La primera parte de esta vuelta literaria al mundo comenzó como un elogio de la lectura por placer, representada de la mejor manera posible en los libros de Julio Verne y siguió con una recopilación de libros y viajes por el mundo, libros escritos en su mayoría en el siglo XIX por autores que buscaban narrar aventuras o mundos nuevos. Nada de complicadas virguerías literarias ni estructuras gramaticales imposibles a lo largo de cientos de infumables páginas.
Sin embargo, parece que conforme nos hacemos mayores nos obligamos a dejar de leer libros por el mero placer de hacerlo para tratar de digerir libros «imprescindibles» que en algunos casos pueden llegar a ser infumables. Porque es lo que toca, según parece, o porque un cuarentón debería leer a Paul Auster o a Martin Amis en lugar de a Julio Verne.
Nick Hornby animaba a quemar esos libros insoportables en una hoguera: “Cada vez que seguimos leyendo sin ganas reforzamos la idea de que leer es una obligación y ver la tele es un placer”. Andrés Barba reforzaba esta idea al afirmar que «la vida es corta y hay demasiadas cosas interesantes que leer«. Kafka animaba a huir de ese postureo intelectual que nos lleva a enfrentarnos a libros que no soportamos desde las primeras páginas:
«No se deberían leer más que los libros que nos pican y nos muerden. Si el libro que leemos no nos despierta con un puñetazo en el cráneo, ¿para qué seguir?»
Con estas premisas, trataré de continuar el viaje iniciado en la primera parte, si bien ya advierto al lector que al pasar a autores del siglo XX la literatura se oscurece, se vuelve menos placentera o «festiva», por decirlo de alguna manera. Es como si el siglo XIX representara mi juventud y el XX (y parte del XXI) la madurez. Influida, como el siglo, por los propios acontecimientos.
Al igual que Phileas Fogg, empezaré la segunda parte del viaje en Londres, concretamente en una modesta tienda de discos ubicada en el sorprendente mercado de Camden. El propietario de dicha tienda es el protagonista de ese maravilloso viaje por la música ochentera que es Alta fidelidad (nº 27), un libro del mencionado Nick Hornby. Del libro recuerdo muchas cosas, pero con especial cariño una anécdota sobre algo que hacía el autor (y yo mismo) y que hoy en día ya no hace nadie: grabar cintas de música para una chica que te gusta. Aquello requería un trabajo y llevaba su tiempo: seleccionar las canciones, grabar desde un vinilo o la doble pletina, que no coincidiera el final de la cassette con el momento álgido de una canción, escribir los títulos, diseñar una portada,… Cuando tú grababas una cinta a una chica, ¡amiguete!, ¡tú estabas buscando tema! No tiene nada que ver con lo que sucede ahora:
– Toma, te paso un pendrive con 20 gigas de música y tropocientas mil canciones.
Es impersonal, ahí no hay cariño, no hay dedicación. Ahí no va a haber tema, amiguete.
Y ya que estamos en Londres, a un paso llegamos al Oxford de Todas las almas (28), de Javier Marías, un libro que habla de la vida en esos college y de sus estirados profesores. Sin embargo, lo más entretenido de esta novela fue la disputa posterior del autor con Gracia y Elías Querejeta (con cartas geniales en prensa, como El novelista va al cine, de la que solo he encontrado esta horrible transcripción, falta de H-ortografía incluida) a cuenta de la adaptación cinematográfica perpetrada en El ultimo viaje de Robert Rylands. Eso de meter una relación homosexual donde no la había no gustó al autor, que ganó el juicio.
A mi modo de ver un poco rolletes ambos, libro y película. Desde luego nada que ver con esa literatura de entretenimiento de la que hablaba al principio. Y nada que ver con la que desplegaban dos asiduos visitantes de un famoso pub de esa ciudad llamado «The Eagle and child»: ni más ni menos que J.R.R. Tolkien y C.S. Lewis. Pero es que por alguna extraña razón, parece que la buena literatura debe trascender, no divertir o entretener.
El siglo XX estuvo marcado por las dos guerras mundiales, por cruentas dictaduras y matanzas terribles, y por un mayor conocimiento y difusión de todo lo que acontecía en cualquier punto del planeta. Un mundo menos «inocente». Numerosas guerras narradas desde el punto de vista de un periodista como Arturo Pérez-Reverte en la antigua Yugoslavia de Territorio comanche (29), o en cualquier lugar del planeta, porque para el personaje de El pintor de batallas (30), todas las guerras en el fondo son la misma.
