Amiga S.N., a ver si soy capaz de superar el reto que me pusiste. Como este es un relato más largo que los habituales posts de este blog, lo voy a dividir en dos partes, como las entregas de Alejandro Dumas. Salvando las distancias, por supuesto.
Ocurrió en aquellos tiempos lejanos en que no había teléfonos móviles, ni wi-fis, ni conexión a internet, aquellos tiempos en los que podías desaparecer del mapa perfectamente sin que te localizaran y sin enterarte de lo que ocurría en el mundo, que, todo sea dicho de paso, nos interesaba más bien poco. Me atrevo a decir que quizás nunca en mi vida he disfrutado tanto como aquella semana que pasamos los cuatro amigos de toda la vida recorriendo Escocia en un coche de alquiler.
Como en los telefilmes cutres que ponen después de comer, se han omitido algunos episodios de la historia y se han modificado levemente otros, al igual que los nombres de los protagonistas, que se han cambiado para evitar posibles acciones legales de los personajes mencionados. Por tanto, para narrar esta historia nos repartiremos entre los cuatro el nombre de esos dos individuos que nos metían entre ceja y ceja en cada visita por los lugares históricos de Escocia: Robert, Bruce, William y Wallace.
Aquel fue un momento único e irrepetible en nuestras vidas, porque nos encontrábamos a punto de cambiar y romper nuestro grupo quizás para siempre. A la semana de volver de Escocia, Robert se casaría con Yolanda, su novia de toda la vida. Su primera novia y la única. Llevaba con ella desde los catorce años y en aquel momento contábamos todos veinticuatro. Por más que le dijimos que se precipitaba, sabíamos que no lo hacía. Su relación era sincera, sus ganas de estar juntos también, y no tenían motivos para aplazar tal irremediable decisión.
Por otro lado, William había aceptado una oferta para trabajar en Londres y en menos de un mes se nos largaba también, con lo cual el grupo iba a quedar reducido a peligroso dúo, en el que yo, Wallace, tendría que aguantar al más descerebrado de los cuatro, Bruce. El más descerebrado y el más ligón, por llamar de un modo suave al impenitente follador de la pradera.
Tanto William como Robert habían aceptado aquel viaje a modo de despedida, no sólo de España en el caso del primero y de la soltería para el segundo, sino como una especie de adiós de todos a la adolescencia prolongada en pleno tránsito a una madurez no del todo deseada. «Con una condición», nos hizo prometer Robert, «no me vais a hacer ninguna putada, ni me vais a obligar a hacer nada que no quiera hacer».
– Lástima -contestó Bruce-. ¿No nos dejas contratar a un par de fulanas? Conozco a unas que te iban a hacer replantearte tu boda, ¿eh?
Fuimos en un mes que no es el mejor para viajar a este país, abril, pero en el fondo el tiempo nos daba igual. Íbamos a lo que íbamos, a pasarlo bien y a hacer lo que en cada preciso momento nuestras pelotas nos marcaran como actividad de ocio. No llevábamos nada reservado, excepto los billetes de ida y vuelta en avión, las únicas certezas de nuestra semana. El resto lo decidiríamos sobre la marcha, dormiríamos en Bed & Breakfast, a ser posible poco, comeríamos con el horario veraniego español, coincidente con la cena escocesa, cenaríamos a base de cervezas, y «pillaremos lo que se tercie», dijo Bruce.
Ya en la oficina de alquiler de coches del aeropuerto de Glasgow tuvimos nuestras primeras y sonoras discrepancias. De buen rollo, eso sí. William quería el coche más cantoso que tuvieran en la agencia, de colores llamativos para dar la nota allá donde fuéramos, e intentó explicar con su buen nivel de inglés la palabra «tuneado». Bruce quería un coche «fragoneta», que se pudiera ampliar a siete plazas, «por si pillábamos unas acompañantes para amenizar el viaje», y al final nos quedamos el que eligió Robert, el más serio de todos, un Golf más que suficiente para los cuatro y nuestros reducidos equipajes. Aunque no tuvieran un coche “tuneado”, William ya se había encargado de buscar el modo de darle un poco de color y ambientación:
– A ver, muchachos, hace un mes compré en Londres unas pegatinas al estilo de los cazas de la segunda guerra mundial.
Y nos mostró unas enormes bocas con dientes, así como unos ojos amenazadores, que colocamos en los laterales en cuanto nos alejamos unos kilómetros de la agencia.
– Y unas pin-ups, de esas que ponían en los bombarderos, que serán como nuestros aviones abatidos, o en nuestro caso, las piezas capturadas.
