«En mi pueblo, cuando éramos niños, mi madre nos preguntaba a mi hermano y a mí si preferíamos ir al cine o a comer con una frase festiva: «¿cine o sardina?»
Nunca escogimos la sardina. La vida se puede concebir sin sardinas, nunca sin el cine».
Así explicaba el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante el título de uno de sus deliciosos libros sobre el llamado Séptimo Arte, Cine o sardina, toda una lección de amor por el celuloide y las salas oscuras de proyección.
Ahora que los agoreros vuelven a decir que «el cine ha muerto» (igual que «la novela ha muerto», «el libro de papel ha muerto», «el periodismo ha muerto», «el Arte ha muerto», «¡Chanquete ha muerto!»,…), y lo repiten periódicamente con tal insistencia que hasta Martin Scorsese o Ridley Scott caen en la trampa de subirse a ese carro, voy a hacer en esta entrada una encendida defensa del cine de toda la vida, en una sala oscura, alejado del mundanal ruido. Ya en la segunda parte hablaré de esas otras maneras de ver cine, de esos otros soportes que, pese a ofrecer posibilidades impensables hace poco al aficionado, no son lo mismo.
Para mí, ir al cine, a una sala oscura en la que proyectan una película, es un ritual que no tiene nada que ver con sentarte cómodamente en el sofá de tu casa, por mucho que la historia que te cuentan sea la misma. Parapetarte en tu butaca, dejar que todo tu campo de visión se cubra por la proyección en pantalla gigante, arroparte con el sonido envolvente (o el Sensorround para los que tenemos unos añitos) y sumergirte en la trama de la película es una experiencia que no tiene comparación. «El cine es imbatible en lo superficial», decía Rafael Azcona.
A veces nos empeñamos en ir al cine con alguien, cuando lo que no buscas precisamente es compañía o conversación, sino abstraerte del mundo, dimitir durante un par de horas. Es cierto que la compañía tiene ventajas indudables, porque el debate posterior a la salida del cine resulta a veces más interesante que la propia película que acabas de ver, como los post partidos en el fútbol.
Como ya he contado en alguna ocasión, mi padre nos llevaba a los cinco chicos de la familia a las sesiones continuas de los domingos por la tarde, a esos inolvidables programas dobles que hacían que abandonáramos nuestro comportamiento asalvajado durante cuatro o cinco horas. Me hubiera encantado ser programador de esas salas, y elegir entre un catálogo de películas las dos que iba a proyectar esa semana. Mis hermanos y yo todavía recordamos algunos de esos programas dobles:
Los héroes de Telemark y Escuadrón 633. Éramos muy aficionados al cine bélico. Recuerdo haber visto en las salas peliculones como La batalla de las Ardenas, El final de la cuenta atrás, La batalla de Midway, Operación Rommel, Objetivo Birmania, Los cañones de Navarone,… En varias de ellas sale Kirk Douglas, y ya por entonces el incombustible actor era mayor.
Papillón y El coloso en llamas. Dos de Steve McQueen, como si el prófugo de la Isla del Diablo, tras su huida, hubiera logrado el puesto de jefe de bomberos en San Francisco.
Senderos de gloria y ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú. Dos peliculones de Stanley Kubrick, programón en los cines Dúplex. La primera estuvo censurada durante muchos años por su crítica hacia el ejército y no se estrenó en España hasta 1986. La segunda es una ácida comedia que da miedo por momentos, y su título español debe ingresar sin duda en el catálogo de títulos letales que colecciono desde hace tiempo. Tampoco es que me guste mucho el original: Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, pero la genialidad de la peli supera todo lo demás. Tengo la imagen icónica del mayor T.J. «King» Kong cabalgando sobre la bomba atómica en su caída sobre territorio soviético, y no sé por qué, no me cuesta imaginarlo con la cara de Donald Trump.
Aterriza como puedas y Aterriza como puedas 2. Partidos de risa, lo reconozco. Cinco chavales y mi padre retorciéndonos de risa en nuestras butacas. No tengo pudor en admitir que me sigo partiendo la caja hoy en día cada vez que las ponen en la tele, al igual que me pasa con Top Secret o con las tres de Frank Drevin aquí tituladas Agárralo como puedas (traducción libre de The naked gun). Fernando Trueba escribió en su Diccionario de cine que las películas del teniente Drevin habían «…conseguido devolvernos el gozo que supone el espectáculo de la estupidez. Conozco pocas experiencias más gratas que ver o rever uno de estos inteligentes monumentos a la subnormalidad».
Las de los tipos duros: Rocky II y Rocky III. Danko, calor rojo y Depredador. MacQuayde, lobo solitario y Delta Force, ¡dos de Chuck Norris seguidas! Y creo que hemos llegado a ser adultos casi normales.
