
TRAVIS, 27/06/2021
Tras varios meses luchando contra un cáncer de vejiga, el 27 de junio de 2001 nos dejaba Jack Lemmon, uno de los más grandes actores que hemos visto en la pantalla grande. Y en la pequeña, en la que se prodigaba menos, pero en la que dejó alguna interpretación notable, como en la versión de Doce hombres sin piedad que dirigió William Friedkin en 1998. Por aquella actuación fue candidato al Globo de Oro, pero sin embargo el premio fue a parar al «duro» Ving Rhames, el Marsellus Wallace de Pulp Fiction, por su papel de Don King. Lo que sucedió después fue uno de esos grandes momentos de admiración y respeto en los que ese mundo de egos que es Hollywood no suele prodigarse. El tipo «duro» rompió a llorar, llamó a Jack Lemmon para que subiera al escenario y le entregó el Globo de Oro porque entendía que lo merecía mucho más que él: «Es tuyo», le insistió.
Es un momento muy emotivo en el que vemos a grandes estrellas de Hollywood puestas en pie (Steven Spielberg, Jack Nicholson, Jim Carrey, Dustin Hoffmann, Jodie Foster) aplaudiendo a ese tipo corriente, aparentemente normal, que se había ganado el cariño y el respeto de todo el mundo de la interpretación. Porque Jack Lemmon no era una estrella en el sentido en el que se entendía cuando comenzó a destacar en papeles de interpretación. No era un tipo guapo o carismático, como Cary Grant, James Stewart o Paul Newman, tampoco tenía una presencia física rotunda como John Wayne, Gary Cooper o William Holden, ni tenía la intensidad de Marlon Brando o Montgomery Clift. Simplemente era un tipo normal, por eso no lo vimos demasiado en papeles de romanos, ni medievales o en wéstern, ni rodó con Hitchcock, porque su especialidad era ser «el vecino de al lado». Y eso lo hacía como nadie.
La leyenda cuenta que nació en el ascensor de un hospital de Boston, el 8 de febrero de 1925. La suya es una de tantas historias que comienza en Harvard con un tipo que se queda fascinado por el grupo de teatro de la universidad. Combatió con la Marina estadounidense en la Segunda Guerra Mundial y se graduó en Arte Dramático. Aprendió a tocar el piano y, según su hijo Chris, siguió tocándolo todos los días de su vida. En los cuarenta se dedicó a tocar el piano en pequeños clubes de Nueva York, donde en ocasiones ni siquiera cobraban, y poco a poco fue metiéndose en el mundo de la interpretación, al principio en el teatro y luego en la televisión, en series como The Wonderful Guy, hasta que finalmente le llegó la oportunidad en el cine a principios de los cincuenta.
No sé si su manera de interpretar era muy «stanislavskiana» o todo lo contrario, pero se metía en el papel sin que se notara, porque su mayor virtud era la naturalidad. La sencillez, la falta de aspavientos. Interpretar sin que se note que está interpretando. Quizás la clave de su manera de actuar se la dio George Cukor en una de sus primeras películas, Una rubia fenómeno (It should happen to you), rodada en 1954. Lo cuenta el director con el que más veces rodó, Billy Wilder, en el libro de Conversaciones escrito por Cameron Crowe. Al parecer, Lemmon llegó al rodaje, memorizó sus diálogos y soltó su texto ante Cukor:
«Ha sido estupendo, va a ser una gran estrella. Pero… en la gran parrafada, por favor, un poco menos. Ya sabe, en el teatro, estamos muy atrás, en plano general y hay que entregarse. Pero en cine, si se intercala un primer plano, no puede haber tanto entusiasmo».
Lemmon repite la escena varias veces, cada vez con menos energía y en todas ellas el director le dice lo mismo:
«¡Fantástico! Totalmente maravilloso, ahora vamos a repetirlo, un poco menos». Al cabo de diez o doce veces, en las que Cukor no deja de decirle: «Un poco menos», Lemmon comenta: «Señor Cukor, por Dios, voy a acabar no actuando en absoluto». Cukor replica: «Ahora nos vamos entendiendo».
