El clan de los MacArrash (2ª parte), por Lester

“And I think I’ve drunk more than forty beers tonight…”

(Continuación)

Arrash0

Los “ullapoolenses”, que hasta entonces no habían mirado al escenario, se giraron tratando de averiguar qué clase de energúmenos podía estar cantando tan horriblemente mal una canción sobre un tío que ha bebido más de cuarenta cervezas y que va al baño a mear y se pone a pensar dónde irá su agüita amarilla, pura poesía, lírica profunda. Sus rostros eran una mezcla de perplejidad y asombro, aunque al final vimos que alguno comenzó a reírse y hasta a tararear con nosotros:

“My little yellow water, my little yellow water”.

Un tío con evidentes síntomas de no haber pasado por la ducha en meses y ataviado con el típico kilt escocés se puso a mover su jarra hacia ambos lados mientras bailaba torpemente delante de nosotros, derramando la cerveza y a punto de trastabillarse en varias ocasiones. Desde el escenario sufríamos cada vez que intentaba dar una vuelta sobre sí mismo, o cuando se aprendió el estribillo sobre la little yellow water que se esparcirá all over the world y movía con frenesí su jarra esparciendo la birra all over the floor.

No sé si nos hubieran aplaudido de no ser porque Marta comenzó a hacerlo desde detrás de la barra, partida de risa y profiriendo unos sonoros aullidos. Le acompañaron varios parroquianos sin demasiado ánimo, pero el caso es que “estáis invitados a una ronda por cortesía de esos dos tipos”. Los dos tipos en cuestión, MacKiavelo y MacKinavaja, tenían gesto de estar medio adormilados y nunca sabremos si nos invitaron por lo que les gustó nuestra versión o porque así encontraban una excusa más para no volver a casa.

Arrash7

Por supuesto que Bruce no volvió al B&B a dormir, sino que se quedó con Marta, y a la mañana siguiente estuvimos esperándole un largo rato. Afortunadamente el B&B tenía una pradera vallada cerca de la entrada del mar en el pueblo, un amplio terreno en el que unas pobres ovejas de caras negras, las típicas ovejas escocesas feas como el demonio, pastaban a sus anchas… hasta que llegamos “los españoles de los cojones” a perseguirlas, asustarlas y tocarles sus ídem. Pusimos otro balón en juego, que habíamos comprado en un One pound and one pound only, y jugamos a tratar de pasar con él entre los pobres animales, para los que el terreno de juego se les hacía pequeño en su intento de huida. Lo cierto es que regatear ovejas fue una manera muy práctica de bajar el scottish breakfast. Lástima que el balón durara lo que tardó en encontrar una rama con menos filo que los cuchillos del comedor de mi colegio, pero suficiente para pincharlo.

Al cabo de un rato apareció un coche conducido por Marta, que nos traía de vuelta a nuestro colega. Se despidió efusivamente de nosotros y nos animó a pasar de nuevo por el pueblo, cosa que no hicimos pues no entraba en nuestro inexistente plan.

– Dame otra pin-up, Wallace.

El coche volvió a Edimburgo con seis pin-ups, aunque una sin contrastar, que fue lahijadeApu, la paquistaní del alojamiento en la capital. Nunca nos creímos la historia de Bruce con el incienso, la morenaza de piel de recepción bailando una danza exótica, el padre que vuelve antes de tiempo y nuestro amigo escondiéndose en una despensa repleta de tarros de especias.

Las otras dos pin-ups corresponden a dos mochileras francesas a las que recogimos camino de Saint Andrews. Se llamaban Sylvie y Marion, y eran la noche y el día. Nos pillaron en una gasolinera haciendo como que nos pedían indicaciones en el mapa, pero estaba claro que pretendían que las lleváramos. Como así hicimos. La verdad es que no fuimos nada firmes a la hora de negarnos frente al viejo truco de la chica indefensa que se apoya el mapa en el escote. Abierto, por cierto. Mapa y escote.

– No hay sitio, Bruce –dijo Robert.

– ¡Cómo que no! Ve tú con William delante, y nosotros nos apretamos detrás.

– De eso no me cabe ninguna duda.

Nos arrejuntamos los cuatro detrás e indicamos como pudimos a las francesas que una de las dos se tenía que agachar y esconder si nos cruzábamos con un coche de Policía. Por supuesto que Bruce se pasó el viaje gritando “Le Police, Le Police” y pidiéndole a Sylvie, la más maciza de las dos, que se acurrucara en sus muslos. Esta se partía de risa, pero a Marion la situación no le hacía ni pizca de gracia. “¿Le pido ahora que practique un poco de francés?”, se reía Bruce.

