Uno va al cine todo lo que puede y su tiempo y bolsillo se lo permiten, pero muchas veces (y quizás más en los últimos años) hay algo de rutinario en el acto, como quien un día acude al fútbol o a una función del colegio de sus niños pensando «a ver qué me encuentro hoy». Sabes que vas a pasar un rato entretenido, pero no hay una emoción especial en el hecho en sí. Por el contrario, hay unas pocas veces al año en que vas al cine entregado, expectante, emocionado, incluso diría que con la ilusión de un niño que va a «una de vaqueros» o a la última de Star Wars, o con el hormigueo de un aficionado a la ópera cinco minutos antes de asistir a una de las grandes obras del género.
Esa sensación la provocan Martin Scorsese y muy pocos directores más. El director italo-americano acaba de cumplir 77 años y se mantiene en plena forma una década más. Ha estrenado recientemente El irlandés, un peliculón de tres horas y media con Robert de Niro, Al Pacino, Harvey Keitel y Joe Pesci en el reparto. Como para no verla.
Cuando uno sale de ver una película de Martin Scorsese se siente abrumado ante la avalancha de calidad, imágenes, información y pequeños detalles (que se convierten en trascendentales) que acaba de contemplar. Si por un momento uno pensó que podía crear sus propias historias, escribir un buen guion o incluso dirigir con cierta maestría alguna de sus paranoias, al finalizar cualquier filme de Scorsese vuelves a tierra porque sabes que jamás harás algo decente a la altura de uno solo de los segundos de sus obras.
Martin Scorsese es de los pocos directores merecedores de sentarse en la mesa de los más grandes, junto a Billy Wilder, John Ford, Alfred Hitchcock o Howard Hawks, o para otros Orson Welles, Frank Capra o Stanley Kubrick, acompañado entre los contemporáneos únicamente quizás por Steven Spielberg. Uno de los motivos de mi afición por Scorsese es ese concepto de creador global, de genio capaz de conjugar en pantalla el encuadre perfecto, la mejor fotografía, una iluminación sombría o luminosa según requiera la trama, la frase adecuada, la música idónea para cada escena, el movimiento de cámara que fluye como por la vida real. Y solo lleva cinco décadas haciéndolo.
La propia consideración de director que he utilizado en este post ya se queda corta para definir su carrera, pues el bueno de Martin, o más bien el salvaje Martin, es también guionista, productor, actor ocasional y autor de magníficos documentales sobre artistas del mundo de la música. Cuando uno compara su carrera con la de otros compañeros de profesión es cuando se revela la verdadera magnitud de la misma. Francis Ford Coppola hizo algunas de las mejores películas de la historia en los setenta (El Padrino, El Padrino II, Apocalypse Now), pero su carrera no se mantuvo a ese nivel en las siguientes décadas, aunque hiciera todavía algunas obras notables (Cotton club, Tucker, El Padrino III o Drácula, aunque esta última a mí no me guste nada). Woody Allen ha sido el más prolífico, y aunque los lectores de este blog saben que está entre mis favoritos, muchas de sus obras no tienen ese acabado formal tan completo que logra Scorsese. Como lo define Billy Wilder en el libro de conversaciones con Cameron Crowe:
«Él (Woody Allen) no hace películas, hace pequeños episodios. En cierto modo, ni siquiera sabe montarlos. Tiene diálogo mientras dos personas andan y andan, hablando sin parar, cosas divertidas. Son metros muertos de película, no sé si me entiende. La cámara les sigue todo lo que puede, se acaban los rieles de madera sobre los que avanza, y los personajes siguen hablando y caminando. Sí, es un tipo muy astuto, muy listo, pero preferiría que no actuara».
Si ponemos en la comparación a Scorsese con otro director que provoca igual o mayor devoción por sus películas, Quentin Tarantino, vemos que este solo ha rodado nueve películas hasta la fecha, algunas de un nivel considerablemente inferior a las que han convertido su nombre en uno de los más reconocidos en la actualidad. Cuando escucho a colegas o a críticos alabar el uso que hace Tarantino de la música o las canciones en sus obras, siempre remito a mis amigos a Scorsese: «Mirad Casino, o sobre todo, escuchadla».
Acaba de estrenarse El irlandés, magnífico peliculón, ahora mismo no sé si lo mejor del año para el que esto escribe, pero de ella hablaré próximamente porque creo que se merece un post entero. Hoy me apetecía hablar de la carrera del director porque El irlandés, a lo largo de sus más de doscientos minutos de metraje, es como una recopilación de todo aquello que le ha hecho tan grande. Desarrolla dos de las mayores influencias que marcaron su infancia en Little Italy: la mafia y la férrea educación católica. Y muchos de sus temas habituales, como la amistad mezclada con la conveniencia, la profesionalidad, la lealtad que lleva al ascenso dentro de la organización, la importancia de la familia, dentro de ese concepto tan particular de familia italoamericana, la violencia como mejor método para resolver problemas,… Y la comida, gente comiendo bien, apreciando lo que come y lo que bebe. Y música, muy buena selección de canciones, toda una historia de lo mejor de las décadas en las que transcurre la historia. Y la ambientación, y la fotografía, y los flashbacks, y… y… y… todo.
