«Espero que nunca desaparezca la mirada fascinada de un niño en una sala oscura mientras proyectan una película, aunque ese niño tenga varias décadas a sus espaldas». Así terminaba la primera parte de este repaso a esa gran pasión que es el cine para tantos entre los que me incluyo. Sin embargo, a veces tengo la sensación de experimentar algo distinto cuando entro en la sala.
Desaparecieron esos maravillosos programas dobles de sesión continua, igual que el proyeccionista o el celuloide, los cines del centro fueron cerrando, nacieron las impersonales multisalas, y para las grandes productoras y distribuidoras las películas pasaron a ser productos. Odio esa palabra destinada al cine. «Un producto de fácil consumo», «un producto comercial», «un producto entretenido sin más», «un producto palomitero para pasar el rato». Un subproducto.
Igual que odio el ruido que hacen algunos al comer palomitas («¡cerrad las putas bocas al menos!») y odio escucharles sorber la Coca-Cola que ya no les queda al fondo de los ruidosos hielos, pero por encima de todo, lo que más detesto en el cine son las pantallas encendidas de los móviles. ¿Qué clase de gente manda guasap o mira el «féisbuk» en mitad de una película? Juro que he visto a un tío darle un fucking like en mitad de la escena más emotiva de Un monstruo viene a verme, cuando los lagrimones empezaban a resbalarme por la tocha. ¿La sociedad se ha ido a la mierda de modo definitivo?
Y a pesar de la incomodidad que a veces siento cerca de algunos espectadores, encuentro pocos placeres como ir al cine. Siempre ha estado presente en mi vida. Invité a mis hermanos y a mis primos al cine con uno de mis primeros sueldos (El día de la bestia). Jamás hubiera tenido una novia que no hubiera querido acompañarme al cine el Día del Espectador. «No, a mí el cine no me va», hubiera sido motivo excluyente de una posible relación aunque esas palabras emanaran de la boca de la mismísima Charlize Theron (bueno, aquí quizás me he pasado en la comparación).
Hoy en día me parece el plan perfecto de viernes para un cuarentón hastiado de una semana complicada. Aunque esté yo solo en la sala (La venganza de los Sith), aunque seamos únicamente dos colegas (Abierto hasta el amanecer), o tres amigotes escandalosos en el cine (Agárralo como puedas 33 y 1/3), un puñado de frikis amantes de Terminator (Génesis) o una panda de solitarios gafapastas con aires de tipos comprometidos (Bowling for Columbine). Esa intimidad incluso es beneficiosa para el deleite de la película.
Y sin embargo, a la vez que suelto esto, pienso que el público es fundamental para el espectador. Cuando cien personas se ríen a tu alrededor, sus carcajadas te contagian y propia risa se vuelve más fuerte. También es cierto que cuando el tipo de delante saca el móvil para poner un emoticono, le meterías la cabeza en una prensa al modo de los gánsteres de Casino, pero en líneas generales la compañía ayuda. Cuando ves gente llorando o moqueando en sus butacas, tu vena sensible se agudiza. Cuando tu pareja te estruja el brazo y te clava las uñas por la angustia o la tensión de lo que ve en pantalla, te brota una sonrisa masoquista. Será por lo que decía recientemente Christopher Nolan: «las películas pueden darte esa sensación visceral y es esa combinación mágica de la emoción visual y la experiencia grupal que se vive en una sala de cine, donde todo el mundo está experimentando lo mismo, lo que me fascina. Creo firmemente en esa capacidad del cine de hacerte vivir experiencias que jamás podrías vivir de otro modo».
El público es fundamental, decía, que pregunten a los propietarios de los cines y a todos los que viven de este negocio. Cada vez que oigo a alguien que el cine es caro, me cabreo. Diez euros, o siete si pillas alguna oferta, incluso menos. Comparado con el teatro, la ópera o el fútbol está tirado de precio. En los últimos tiempos y amparados en la excusa de atraer espectadores han aparecido nuevos formatos, como la tecnología 3D, que no me termina de convencer (pero sirve de excusa a los cines para cobrarte más por la entrada), o lo que llaman 4D, con butacas que se mueven, te zarandean, o te hacen sentir el viento y la lluvia. Y dicen que también el olor. No pienso probarlo, para eso están los parques de atracciones, en los que te diviertes mucho con estas chorradillas. Siento que me pueden despistar, que no las necesito para disfrutar de una buena historia en la gran pantalla. A lo mejor ese es el problema.
También han vuelto los autocines, como en los sesenta y setenta, y me encantaría probarlos, aunque solo los concibo viendo un programa doble de cine bélico y terror de serie B con unos colegas. Nada especialmente pretencioso. En el fondo está casi todo inventado. El 3D de principios de los ochenta era una patraña azul y roja que te despistaba de lo malas que eran las películas rodadas con ese sistema. La incorporación de olores al mundo del cine viene de tan lejos como el propio cine. Recomiendo fervientemente el artículo Cine y olfato (Jot Down), que sitúa en 1906 las primeras experiencias con aromas en las salas. Luego vendrían los sistemas Scentovision, Smell-O-Vision, o las (imagino) infectas tarjetas Odorama del transgresor John Waters para Polyester.
