthony Hopkins.

Josh Brolin y Sam Rockwell no se parecen físicamente en nada, pero dieron la pega como George W. Bush.

Con todo lo dicho no quiero criticar las caracterizaciones, peinados, maquillajes o vestuario de los actores. Son fundamentales, le dan credibilidad al personaje real que ha sido transportado a la pantalla. Me ha pasado con las distintas temporadas de The Crown. He conocido a tres Reinas Isabel II y no tengo ninguna pega con ellas, pese a lo distintas que resultan. De la atractiva Claire Foy a la agotada Olivia Colman, o la tristona Imelda Staunton.

Tampoco tengo problemas con los jóvenes Carlos y Lady Di de las temporadas tercera y cuarta, pero sí en esta última temporada con los actores seleccionados para estos papeles, que no me han convencido nada, me «sacaban» de la serie. Él, Dominic West, porque no me recordaba al príncipe Carlos, y ella, Elizabeth Debicki, porque era demasiado alta y desgarbada para el papel.

En España nos atrevemos menos con los personajes históricos recientes que los americanos con sus presidentes, quién sabe si por los complejos de nuestro propio cine o por el pudor a la hora de hablar de la Familia Real. Pero sí recuerdo interpretaciones premiadas como las de Pedro Casablanc haciendo de Luis Bárcenas (B, la película), tremenda composición, hasta el punto de que el propio actor parezca indeseable, Carlos Santos como Luis Roldán en El hombre de las mil caras, o Javier Bardem como Ramón Sampedro en Mar adentro.

La película se llevó el Óscar a mejor película en lengua no inglesa, y Bardem el Goya a mejor actor. A mí me parece que en este caso se premió el hecho de que un tiarrón como el madrileño se convirtiera en el tetrapléjico gallego, porque lo cierto es que vocalizaba como el orto y me tuve que poner subtítulos para entenderlo.

La subjetividad de los premios, veremos qué ocurre con los Óscar. Sus principales rivales son papeles extremos en lo físico (Brendan Fraser) o en lo psicológico (Cate Blanchett), las otras características que más gustan en la Academia. Pero lo de engordar, adelgazar, mostrar una discapacidad o tener alguna tara mental da para otro post completo.

Edades reales, inverosímiles o biológicamente improbables

TRAVIS, 13/01/2023

El año que acaba de finalizar nos dejó la desaparición de Olivia Newton-John a los 73 años. Uno de tantos mitos del cine de nuestra juventud que nos ha abandonado en los últimos años. Su papel más recordado, sobre todo para los que fuimos niños y/o adolescentes en los setenta y ochenta, fue el de la inolvidable Sandy de Grease, aquella joven mojigata e inocente en su último año de instituto. Es decir, que su papel estaba escrito para una chica de 17 años. 17, repito, porque el asunto de este post va a ser la diferencia entre las edades de los personajes y la edad real de quienes los interpretaron. Cuando se rodó Grease, Olivia Newton-John contaba 29 añitos, ni más, ni menos. Lo cierto es que aunque desentonara, no lo hizo más que sus compañeros de reparto. John Travolta, alias Danny Zuko, tenía 24 años. Didi Conn (la pavisosa Frenchy) y Jeff Conaway (el caracráter Kenickie) tenían 27. Pero la palma se la llevaban Michael Tucci (30 y cara de haber sido ya padre varias veces) y Stockard Channing, la malota Rizzo, la cual tenía la friolera de 33 palos y cara de haber vivido ya varias vidas convulsas. Pero se supone que también iban al instituto.

Supongo que no será sencillo acertar con los casting y ahora mismo no concibo Grease sin otros actores “de instituto” que no sean los talluditos Olivia y Travolta, pero se dan casos muy curiosos. Por ejemplo, en Sonrisas y lágrimas, la mayor de los Von Trapp fue interpretada por la actriz Charmian Carr, que había cumplido 22, unos pocos años por encima de los que se suponía que tenía su personaje. Lo curioso es que Julie Andrews interpretaba el papel protagonista, su futura “madrastra”, con solo 29 años a sus espaldas. La poca diferencia no resulta llamativa en pantalla, si bien es cierto que la “monja” María parecía más cercana en edad y gustos a su “hijastra” que a su pareja, el coronel Von Trapp interpretado por un Christopher Plummer de 36 años.