Por supuesto que pusimos otro de nuestros grandes éxitos hispanos traducidos, I like to play with my friend Manolito, canción a la que intentó incorporarse Sylvie, mientras Marion miraba por la ventana con cara de pedir socorro.

Llegamos a Saint Andrews, y las dos jóvenes nos dijeron que habíamos sido tan amables con ellas que nos invitaban a cenar, a lo cual, como nobles hidalgos castellanos, aunque del clan de los MacArrash, nos negamos. A decir verdad, sólo Sylvie tenía ganas de seguir con nosotros, porque Marion había dejado claro durante el trayecto que quería perdernos de vista cuanto antes. No hubo manera de encontrar alojamiento en todo el pueblo y tuvimos que salir del mismo en plena noche cerrada. Cuando ya nos temíamos lo peor, dormir seis en un coche, que tampoco era lo peor, según se mirara, vimos un cartel que indicaba un B&B al que se llegaba por una pequeña senda sin asfaltar.

No creo que sea muy normal en Escocia, en el mes de abril, que se te presenten a las diez de la noche dos francesas y cuatro españoles en un coche con dientes, ojos y pin-ups en los laterales, pero si nuestra llegada extrañó al dueño del molino, lo cierto es que disimuló muy bien. El B&B en cuestión era un viejo molino restaurado con muy buen gusto, y lo regentaba un tipo simpático clavadito al cantante Al Bano. Yo creo que el tío lo sabía, porque no sólo lucía unas gafas iguales, sino también un pantalón blanco, con una camisa negra y una americana igualmente blanca. Más apropiado para saltar al escenario que para vivir en el campo.

El molino resultó ser el mejor sitio en el que dormimos esa semana. Amplio, nuevo, cómodo, y sobre todo, con habitaciones disponibles. Reservamos tres dobles, incluyendo una que tenía bañera de hidromasaje, que por supuesto es la que cedimos amablemente a las francesas. A sabiendas de que podía haber cambios a lo largo de la noche.

El molino tenía una zona común cubierta, de unos cien metros cuadrados, que debía ser un granero en sus orígenes, y que el artista Al Bano había reconvertido en sala de cine y biblioteca, con cómodos sofás y butacas para la lectura o el visionado de películas.

Ni que decir tiene que allí acabamos los seis tras darnos una ducha. Sylvie se había puesto muy atractiva, todo hay que decirlo, con una camiseta de tirantes y unas mallas, mientras que Marion apareció con un grueso pijama y el pelo recogido. Miramos un poco la videoteca, profanamos el bar, “¿whisky?, ¿ginebra?”, Robert revisó las estanterías de la biblioteca, “¡menuda colección!” y propusimos jugar a algún juego, aunque no sé por qué la mayoría de los que se nos ocurrían tenían como objetivo a las francesas.

Al Bano tenía unos gustos bastante eclécticos, que nunca he sabido bien lo que quería decir, pero que creo que me vale para referirme a su colección de vídeos. Tenía una colección de porno bastante curiosa, al lado de las obras completas de Ingmar Bergman, grandes clásicos de Hollywood, y varias cintas de terror y gore, desde Sam Raimi hasta Darío Argento.

– ¡Reanimator, tiene Reanimator! –grité con alegría-. Este Al Bano es un crack.

Así que la puse, mientras nos metíamos unos pelotazos y Bruce se acurrucaba plácidamente junto a Sylvie. En las primeras escenas de la película, las del calentón previo a las explicaciones sobre el líquido fosforescente, Bruce y Sylvie ya se habían liado, se disculparon y se fueron a una de las habitaciones. Marion se mosqueó, cogió un paquete de tabaco y tras varios aspavientos, se levantó, dio un portazo y salió a fumar al jardín.

Arrash8Hacía una noche de perros, y ella estaba en pijama, así que renuncié a ese clasicazo de los ochenta y salí con una manta que había encontrado en la sala. Se la ofrecí y se la puse encima de los hombros. Marion la aceptó, pero con un mal gesto. Tenía una cara de cabreo bastante elocuente. Pese a su inglés fuertemente afrancesado y mi spanglish fuimos capaces de mantener una conversación coherente:

– Gracias, pero no te creas que me voy a liar contigo. Yo no soy como Sylvie.

– Ah, bueno, no vengo a eso, no te confundas conmigo. Tengo novia en España desde hace un par de años y no tengo ninguna intención.

– Oh, perdona, pensé que tú también… -sonrió levemente, como tratando de arreglarlo.

