

LESTER, 22/08/2022
– Hola, Miguel.
– Hola.
– ¿Qué tal ha ido la semana?
Debido a su timidez, Miguel no se mostraba muy hablador hasta que su madre se marchaba.
– Vengo en tres horas, cuando termines -le dijo su madre mientras le plantaba un beso en la frente.
– Termino en dos y media, Mamá, pero ven cuando puedas.
– Pero es que no me dejan salir antes, es cuando tengo permiso, vendré en cuanto pueda.
La madre llevaba uniforme de trabajo. Dejó al niño sentado junto a la anciana que le había saludado al entrar, dijo adiós con la mano y se marchó de forma apresurada.
– Me he terminado el último libro que me dejó -indicó Miguel una vez que se cerró la puerta de la sala.
– ¿Qué te ha parecido?
– Me ha gustado mucho, me lo acabé en tres días. Me gustó todo, menos el final. No creo que el capitán Nemo merezca morir después de todo.
– ¿Y cómo sabes que ha muerto? El libro no lo cuenta.
Miguel miró a «la señora de la butaca de al lado» y como cada semana, le pareció que el gris de su mirada se azulaba por momentos, de manera especial cuando hablaban de algún libro, como si un brillo iluminara unos iris cansados y los hiciera recuperar algo de vida.
– Ya, pero se intuye, el Nautilus desaparece en el remolino y se supone que el mar se lo traga con toda la tripulación.
– Pues por eso mismo te he traído esta semana La isla misteriosa. No quiero contarte nada, pero si te ha gustado el capitán Nemo, te gustará saber lo que ocurrió con él y con todos sus compañeros del Nautilus.
Estas conversaciones comenzaron unos dos meses antes, cuando Miguel visitó por primera vez aquella sala gris en la que la mujer y otra serie de «gente mayor» aguantaba unas horas de espera con paciencia. Mejor dicho, con resignación. Miguel quería utilizar el móvil de su madre para pasar el rato, pero la madre lo necesitaba durante la jornada. Protestó porque su madre tampoco le dejó llevar la Play, porque «puedes molestar a las demás personas de la sala».
– Venga, que no será mucho tiempo, se te pasará volando.
En ese momento preciso fue cuando la señora de pelo cano se ofreció a ayudar al chaval, que no tendría más de once años.
– Ten, te puedo dejar este libro. El protagonista se llama como tú.
Miguel miró el libro con extrañeza, «un libro con mi nombre en la portada», luego con escepticismo, pero finalmente accedió a ojearlo porque vio que entre las letras, cada seis u ocho páginas, había como un cómic, unas viñetas que contaban la historia. Le impresionaron unas escenas de peleas a caballo, otras con un sable sobre los ojos del protagonista y se quedó intrigado por saber qué ocurría con los tipos que cruzaban un río en una balsa. Y además, «qué otra cosa podía hacer para matar el tiempo».
– Puedes quedártelo hasta que lo leas y me lo devuelves la próxima vez que coincidamos -la sonrisa de la mujer arrugaba aún más su rostro, pero la hacía más venerable, más cercana-. Era de mi hijo y se lo iba a llevar a mi nieto esta tarde, pero no te preocupes, que le llevo otro. Le encantan y siempre llevo alguno encima.
Una semana después, Miguel confesó haber leído el libro del tirón, al principio solo las viñetas, pero como quería entender la historia, acabó leyéndolo entero. Le contó que su propia madre se sorprendió al verle devorar un libro, algo que llevaba años sin hacer.
– Decía Umberto Eco -dijo la señora-, que el libro pertenece a la misma categoría que el martillo, la rueda o las tijeras: una vez inventado, no se puede mejorar.
Así fue como comenzaron estas conversaciones entre dos personas que apenas se conocían, que no coincidían en casi nada, una mujer que superaba de largo los ochenta años y un preadolescente en un lugar en el que ninguno de los dos quería estar.
– Hay que ser muy fuerte para aguantar como lo hizo Miguel Strogoff, para no contar la verdad ni siquiera a Nadia.
Miguel quedó fascinado por la historia del correo del zar, pero sobre todo por los viajes que Julio Verne planteaba en sus libros, así que en las siguientes semanas, la mujer le dejó Viaje al centro de la Tierra, Cinco semanas en globo, De la Tierra a la Luna, La vuelta al mundo en ochenta días…
– ¿Sabe?, llevo varias semanas hablando con usted y todavía no sé su nombre.
– Es cierto, pero como pasaba con Miguel Strogoff, a veces no es necesario contarlo todo. Es más, no voy a decírtelo, sino a plantearte una adivinanza. Es el mismo nombre de una mujer decidida que aparece en una de estas novelas. Te doy una pista: valiente, tenaz, de las que no tiemblan ante las dificultades y persigue su empeño sin rendirse.
Una semana después, Miguel volvió con la respuesta:
– Se llama María, como la hija del capitán Grant.
– Pues si así te parece, a partir de ahora seré María.
Miguel le devolvió el ejemplar con 20 000 leguas de viaje submarino y se quedó contemplando la portada de La isla misteriosa. La conversación sobre Nemo le había dejado con ganas de iniciar la lectura y al igual que las semanas anteriores, el tiempo en la sala se le hacía hasta corto.
– No entiendo el odio del capitán Nemo hacia el mundo, por mucho sufrimiento que le hubieran hecho pasar. Pero aun así, no creo que mereciera morir.
– ¿Y por qué crees que se comporta con esa crueldad con los que no pertenecen a su tripulación, a su reducido mundo?
Miguel se quedó pensativo, dudaba acerca de la respuesta.
– No lo sé, no sé si actúa así por venganza o porque cree que el mundo es injusto.
– Es que no lo es -le dijo María-, y no todo el mundo se comporta de ese modo. El mundo no es justo, claro que no, mira tu situación y dime si es justo que alguien de tu edad tenga que pasar por esto.
El azul de la mirada de la mujer había vuelto a un gris más tristón, como el que solía mostrar justo hasta el momento en el que Miguel entraba cada jueves en la sala. Pero aquel jueves parecía diferente. Entró una enfermera, se acercó a Miguel, miró su reloj, anotó varios datos en el cuaderno y le retiró la vía que tenía puesta en el brazo. Poco después apareció su madre por la puerta.
– Venga, Miguel, nos vamos.
Miguel estaba serio, pensativo. Cogió el libro y se giró para despedirse de María:
– Muchas gracias, y hasta la semana que viene, María, ¡nos vemos!
– Hasta la semana que viene, Miguel. Quizás.