Esa poca diferencia de edad real de Sonrisas y lágrimas tenía un pase por la inexistencia de relación materno-filial biológica entre las protagonistas, cosa que no sucedía con una de las películas españolas más recordadas de los sesenta, La gran familia. Los hijos mayores del matrimonio fueron interpretados por Jaime Blanch (22), Carlos Piñar (21) y María José Alfonso (20), unas edades adecuadas a la figura de un padre precoz, Alberto Closas (42), pero imposibles para la madre, Amparo Soler Leal, quien en aquel momento contaba solo con 29 años. O la política pro-familias numerosas del gobierno franquista obraba milagros para que las mujeres procrearan con celeridad, o el aspecto envejecido prematuro de la gran Amparo era el que obraba dicho milagro.

Las actrices se han quejado tradicionalmente del daño que hacía a sus carreras el avance inexorable de la edad, que las condenaba a papeles secundarios, o a ser “solo” madres o abuelas (las ocupaciones más importantes del mundo, sin dudarlo), cuando no directamente a la escasez de papeles. Un hecho que no ocurre con sus compañeros de reparto, cuyo declive suele ser mucho más prolongado en el tiempo. Sally Field pasó en apenas seis años de encajar como posible pareja de Tom Hanks en Punchline (1988), cuando ambos tenían 42 y 32 años de edad respectivamente, a ser madre de Forrest Gump (1994). Una mujer de 48 años reales con un hijo que crece en pantalla desde los 18 hasta cerca de la cuarentena (los que realmente tenía Tom Hanks), justo antes del fallecimiento fílmico de una de las mejores madres que nos dejaron los guionistas y directores.

La edad real de los protagonistas masculinas se disimula en ocasiones a base de maquillaje, o con la propia caracterización que los actores son capaces de realizar. En ocasiones el maquillaje no puede ocultar la realidad de la edad del actor, como sucedió con Pequeño gran hombre, la película que, según el libro Guinness de los récords, representa el período más largo de vida «fílmica» de un personaje jamás realizado. Desde los 17 años hasta los 121, si bien el maquillaje de principios de los setenta cantaba por soleares.

Ese récord es discutible si pensamos en El hombre bicentenario, Los inmortales, Drácula o el niño de A.I. (Inteligencia Artificial), por ejemplo, aunque supongo que eso será hacer trampa con personajes irreales. La tecnología ha mejorado de manera notable estas caracterizaciones, como pudimos ver con la evolución y el rejuvenecimiento de Brad Pitt interpretando a Benjamin Button.

Y luego están los actores capaces de obrar el milagro con muy poco aparato externo y mucho talento. Cuando Francis Ford Coppola estaba preparando el rodaje y completando el casting de El Padrino, trató de convencer a los productores de que el actor adecuado para el papel de Vito Corleone era Marlon Brando. El problema, aparte del carácter insoportable del actor y sus exigencias, radicaba en que Brando tenía entonces 47 años, una edad improbable para un capo de la Mafia que tendría unos hijos de 31 años (James Caan y Al Pacino por entonces) y otro como John Cazale, quien además aparentaba más de sus 36 reales. Vito Corleone tenía que tener el aspecto de un tipo algo cascado por encima de los sesenta años, y por ese motivo la productora trató de convencer a Coppola de que el actor adecuado sería Sir Laurence Olivier. Cuando el británico declinó el papel por su enfermedad, la productora trató de convencer a Ernest Borgnine, hasta que finalmente accedió a las pretensiones de Coppola. Eso sí, con varias exigencias (salariales, un seguro, penalizaciones por incumplimientos o retrasos), entre las cuales, la más exigente, y la que nunca habría aceptado Marlon Brando, era la necesidad de hacer una prueba previa.

Cuenta la leyenda que cuando Brando llegó a lo que él creía que era un primer test de rodaje, lucía una larga cabellera rubia y el sobrepeso que lo acompañó los últimos años. Llenó la mesa de queso, vino y puros, y comenzó su transformación: se recogió el pelo en un moño, se lo tiñó con betún, que aplicó también a las ojeras para aumentar el aspecto de tipo siniestro y se llenó la boca de bolas de papel para lograr el aspecto descrito por Mario Puzo en la novela. Comenzó a ensayar con el acento y con la voz, una voz rota que posteriormente se haría famosa, puesto que pensaba que era la que tendría un personaje al que le han pegado un tiro. Los ejecutivos de la Paramount no reconocieron a Marlon Brando cuando lo vieron: «¿quién es ese conejo viejo?», dijeron. Lo contrataron y el resto es historia del cine.

