Hay más de dos millones de independentistas. Frente a eso, hay que hacer una política de no confrontación, buscar el diálogo y tratar de reconducir la situación.
Lo que ocurre es que el diálogo siempre es cosa de dos. No basta que tú quieras hablar si la otra parte no quiere. En todo caso, por mucho diálogo que haya habido, o que hayamos intentado que hubiera, el exceso de diálogo nunca está de más, y, efectivamente, probablemente haya que dialogar más.
Antes de que se me echen encima algunos amigos, «¿qué dices, dialogar con delincuentes?, Puigdemont a la cárcel, ya, sin miramientos», antes de que eso ocurra, simplemente quería añadir que los dos párrafos anteriores deberían venir entrecomillados, pues son palabras de Cristina Cifuentes. Los extraigo de la entrevista que Ignacio Escolar realizó hace año y medio a la presidenta de la Comunidad de Madrid, y que fue publicada en un monográfico especial de eldiario.es de marzo de 2016 titulado, precisamente, Tenemos que hablar. La relación entre España y Catalunya.
Hace año y medio de aquella revista y estos días he releído varios de sus artículos para ver si me ayudaban a entender el momento incomprensible que se está viviendo en Cataluña. Familias enfrentadas, amigos que han dejado de hablarse, manifestaciones en las calles, huelgas que no son huelgas, sino boicots, empresas que se marchan, una guerra mediática repleta de manipulaciones, Guardia Civil enfrentada a Mossos, ciudadanos puteando a las fuerzas y cuerpos de seguridad,… Y una peligrosa guerra de banderas.
Una pena, una verdadera lástima. Por encima de cualquier otro sentimiento, lo que tengo desde el 1-O es una enorme tristeza al ver que se ha llegado a un punto de ruptura, una fractura de la sociedad a la que ninguno pensamos que se iba a llegar y que va a tardar años en cerrarse. Sin tratar de entrar demasiado en los culpables y en la pésima gestión de unos y otros (En un mundo perfecto que dista mucho de serlo), hoy toca plantear soluciones. O, como eso resultaría bastante pretencioso por mi parte, voy a insistir, como Cristina Cifuentes, como Ignacio Escolar, en la necesidad de diálogo. En la exigencia ciudadana de buscar una solución consensuada para todas las partes.
¿Es posible el diálogo?
Sí, sin duda, y es más necesario que nunca. A muchos les dolerá tener que sentarse con aquellos que han amenazado y chantajeado al Estado, incumplido sus leyes y las resoluciones del Constitucional, pero hay que hacerlo. Restablecer una línea de diálogo. No creo que los dirigentes catalanes sean peores que los terroristas de ETA y tanto Felipe González como Zapatero, como José María Aznar, iniciaron esos intentos de negociación con los criminales de la banda. Algunos que ahora se manifiestan de modo especialmente duro como José María Aznar dijeron en su día que «el Gobierno, y yo personalmente, ha autorizado contactos con el Movimiento Vasco de Liberación«.
El gobierno de Colombia fue capaz de iniciar un proceso de negociación con las guerrillas de las FARC, un grupo terrorista que llevaba décadas asesinando y secuestrando a militares, políticos y civiles. Cuatro años de negociación en un proceso transparente iniciado sin líneas rojas por un gobierno sin complejos dispuesto a resolver un conflicto histórico, un gobierno valiente que se la volvió a jugar al someter a referéndum el resultado de dicha negociación. Casualmente, el SÍ al acuerdo de paz ganó en las zonas rurales, más castigadas y atacadas por las FARC durante esos años, mientras que el NO venció en las grandes ciudades en las que la violencia de las FARC se había sentido menos.
A esta situación de ruptura y confrontación en Cataluña se llega por muchas razones (necesidad de tapar la corrupción de unos y otros, la intransigencia de ambos, el enfrentamiento daba votos, ausencia de entendimiento entre los presidentes de ambas instituciones, incapacidad de llegar a acuerdos sobre nada, especialmente en materia económica), pero entre ellas, por la ausencia de celebración de un referéndum que deje claros los apoyos de uno y otro bando, que todo hace indicar que están muy cerca del cincuenta por ciento.