Scorsese ha sabido rodearse siempre de los mejores y elegir a los profesionales adecuados para cada rol. Es mejor director que escritor, pero sobre todo es un gran catalizador de todos esos talentos de los que siempre se rodea al servicio de su historia. Tiene una habilidad especial para la dirección de actores, y aquí sí digo actores no en sentido genérico, sino masculino, porque son muchos más los actores que las actrices con grandes papeles a lo largo de su dilatada trayectoria. Ha trabajado con los mejores: Paul Newman, Daniel Day Lewis, Leonardo di Caprio, Jack Nicholson, Willem Dafoe, Tom Cruise, Liam Neeson y por supuesto, y en repetidas ocasiones, con el elenco de El irlandés.
En esta ocasión vuelve a reunir a De Niro, Keitel y Pesci y nos cuenta mediante una voz en off sus «hazañas», como hiciera desde los orígenes de su carrera en Malas calles, allá por 1973. En aquella película escribió también el guion, pero al no ser su punto fuerte lo normal es que Martin Scorsese deje la escritura para un guionista contrastado, y lo más que llega a hacer es figurar como coautor (Casino, Uno de los nuestros, La edad de la inocencia, Silencio). Durante la época más salvaje de su carrera contrató a Paul Schrader y fue capaz de poner orden en sus locuras y rodar algunas de sus mejores obras, como Taxi driver y Toro salvaje, y otras arriesgadas como La última tentación de Cristo y Al límite. La colaboración con Schrader, un tipo totalmente enajenado en aquellos años, enfangado en las drogas, supuso que Scorsese cayera también en las adicciones durante una buena parte de su vida. Para El irlandés, Scorsese encargó la escritura del guion a Steven Zaillian, con quien ya trabajó anteriormente en Gangs of New York. Steven Zaillian es un guionista contrastado, ganador del Óscar por, ni más ni menos que La lista de Schindler.
En cuanto a la fotografía, una de las claves para que Scorsese componga estas obras oscuras como la Nueva York de Taxi driver o luminosas como Las Vegas de Casino, tenebrosas o de una estética interesadamente kitsch, el director trabajó con directores de fotografía como Michael Chapman (Taxi driver), Michael Ballhaus (Infiltrados, Uno de los nuestros, After hours) o Robert Richardson (Shutter Island, Casino, La invención de Hugo, El aviador), habitual en las películas de Tarantino. En El irlandés repite con el mexicano Rodrigo Prieto, con el que ya trabajó en El lobo de Wall Street y Silencio. Rodrigo Prieto se dio a conocer con varias de las primeras obras de Alejandro González Iñárritu (21 gramos, Amores perros, Babel, Biutiful) y con la nominación al Óscar por Brokeback mountain, de Ang Lee, y Scorsese ha sabido encontrar en él el artista capaz de cubrir toda la variedad de estilos que requería esta historia que se desarrolla en varias décadas.
Y qué puedo decir de la banda sonora. Scorsese no solo es un cinéfilo empedernido, sino también un melómano con amplísimos conocimientos, como ha confesado varias veces. Cada pieza encaja a la perfección y te conoces hasta los temas que no conoces, porque cada canción encaja en la época que se narra. Robbie Robertson, el músico canadiense que colaboró en la recopilación de todas las melodías que acompañan la película afirmó en una entrevista que «tratábamos de descubrir un sonido, un ánimo, un sentimiento, que pudiese funcionar a través de todas las décadas en las que se ambienta la trama». Lo consigue, ¡por supuesto que lo consigue!
Todo el torrente de ideas, talentos, ambientación, actores en plena forma, movimientos de cámara, escenas inolvidables, requieren una persona especial para cortar y dar forma en la sala de montaje. Repite, cómo no, la colaboradora habitual de Scorsese desde hace décadas, la montadora Thelma Schoonmaker. De origen argelino y a punto de cumplir ochenta años, trabajó con Scorsese ya en 1967 en el montaje de su primer largometraje, Who’s That Knocking at My Door, uno de los pocos que no he visto. En esta ocasión el montaje no ha impedido que la película se vaya por encima de las tres horas, pero si te gustan los goodfellas de Scorsese, no te sobra ni uno.
Peliculón. Sobre El irlandés me extenderé en breve, aún sigo asimilando todas las ideas que deja. Bendito Scorsese que hace que ir al cine siga siendo una puñetera maravilla.