Ese sueco centenario llamado Allan Karlsson viajó por el mundo y las conoció todas en El abuelo que saltó por la ventana y se largó (31), de Jonas Jonasson. Desde Suecia nos llevó a nuestra guerra civil, a la segunda guerra mundial, a la de Corea, a los gulags soviéticos, al Himalaya, a Bali o a París. El París de Frederick Forsyth en la década de los sesenta, contado con su maestría habitual en Chacal (32), la historia de un asesino profesional contratado por la OAS para liquidar a De Gaulle.
Antes de abandonar Europa, merece la pena pasar por la abadía benedictina de los Apeninos, célebre por albergar una magnífica biblioteca en la que, sin embargo, se excluía la risa. Me refiero, cómo no, a las andanzas de Guillermo de Baskerville y su discípulo Adso de Melk en El nombre de la rosa (33), obra que he disfrutado en todas sus formas, libro, película y obra de teatro. La novela es estupenda pese a su «densidad», si bien hay que reconocer que tiene capítulos soporíferos, páginas enteras que arrojaría a las llamas, como aquellas más largas que un día sin pan o un miércoles sin Champions en las que el autor describe los dibujos de los tapices. ¡A la hoguera con esas páginas!
Yendo hacia el norte, puedes pasar por Ámsterdam, visitar la casa de la familia de Ana Frank y comprender mejor lo angustioso que debió ser vivir encerrada dos años en esa casa en penumbras, sin apenas luz natural. Y pese a ello, una adolescente consiguió escribir un libro tan vital y ¿optimista? como el Diario de Ana Frank (34).
Más al norte aún, Polonia. Recuerdo haber leído La lista de Schindler (35), de Thomas Keneally (originalmente El arca de Schindler), sintiendo un nudo en el estómago similar, si no mayor, al que sentí viendo la película de Spielberg sobre el campo de exterminio de Auschwitz.
No sentí lo mismo con El niño con el pijama de rayas (36), de John Boyne, pese a estar ambientada igualmente en Auschwitz. Puede que fuera por resultar excesivamente infantil, pero creo que lo que realmente hizo que me disgustara desde el principio con la novela fue por copia descaradamente (a mi modo de ver) el estilo de uno de esos libros que sí me hizo sentir el «puñetazo en el cráneo» de la frase de Kafka: Las cenizas de Ángela (37), de Frank McCourt. Comienza en los años treinta en un deprimido barrio de Nueva York, continúa en un aún más mísero Limerick (Irlanda), para finalizar con el sueño americano y la llegada en barco a la Estatua de la Libertad, como tantos millones de inmigrantes, desde Vito Corleone a la madre de Donald Trump.
– Frank, ¿verdad que este es un gran país?
– Lo es.
Lo es (38) es el título de la segunda parte de la autobiografía del bueno de Frank, ese hombre que tenía los ojos «como agujeros de meada en la nieve», expresión tan gráfica como la quevediana «érase un hombre a una nariz pegado». Esta segunda parte transcurre en Nueva York, ya convertido en profesor de Literatura.
Y ya que estamos en Nueva York, y ya que lo he mencionado antes, me atreví en su día con la Trilogía de Nueva York (39), de Paul Auster, libro infumable donde los haya. Reconozco que me lo acabé porque esperaba que al final de cada una de sus historias todo adquiriría un sentido y sin embargo me sentí estafado al llegar a la última página. Con lo interesante que es Nueva York y la enorme cantidad de posibilidades que ofrece para el cine o la literatura, y se nos descuelga el señor Príncipe de Asturias de las Letras y eterno aspirante al Nobel con este tostón. Hoy en día también lo arrojaría a la hoguera, como diría Nick Hornby. Y puede que no solo al libro.
Ambientado también en Nueva York y mucho más ameno es El guardián entre el centeno (40), de J.D. Salinger, libro que curiosamente leí en la adolescencia y en la «adultescencia», y al que seguro que volveré. Las andanzas del joven rebelde Holden Caulfield por la ciudad de los rascacielos contadas con un lenguaje directo. Cercano. Un libro que me encanta, y que ha quedado asociado para siempre a Mark David Chapman, el asesino de John Lennon.
