La vuelta al mundo en 80 libros (y III), por Lester

Tercera y última parte de esta vuelta literaria al mundo. Para el paciente lector que haya seguido este recorrido o para el que quiera iniciarla, le indico que la primera parte trató de rememorar el recorrido de Phileas Fogg a través de los libros de aventuras del siglo XIX, mientras que la segunda hizo el trayecto en sentido más o menos inverso por medio de libros de un siglo XX mucho más oscuro y cruento.

Si ya he recorrido dos veces el globo terráqueo, ¿qué me queda por visitar? Pues mucho, muchísimo aún. Sobre todo porque desde que existe la literatura, o lo que es lo mismo, desde que el mundo es mundo, este resulta insuficiente para numerosos escritores, creadores de nuevos universos más allá de lo conocido y de lo desconocido, parajes por los que deambulan humanos, bestias, seres mitológicos o personajes fantásticos.

Quizás los libros más antiguos que he leído son La Ilíada (61) y La Odisea (62), escritos por Homero hacia el siglo VIII a.C., o a.M., antes de Maricastaña, y ya en ellos el autor nos lleva por el Olimpo de los dioses y buena parte de la mitología griega. Debí de leer una versión juvenil de ambos libros, con unos dibujos que ilustraban la narración, y me recuerdo a mí mismo devorando los capítulos de La Ilíada sobre las cruentas guerras entre aqueos y troyanos, los combates entre Héctor, Patroclo, Agamenón, Aquiles y el cobarde Paris.

Yo era más de Ulises y La Odisea, no sé muy bien por qué, y me compré una edición hace unos pocos años con la esperanza de leerla cuando llegue el momento oportuno. A lo mejor La Odisea me gustaba porque siempre me ha atraído la figura del guerrero victorioso que, sin embargo, solo ansía el descanso. Está tan cansado de luchar que en el fondo más parece que cayera derrotado.

Después de veinte años llega a Ítaca, a casa, y se la encuentra repleta de buitres y gorrones, pretendientes a su trono y a quedarse con su mujer, la hermosa Penélope. Quizás fue por estos libros, gracias a Helena de Troya y a Penélope, que supe que los tíos éramos capaces de cualquier cosa o estupidez, incluso entablar pelea o entrar en guerra, con tal de conquistar a una mujer.

Otro guerrero que termina sus correrías derrengado y logra regresar al hogar es Aragorn, Trancos, el montaraz, al inicio de los libros de la trilogía de El señor de los anillos. Su autor, J.R.R. Tolkien, el profesor de Oxford, filólogo, oficial en la Primera Guerra Mundial, creó un mundo completo que sorprende según lo lees al ver que desarrolla toda una serie de tribus, civilizaciones, diferentes paisajes, varias lenguas y una mitología propia con raíces que parecen remontar a varios siglos. Y un mapa. Un mapa maravilloso que nos mostrará el recorrido de los hobbits por la Tierra Media.

La comunidad del anillo (63) nos muestra la placentera vida de los hobbits en la Comarca, una vida tranquila con fiestas y cervezas, pero un paraíso a punto de saltar en pedazos. Si al leer el libro eres capaz de superar el capítulo titulado La casa de Tom Bombadil (fue una gran idea suprimirlo para las películas), ya no podrás abandonarlo. Enanos, hobbits, elfos, humanos,… un heterogéneo grupo que atravesará las cuevas de Moria, el Río Grande, pasará una noche de terror en la Cima de los Vientos o descansará en Rivendel.

Las dos torres (64) nos mostrará a los Jinetes de Rohan, los despreciables Uruk-hai, al esquizofrénico Smeagol/Gollum, los ents y a Ella-Laraña. Todo ello en paisajes y con personajes cuyos solos nombres nos remiten a batallas épicas: el abismo de Helm, el camino de Isengard, las escaleras de Cirith Ungol,… Bárbol, Théoden, Gandalf, Gríma, Galadriel, Saruman,… Es increíble, pero pese a la amplitud del universo Tolkien somos capaces de recordar decenas de nombres de ciudades, tribus o personajes.

La trilogía solo podía cerrarse a lo grande y El retorno del Rey (65) lo es. Minas Tirith, el Sitio de Gondor, la batalla en los campos de Pelennor, y por supuesto, el Monte del Destino, el único sitio en el que destruir ese anillo que representa el poder, ese anillo que corrompe a todo el que lo lleva y que solo un mediano, alguien sin pretensiones, puede portar.

