¡Qué poco cuesta ser amable y agradar mínimamente y qué poco se practica hoy en día! Los resultados de ser amable y mostrar educación son inmediatos, no a largo plazo, y producen una gratificante sensación de bienestar al instante. Por eso cuesta más entender lo difícil que resulta encontrar a alguien que se comporte de modo amable, con verdadera intención de satisfacer al otro.
¿De qué hablo cuando hablo de amabilidad? No quiero entrar en los escabrosos mundos de la semántica o la etimología, pero sí quería hacer mención a que esta palabra por supuesto viene del latín “amar”, de la cualidad para ser amado o apreciado. Como nos hemos acostumbrado a esa falta de amabilidad en nuestro entorno, mi concepto de amabilidad es mucho más suave y me voy a referir en este texto de modo casi exclusivo a la educación. A comportarse con educación hacia el otro. Vamos tan acelerados por la vida, mirando únicamente por nosotros mismos o atontados con la pantallita del smartphone, que ya no nos planteamos preocuparnos ni tan siquiera mínimamente por el compañero o por el cliente, o simplemente por esa persona que te cruzas en un ascensor o en la calle.
Un ejemplo muy claro de esa falta de amabilidad o más bien, de esa falta de educación, la tenemos a diario con las puertas de los sitios públicos. He visto señoras llevando un carrito con un par de niños, con serias dificultades para abrir una puerta de una cafetería y poder entrar, y me he indignado al ver a jóvenes incapaces de sostener esa puerta y ayudar a la señora. Les haría comerse sus Samsung Galaxy y sus Iphone hasta que aprendieran algo tan sencillo como echar una mano. A mí me educaron de pequeño a abrir la puerta a los mayores, a las señoras y a ceder el paso, y ahora te encuentras con gentuza que entra en los sitios mirando la pantallita de sus teléfonos, incapaces del más mínimo gesto, y que pasan por encima de quien sea. A veces hasta le dan un golpe al que está intentando salir. Porque su egoísmo es tal, o su falta de amabilidad, o de educación, que ni siquiera son conscientes de que pueda haber otra persona al otro lado. Tampoco piden perdón o se disculpan, porque a esa falta de educación añaden un egoísmo exagerado, “sólo existo yo” o “no hay mundo más allá de la pantalla del smartphone”.
¿Y qué decir de la amabilidad en el sector de la hostelería? En ocasiones te atienden en los sitios con una indiferencia absoluta, cuando no directamente con desprecio. Cuántas veces habremos dicho: “a este sitio no vuelvo, qué gilipollas”. Pero también hemos encontrado ejemplos de todo lo contrario, de camareros o camareras que te tratan con educación, con amabilidad, intentando agradar y no colártela, personas que hasta te aconsejan lo mejor del día o te indican si te has pasado pidiendo, o te ayudan si tienes alguna necesidad especial con niños o con alergias. No sé si son conscientes esas personas, o sus superiores, de que con esas actitudes posiblemente hayan ganado un cliente de por vida. Y al contrario, con malos modos o gestos antipáticos, acaban de perder clientes, que además van a extender su mala fama por ahí. Porque lo grabamos todo. Recordamos perfectamente dónde nos han tratado estupendamente y dónde de pena. Los que nos han despachado con indiferencia pasan por nuestra memoria directamente al hueco destinado al olvido.
Es cierto que la verdadera amabilidad debe ser desinteresada y generosa, que tiene que salir del interior de cada uno, pero incluso cuando hay un interés detrás, como en el caso de aquellos trabajadores de cara al público que atienden a clientes, cuesta muy poco ser agradable, y sin embargo, nos hemos acostumbrado a que este tipo de conductas escasee.
En mis numerosos viajes he encontrado muchos ejemplos de gente amable, y muchos desgraciadamente de todo lo contrario. Puestos en una balanza, no sé hacia qué lado se desequilibraría. No estoy hablando exclusivamente de los empleados que te atienden detrás de una barra o de un mostrador, porque estos estarían casi obligados por su cargo a despachar con amabilidad, sino de la gente en general, ciudadanos de a pie a los que pides su ayuda para localizar una dirección o para que te echen una mano con los complicados sistemas que hay en algunos países para comprar un billete de metro. Y así como en Irlanda, por ejemplo, se desviven por echarte un cable, que parece que hasta te van a acompañar a tu destino para asegurarse de que has entendido sus explicaciones, en otros sitios como en Francia o en Nueva York, la falta de amabilidad es total, “molestas” o esa es la sensación que te queda. Generalizar no es bueno, porque lleva a ser injusto en ocasiones, pero lo que quiero decir es que la media de amabilidad de los irlandeses está muy por encima de la de los neoyorquinos, que van acelerados y no tienen un segundo que perder con ese turista despistado. Lo de los franceses con nosotros es un tema cultural que viene de siglos atrás, que es recíproco por otro lado. Aparte está el rechazo que les genera el inglés. Como en Alemania.
Hace tiempo que me planteé combatir esa falta de amabilidad o de educación en mi entorno, con pequeños gestos. Ceder el paso, abrir puertas, saludar o sonreír al compañero de trabajo, a los camareros o a los dependientes de las tiendas, e hice serios esfuerzos por echar un cable a esas señoras con carrito y dificultades para subir unas escaleras o sujetar una puerta. Gestos mínimos que provocan reacciones instantáneas de agradecimiento en la otra parte. También comencé a combatir esa falta de amabilidad con otros gestos hacia los que no levantan la mirada de sus teléfonos móviles. Lo sé, es una fobia personal. Empecé a no apartarme en la calle cuando alguno venía de frente sin ser consciente de que estaba en mi trayectoria. Antes me apartaba, ahora ya no. Que se jodan, que levanten la cabeza, que miren al mundo. Cuando ha habido impacto o roce, porque soy incapaz de una colisión brusca, me he hecho el despistado, como ellos y me he disculpado. Alguno de estos sujetos se ha disculpado igualmente, pero hay otros capullos que ni siquiera me han dicho nada o me han mirado. Creo que era porque lo que estaban viendo en sus pantallas era un asunto de vida o muerte, no me cabe la menor duda.
Como decía al principio, qué poco cuesta ser amable, y qué efectos tan inmediatos logramos. Pero qué pocas veces lo practicamos, no sé si por el careto que siempre lleva “el otro” o porque vivimos encerrados o ensimismados en nuestro pequeño mundo. Tengo la sensación de que la mitad de la población vive enganchada a la pantalla de su móvil, y buena parte de la otra mitad anda por la vida como si llevara una pelota de tenis metida en el culo.
«El ensimismamiento, en cualquiera de sus formas, dificulta el establecimiento de la EMPATÍA y nos impide también, en consecuencia, experimentar la compasión», libro: Inteligencia Social de Daniel Goleman, que por cierto estoy leyendo.
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