Sin embargo, hay cosas que ni siquiera el talento o la tecnología pueden lograr, y si bien con los rostros se consiguen ya caracterizaciones muy ajustadas, resulta difícil lograr lo mismo con la fortaleza física o la agilidad. La mayor pega que le veo a El irlandés es la lentitud de movimientos de Robert de Niro cuando se supone que está en una edad mediana, entre los cuarenta y los cincuenta. La paliza que pega al empleado de la tienda resulta inverosímil en pantalla, como rodada a cámara lenta. O cada vez que lanza un arma al mar parece que se va a quedar en el puente porque tiene las fuerzas justas para arrojarla a una cierta distancia. Me da cierto repelús ver a Harrison Ford enfundado de nuevo en el traje de Indiana Jones a sus ochenta palos. Muy bien llevados, todo hay que decirlo, pero ochenta e Indiana Jones en una misma frase,… no sé, me chirría.

Y luego está el caso de querer ajustarse a la verdad cuando se rueda sobre personajes históricos y que la crítica te reproche que algún personaje resulta poco creíble. Eso es lo que contaba William Goldman en las Nuevas aventuras de un guionista en Hollywood (magnífico, como la primera parte, muy recomendables ambos) sobre Ryan O’Neal y Un puente lejano. Su papel como el General James Gavin fue criticado por resultar demasiado joven para un general, pues el actor tenía entonces 37 años. Ocurre que James Gavin fue en su día el general más joven del ejército y en el momento de la batalla de Arnhem representada en pantalla tenía… pues 37 años. Goldman se lamenta en el libro de aquellas críticas con cierta ironía: «quizás deberíamos haber puesto a George C. Scott en el papel. No hubiera sido lo correcto, pero sí se lo hubieran creído». «Fuimos demasiado reales como para ser reales…».

Termino ya con este tema de las edades y lo hago con un asunto escabroso: rodar con menores cuando hay escenas de sexo explícito. Las escenas con la prostituta de Taxi driver no fueron rodadas por Jodie Foster, sino por su hermana mayor. Cuando hablé de La naranja mecánica, mencioné la necesidad que tuvo la productora de incrementar las edades de los personajes de la novela de Anthony Burgess para evitar la calificación de la película. Malcolm McDowell tenía 27 años cuando rodó el papel de Álex y las niñas que se lleva al apartamento, no tenian diez años precisamente.

Sue Lyon y Dominique Swain tenían 16 años cuando interpretaron el personaje de Lolita en las versiones de Stanley Kubrick y Adrian Lyne, respectivamente. Creo que no estamos preparados para una actriz que realmente tuviera la edad del personaje de Lolita al inicio de la novela de Vladimir Nabokov: 12 años. ¡12! Nos resultaría una película tan repulsiva como a mí me pareció por momentos la novela. Por muy bien escrita que esté y todas las loas habituales que se le dediquen.

Esta semana se ha estrenado en Telecinco una serie que viene acompañada de polémica: Escándalo, relato de una obsesión. Escenas de sexo explícito y continuado en el tráiler entre una mujer de 42 años y un joven de 15. La trampa empleada por la productora es que el actor, Fernando Líndez, tiene 22 añitos y muchos kilómetros ya recorridos. Si querían escándalo, pongan un imberbe de 15 palos, que seguro que no se vería de la misma manera.

He leído algunas críticas que decían que la polémica se montaba porque en esta ocasión era ella, la mujer, la que doblaba la edad del chico, o que cuando sucede a la inversa no se monta tal controversia (Manhattan, American Beauty) po rel machismo imperante y blablabla.. Lo de siempre. Pues no lo creo, tampoco es la primera vez que sucede, ni son tan originales en Telecinco. Ya lo vimos en Verano del 42, en la que la estupenda Jennifer O’Neill acaba llevándose al catre a un chaval de catorce años. O la diferencia entre los personajes de Harold y Maude, donde la septuagenaria Maude acaba enamorando al jovenzuelo Harold. A lo mejor el problema está en la elegancia de unas obras y en la búsqueda del morbo en otras. Aunque hasta para eso hacen trampas.

¡Hasta otra, jóvenes, maduritos y ancianos de buen ver!

