Recientemente mi hija ha tenido que leer La vuelta al mundo en 80 días y preparar un trabajo sobre el libro y sobre Julio Verne. Cuando me lo dijo, visiblemente agobiada por la longitud del trabajo, me ofrecí a ayudarle de modo más que interesado:
– Me encanta ese libro, era uno de mis favoritos, ya verás qué divertido es. Me lo voy a volver a leer para ayudarte.
Me puse manos a la obra y busqué el ejemplar que guardaba desde los trece años en la colección de grandes clásicos que me traje de casa de mis padres hace años. Mientras releía este gozoso libro, me vinieron a la cabeza varias reflexiones. Una, qué maravilla, qué sencilla complejidad de libro, qué placentera puede ser la lectura en ocasiones, como lo era para mí hace más de treinta años cuando devoraba estos clasicazos de aventuras.
Dos, literatura y viajes, quizás ningún libro conecte mejor dos de mis mayores aficiones. Tengo grabada en la mente la planificación del viaje que emprende Phileas Fogg. «¡Quiero ir a todos esos sitios, visitar todos esos países!», pensaba de joven adolescente.
Y tres, me encanta que el colegio plantee leer este tipo de libros a los chavales de trece y catorce años, historias de aventuras que te hacen amar los libros en lugar de los que habitualmente eligen, tostones no apropiados para su edad. Este es el modo correcto de fomentar la lectura y de evitar que terminen detestándola, como me pasó a mí tras la obligada lectura de La Regenta.
Julio Verne tuvo el enorme mérito de hacer muy amenos sus libros, adictivos, sin que faltara la parte de drama y por supuesto con un extenso trabajo de documentación. Quiso viajar toda su vida y sus biógrafos cuentan que con once años intentó embarcarse en un buque rumbo a la India. Los libros le sirvieron para dar rienda suelta a sus ansias y cualquier excusa le valía para embarcar a sus protagonistas en una aventura por el mundo.
Como compendio de todo lo dicho se me ocurrió escribir esta entrada: «los libros te permiten conocer el mundo entero, lugares nuevos, abrir los ojos como los abría Picaporte en la novela, así que voy a viajar a través de ellos, pero a ser posible, de los libros clásicos de aventuras que devoraba de chaval».
Comienza aquí (y no sé si conseguiré acabarla) La vuelta al mundo en 80 libros. Anterior a La vuelta al mundo en 80 días (1) fue Los hijos del capitán Grant (2), los cuales se pasan la novela buscando a su padre, cuyo barco naufragó unos años antes. ¿Y dónde lo buscan? Pues un poco por ahí, en Argentina y la Patagonia, y otro poco por allá, Australia y Nueva Zelanda. Terminan en la isla Tabor, cerca de Nueva Zelanda, en la que dejan a uno de los personajes, el traidor Ayrton, que aparecería posteriormente en La isla misteriosa (3).
De vez en cuando Julio Verne mezcló personajes de sus novelas, lo que hoy en día se llama crossover en el cine. Al final de La isla misteriosa aparece el capitán Nemo, con su flamante Nautilus, el impresionante submarino con el que recorrería años antes 20 000 leguas de viaje submarino (4), pasando por el mar Rojo, el Mediterráneo, ¡la Atlántida! y finalmente el norte de Europa. El submarino desaparece cerca de las costas de Noruega.
Es fácil comprobar la pasión de Julio Verne por el mar y los barcos. Llegó a tener tres en propiedad, con los que hizo numerosos viajes. En otras ocasiones, sin embargo, los viajes son más modestos (en distancia recorrida) y se concentran en un país o un continente, pero son igual de apasionantes. Miguel Strogoff (5) atraviesa la Rusia de los zares llevando un mensaje y pasando todo tipo de calamidades, mientras los protagonistas de Cinco semanas en globo (6) recorren el continente africano de Este a Oeste. En la región del Kalahari, con el desierto y el río Orange de fondo, se desarrollan las Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África Austral (7), libro del que lo que mejor recuerdo son los bosquimanos y cómo se zampaban las hormigas con sus propias manos.
En mi colección de clásicos de aventuras no podía faltar otro autor, Emilio Salgari, con cuyos Sandokan (8) y Los tigres de Malasia (9) conocimos el sudeste asiático y un mundo de piratas y tigres de Bengala. Emilio Salgari, por cierto, uno de esos autores con tendencias suicidas a los que Travis se refirió recientemente.
Pero si hablamos de piratas, ninguno tan simpático y cabrón como el Long John Silver de La isla del tesoro (10), esa historia narrada con tanto acierto que todos los chavales del mundo creíamos ser como Jim Hawkins. Años después leí otros dos libros de Robert Louis Stevenson que nos situaron en el Londres de finales del XIX, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (11) y en una isla de Hawái, una novela corta o un relato largo divertidísimo titulado El diablo en la botella (12).