– No pasa nada –le devolví la sonrisa-. Pero dime por qué eres tan seca con nosotros. De haberlo intentado, ¿no hubiera tenido ni la más mínima oportunidad? Tampoco estoy tan mal, he sido amable contigo, me he portado como un caballero, como… -busqué en mi memoria algún francés ilustre, pero no estaba especialmente ocurrente-. Como Cyrano de Bergerac. Me parezco a él en la narizota.

Amplió su sonrisa.

– No, tú no estás mal, pese a tu nariz, aunque el que me ha gustado de todos vosotros es William –le pegó una larga calada al cigarro y me ofreció. Sonrió de nuevo-. ¿Y yo?¿Yo no te parezco atractiva? Porque los chicos sólo os fijáis en Sylvie, y estoy un poco harta. Siempre que voy con ella me pasa lo mismo.

– No es verdad –aquí me lancé a la piscina en una nueva faceta celestinesca que no me conocía-. A William le gustas, me lo ha dicho antes en la habitación. Lo que pasa es que es muy tímido, hay que animarle un poco para que se lance.

– ¿Qué dices?

Lo que siguió después fue un momento extraño en mi vida, de esos en los que recapacitas tiempo después y no sabes si lo que hiciste fue correcto o todo lo contrario, el caso es que reconozco que fue la única vez en mi vida que he pagado por servicios sexuales. Pero no para mí. A Marion no le disgustaba William, y el pobre William no se comía un colín desde hacía meses, desde que le dejó su novia de siempre con la historia de los viajes a Londres y su inminente traslado. Pero Marion no se iba a lanzar, y William mucho menos, así que había que buscar algo que les motivara. Como algo sé de francés y en la cena vi a la hora de pagar que las dos jóvenes andaban justas de pasta y discutiendo sobre lo que podían permitirse, dije una de esas frases que luego no sabes si han salido de ti o no:

– Te doy sesenta libras si te acuestas con William –me miró al principio como indignada, pero vi que se quedó reflexionando, así que insistí-. Cien y no se hable más. Con eso podéis seguir hasta Aberdeen, que sé que es adonde vais.

Me volví al salón a ver la peli con mis colegas justo para el momento de la decapitación, uno de mis preferidos. A los pocos minutos apareció Marion y se sentó en el sofá al lado de William. Le rozó disimuladamente al taparse con la manta. Ni que decir tiene que Robert y yo terminamos viendo la peli solos, riéndonos con los míticos momentos de los “reanimados” y el intestino asesino.

A la mañana siguiente éramos los únicos que estábamos en la salita de desayuno apretándonos otro Scottish. A la media hora bajó William con una cara de felicidad enorme y una sonrisa de oreja a oreja:

– Chicos, creo que me he enamorado.

Le ovacionamos sonoramente y Al Bano se sonrió. Yo creo que hasta nos iba a cantar Amore mio, La felicittá o alguna horterada así.

– Enhorabuena, mamonazo –le dije mientras le daba una palmada en la espalda-. Cómo lo necesitabas, ¿eh?

Lo cierto es que nunca le conté mi intervención en aquel enamoramiento, y aun hoy creo que es mejor que no llegue a saberlo nunca, que siga soñando con aquel momento mágico en que se lió con una francesa en un idílico molino escocés.

Dejamos a las dos chicas en una estación de tren (“¿nos lo podemos permitir, Marion?”, preguntó Sylvie), mis amigos se despidieron efusivamente de sus conquistas, pusimos dos nuevas pin-ups en el coche y proseguimos nuestro viaje.

El punto más lejano de Escocia al que fuimos estaba en las islas Orcadas, un sitio lluvioso, perro, muy perro para vivir, situado en la misma latitud que San Petersburgo. Allí se hundieron varios barcos durante la segunda Guerra Mundial y ahí los dejaron, con el casco y las cabinas de mando todavía a la vista, porque quién coño iba a navegar por esas costas aparte del ferry que comunicaba la isla principal con la civilización.

No tuvimos gran cosa que hacer en la isla, salvo beber y jugar a los dardos con los lugareños, porque no dejó de llover en veinticuatro horas, así que para darle algo de emoción sólo se nos ocurrió hacerle una nueva perrería al Robert. Sabíamos que estaba hecho polvo porque este ritmo de dormir poco durante varios días le tenía machacado. A la mañana siguiente teníamos pensado tomar el primer ferry de vuelta, así que los otros tres nos despertamos con mucho sigilo, sin hacer ruido, nos vestimos, desayunamos y nos subimos al coche con los equipajes. Nos llevamos toda la ropa de Robert excepto un pantalón de deporte y una camiseta vieja. En ese momento, con el motor ya en marcha, subió William a la habitación, le sacudió en la cama, y le pegó varios gritos:

arrash8

– ¡Robert, nos vamos al ferry, date prisa, dormilón! ¡Tienes media hora para estar allí, nosotros nos largamos!