La norma que nos habíamos dado para el equipaje era un solo bulto por cabeza y no muy grande, porque teníamos que dejar hueco para el balón que nos acompañaría por todo nuestro recorrido. No era un balón de fútbol, sino de voley, porque daba más juego cada vez que llegabas a una verde pradera a pegar patadones sin sentido. Además, «los balones de voley no destrozan las zapatillas, no digamos tus náuticos», como dije yo, el experto en asuntos balompédicos.
La primera noche de nuestro recorrido la pasamos en un Bed & Breakfast en Ayr, tras cenar copiosamente en un pub cercano. Allí, con cada brindis, surgieron nuestros nombres de guerra, en homenaje a Ibáñez y sus tebeos sobre los Mundiales de fútbol:
– ¡Por MacArra!
– ¡Por MacAbro!
– ¡Por MacArrón!
Robert, que conducía habitualmente el coche, quiso brindar «¡por vuestro Mackinista!». William, que llevaba una navaja multiusos comprada en Albacete brindaría «¡por MacGyver!». Y finalmente llegamos al nombre que titula este relato: «¡Por el clan de los MacArrash!»
Primero las cervezas y luego buscar alojamiento, error del que aprenderíamos en días posteriores. En estos países todas las rutinas se adelantan varias horas, así que no puedes presentarte más allá de las diez de la noche pidiendo un par de habitaciones. Y menos con esa mezcla de cansancio y embriaguez que llevábamos en el cuerpo. Tuvimos algo de suerte y encontramos alojamiento en un B&B un tanto cutre regentado por Tkachenka, una escocesa de dos metros con menos gracia que… que el Tkachenko original haciendo ballet clásico.
Poner motes a nuestros hospederos en función de sus parecidos fue otra de nuestras constantes a lo largo del viaje. Dormimos en los B&B de Johnmalkovich, Javiersolana (este era clavado, o era el mismo y aquel agradable alojamiento era en realidad el cuartel secreto desde el que controlaba la OTAN), Juliannemoore (a la que Bruce dice que se zumbó, y de no ser cierto, pasó la noche a la intemperie), Mejicano (una morena con bigote a la que Bruce no se acercaba ni con un palo), Albano (sin Romina) y lahijadeApu.
Pero volviendo a Ayr, a Tkachenka le quedaba una sola habitación triple a la que se ofreció a añadir un colchón en el suelo, en una moqueta con más pelos que la cueva del Yeti. «¡Para el Mackinista!», acordamos los otros tres. Acordamos también la primera gracieta del viaje para Robert: la del cambio de hora. Sin que se diera cuenta cambiamos de hora todos los relojes y los adelantamos tres horas, incluido el horrible despertador de viaje que llevábamos. «Robert, tú que estás ahí en el medio, te levantas el primero, como a las ocho y te vas duchando, que somos cuatro y eso, así que te vas dando vidilla».
Y el buenazo de Robert, el único disciplinado, al oír el despertador a las ocho, que resultaron ser las cinco de la mañana, lo apagó rápido no fuera a molestar a los cabroncetes de sus amigos y se dirigió al baño, donde le oímos afeitarse y ducharse. En ese momento, volvimos a poner los relojes en la hora correcta.
– ¿No le decimos nada? -dijo William, con una mezcla de carcajada y cargo de conciencia.
– Ni de coña -cortó tajante Bruce. Se dio la vuelta y siguió durmiendo.
Cuando Robert terminó de ducharse, entró en la habitación hecho un pincel y pidió al siguiente que se duchara, a la par que confesaba:
– Joder, estoy cansadísimo, tengo como un clavo metido en la sien. Venga, el siguiente.
– Anda, tío, déjanos dormir un poco más, como unas tres horas.
– Joer, la gracieta de siempre, ¿no?, ¿la que le hacías a tu hermano pequeño, Bruce?
Claro que como dice el dicho, donde las dan, las toman, y Robert era incapaz de conciliar el sueño una vez duchado, afeitado y vestido, así que se pasó esas tres horas viendo la tele sin importarle demasiado el volumen. Recuerdo la horrible sensación de intentar dormir mientras tu compañero de habitación te pone las noticias de la BBC y luego una película de catástrofes aéreas, debía ser Aeropuerto 76, Aeropuerto 77 o, como la definió Bruce, Elaeropuertodetuputamadre.
Nuestra comida más sólida del día serían los Scottish breakfast, a base de huevos con béicon, salchichas, judías, pan tostado, mantequilla, croiassants y todo lo que nuestra voracidad española fuera capaz de engullir a primera hora de la mañana. Nunca mejor dicho lo de «primera hora de la mañana» para Robert.