Al  libro quizás le sobren las últimas cincuenta páginas, igual que le sobraban las cien primeras a La comunidad del anillo, pero a Tolkien se le disculpa todo, yo creo que por su enfermizo afán de cerrar todas las historias en su universo. No he leído El Silmarillion, pero por lo que tengo entendido es una especie de recopilación de las influencias utilizadas por el autor para la creación de la Tierra Media: leyendas medievales, sagas nórdicas, mitología celta,…

Cuando visité Oxford tuve la oportunidad de tomar una pinta en The Eagle and child, el pub que solía frecuentar Tolkien con otro compañero profesor y escritor del género fantástico: C.S. Lewis, el autor de Las crónicas de Narnia. El pub no tiene nada de especial, pero yo sentí algo al ver que la pinta se quedaba fija, sin apenas desplazarse sobre la mugrienta mesa de madera, una mesa de madera mugrienta que bien podrías encontrar en la Taberna del Poney Pisador. Lo que daría por haber estado una de esas tardes en el pub disfrutando unas pintas y lanzando unos dardos mientras les escuchaba charlar sobre sus mundos imaginarios y las extrañas faunas que los pueblan. «¿No creen que ya han bebido demasiado los señores?», imagino en boca del posadero.

De Las crónicas de Narnia solo he leído El león, la bruja y el armario (66), un libro que puede interpretarse en clave de aventuras fantásticas o, por sorprendente que pueda parecer, en clave cristiana, como contaba Travis hace un tiempo. Narnia es otro mundo nuevo repleto de curiosas criaturas, un territorio lejano al que seguro que podrías llegar en barco desde la Tierra Media, tras atravesar el reino de Fantasía de La historia interminable (67), de Michael Ende, o aterrizando desde el asteroide B 612 de El Principito (68).

La brevísima novela de Antoine de Saint-Exupéry es muy simple en apariencia, y la lees con gusto, con sencillez, en un ratito. Pero cada personaje tiene su sentido, excepto ese hombre de negocios del cuarto planeta que se dedica solo a contar las estrellas para almacenarlas y ser rico:

– «¿Y para qué te sirve ser rico?

– Para comprar otras estrellas, si alguien las encuentra.

Este, se dijo el principito, razona un poco como el ebrio.»

Y es que como se dice a sí mismo el principito varias veces a lo largo de su viaje por los diferentes planetas, «las personas mayores son decididamente muy extrañas.»

Hemos salido de la Tierra al espacio, pero el asteroide B 612 queda seguramente muy lejos, a juzgar por su extraña gravedad y aire respirable, y no sé si estará tan lejos como El planeta de los simios (69), novela de Pierre Boulle que a mi modo de ver pertenece a ese género de libros que fueron mejorados en su adaptación al cine, como El Padrino. La penúltima parte es bastante penosa, en la que se cuenta el cambio de equilibrio de poder entre los humanos y los simios, y dejo a salvo la última, porque esos giros finales (y no creo que a estas alturas haga spoiler a nadie) mejoran bastante lo anterior.

El amiguete Travis me recomendó leer Marte o El marciano (70)como se titulaba originalmente la entretenidísima historia que Andy Weir regaló a los lectores de su blog, y de verdad que sueño con hacer algo parecido algún día. Me refiero lógicamente a regalar una novela por capítulos, a la manera de Alejandro Dumas o Andy Weir, no a quedarme de náufrago en Marte, ese planeta rojo en el que la única vida que encontraría sería la de esos concursantes del Gran Hermano que prepara la televisión danesa. Qué pesadilla.

He mezclado de modo intencionado las palabras Gran Hermano y pesadilla, así que me tengo que dar obligatoriamente una vuelta por el futuro distópico creado por George Orwell en 1984 (71). Escribió la novela en 1948 y quizás se adelantó con la estimación de fechas, pero desde hace unos años vivimos bajo ese nuevo Gran Hermano que puede ser Google, y con una policía del Pensamiento que bien podría ser la NSA.

Ese control absoluto de la sociedad por parte de sus gobernantes también aparece en Un mundo feliz (72), de Aldous Huxley, en el que seguramente los más felices son los habitantes de la reserva, como el Salvaje que osa leer a Shakespeare. Y es que la cultura es peligrosa para los dirigentes y leer libros quizás sea la mejor manera de fomentarla y expandirla. Por eso me viene a la cabeza la conocida frase del fundador de la Gestapo, Hermann Göring:

«Cuando oigo la palabra cultura, echo mano a la pistola»

Por eso el gobierno que aparece en Fahrenheit 451 (73), de Ray Bradbury, encarga a una brigada de bomberos que queme todos los libros que encuentre en manos de sus ciudadanos. El título del  libro hace referencia a la temperatura a la que arde el papel, la desaparición del conocimiento. Tengo que reconocer que, así como Un mundo feliz me aburrió soberanamente, Fahrenheit 451 me encantó, hasta el punto de que la devoré en un solo día de interminable viaje en autobús a Marte, digo, a Murcia.

