Mi relación con el periodismo ha pasado varias etapas a lo largo de mi vida. Empecé a leer periódicos y a seguir la radio a una edad no demasiado temprana, sobre los veinte. Me creía todo lo que leía en los periódicos. No podían ser falsas las noticias que allí se contaban, y no sólo por la seriedad con la que estaban redactadas, sino también por el estilo intachable con el que estaban escritas o recitadas.
A medida que fui incorporando la lectura de periódicos y las horas de radio a mi rutina habitual, según me acercaba a la treintena, desarrollé un cierto sentido crítico hacia toda la información que recibía. Un distanciamiento necesario para entender el claro sesgo político en las noticias dependiendo del medio del que vinieran. Hasta tenía el dial del coche con las emisoras ordenadas como una especie de termómetro político, desde la 1, la más izquierdosa, hasta la 8, la más radical de derechas. En aquellos años se mantenía el respeto al estilo, las frases bien construidas y una gramática correcta. Por supuesto no encontrabas jamás una falta de ortografía en un periódico.
En esta última década, a mi modo de ver, todo ha cambiado. O casi todo. Posiblemente se deba a lo mucho que se escribe en la red o a que cualquiera puede escribir lo que quiera en Internet, el caso es que el deterioro del periodismo tradicional resulta evidente. Creo que una de las principales razones está en la urgencia por publicar la noticia. Hay que volar para sacarla antes que cualquier medio digital. La rapidez prima sobre la calidad e incluso sobre la veracidad. Y por supuesto el estilo no cuenta ya para nada. En un momento como el actual, en el que entre los twitter, los whatsapps, los extintos SMS y los correos electrónicos escritos a toda pastilla o con la dificultad de un móvil, el ciudadano medio se ha acostumbrado a la economía de escritura frente al respeto a la ortografía o la sintaxis.
El problema es que este modo de funcionar, esa falta de respeto, ha llegado a la prensa tradicional. Y los grandes grupos de comunicación no están pasando el mejor momento de sus longevas historias, precisamente por la creciente competencia de los medios digitales, los buenos y los malos. Los primeros serían los que han invertido notablemente en convertir su página web en una réplica del periodismo de papel, y los segundos, aquellos que con cuatro duros y tres veinteañeros han creado un sitio en el que colgar cuatro titulares escritos a vuelapluma, sin más análisis que dos párrafos. Y con toda la publicidad que pueden conseguir en los márgenes. El problema es que los grandes grupos no pueden competir y han terminado por reducir sus plantillas, posiblemente sus controles internos y en consecuencia, han acabado por bajar su calidad. Ya me he encontrado numerosas faltas de ortografía, tremendos errores gramaticales, fotos manipuladas y por supuesto, las clásicas cagadas con las cifras. Algunas míticas hablando de superficies quemadas, gasto anual del país en cualquier cosa o número de asistentes a un acto.
Pero dejando a un lado este empeoramiento de la calidad de los medios tradicionales, en los que las grandes firmas de opinión desgraciadamente van a terminar convirtiéndose en una especie se extraños seguidos por cada vez menos lectores o radioyentes, lo que de verdad me preocupa es un fenómeno reciente, que puede ser muy peligroso. Me refiero al interés descarado por mantener determinadas noticias incómodas en portada, o por avivar el fuego contra el político del bando contrario al del medio de comunicación hasta conseguir su caída.
Hay notables ejemplos en los últimos años en los que determinados medios han cogido un asunto menor y lo han estado publicando y dedicándole horas y páginas enteras hasta que han conseguido el objetivo de forzar la dimisión o retirada del político de turno. Para mí, por ejemplo, con todo lo que se ha robado en la Comunidad Valenciana, que ha conseguido superar a Andalucía en el triste ranking de la corrupción, es sorprendente el juego que dieron los trajes de Camps. Ojo, que no le estoy defendiendo, que fue una golfada más, aunque la justicia le absolviera. Lo que quiero decir es que los trajes de Camps eran una gilipollez, una chorrada caciquil, al lado de los cientos de millones robados que han hecho que centenares de políticos valencianos estén imputados, o como Fabra, poniendo trabas para que no se les meta mano nunca. O la persecución a Carlos Dívar durante meses hasta que se consiguió su dimisión. Con la que estoy de acuerdo, que conste. Lo que quiero destacar es que fue una campaña descarada hacia su persona, un acoso diario por un tema menor al lado de la inmensa corrupción que ha habido en otras personas de la vida pública y que no se ha perseguido con el mismo tesón. De hecho, no se ha perseguido ni con el mismo tesón ni con ninguno en la mayoría de los casos.
Ahora, a raíz de los resultados de las elecciones europeas, se ha iniciado una nueva campaña en la que además se han puesto de acuerdo prácticamente todos los medios de comunicación. Es la campaña de ataque a Pablo Iglesias y su partido Podemos. Como saltan ascuas cada vez que se habla de este señor, aclaro en primer lugar que no soy ningún seguidor de este sujeto, que no me va ese discurso demagógico que está teniendo tanto éxito entre la gente desencantada. Lo que resulta relevante, a mi modo de ver, es cómo después de las elecciones, al ver que puede ser un tipo peligroso en el futuro, se ha iniciado una campaña de desprestigio en toda regla en la que se le acusa de todos los males posibles. Le están dando por todos los lados, reinterpretando sus frases, rebuscando vídeos y declaraciones antiguas, sacando frases de contexto,… Todo vale en este ataque, en lo que Jesús Gil definía como “campaña orquestada”.
A otro nivel, ya ocurrió en el pasado con Toni Cantó, cuando también algunos observaron que UPyD podía dar más guerra de la deseada a los dos principales partidos. Un error en Twitter del actor metido a político y se le exigía una dimisión inmediata. La misma dimisión inmediata que esos medios no pedían a la ministra del Jaguar, al mandamás propietario de una cuadra de caballos o a los que colocaban a familiares y amigos sin méritos conocidos en organismos públicos.
Me da la impresión de que algunos de estos medios están siendo sostenidos en buena parte por la publicidad institucional, publicidad pagada por administraciones públicas dirigidas por esa clase política que ahora ha olido el peligro. Y esa “casta política” (término que escuché por primera vez a Daniel Montero, no a Pablo Iglesias, y que define perfectamente lo que significa pertenecer a esa “clase superior”) pretende derribar cualquier conato de rebelión antes de que sea demasiado tarde. En lugar de dejar que Pablo Iglesias se estrelle él solito con su discurso, vamos a seguir leyendo y escuchando noticias negativas acerca de él y su partido durante meses. A ver cuánto tardan en encontrar la participación de este sujeto en los atentados del 11-M o en el crimen de Asunta.