«Waters incluyó Odorama, una tarjeta de «rasca-y-huele» donde había diez círculos numerados. La tarjeta se distribuía a los espectadores al entrar, y cuando uno de los números salía en pantalla tenían que rascar y oler ese círculo. Los olores eran 1: rosas; 2: heces; 3: pegamento; 4: pizza; 5: gasolina; 6: mofeta; 7: gas natural; 8: olor a coche nuevo; 9: zapatos sucios y 10: ambientador. El número 2 había que olerlo cuando Divine soltaba unos pedos debajo de las sábanas.»
Insisto en que todas estas nuevas tecnologías, o no tan nuevas, no son necesarias. Lo que es imprescindible es tener una buena historia que contar. Ser capaz de narrarla con maestría, o al menos de modo efectivo. Una vez que cerraron los cines de sesión continua, no nos quedó más remedio que pasarnos a las sesiones numeradas, pero no necesariamente de estreno. En aquellos principios de los noventa era posible ir al cine a ver grandes clásicos.
Tuve la suerte de ver Freaks, la parada de los monstruos (1932, Tod Browning) en los cines del Círculo de Bellas Artes. El apartamento, la obra maestra de Billy Wilder, o una de las muchas obras maestras que rodó, estuvo más de tres años en cartel en los cines Renoir. Los mismos cines mantuvieron 80 semanas en su programación Remando al viento (1988) de Gonzalo Suárez, algo impensable hoy en día. A veces siento que ese apego al cine, o esa devoción, se ha perdido. Hoy apenas se emiten clásicos, salvo en retrospectivas o homenajes ocasionales. En su lugar se empaquetan productos, de muy buena factura técnica, sonido envolvente y toda la parafernalia, pero carentes de emoción en ocasiones. Productos perecederos, la mayoría.
Ahora mismo apenas tienes un par de semanas para ir al cine a ver una peli que te apetezca, porque enseguida la sustituyen por la siguiente. Tengo amigos que dicen que no van al cine porque tienen Netflix o Yomvi en casa, y una tele de tropecientas pulgadas, pero yo les insisto que no es lo mismo. Siento que se ha perdido lo que Tarantino define como «compromiso», refiriéndose a los videoclubes, en uno de los cuales trabajó durante años:
«Incluso si estás suscrito a todos los canales de televisión por cable, accedes a la guía, desciendes por la lista y… ves algo o lo grabas, y quizá nunca te sientes a verlo, o lo ves y quizá a los diez o veinte minutos empiezas a hacer otra cosa, y piensas: ‘Nah, realmente no me interesa’. Hemos caído un poco en esto.
Sin embargo, había una naturaleza diferente en el videoclub. Mirabas a tu alrededor, elegías cajas, leías las cajas por detrás. Tomabas una decisión, y quizá hablabas con el tío detrás del mostrador, y te recomendaba algo, (…) Y el asunto es que invertías en algo, de un modo en el que no estás invirtiendo con la tecnología electrónica cuando se refiere al cine. Había un mayor compromiso. (…)
Quizá es algo que ha atrapado tu mirada, no sabías nada al respecto, y te la juegas. La alquilabas, sinceramente querías probar y ver algo hasta cierto punto. Y eso es lo que de verdad se ha perdido, extrañamente, se ha perdido el compromiso».
Quizás se perdió el compromiso en el momento en que nos convertimos en almaceneros, en meros acumuladores de películas. En ese preciso instante en que empezamos a tener discos duros reproductores con quinientas películas pirateadas (algunas de ínfima calidad) le quitamos el valor. Siguiendo el razonamiento de Tarantino, es cierto que mi compromiso con la sala oscura es muy distinto al que tengo con Netflix.
En línea con todo lo dicho en estos dos posts, me encantaría que alguien promoviera iniciativas como la de Michael Moore en el estado de Michigan. El cineasta norteamericano recuperó en 2007 el histórico State Theatre en Traverse City. Inaugurado en 1916 y cerrado en 2003, Moore consiguió fondos para reformarlo, encontró voluntarios dispuestos a trabajar en el mismo y logró crear un espacio para aficionados al cine, exhibiendo películas clásicas, documentales o cintas alejadas de los circuitos comerciales. Todo a precios bajos. Un sueño para el aficionado más cinéfilo o cinéfago. La foto del principio de este post es de ese cine, dando la bienvenida a los Movie lovers. Por si no fuera suficiente con el aspecto cultural y de revitalización de la comunidad de Traverse City, Moore ha conseguido que sea una de las salas más rentables de todo el país.
«¿Qué harías si te tocara la lotería?», se pregunta la gente todos los años. Yo lo tengo claro, aunque palmara pasta: me haría un Moore Theatre, restauraría un cine del centro, a ser posible con tres o cuatro salas, programaría clásicos, retrospectivas, películas alternativas o de países que no solemos ver en nuestras pantallas, y crearía un lugar de encuentro para aficionados al cine, un sitio en el que poder escuchar las opiniones de todos esos movie lovers que saben más cualquier crítico cinematográfico.
Lo dejo ya, ¡que el cine empieza en media hora! Saludos.
Todo lo que dices es verdad. OK. Ojalá nos toque la lotería para hacer ese Travis Theatre al estilo Moore. Qué gozada.
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Ojalá. Solo necesitamos 4 ó 5 millones de euros, «poca cosa». Unos cuantos mecenas dispuestos (yo sería el primero si tuviera pasta), otros pocos amantes del cine, mucha ilusión y a rescatar unos cines del centro. ¡Casi nada!
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