Quién me iba a decir

Pues sí, quién me iba a decir ¡a mí!, y que se me perdone tanto egocentrismo, que, con la timidez que siempre tuve y las pocas ganas que me acompañaron toda la vida para hablar en público, acabaría el año dando un par de charlas e interviniendo en un canal de YouTube.

Y quién me iba a decir ¡a mí! que me atrevería a subir vídeos con mis frikadas particulares y mi propia voz para arrancar el año. Aquí lo dejo… y me retiro a la cueva dos minutos y medio, el tiempo que dura el vídeo:

El video aúna un poco de todo lo que los lectores han podido encontrar en el blog en 2022: el cine de Travis, el Real Madrid de Barney, la familia de Lester, «su» libro, o las críticas al Mundial de Catar y a la corrupción de la FIFA de Josean. Espero que os guste. Y como en el canal de Kollins siguen contando conmigo, hoy mismo se ha publicado un nuevo vídeo. El tema escogido ha sido la salida de Cristiano Ronaldo a Arabia Saudí y las (estúpidas y poco inteligentes) críticas vertidas por una parte de ese bochornoso periodismo deportivo que tenemos en España. El autoproclamado «mejor periodismo deportivo del mundo».

Quién me iba a decir ¡a mí!, que pasé ocho años en el anonimato de este blog, que me moví siempre mucho mejor con la palabra escrita que con la hablada, que ahora iba a prestar mi cara y mi voz para un tema que polariza tanto a la gente como el fútbol.

Arrancamos un nuevo año, en forma, aunque puede que con formas distintas a las de los años anteriores.

2021: No mires atrás, no mires arriba

2020: El año que nos encerramos cautelosamente

2019: Despropósitos de Año Nuevo

2018: Ahora más que nunca

Y por supuesto, sigo sin dejar de buscar lo que ya anunciaba en el primer post de 2015, en uno de los artículos más leídos de la historia de este blog: En busca de la tranquilidad. Como un puñetero hobbit.

No fueron inocentadas

No lo fueron. No fueron bromas de mal gusto, sino hechos, realidades que sucedieron en este año que está a punto de terminar, otro año de acontecimientos históricos e histéricos.

BARNEY

La UEFA publicó su ranking de los mejores equipos de Europa y el Real Madrid, tras ganar la Liga y la Champions (la más inverosímil que recuerdan mis ojos), desciende un puesto, hasta el sexto concretamente. El PSG, o Qatar Saint Germain, sin embargo, asciende una posición en esta absurda clasificación, hasta el quinto. Entre sus méritos está, sin duda, haber sido eliminado por el Madrid en octavos de final de la Champions. Méritos similares a la mayoría de clubes que preceden a los blancos en la clasificación. Chelsea, Manchester City y Liverpool también fueron derrotados por el Real Madrid, no ganaron la Liga de su país (excepto el City de Abu Dhabi), y se mantuvieron en mejor posición en este curioso ranking.

Son las cosas absurdas que ocurren en el mundo del deporte, algunas sujetas a coeficientes de cálculos absurdos, y otras a votaciones infumables como las de los trofeos individuales. Gavi fue elegido el mejor jugador joven de Europa y conquistó el Golden Boy. Otra broma, como se vio con la caída de su equipo (de nuevo) a la Europa League, o si se comparan sus prestaciones en el infame mundial de Catar con las de otros jóvenes que quedaron por detrás en la votación, como Bellingham, Musiala o el mismo Camavinga, quien añadió a su notable participación en la Champions, una final espectacular en el mundial en un puesto que no era el suyo. Tanto Gavi como Pedri, como Ansu Fati, son proyectos de jugadores muy esperanzadores para los culés, pero (creo modestamente) han sido elevados a una categoría en la que todavía no están. Que Gavi, un buen jugador, haya sido elegido mejor joven de Europa cuando su mayor virtud es una agresividad pareja solo con su marrullería es una inocentada propia de un día como hoy. Pero vamos, que tampoco hay que extrañarse demasiado: Xavi Hernández fue elegido entre los quince mejores entrenadores del mundo.