Ya que hemos pasado por Londres, inicio y final del viaje de Phileas Fogg, escenario de Jekyll y Hyde, recuerdo lo rápido y fácil que se leían las Aventuras de Sherlock Holmes (13), de Conan Doyle. Un poco más pesado se me hizo Drácula (14), de Bram Stoker, seguramente por estar contado a través de diarios, y este recurso literario resta ritmo a buena parte de la narración. Igual que Frankenstein (15), de Mary Shelley, ambientada en Suiza.
Creo que todos los libros que he mencionado hasta ahora fueron escritos en el siglo XIX, como lo fue también Ivanhoe (16), de Walter Scott. Ambientada en la Inglaterra medieval, recuerdo que estaba deseando que llegaran los duelos con lanza, como en la película de Robert Taylor, y lo que menos me gustó fue que el héroe se pasara la mayor parte del libro herido, postrado en la cama mientras sanaba sus heridas. Igual estaba fingiendo para que Rebeca se enamorara perdidamente de él.
Mirando estas colecciones de aventuras, me encuentro con otro clasicazo, Robinson Crusoe (17), de Daniel Defoe, la historia de un náufrago en una isla desierta frente a las costas de Brasil. La novela es anterior, de 1719, y es una delicia de principio a fin, explicando cómo el protagonista va cubriendo sus necesidades elementales: comida, bebida, alojamiento, seguridad,… y según algunas interpretaciones, sexo de viernes, o con Viernes.
Y ya que cruzamos el charco, aunque naufragáramos en el camino, encuentro El último mohicano (18), de Fenimore Cooper y Las Aventuras de Tom Sawyer (19), de Mark Twain. Yo creo que nunca nos gustaron especialmente ni Uncas, el verdadero último mohicano, ni Tom Sawyer, demasiado correcto. Yo siempre fui más de Ojo de Halcón (o Hawkeye, según la traducción) en la primera y de Huckleberry Finn en la segunda.
De Mark Twain recuerdo con mucho cariño la novela Un yanqui en la corte del Rey Arturo (20), no sé si el primer viaje en el tiempo de la literatura, pero seguramente sí para mí. Luego vendrían La máquina del tiempo de H.G. Wells, Regreso al futuro, El ministerio del tiempo y hasta Jacuzzi al pasado.
También norteamericano y también del siglo XIX era Edgar Allan Poe, cuyos cuentos eran un compendio de misterio e intriga, algunos desasosegantes (El corazón delator, El barril de amontillado, El entierro prematura, Ligeia), pero como toca hablar de viajes y aventuras, para este post el mejor sin duda es El escarabajo de oro, sobre un tesoro escondido en la isla Sullivan (21).
En alguna de estas fotos de mi colección de libros juveniles aparecen también los Cuentos (22) de Óscar Wilde, el escritor irlandés que mejores aforismos nos dejó (hoy alguno los llamaría tuits). Recuerdo por supuesto El fantasma de Canterville, pero mi libro favorito de este autor lo leí unos años más tarde, El retrato de Dorian Gray (23), uno de los personajes más atractivos y cabrones de toda la literatura. La eterna juventud y la atracción por el mal.
La mayor parte de estos libros se escribieron en la misma época, una época en la que quizás el mundo era más inocente, más inexplorado, y de ahí esa fascinación por el mar y sus criaturas (Moby Dick, de Herman Melville, nº 24), las islas, lo exótico,… O lo desconocido. Julio Verne nos llevó de Viaje a la Luna (25) y de Viaje al centro de la Tierra (26). Y puesto que la tecnología no podía llevarnos todavía hasta allí, se lo imaginaba. En ocasiones con acierto, y en otras con imposibles desde el punto de vista científico.
Seguramente para alcanzar los 80 libros de este viaje tendré que irme en la segunda parte a libros del siglo XX, libros menos aventureros en los que ya se sabía mucho de casi todo, novelas más oscuras o maduras, menos inocentes y seguramente por eso más aburridas.
Por cierto, no es porque sea mi hija, pero su trabajo quedó espectacular.
Que fantástico libro La vuelta al mundo en 80 días !! Yo también tuve que leerlo en el cole y reconozco que engancha desde el primer momento que empiezas a pasar las páginas. Nada que ver con el «toston» (a mi modo de ver) de 5 horas con Mario o El lazarillo de Tormes, libros que tambien leí en aquella época y que me costaron verdadero sacrificio terminar.
Había una serie de dibujos animados basada en el libro de J. Verne que se titulaba La vuelta al mundo de Willy Fog cuyos personajes estaban representados por animales, eran unos dibujos preciosos.
Este post me ha hecho recordar mis años de adolescencia. Gracias Lester.
Me gustaMe gusta