Los casos no son comparables y solo hablo de la actitud de los dirigentes para enfrentarse al problema. El Reino Unido se atrevió a iniciar ese proceso con el referéndum sobre la independencia de Escocia, y apenas un año después siguió el mismo proceso para plantear la permanencia en la Unión Europea o su salida. Ya dije entonces que me pareció un error el planteamiento (mayoría simple), pero alabé la valentía mientras aquí seguíamos con el miedo a votar.
En aquel post mencioné parte del artículo Todo es más sencillo, de Albert Rossich, catedrático de Filología Catalana de la Universidad de Girona: “la Constitución española no permite a un territorio independizarse, pero de ningún modo impide consultarle sobre ello. Como tampoco impide preguntar solo a una parte del Estado y dar validez inicial a este pronunciamiento: esto es exactamente lo que se hizo al someter a referéndum el estatuto de Cataluña”.
Ayer me descargué el Estatuto de Cataluña. Según algunos periodistas, como el propio Ignacio Escolar, la sentencia del Tribunal Constitucional que recortaba parte del mismo fue el inicio de todo este procès interminable al que todavía le quedan muchas páginas por escribir. No estoy de acuerdo con que ese fuera el detonante, porque ni siquiera el cincuenta por ciento del censo acudió a la votación del mismo. No era algo en lo que a los ciudadanos se les fuera la vida. Pero en cualquier caso, si tan importante era el Estatut vamos a ver qué dice sobre las relaciones con el Estado y el procedimiento para cambiar el mismo:
Vaya, dos terceras partes. Tiene sentido. Pero luego llega Puigdemont, uno de los ofendidos por la falta de respeto al Estatut, y con solo 70 diputados que representan al 47 por ciento de la población inicia la desconexión / independencia / república. Nunca 10 tipos de la CUP, poco más de trescientos mil votos, tuvieron tanto peso.
En el mismo monográfico, Ignacio Urquizu, profesor de Sociología de la UCM y diputado del PSOE, escribe un artículo titulado ¿Por qué el referéndum no es la solución para Cataluña?, en el que afirma que las consultas han sido siempre «excelentes instrumentos de manipulación política», «que se utilizaba en beneficio político del que la convocaba». Se opone al referéndum en el caso catalán porque «las principales motivaciones serían emocionales e identitarias», y «partirían a Cataluña de forma dramática». Puede que tenga razón, pero creo que se ha llegado a un punto en que es difícil empeorar la situación de polarización actual de la sociedad.
Hoy mismo se ha sabido que Íñigo Urkullu ha tratado de mediar en el conflicto catalán y ha recordado otra vez el caso del referéndum canadiense sobre la provincia de Quebec. Canadá resolvió su problema con el territorio de Quebec con un referéndum y la promulgación de la Ley de Claridad.
A finales de los ochenta y principios de los noventa, la sociedad quebequesa estaba tan dividida como la catalana. Tras un primer referéndum en 1980, se produjo el del año 1995 que dio como resultado un 50,6 por ciento a favor del no a la independencia frente al 49,4 que optó por el sí. Con un 93 por ciento de participación, lo que demostraba el máximo interés de los ciudadanos por el asunto. La pregunta podía resultar confusa, del gusto de los que suelen convocar estas votaciones (nada supera a la nuestra con la OTAN):
“¿Está usted de acuerdo con que Quebec llegue a ser soberano después de haber hecho una oferta formal a Canadá para una nueva asociación económica y política en el ámbito de aplicación del proyecto de ley sobre el futuro de Quebec y del acuerdo firmado el 12 de junio de 1995?”
Tras este resultado, el gobierno canadiense entendió que estaba muy cerca de que la unidad y la integridad de su territorio se quebraran. De algún modo tenía que resolver el problema. Pero a la vez sus dirigentes comprendieron que no podían impedir que una parte de su territorio se separara si la voluntad del pueblo era clara e inequívocamente mayoritaria en favor de la secesión. Así que lo que hicieron fue establecer las condiciones para realizar esa consulta y la posterior escisión o separación del nuevo país. No solo establecieron un mínimo de participación, sino la necesidad de unas mayorías reforzadas, la negociación sobre las condiciones hipotéticas de partida del nuevo país (deudas, especialmente) y la obligatoriedad de plantear una pregunta clara y sencilla.