TRAVIS

CODA, la mejor película del año. Repito, no es una inocentada: CODA se llevó el Óscar a la mejor película del año. Vale que no hubiera obras grandiosísimas, majestuosas, de las recordables por décadas, pero, sinceramente, había varios puñados que se podían haber llevado tal premio antes que esta, una adaptación correcta de la buenista y amable película francesa La familia Bélier. Pero son las cosas de Hollywood. West Side Story (Steven Spielberg), El callejón de las almas perdidas (Guillermo del Toro), Belfast (Kenneth Branagh), Licorice Pizza (Paul Thomas Anderson), King Richard (Reinaldo Marcus Green), hasta El sopor del perro, perdón, El poder del perro (Jane Campion) o No mires arriba (Adam McKay) me parecían más oscarizables. Lo que tampoco fue inocentada, salvo que nos tomaran el pelo, fue el sopapo que le soltó Will Smith a Chris Rock en pleno directo. Dejando aparte la piel fina de Will Smith o de su mujer, lo más reprochable del presentador fue la poca gracia de su broma. Que aprenda de la mordacidad salvaje de Ricky Gervais en los Globos de Oro, en especial en su quinta (y última) ceremonia, en 2020:

¡Eso es repartir y no lo que hacen los de Amazon! Leonardo di Caprio, Martin Scorsese, Meryl Streep, todo Hollywood (¡Judy Dench, jojojo, vaya, vaya, vaya!) recibió guantazos de un presentador que sabía que no iba a repetir, y aguantaron con la sonrisa o la carcajada en la boca (en especial, aquellos para los que no iba la broma). El Príncipe Andrés, Apple, Greta Thunberg,… aquella noche repartió más que Magic Johnson en toda su carrera.

JOSEAN

Tiene cojones, pero no fueron inocentadas las cosas que vimos en política durante este 2022. No fue una broma, ni siquiera de mal gusto, ver a EH Bildu y a ERC hablar de que el Partido Popular estaba en contra del sistema, o que estaban faltando a sus deberes. O escuchar a Pedro Sánchez decir que la oposición estaba contra la Constitución mientras trataba de sacar proyectos adelante con el voto favorable de Bildu y ERC, los aclamadores de etarras o de la Declaración Unilateral de Independencia del 1-O. Han pasado cosas tremendas este año, como que la reforma laboral se aprobara por la torpeza reiterada de un diputado del Partido Popular (Alberto Casero, quien, sin duda, no era el más listo de la clase), o que Felipe Sicilia comparara las togas de los jueces del Tribunal Constitucional con las metralletas de Tejero el 23-F.

Que se rebajaran o redujeran los delitos de sedición y malversación para lograr aprobar los presupuestos, o que las penas a agresores sexuales se vieran minoradas por la torpeza de una ley promovida por quienes carecen de formación para ello. Tampoco fueron inocentadas los gambazos de la oposición, como la dimisión de Pablo Casado tras acusar a Isabel Díaz Ayuso de los negocios de su hermano con las mascarillas. Negocios probados, legales, según parece, pero reprobables en términos de ética y política. Y no es una inocentada ver que su sucesor, Alberto Núñez Feijóo (bufff…), junto con Santiago Abascal (más buffff…), forma la alternativa más probable a este gobierno que me deja anonadado cada semana, cuando los lunes me digo «no será capaz de…» para comprobar el viernes que «ha vuelto a hacerlo».

Todo parece una broma de mal gusto, como que los chavales de quince años no puedan conducir, tomar unas cañas, votar o consentir explícitamente las relaciones sexuales, porque se considera que carecen de la madurez suficiente para ello, pero que sin embargo puedan abortar o determinar su sexo libremente sin el consentimiento paterno. Lo que no es una broma es la deuda pública, y lo comprobaremos durante años.

LESTER

Pues no fue una broma, pero durante unos días, mi libro Volver al asfalto estuvo en el número 1 del top de Libros más vendidos de Running, maratones o como quieran llamar a este vicio de correr.

Y con esta no-inocentada, como por la propia publicación, como por la presentación o los comentarios de amigos y familiares (¿gente con conocimientos culturales excelsos o pelotas rastreros?… me inclino por lo primero), me doy por más que satisfecho en este 2022 a punto de finalizar.

El club de los currelas muertos (XXVI)

Planes propuestos por el club de lectura, cine y documentales El club de los currelas muertos para no ver el mundial de la infamia de Catar.