Y nos fuimos. Vaya que si nos fuimos. Desde Saint Margaret’s Hope, que era el pueblo, hasta la salida del ferry se tardaba algo más de veinte minutos. Embarcamos el coche, nos pusimos los chubasqueros y subimos a cubierta a ver si el pobre Robert llegaba o no al ferry.

– ¿No nos habremos pasado?

Cuando ya estábamos oyendo la sirena del barco avisando de su inminente marcha, vimos aparecer un taxi a lo lejos en la carretera. Llovía a cántaros.

– ¡Wait, wait a minute! –avisamos a un tío de la tripulación.

El tío nos miró con gesto de fastidio, avisó por el walkie y nos concedieron ese minuto. Desde la cubierta vimos bajar a Robert con su pantalón de deporte, la camiseta de manga corta, calado hasta los huesos y…

– ¿No le dejaste unas zapatillas o algo de calzado? –preguntamos a William.

– Ooops, no. Me lo llevé todo, excepto…

Excepto las pantuflas que completaban su penoso atuendo. El pobre llegó empapado justo a tiempo de que el ferry arrancara y lo cierto es que ya no sabíamos si reírnos o no. “Cabrones”. Le buscamos ropa seca, “hijos de puta, como coja una pulmonía”, y sobre todo calzado, “pero qué tontos sois”, y le invitamos a tomar lo que quisiera en la cafetería del barco, “café caliente con whisky”.

La verdad es que con la excusa de la despedida de soltero no oficial nos cebamos un poco con él a lo largo del viaje, aunque no quiso entrar al juego de las mil perrerías que habíamos pensado. Por ejemplo, se negó a hacer la visita a la residencia de los Reyes de Inglaterra en Balmoral ataviado con un vestido azul y una peluca rubia, “igualito que Lady Di”, acompañado por William como Carlos de Inglaterra, pues se había comprado una falda escocesa y unas orejas de látex. Sí conseguimos al menos que se hiciera una foto de tal guisa en una loma, a un kilómetro del palacio, “pero no es lo mismo”, convinimos todos.

Al final los cuatro nos compramos unas faldas escocesas, y nos las pusimos para el viaje de vuelta. Con calcetines blancos y zapatillas de deporte. Un look que haría las delicias de cualquier diseñador gay. Devolvimos el coche, al que nos costó un huevo quitarle las pegatinas de los laterales, y una vez que pasamos el control de pasaportes nos pintamos la cara de azul a lo Braveheart. Bruce hizo un último homenaje a William Wallace:

“Podrán quitarnos la vida, pero nadie nos quitará ¡la libertad!”

Durante el trayecto en avión fuimos bastante callados, quizás por el cansancio acumulado. O puede que fuera porque empezábamos a sentir nostalgia. El clan de los MacArrash se disolvería para siempre en cuanto tomáramos tierra. William iba leyendo un libro sobre Londres, donde se mudaría en apenas unos días. Bruce escribía en su libreta, en la que según nos había contado alguna vez, almacenaba notas para su libro de memorias, que se titularía Mil mujeres pasaron por mi alcoba. Y yo intentaba sacar temas de conversación para Robert, pero apenas lo conseguía.

– Muchas gracias, tío, lo he pasado fenomenal, pero eso no quita para que siga pensando que sois unos cabrones.

Llegamos a Madrid, recogimos los equipajes y salimos con nuestras faldas y las caras pintadas. Confiábamos en no encontrarnos con nadie conocido. La gente nos miraba extrañados, y algún otro tipo mayor, uno de esos en los que pronto nos convertiríamos, torcía el gesto como diciendo “panda de niñatos”.

No creíamos que nadie fuera a buscarnos, y por esa razón, cuando vimos a los padres de Yolanda esperándonos con unas ojeras hasta el suelo, supimos que algo terrible había pasado.

FIN

Cara Lester

2 comentarios en “El clan de los MacArrash (2ª parte), por Lester

  1. Queeeeeé? Qué es lo que había pasadoooo? Este fantastico relato no puede dejarnos con esa incógnita!
    Lester una vez más te has superado, estupendo relato que requiere un estupendo final ya y yaaaaa.

    Me gusta

  2. Pues yo creo que tiene su gracia así como está, y que el final te hace replantearte lo que has leído anteriormente. Está bien, pero me recuerda en parte a un libro de David Trueba que se titula Cuatro amigos y que va de unos amigos sobre la treintena que se van de vacaciones en un coche por Zaragoza, Logroño y sitios por el estilo. Es un libro más serio que este relato, pero recomendable.

    Me gusta

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.