Creo que algo parecido solo lo he hecho otra vez y fue con otra novela que encaja bien en este grupo de libros apocalípticos, que es La naranja mecánica (74), de Anthony Burgess. Terriblemente divertida en su violencia, como una peli de Tarantino, aderezada con la jerga de los drugos de Álex, aficionados al unodós y al metesaca, tanto como a clopar a algún glupo que se les cruce en el camino.

Así que estos tipos raros que son los escritores de ficción, cuando el mundo se les queda pequeño, vemos que son capaces de inventarse otro. Son capaces de crear ciudades y genealogías enteras, como el Macondo de Cien años de soledad (75), de Gabriel García Márquez. O como Springfield, me decía mi hijo hace tiempo.

Son capaces de crear un misterio en una isla, como Julio Verne, o esconder un tesoro, como Stevenson, pero también de montar una alegoría sobre la sociedad, como hiciera William Golding en El señor de las moscas (76). El grupo de niños perdidos en una isla desierta se convierte en una reflexión sobre el poder y el comportamiento de las personas ante determinadas situaciones. George Orwell realizó un ejercicio parecido en Rebelión en la granja (77), toda una explicación sobre la revolución rusa de 1917 y su transformación hacia el estalinismo, con la destrucción del enemigo. Y por supuesto, con el cambio de reglas del dictador que culmina con el célebre:

«Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros»

Acabo ya. He hablado de luchas de poder, control del pensamiento, futuros distópicos,… desgraciadamente muchas de estas ideas están calando en nuestra sociedad, repleta de gente que no tiene tiempo para nada, ni para leer, ni para informarse, ni para hablar con los más cercanos sin necesidad de usar una pantallita de móvil o de ordenador. De esa necesidad de tiempo, y de sus ladrones, representados por los Hombres de Gris, habló Michael Ende en su novela Momo (78). Desgraciadamente parece que vamos por ese camino en el que todo lo que no tenga una contrapartida (posiblemente económica) carece de sentido. Y nos perdemos mucho.

Empecé este post con los libros posiblemente más antiguos que había leído, y concluiré con el más reciente, una novela titulada Círculos (79), escrita por un autor que conozco, Manuel Ríos San Martín. La novela se sitúa en un futuro próximo en Londres, con una sociedad idiotizada por la televisión y las redes sociales en la que surgen grupos que se rebelan contra el poder controlador del gobierno. Según la leía, me venían recuerdos a V de Vendetta, lo cual no es extraño pues hacia la mitad del libro se hacen referencias a Guy Fawkes y las máscaras que se han hecho tan célebres en los últimos tiempos. La novela es premonitoria en varios de sus puntos, como la existencia de unos reality shows cada vez más morbosos, el fútbol como opio del pueblo (hay un Real Madrid-Bayern de Múnich clave en la trama) y el comportamiento de los individuos en búsqueda de la notoriedad en las redes sociales. El mismo día en que la terminé conocimos la noticia del «asesino del Facebook».

Hasta este último libro, el que alcanza el número 79 de este largo recorrido, me he movido a través de aquellos que había leído, pero me voy a permitir una trampa para finalizar. Es una trampa lícita, pues el viaje comenzó con Julio Verne y con él debe terminar. En 1994 apareció publicada una obra póstuma del autor francés, escrita en 1863, titulada París en el siglo XX, con la que alcanzo el deseado número 80. Ese París de la década de los sesenta en el siglo XX es una ciudad inmensa, de rascacielos de cristal, superpoblada de gente infeliz y cada día más inculta. La tecnología avanza (trenes de alta velocidad, automóviles de gas, súper calculadoras y una red mundial de comunicaciones), pero la ignorante población, embrutecida, no es capaz de alcanzar la felicidad.

El editor de Verne, carente de la visión del genial autor, rechazó su publicación y demostró ser todo lo opuesto a un visionario: «si algo me asombra es que haya podido usted hacer, como en un arrebato y empujado por algún dios, algo tan penoso, tan poco vivo…»

Seguid leyendo, seguid viajando, amigos lectores, amigos viajeros.

3 comentarios en “La vuelta al mundo en 80 libros (y III), por Lester

  1. Leer. Leer siempre. Leamos. Que lean nuestros hijos y amigos. Que lea el mundo entero y se acabarán los problemas del mundo, empezando por los de los pobres y los ricos. La lectura es la utopía.
    Por eso me ha gustado la vuelta al mundo en 80 libros. Bravo.

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    • Cuando he visto el nombre de Shultheiss en el blog me he acojonado. No hay de qué por la mención, acababa de terminar el libro cuando tenía escrita la mitad del post y encajaba perfectamente con el resto de libros apocalípticos. Mi personaje favorito no es Shultheiss, sino Jellyneck, un cabroncete simpático y desagradable a partes iguales. Enhorabuena por la novela, espero que las ventas estén funcionando bien. Saludos.

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