Hoy no pensaba escribir nada, sino tomarme un descanso como… bueno, como esos de los que no quiero hablar, pero cuando volvía en coche a casa he puesto La Brújula (Onda Cero) y han mencionado Fahrenheit 451, la obra de Bradbury, pero en mayor medida la película de Truffaut. Hablaban de la censura, de la negación de la cultura, de la prohibición del conocimiento y de lo actual que les resultaba la trama. Pero les ha faltado mencionar lo que a mí más me sorprendió de la relectura que hice hace un año y fue cómo empezó esa censura. como algo más peligroso, la autocensura para no ofender a nadie, para contentar a todas las minorías.

Beatty.- Ahora, consideremos las minorías en nuestra civilización. Cuanto mayor es la población, más minorías hay. No hay que meterse con los aficionados a los perros, a los gatos, con los médicos, abogados, comerciantes, cocineros, mormones, bautistas, unitarios, chinos de segunda generación, suecos, italianos, alemanes, tejanos, irlandeses, gente de Oregón o de México. (…) Todas las minorías menores con sus ombligos que hay que mantener limpios. Los autores, llenos de malignos pensamientos, aporrean las máquinas de escribir. (…) Los libros según dijeron los críticos esnobs, eran como agua sucia. (…) No era una imposición del Gobierno. No hubo ningún dictado, ni declaración, ni censura, no. La tecnología, la explotación de las masas y la presión de las minorías produjo el fenómeno, a Dios gracias. En la actualidad, gracias a todo ello, uno puede ser feliz continuamente.

Beatty.- La palabra «intelectual», claro está, se convirtió en el insulto que merecía ser. Siempre se teme a lo desconocido. (…) Hemos de ser todos iguales. No todos nacimos libres e iguales, como dice la Constitución, sino todos hechos iguales. Cada hombre, la imagen de cualquier otro. Entonces, todos son felices porque no pueden establecerse diferencias ni comparaciones desfavorables. Un libro es un arma cargada en la casa de al lado. Quémalo. Quita el proyectil del arma. Domina la mente del hombre.

En La Brújula comentaban que hoy en día sería imposible que Almodóvar rodara ciertas películas, o que Sabina escribiera determinadas letras (peores las de Siniestro Total, sin duda), y digo yo que será porque esta ola de conservadurismo estúpido que nos invade nos ha llegado desde una visión de progreso equivocada. E ignorante. Gente de piel muy fina. Ofendiditos.

Beatty.- Has de comprender que nuestra civilización es tan vasta que no podemos permitir que nuestras minorías se alteren o exciten. (…) A la gente de color no le gusta El pequeño Sambo. A quemarlo. La gente blanca se siente incómoda con La cabaña del Tío Tom. A quemarlo. ¿Alguien escribe un libro sobre el tabaco y el cáncer de pulmón? ¿Los fabricantes de cigarrillos se lamentan? A quemar el libro.

Ya se queman libros en varios países. Ya se excluyen películas de los catálogos de las cadenas de pago, o se emiten con advertencias de coña. Pero sobre todo, cada vez más autores se autocensuran para no ofender a nadie o para no ser expuestos en la pira pública de las nuevas hordas censoras. Se evitan y reprimen, o ceden ante las imposiciones de lo políticamente correcto aunque resulten ridículos en sus planteamientos.

Así que el plan propuesto para hoy es claro y pueden elegir:

Fahrenheit 451, de Ray Bradbury. Se lee rápido, es una novela corta con un final poco esperanzador, pero de amor total por la literatura.

Fahrenheit 451, de François Truffaut. Una peli con la duración perfecta y un final también poco esperanzador, pero igualmente de amor total por la literatura.

El club de los currelas muertos (XXV)

Planes propuestos por el club de lectura, cine y documentales El club de los currelas muertos para no ver el mundial de la infamia de Catar.

La cabina cumple medio siglo. El mediometraje de Antonio Mercero titulado La cabina se estrenó en Televisión Española el 13 de diciembre de 1972. No sé en qué año la vi yo, probablemente pocos años después, con ocho o nueve años, pero la recuerdo perfectamente. Me dejó huella, como a tanta gente. Creo que solo he vuelto a verla completa una vez más, pero sus imágenes nos vienen a la cabeza de todos los que vivimos en los setenta y a todos los que usamos con frecuencia alguna cabina telefónica… en los tiempos en que había cabinas telefónicas. En su día escuché a gente decir que le daba cierto miedo usar una cabina desde que vio la película de Mercero, y el propio director o José Luis Garci, guionista de la perversa trama, contó en la radio que durante un tiempo mucha gente que llamaba desde las cabinas dejaba siempre un pie para sujetar la puerta y evitar que se cerrara.

La cabina se rodó en la plaza del Conde del Valle de Súchil, junto a la calle Arapiles, en Madrid. Junto al lugar de rodaje se colocó una cabina roja como la de la película, como Homenaje a La Cabina de Antonio Mercero. Dejo la ubicación y cómo se ve a través de Google View. Métete ahí dentro si tienes coj… coraje.

A lo largo de sus poco más de treinta minutos de metraje, el espectador experimenta todo tiempo de sensaciones: curiosidad, diversión, como los vecinos que se reúnen alrededor del pobre desafortunado, preocupación, angustia, para acabar con el terror. El miedo. Del protagonista y del espectador. No se concibe La cabina sin José Luis López Vázquez mostrando todos esos estados de ánimo. Del hartazgo inicial a ese terror que nos hace sentir. Durante el paseo del pobre hombre atrapado en la cabina, vemos el Madrid antiguo o no tan antiguo: el scalextric de Atocha, el túnel de María de Molina, las afueras de Madrid. Las imágenes de los exteriores de la ciudad se rodaron en la presa de Aldeadávila y en Portugal.

Creo que fue el propio Mercero (o puede que fuera Garci) quien contó en una ocasión que La cabina tuvo problemas con la censura, pues el censor consideraba que en una de las escenas, en la que López Vázquez miraba al cielo como buscando una salida, el camión con la cabina a cuestas pasaba cerca de un Ministerio, y que con ello se podía estar dejando caer el mensaje subliminal del ciudadano atrapado en una dictadura sin salida que ansiaba su libertad. El director se quedó sorprendido ante lo fino que hilaban los censores de la época y seguramente se lamentó de no haber tenido él mismo esa idea tan brillante.

Me parece un planazo volver a La cabina. A la obra de Mercero y Garci, quiero decir. Aquí la dejo:

El club de los currelas muertos (XXIV)

En días así en que estamos fundidos, a veces nos ponemos una peli navideña, pero con una condición: que sea mala, mala de solemnidad. De esas que sabes cómo van a acabar desde la primera escena, desde la primera mirada entre el chico y la chica. No son días para ver Qué bello es vivir, ni Love actually, ni siquiera Solo en casa o La jungla de cristal. No buscamos grandes tramas, sino algo que solo pueda competir en simpleza con una peli sueca de sábado tarde.

Son todas iguales, como las carátulas que acompañan este texto. El argumento habitual es el de un tipo gruñón con nulo espíritu navideño, muy ocupado en su trabajo, que llega a un lugar en el que conoce a una chica encantadora que vive de manera apasionada la Navidad, pese a sus problemas económicos, la salud de su perra o algún problema de un familiar cercano. El tipo gruñón tiene que quedarse más tiempo del que le gustaría en el pueblo, pese a que sus deseos iniciales son los de prender fuego a todo duende o adorno navideño que se ponga por delante, y al segundo o tercer día comienza a colaborar en alguna tarea que forma parte de la tradición del lugar. La chica, que sabe que el tipo es un gilipollas integral, se acerca demasiado a él, porque es la típica chica a la que le gustan los gilipollas integrales (todos conocimos ambos ejemplos ya en el colegio), y el roce hace el cariño, se tocan un día un brazo y saltan unas chispas que el director quiere hacernos sentir como una descarga de alto voltaje. Lo que ocurre es que los actores son tan malos que en el fondo parece que les hayan dado instrucciones de que hagan que sienten como si les hubieran lijado el brazo y «¡oh!», se miran y sabes que en menos de quince minutos de rodaje habrá piquitos y una nueva pareja.

Y por supuesto se salvará la Navidad, la perra o el padre de la chica saldrán del hospital o el veterinario, o al revés, la chica encontrará solución a sus problemas económicos, no se cerrará el hotel o la residencia de ancianos, el gilipollas integral se imbuirá de espíritu infantil y todos acabarán rodeados de niños cantando un villancico que te provoca unas enormes ganas de rociarlos a todos con napalm.

THE END y toda la gaita, pero a veces, muy pocas veces, de manera excepcional, es lo que nos pide el cuerpo. Tan predecible como que habría penalti para Argentina.