Pero lo más importante sin duda fue que la Ley de Claridad permitía que una parte de ese nuevo territorio creado pudiera a su vez iniciar el mismo proceso para consultar a sus ciudadanos sobre la aceptación de esa separación o su permanencia en Canadá. Es decir, que una buena parte de Quebec optara por quedarse en Canadá y no formar parte de ese nuevo país que surgiera del proceso. Algo similar al derecho que tiene reconocido el valle de Arán para no aceptar su salida de España, como han puesto de manifiesto estos días algunos de los principales dirigentes araneses. Lo explica perfectamente Fernando Rodríguez Prieto, de la asociación Hay Derecho, en El derecho a decidir y las comarcas. O por qué en Quebec los independentistas no quieren un referéndum. Hace unos meses La Vanguardia informaba del nacimiento de una plataforma llamada Tabarnia que propugnaba la separación de Tarragona y Barcelona de Cataluña. No me lo podía creer, esto cada día se complica más.
Unas elecciones autonómicas no van a resolver el conflicto. A nuestra clase política se la elige para que solucione los problemas, y para eso hace falta en ocasiones dialogar hasta la extenuación. En el caso catalán, ya hemos visto que la capacidad de no agotamiento es infinita. Y hay que aprovecharla para intentarlo, y cuanto más abierta y transparente sea esa mesa de negociación, mucho mejor. Espero que haya una voluntad de diálogo real. Para plantear y pactar un referéndum legal o para decidir sobre el modelo de Estado y el encaje de Cataluña. Pero ayer por ejemplo se cerraba el plazo para formar parte de la comisión sobre el modelo territorial del Congreso, en la que el PdeCat, ERC y Unidos Podemos podían presentar sus propuestas, y han decidido no participar en la misma. ¿No querían diálogo?
Los interlocutores deben cambiar. Está claro que Puigdemont y su séquito han demostrado que con mentiras pueden avanzar, incluso durante mucho tiempo, pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo. Como dicen sus propios compañeros, está amortizado, ahora le toca rendir cuentas ante los tribunales. Rajoy es el líder mundial de la inacción, gran triunfador en esa competición, así que tampoco vale para esta tarea. Doy por hecho que en todos los partidos (excepto, quizás, en los motores y promotores de la locura de estos últimos meses, la CUP) debe haber gente suficientemente preparada para afrontar una tarea de esta envergadura.
Por supuesto, nada de burdas manipulaciones como las que llevamos años escuchando. Por supuesto, se acabaron los desvíos de fondos públicos a organizaciones dudosas dedicadas a sacar gente a la calle día sí y día también, y a infringir la ley en cuanto pueden. Por supuesto que los medios de comunicación deberían recuperar esa independencia de la que no han hecho gala estos años. Y por supuesto que los votos de las cuatro provincias catalanas deben valer lo mismo, no como ocurre actualmente, que los votos de Gerona y Lérida, o Girona y Lleida, provincias de mayoría nacionalista/independentista, valen bastante más que los de Tarragona y Barcelona.
Además, estoy convencido de que cuanto más se deje hablar a algunos líderes independentistas, menos ganas de independizarse van a tener sus votantes. Los vídeos de Borrell apalizando dialécticamente a Junqueras, Xavier Nart a Tardá y Turull, Pilar Rahola negando a los araneses con los mismos argumentos que a su vez reprocha al Estado «opresor» español, Jordi Évole ridiculizando a Puigdemont, Romeva encajando los golpes del periodista británico de la BBC Stephen Shackur, o cualquiera de Rufián son demoledores para el procès. Tanto como cualquier texto del líder histórico de Esquerra Heribert Barrera.
Pues claro que hay que hablar. Y cuanto más lo hagan algunos, mejor.
Totalmente de acuerdo, hay que dialogar. Otra razón más: si al adversario acorralado y vencido no le das una salida, morirá matando (hombre, ahora me doy cuenta, como el villarato).
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