Pocos años después del libro de Salinger se publicó una de las novelas más aclamadas del siglo XX: Lolita (41), de Vladimir Nabokov. Por mucho que pueda estar muy bien escrita, y por mucho que en el fondo desarrolle un viaje por Estados Unidos, a mí me repugnó esta historia del profesor Humbert Humbert y los escarceos sexuales con su hijastra de doce años. De Nueva Inglaterra a Alaska. No sé si es cierto, pero leí que Lester Burnham, el personaje de American Beauty cuyo nombre usurpo en este blog, es en realidad un anagrama de «Humbert learns», para reforzar la idea del hombre maduro en pos de su particular Lolita.
No recuerdo si el profesor Humbert pasaba por Los Ángeles, ciudad del caos en la que viven sus vidas los personajes de Vidas cruzadas (Short Cuts, de Raymond Carver, nº 42). Un buen amigo me dejó un comentario hace meses en uno de los relatos que dejo aquí en el blog en el que decía que mi estilo le recordaba al de Carver. No way, man! No tengo esa mala baba, creo que siempre intento buscar algo positivo a los personajes, no como Carver o los tullidos emocionales de los Nueve cuentos (43), de Salinger.
Este viaje a través de algunos de los libros que he leído, realizado en sentido inverso al de Fogg, debería viajar hacia el sur y pasar forzosamente por la República Dominicana del dictador Leónidas Trujillo, contada en La fiesta del chivo (44), de Mario Vargas Llosa y por la academia militar en Lima de La ciudad y los perros (45). Continuaría hacia el Chile pre-Pinochet de La casa de los espíritus (46) y Eva Luna (47), de Isabel Allende, y me pasaría por Brasil para darle un buen pescozón a Paulo Coelho y preguntarle con envidia: «¿pero cómo conseguiste vender 65 millones de ejemplares de esa morralla titulada El alquimista?»
El alquimista (48) es una historia de una simpleza extrema que se desarrolla entre Andalucía, Marruecos y Egipto. El autor cuenta que tardó dos semanas en escribirla, y una vez que lees el libro, te parece incluso que se tomó demasiado tiempo. Qué estafa y qué envidia a la vez.
Pero no me quiero desviar del itinerario inverso al de Fogg, así que de América viajaría hacia Japón, el Japón de la soporífera Tokio ya no nos quiere (49), de Ray Loriga, y del simpático runner Haruki Murakami. Ya he hablado alguna otra vez de su relación con el mundo de los maratones y de ese libro imprescindible para los que amamos la buena literatura y correr con frío, De qué hablo cuando hablo de correr (50). El autor, con las excusas de las carreras y sus obras, nos traslada de Sapporo a Tokio, de Atenas a Boston, y de Hawái al maravilloso maratón de Nueva York.
He leído recientemente su «extraña recopilación de cuentos extraños» titulada Sauce ciego, mujer dormida (51). Algunos cuentos son demasiado abstractos o surrealistas, pero los leo absorto, del tirón, no sé muy bien por qué, a lo mejor simplemente por cómo utiliza películas o actores con cualquier excusa en mitad de la trama.
Phileas Fogg llegó al Japón desde China, pero yo me desplazo más al sur, hacia Indochina, para visitarla con los ojos de Marguerite Duras en El amante (52). Otro libro para la hoguera, qué coñazo (palabra dicha sin segundas intenciones referidas al sexo explícito de la adolescente).
Y de ahí a la India, donde reconozco haber perdido el tiempo con un libro del que soy incapaz de recordar nada: La casa y el mundo (53), del Premio Nobel Rabindranath Tagore. Una pena, habiendo tantos libros que quiero devorar.
Me voy acercando a Europa, pero paso brevemente por el continente africano, del que la verdad es que no tengo muchos libros que aportar del mismo. Si acaso Los perros de la guerra (54), nuevamente de Forsyth, sobre un grupo de mercenarios contratados para provocar un golpe de estado en un país imaginario, Zangaro, con objeto de que las riquezas naturales puedan ser controladas por la empresa que los contrata. Real como la vida misma.
Y por supuesto, El corazón de las tinieblas (55), de Joseph Conrad, con un Congo devastado por la colonización salvaje en el que el señor Kurtz campa a sus anchas como el puñetero amo del territorio. Reconozco que leí el libro por el interés que tenía en saber más sobre el coronel Kurtz que Coppola situó acertadamente en Vietnam en Apocalypse now. Bueno, mi conclusión fue que se trataba de dos Kurtz bien diferentes, en estilo y en motivación.