Estos desayunos no siempre eran lo más adecuado, sobre todo si la noche anterior te habías puesto de whisky hasta arriba, o si lo primero que ibas a hacer tras desayunar era subir la torre de Stirling, el Wallace Monument. Debería venir en las guías de viajes en la sección de recomendaciones: no subir a la torre de Stirling detrás de un fulano que apenas una hora antes se ha zampado unas beans.
Hacíamos unos trescientos kilómetros diarios, con paradas en los sitios de interés para hacer unas fotos, o jugar un poco al fútbol, así que se hacía llevadero. Visitamos paisajes espectaculares en las Highlands,las Trossachs, los lagos, las islas, tomamos varios castillos como si fuéramos Sean Connery, hicimos un poco el cafre cerca de los acantilados y sobre todo, intentamos pasarlo bien.
Recuerdo la visita a la destilería de whisky Glenfiddich, punto ineludible marcado en nuestro itinerario. Una guía joven, de unos veinte años, con pintas de estudiante de universidad, nos dio las explicaciones necesarias. Al saber de nuestro origen, y visto que aquella lluviosa mañana de abril éramos los únicos visitantes de la fábrica de auténtico escocés, quiso hacer alardes de sus conocimientos de nuestro idioma:
– Me llamo Cate y yo aprendo español hace unos años y pudo, ¿puedo?, hacer el visita en su idioma.
Nos pareció tan entrañable su acento, tan loable su esfuerzo y tan atractiva para Bruce, que por supuesto aceptamos su invitación. Su modo de hablar nos recordaba al Gabino Diego con acento de Michigan de Amanece, que no es poco, aquel estudiante al que todo le parecía que «es muy bien» o que «este alcalde nos toca las pelotas». Y nos dedicamos a hacer el gabinodiego a lo largo de toda la visita, mientras la pobre Cate se esforzaba en explicarnos los secretos del Glenfiddich:
– La turba de este zona de Escocia es muy bien para el proceso. Y el malta que se recoge en este condado es única en el mundo y es lo más bien para el fermentación.
– ¡El alcalde de este condado nos toca las pelotas! -interrumpió William con perfecto acento de Michigan.
Cate siguió su visita sin entender muy bien nuestras carcajadas, pero animada por el buen rollo imperante:
– La agua de este condado es especial y tiene minerales que son muy bien para el proceso. La forma de las chimeneas de la fábrica es importante, porque el ¿smoke?, ¿humo? se ¿tapa? y es muy bien para temperatura y fermentación.
La verdad es que la visita era interesante, con unas cubas inmensas, unos alambiques que debían llevar allí mil años, un documental en el que nos pusieron los dientes largos viendo las botellas del añejo escocés, la bodega con barriles que contenían whiskys de más de cincuenta años y una degustación final. A palo seco, a las once de la mañana. Brindamos con Cate, que seguía sin entender nuestro spanish humour:
– He visto que la forma de tus brevas es muy bien -se atrevió a soltar Bruce -. ¿Es también propia del condado?
– ¡Por el clan de los MacArrash! -brindamos al unísono para interrumpir ese momento pleno de romanticismo.
Cate se animó al brindis, pero comenzaba a estar asustada ante esos españoles animosos que no hacían más que reírse de cada comentario.
– Me ha quedado una duda sobre las barricas de roble, ¿te importaría llevarme allí otra vez y te lo pregunto? -estaba claro lo que buscaba Bruce en aquella sala en penumbra, así que le dijimos que le esperábamos en el coche, tras pasar por la tienda y comprar varias botellas que se suponía que iban a llegar a España, pero lo cierto es que sólo llegó la de Robert, y a medias.
Como tardaba en volver, sacamos el balón del coche y empezamos a meterle «unos chutones» en la pradera cercana a la destilería.
– Condiciones infernales para la práctica del deporte -grité parodiando a los locutores deportivos-. Media entrada en Glenfiddich para presenciar el patético espectáculo de estos jugadores. Terreno de juego rápido y húmedo cual entrepierna de fulana…
El problema de los balones de voley es que no pesan nada, y nos pusimos a jugar pese al fuerte viento, y a intentar hacer controles para los que la Naturaleza no nos había dotado. Así que el balón acabó en el río, como no podía ser de otro modo. Menos mal que Bruce tardó unos cuarenta minutos en regresar de su aventura, porque estuvimos un largo rato tratando de recuperarlo.
– Anda, dame una pin-up de esas –fueron sus primeras palabras-. Estrechas, que son unas estrechas estas escocesas, que si tiene novio, que si el whisky se agria, que si se entera su jefe, que si… perdonad que haya tardado tanto.