Operación Dragón y Puño ciego. Dos de Bruce Lee del tirón, en los cines Cordón de Burgos, durante unas navidades en las que no sé qué ponían en el resto de cines para que aquella fuera nuestra opción favorita. Y las disfrutamos, ya lo creo que sí, nos maravillamos ante ese chino-americano delgadito que repartía patadas voladoras, guantazos a diestro y siniestro, y que utilizaba sus ojos del cogote para deshacerse de los rivales que le rodeaban. En esta sesión pude comprobar el «efecto bromuro» del cine sobre nuestros impulsos primitivos. Los cinco chicos nos comportamos correctamente en el cine, con los ojos como platos, pero apenas salimos, y durante la siguiente semana, nos pusimos a repartir mandobles al estilo Bruce Lee y a proferir unos aullidos guturales imitación de la casa que lograron exasperar a mi madre.
Moonraker y El puente sobre el río Kwai. Pedazo de programa doble, de cinco horas de duración al menos.
Tigres de Bengala y Dos misioneros. Vimos en los cines prácticamente todo el repertorio de Bud Spencer y Terence Hill: Le llamaban Trinidad, Dos superpolicías en Miami, Dos supersuperesbirros, Quien tiene un amigo, tiene un tesoro, Y si no, nos enfadamos, Le seguían llamando Trinidad,… La capacidad de los hermanos de imbuirnos en el espíritu de los actores hacía que, al igual que con Bruce Lee o Rocky Balboa, los días siguientes nos comportáramos a la manera de los dos actores italianos y sus guantazos, con dedicación especial al golpe más absurdo de la historia del cine, el característico puñetazo-capón de Bud Spencer en la coronilla de sus contendientes. Reconozco que hoy no aguanto ni cinco minutos de estas pelis, pero no me avergüenza admitir que estaban entre nuestras favoritas.
La vida de Brian y otra que no consigo recordar, posiblemente eclipsada porque no resista la comparación. Creo que nunca he llorado tanto de risa como con la gamberrada de los Monty Python, y lo sigo haciendo con muchas de las escenas como la del apedreamiento por decir Jehová, el regateo, los zezenta zediciozoz zaduceoz (Pilatos dixit), todo el momento de la crucifixión de Brian o, por supuesto, la de los soldados aguantando la risa ante el nombre de Pijus Magníficus. ¿Y qué nos han dado los romanos? Pues un dolor en las costillas y en toda la caja torácica de tanto deshuevarnos.
En una ocasión vimos un extraño programa doble de animación: El señor de los anillos en la versión de los setenta de Ralph Bakshi, y Tygra, reina de la tundra, o Tygra, hielo y fuego, que no recuerdo bien, del mismo autor, basada en uno de esos cómics del género fantástico. Lo que mejor recuerdo es la voluptuosidad de la propia Tygra, una mujerona de armas (y curvas) tomar que nos tenía los ojos fuera de las órbitas pese a ser un dibujo.
Recuerdo muchas anécdotas de esas sesiones continuas, como a unos chavales tirando aviones de papel en los cines Ciudad Lineal durante la proyección de Escuela de genios y Cuenta conmigo, o a la gente fumando en los cines, o las bolsas y bolsas de patatas fritas y ganchitos devorados por todos nosotros, o algunas series B que hoy me parecerían infumables como Los siete magníficos del espacio. «La película B ha muerto, ¡viva la película B!», según Guillermo Cabrera Infante en uno de los capítulos del libro mencionado. Sé que en muchas de estas horas y horas viendo películas, algunas de ellas hasta dos veces en la misma tarde, surgió mi interés por la construcción de los guiones y por encontrar las trampas en los mismos.
Recuerdo haber visto con amigos algún programa doble que hoy me parece penoso, pero era propio de nuestra edad adolescente, como Porky’s I y Porky’s II, y alguno mítico como Re-animator junto con Pesadilla en Elm Street.
Recuerdo hasta los cines en los que veíamos las películas: Aragón, Dúplex, Benlliure, Canciller, Ciudad Lineal, Victoria,… casi todos desaparecidos a finales de los ochenta, como aquellos tiempos lejanos. Espero que nunca desaparezca la mirada fascinada de un niño en una sala oscura mientras proyectan una película, aunque ese niño tenga varias décadas a sus espaldas. Es la mirada del pequeño Salvatore en Cinema Paradiso, o de Ana Torrent en El espíritu de la colmena, incluso de Michael Jackson en Thriller o de un zombie en Un lobo hombre americano en Londres. Los ojos como platos, la boca semiabierta, la ausencia de este mundo para sumergirnos en otro mucho más apasionante.
Continuará: La magia de la sala oscura (II)
Un comentario en “La magia de la sala oscura (I), por Travis”