Campos de exterminio, asesinos profesionales, guerras, pederastas, inmigrantes huyendo de la miseria,… La verdad es que son libros que no tienen nada que ver con los que incluí en la primera recopilación, así que intentaré retornar al espíritu de Julio Verne: «La vuelta al culo en 80 días. La gran ruta cochina. 20.000 leguas de viaje subnormal». Son frases de Cuatro amigos (56), de David Trueba, un divertido libro sobre un viaje veinteañero en furgoneta por sitios tan nuestros como el desierto de Los Monegros.
Sí, ya sé que el título se asemeja al de este blog. Y la actitud de los cuatro chicos que emprenden el viaje tiene puntos en común con los Robert, Bruce, William y Wallace que recorren Escocia en el relato que colgué aquí hace tiempo bajo el título El clan de los MacArrash. Lo recomiendo de corazón. El libro de Trueba, no mi relato.
España, fin de trayecto. Tenemos grandes obras por toda nuestra geografía, pero vendemos tan mal nuestro producto que en los colegios nos hicieron detestar El Quijote o La Regenta. Mencionaré solo cuatro de los que más me han gustado:
- Los santos inocentes (57), de Miguel Delibes, que nos mostró con crudeza la vida de los señoritos y los criados en un cortijo extremeño durante los sesenta. Recuerdo el libro igual de bien (creo que eran seis capítulos y solos seis puntos en todo el libro) que la enorme película de Mario Camus con Alfredo Landa y Paco Rabal.
- Las pequeñas y entrañables historias gallegas de la fraga de Cecebre, contadas en El bosque animado (58), de Wenceslao Fernández Flórez.
- La sombra del viento (59), de Carlos Ruiz Zafón, impresionante novelón en la Barcelona de los años cuarenta. Sigo buscando el Cementerio de los Libros Olvidados, aunque creo que muchos de ellos estarían mejor siendo pasto de las llamas. Es una lástima pensar cuántos árboles se habrán talado para poder publicar cientos de miles de ejemplares de algunos engendros que vemos en las librerías.
- Con El lazarillo de Tormes (60) sí que acertaron en el colegio, sí lograron despertar nuestro interés. Creo que esta novela anónima nos define perfectamente como país de pícaros y de hipócritas, pero sobre todo como un lugar en el que el listillo, el pícaro, el jeta, nos resulta simpático. No sé si porque en cierto modo nos vemos como ellos, o porque pensamos que el malo siempre es el otro y nuestro pequeño hurto, solo un mecanismo defensivo.
He dado la vuelta al mundo dos veces, con los libros del XIX y la juventud, y con los del XX-XXI y una madurez que me persigue, pero no me alcanza. Me faltan veinte libros, 20, para el reto, pero eso es lo maravilloso de la literatura, que me quedan muchos mundos por visitar en la tercera parte.
¡Saludos, lectores!
Muy de acuerdo con tus opiniones. Me alegra lo que dices de Paul Auster y de Paulo Coelho porque tenía complejo de que es que yo no estaba a la altura. Ahora compruebo que tengo razón y que lo que pasa es que sigue habiendo muchos papanatas por el mundo,
Hablando de tus viajes, echo en falta, con perdón, que no te hayas encontrado con Kapuscinki. Por ejemplo, «Ébano» y «Viajes con Heródoto» son formidables e imprescindibles en viajeros por África o por donde sea.
Que sigas leyendo mucho y que nosotros lo sepamos.
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Amigo Lester, hoy voy a discrepar contigo absolutamente en todo. Empiezo por Paul Auster; la Trilogía de Nueva York es un tostón insoportable y pretencioso, pero el 70% de este autor es bastante bueno: El libro de las ilusiones, Brookling Follies, La noche del oráculo, y en algún caso excelente, como El Palacio de la luna. Por otro lado, creo que, a veces, hay que hacer un esfuerzo extra y leer libros que nos cuestan. Es como correr una maratón; yo prefiero 10K a trote cochinero pero de vez en cuando un esfuerzo extraordinario tiene una recompensa extraordinaria. Sin dármelas de cultureta, un esfuerzo leyendo la Ética de Spinoza o El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, pueden darte momentos muy especiales de esos que piensas: «Esto es la esencia… Veo la luz». Reconozco que he fracasado las ultramaratones del Ulises de James Joyce o La crítica de la razón pura de Kant, pero creo que mereció la pena intentarlo. Y por último, eres un Raymond Carver de la vida… El realismo sucio es lo tuyo…
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