Y la pegó en el lateral del coche, junto a los ojos sanguinolentos. Nunca supimos si las conquistas de Bruce eran ciertas o no. Lo que sí sabíamos es que era posible, porque todo se limitaba a una mera cuestión de probabilidades: si disparas veinte veces al día, raro será que no te cobres una o dos piezas.
Aquel día no perdimos el balón de milagro, pero a la mañana siguiente, junto al acantilado de Duncansby Head, una racha de viento se lo llevó para siempre:
– Aquí yace Molten, descanse en paz -y brindamos con unas latas de cerveza que habíamos comprado a la salida del penúltimo pueblo.
Para hacer más llevadero nuestro viaje en coche, nos turnábamos con la música, poniendo esas cassettes que ya no se estilan, esas cintas cuya grabación se convertía en un ejercicio de paciencia y cariño hacia la música. Discutíamos sobre nuestros diferentes gustos. Robert era el más popero español, Bruce prefería a los grandes del heavy y William siempre fue de grandes grupos anglosajones: Dire Straits, los Rolling, Police, Depeche Mode,… Yo he tenido toda la vida la costumbre de comprar algo de música en los sitios que visitaba, así que cuando llegaba mi turno, ponía las adquisiciones del primer día: una cinta de música folk celta y un par de rarezas consistentes en bandas sonoras de películas tocadas con gaita escocesa y flauta.
– Joer, colega, si John Williams levantara la cabeza –protestó Bruce.
– John Williams no ha muerto –contesté.
– Porque todavía no ha oído esta versión de Star Wars.
Pero sin duda la mejor idea para amenizar esos traslados en coche la tuvo William, con las cintas de grupos poperos hispanos de Robert:
– Podemos traducir las letras de las canciones. Mira, ¿qué has traído?
Y se ponía con Celtas Cortos, o perdón, The Low Celts, mientras ponía la canción a todo meter y entraba en una especie de trance:
“April, the 20th of 1990 –las palabras nunca se acompasaban con la música y como William nunca destacó por su oído, lo cierto es que el efecto era bastante penoso-. Hi, honey, how are you? Are you surprised bicós I’m writing to you?”
Y así hasta que no podía más. El tío no cejó en su empeño y entre todos conseguimos completar a lo largo del viaje la canción de Toreros Muertos, o The Dead Bullfighters, Mi agüita amarilla, convenientemente traducida como My little yellow water.
Una de los momentos mágicos del viaje se produjo en el pequeño pueblo costero de Ullapool. Cenamos en el pub que había en el centro, que quizás fuera el único de todo el pueblo. Un local pequeño, de madera, con mesas corridas y bancos sin respaldo. Tenía música en directo de unos tíos con barbas a lo ZZ Top, pero mucho más “zanahorios”. No creo que hubiera más de cincuenta personas en el local, la mayoría medio borrachos. Y sorprendentemente, en esos inhóspitos lares, la camarera resultó ser española:
– Hombre, qué alegría oír el idioma por aquí.
Resultó que Marta, que era como se llamaba, había aceptado un trabajo en ese pequeño pueblo al norte para aprender inglés y sacarse unas pelillas, y no contaba con la dureza del invierno escocés.
– En verano no se está mal, y vienen más españoles, pero el invierno aquí ha sido terrible. La gente del pueblo no tiene nada que hacer, vienen aquí a emborracharse y a ver si alguno consigue llevarse a la cama a la española. Debe ser la primera vez en mi vida que me siento tan deseada.
Después de la cena y una vez que los mataos-barbudos-pelirrojos terminaron su actuación, William se acercó a la barra para hablar con Marta. Supimos lo que le estaba preguntando cuando le vimos subir al pequeño escenario, coger la guitarra y acercarse al micrófono:
– Ladies and gentlemen –a partir de aquí traduzco-. Queremos regalar al pueblo de Ullapool una pequeña muestra de música española, para lo cual necesito a mis compañeros en el escenario, sobre todo, a ese joven de allí que se va a casar en apenas unos días. Demos todos un fuerte aplauso a ¡Robert!
Arrancó unos tímidos aplausos de la treintena de lugareños que quedaban en el local y nos fue presentando uno a uno. William y Bruce habían tenido el típico grupo de fumaos adolescente y se repartieron la batería y la guitarra, yo me situaría tras el teclado, que no me atreví casi a tocar y le hicimos cantar a Robert, aunque los demás le acompañamos al micrófono. Por supuesto la canción elegida fue My little yellow water que comenzaba así:
“And I think I’ve drunk more than forty beers tonight…”
(Continuará)
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