Esa no-interpretación, que en absoluto es cierta, esa interpretación invisible, es una de sus principales características. Y sin embargo, siempre estaba dentro del personaje, «era» el personaje que interpretaba. Hace un par de semanas pillé empezada Con faldas y a lo loco (1959), una vez más, la 128ª por lo menos, y me quedé hasta la última escena, hasta el mítico «Nobody is perfect».
Poco antes de esta escena ocurre la de las maracas, esa en la que Jack Lemmon, aún travestido como Daphne, fantasea con la promesa de matrimonio que le ha hecho el millonario Osgood. Es genial, es Lemmon en estado puro, se marca un Stanislavski doble: Lemmon interpreta a un músico que se hace pasar por una mujer enamorada y por momentos consigue resultar femenino, transmitir felicidad y en medio segundo volver a ser el músico malhumorado de siempre. Era un genio, sin duda.
Aunque se le haya etiquetado tradicionalmente como un actor de comedia, realizó papeles dramáticos con gran soltura, si bien su mejor papel quizás sea el del oficinista Baxter en la que puede ser la comedia más triste de todos los tiempos: El apartamento (1960, Billy Wilder).

«Un centímetro a la derecha o la izquierda, y la película se llena de tragedia o dulzura».
Cameron Crowe
Sin embargo, esas no son las interpretaciones que gustan en Hollywood, al menos para los premios, sino aquellas extremas, histriónicas, exageradas, algo de lo que también se quejaba Wilder:
«Por eso le seleccionaron para un premio por Días de vino y rosas (Days of wine and roses, Blake Edwards, 1962), porque interpretaba un borracho».
Jack Lemmon recibió dos Óscar a lo largo de su carrera, por dos películas que no están entre sus más conocidas: Escala en Hawaii (1955, actor de reparto) y Salvad al tigre (1974, actor principal). Interpretaciones dignas del premio tiene decenas, no solo en comedias, sino en papeles dramáticos como los que interpretara en Missing, El síndrome de China o Glengarry Glen Ross. Era un actor que posiblemente no valía para todo (no me lo imagino como héroe de acción, pistolero, matón, gladiador o caballero medieval), pero sí para todo lo que fuera ver a un tipo normal metido en dificultades, como fueron la mayoría de sus papeles.

Igual que resulta imposible hablar de Jack Lemmon y no mencionar a Billy Wilder (aparte de las mencionadas, tiene esas obras maestras que son Avanti e Irma, la dulce), ocurre lo mismo con el actor Walter Matthau, con quien formó una fructífera pareja, fruto de la cual surgieron nueve películas, tres de ellas dirigidas por el propio Wilder.
«La química solo surge de manera natural. No puede fabricarse».
«Con esos dos, se veía que juntarlos iba a ser divertido. Son dos cómicos».
(Billy Wilder)
Eran dos actores complementarios, el bondadoso Lemmon y el retorcido Matthau (En bandeja de plata, Primera plana, Aquí un amigo), el ordenado Jack y el desastroso Walter (Una extraña pareja, Dos viejos gruñones, La extraña pareja, otra vez). Por esas cosas del destino, esos tres genios que eran Wilder, Matthau y Lemmon fallecieron en un plazo no muy diferenciado de tiempo: entre julio de 2000 (Matthau) y marzo de 2002 (Wilder) se marcharon los tres, como si esa época irrepetible de buen cine y carcajadas desapareciera para siempre.
Veinte años ya, y posiblemente no me haya reído tanto con un actor desde su ausencia. Y posiblemente no lo haga jamás. Un gran tipo. Jack Lemmon siempre buscó (y logró) arrancarnos una sonrisa, incluso cuando ya estaba «más allá», desde la tumba:
Relacionados: