Ignoro si la nostalgia es el sentimiento que me invade pasada cada Navidad tras la repetición de una conversación con «mi santa esposa» que se produce con la misma periodicidad que el concierto de Año Nuevo:
– Con todo lo que te han traído los Reyes este año, tendrás que tirar algo, ¿no?
– ¿Eh, tirar?
– Bueno, donar, llevar a un punto limpio,… tendrás que deshacerte de un montón de ropa antigua, empezando por esas camisetas de deporte, o por todas esas zapatillas que pusiste junto al árbol de Navidad, a ver si Papá Noel o los Reyes te traían más cosas, ¡graciosete!
Cómo hacer ver a mi amantísima mujer que un sentimiento rayano en la tristeza, o una angustia aparejada a esa especie de síndrome de Diógenes del deportista, me invade cuando me veo en la obligación, asaz indeseada, de deshacerme de esas prendas a las que tanto cariño profeso. Cariño emanado, sin duda alguna, por estar asociadas en su larga trayectoria a batallas deportivas, carreras épicas o partidos a cara de perro (o a cara de hermano, que en aquestas cosas del deporte nadie peor para entrar en feroz lid que aquel que lleva media vida viviendo bajo el mismo techo).
– ¡Si no tengo tantas!
La facilona respuesta, una negación de la evidencia con tal tradición y raigambre como los saltos de esquí de Garmisch, se ve rápidamente superada por la realidad de hallar sobre tu cama las mencionadas camisetas de poliéster.
«Pues va a ser que sí tienes unas cuantas», pronuncia cariacontecida la bella damisela al contemplar todas ellas ordenadas en número hasta 48, cifra que podría incrementar en vano con las ingentes camisetas de algodón, compra frecuente de quien, como este escribiente, osa viajar por destinos remotos y traer una al menos para recordar durante los años venideros que un día disfrutó por aquellos parajes.
Decía al inicio que desconozco si es apropiado denominar nostalgia o cariño al sentimiento que invade al afligido individuo que se halla sometido a tamaña tesitura de descartar entre tanto recuerdo, ya que, sabido es que al margen de su utilidad estas camisetas ocupan ante todo un espacio en la memoria infinita del aficionado deportista. Memoria capaz de transportar a su poseedor a una cancha de fútbol en Mijas, a un establo reconvertido en pista de baloncesto en Becerril de la Sierra o a las calles del barrio madrileño de Vallekas durante la celebración de una carrera popular.
Mas la pertinaz mirada de mi fiel compañera me obliga a hacerlo, pese a que intente evadir tal tarea con ardides evocadores de alguna hazaña «en un pabellón de Las Matas de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que competimos en buena lid contra las huestes malvadas que… ya lo hago, cariño». Pero en el intento de comenzar la penosa tarea del descarte, los dorsales en la espalda me retrotraen a aquella época lejana en que mis piernas eran veloces cual galgo y jugaba en la banda derecha con el número 8, a la par que Michel dejando un surco en el Bernabéu con sus correrías arriba y abajo.
De aquellos días nace el relato Remontada, el único episodio verdaderamente autobiográfico del libro del que muchos me habéis preguntado cuánto de real y cuánto de ficticio hay en él, cuánto fue hallado en huecos recónditos de mi memoria y cuánto pergeñado por una mente febril. Mas no quisiera desviar el relato de los acontecimientos acaecidos, y decía que los dorsales me ubicaban en el tiempo y la edad, y el 10 me lleva a rememorar que una vez perdida la velocidad para la banda, gané en experiencia para situarme en el centro del campo y ocupar mayores espacios dosificando los esfuerzos con la astucia de un zorro veterano. «Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver!»
Esa afición al a veces innoble arte del balompié me llevó a elegir para siempre el que había de ser mi número en el retorno tardío al deporte de la canasta: el 14, homenaje al buen hacer de Xabi Alonso, no al del gran Johan Cruyff. «Muchos años después, frente a la línea de tiros libres, el escolta Lester había de recordar aquella tarde remota en que su equipo lo llevó a conocer el hielo…» necesario para mantener la frialdad cuando una contienda se decide en dos lanzamientos desde menos de cinco metros.
Con tanta evocación de un pasado que solo fue glorioso para quien escribe estas líneas, los minutos transcurrían y la selección de los descartes no llegaba, así que pensé que sería más sencillo hacerlo con las camisetas de cortesía que acompañan a cada carrera popular, si bien tal faena se vuelve nuevamente ardua cuando quien tiene la obligación de acometerla es un sujeto cuya memoria tiene por condena. ¡Cómo desprenderme de alguna de esas camisetas cuyo poliéster impregné de sudor en el fragor de una carrera de 10, 21 ó 42 kilómetros! ¿Cómo abandonar en un impersonal punto limpio alguna de aquellas casacas que me acompañaron cual armadura protectora en algunas ocasiones durante más de cuatro horas?
Allí estaban las seis camisetas ganadas a pulso en los sufridos seis maratones de Madrid que mis piernas poco raudas han disputado hasta la extenuación.
En aquella colección topéme con las camisetas conmemorativas de los maratones de Berlín (aquel día que gané a Gebreselassie), jubón que por cierto usaría años después en Eindhoven (el maratón número 13), o la de Praga, que me acompañó serigrafiada con las letras de este blog en el penoso y glorioso maratón de Nueva York, o las de Copenhague y Budapest, prendas todas ellas que sirven ahora al veterano hidalgo en su adiestramiento matutino en pos de una mejora de la marca personal.
«No puedo desprenderme de ellas», intenté compadecer a mi simpar Dulcinea, aun a sabiendas de que la sapiencia femenina supera con creces la estulticia masculina, sobre todo cuando esta es acompañada de una edad avanzada largamente más allá de los nueve lustros y un frikismo inusitado de coleccionista de reliquias deportivas y antiguallas otrora empapadas en sudor.
– ¿Y estas dos? -inquirióme la hermosa dama.
¡Oh, supremo sacrilegio! ¡Ay, mísero de mí, ay, infelice! Apurar, cielos, pretendo, ya que las tratáis así, ¿qué delito cometieron contra vosotros naciendo? ¡El Real Madrid y la selección española!
La elástica negra me acompañó además durante cerca de cuatro horas en un maratón de Madrid celebrado al día siguiente de la heroica victoria por 1-2 del Madrid de Mou frente al Barça de Guardiola (en igualdad numérica por una vez, amigo Barney), y así quedó inmortalizada en varias fotos del paso por la Puerta del Sol y la meta en el histórico Paseo de Coches del Retiro. La segunda, la de Sergio Ramos, fue una réplica comprada a toda prisa en quizás las únicas tierras en las que el fútbol se vive con más pasión que en nuestro país, Italia, lugar en el que nos hallábamos a pocas horas del inicio de la final de la Eurocopa 2008, el épico día en que cambió nuestra historia tras derrotar a las tropas germanas.
La persistente evocación de recuerdos hizo que finalmente me deshiciera de solo tres camisetas, centrándome en las de peor calidad, esas cuyo cuello y axilas de poliéster estaban grabadas por el sudor reconcentrado del esfuerzo. Aproveché la ocasión para desprenderme de un pantalón de fútbol cuyas rayas emulaban las azulgrana de los infieles de tierras norteñas, y un par de medias que conservaban el agujero en el tobillo que una entrada criminal me provocó años ha.
Una vez terminada la penosa labor, a buen seguro inferior a las expectativas de mi querida compañera, reflexioné sobre los años transcurridos en campos de fútbol y canchas de baloncesto, los kilómetros recorridos sobre asfalto y tierra, «puedo escribir los versos más tristes esta noche», concluí que hace ya mucho que disputé mis mejores contiendas, y que otros alicientes debían acompañarme en estas últimas temporadas de práctica deportiva.
El olor de la retirada me persigue de un tiempo a esta parte, mas aún no me da caza. Fui afortunado con las lesiones, que siempre me respetaron a pesar de la dureza de algunas batallas, y tanta suerte tuve, tanto aguante tuvo mi carrocería, que ahora me permiten gozar del deleite que supone jugar junto a mi propio hijo y admirar la lozanía y fogosidad de una juventud que mucho me recuerda a mi propio ímpetu tres décadas atrás:
Muy bien traído el paralelismo con la quema de libros del Quijote.
Se de que hablas y opino que ·¡bendito problema! No todo el mundo puede contar con una vida deportiva tan extensa y solapar con sus hijos. ¡Enhorabuena!
En mi caso las camisetas me van desapareciendo del cajón y luego veo que algún cuñao, hermano o sobrin@ debieron estar en las mismas carreras que yo…
¡Menos mal que no eres mucho de ciclismo, o de hípica! En estos deportes Diógenes es minimalista en comparación.
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