
LESTER, 16/04/2023
Hace un par de semanas, conducía por una carretera que pasaba por delante de un edificio que me resultaba muy familiar, que conocía muy bien. La mente me transportó a mi pleistoceno particular, aproximadamente un cuarto de siglo atrás. «Yo estuve en la primera piedra de este edificio», recordé mientras paraba el coche junto al acceso para examinar el estado actual durante unos segundos. Se trataba del edificio de oficinas de todo el complejo situado a sus espaldas, una instalación pública de servicios, da igual de qué, pero imaginad que era una depuradora, una planta de residuos, un centro de atención primaria o una pista deportiva. Algo que «dé votos» en la cabeza obtusa de nuestros políticos si la foto de la primera piedra se hace a pocos meses de unas elecciones.
Mediados o finales de los noventa, ahí es nada, «éramos jóvenes», inexpertos, curiosos, entusiastas, o al menos tan entusiasta como ahora, pero sin el escepticismo que los años han puesto en una mochila a mi espalda. Recuerdo que era abril y había salido uno de esos días de calor en que no sabes si es primavera o se ha adelantado el verano. Para colmo, estábamos a pleno sol en una campa que parecía Marte cuando sale en las películas, un secarral sin una sombra alrededor. Y allí, como héroes de la escuela del estoicismo, sudando la gota gorda con nuestro traje de gala y contemplando el curioso paripé. En aquel teatrillo de puesta de la primera piedra estaban todas las autoridades, las implicadas y las que no: municipales, del Consorcio que promovía la obra, de la diputación, autonómicas y algunas de no-sé-cuál consejería que no iban a privarse de salir en la foto. «O de catar unos langostinos en el cóctel posterior», pensé. Había bastantes más representantes de la parte pública que de los que currábamos en la empresa seleccionada para hacer la obra. «Recuerda la parábola del remero», me comentó José Luis, mi jefe de aquel entonces, por lo bajinis.
A una veintena de metros de donde se iba a situar la primera piedra estaba el cartel que anunciaba el inicio de las obras. «El puto cartel que tanta guerra nos dio», pensé. Un par de meses antes del evento al que asistíamos ese día, José Luis y yo estuvimos en una reunión en el Consorcio en la que se hablaron diversos temas del arranque de las obras. De lo que menos se habló fue del proyecto, de la tecnología ofertada, del presupuesto o de las dificultades para obtener algunos permisos. Toda la preocupación de los responsables del Consorcio era «la publicidad» que se le iba a dar a las obras:
– Tenemos elecciones a la vuelta de la esquina y yo quiero ver el cartel ya puesto, junto a la carretera -insistió de manera vehemente el alcalde del ayuntamiento en cuyo término municipal se iba a ubicar la instalación-. ¿Me habéis entendido? Bien grande, para que lo vean todos los vecinos que pasan por la carretera.
– Ya, Paco -trató de intervenir el teniente de alcalde de otro municipio-, pero en el cartel no va a figurar tu ayuntamiento como promotor de las obras, porque…
– ¿Cómo que no? ¡Yo quiero el nombre en lo alto del cartel, que por algo pusimos el terreno para el proyecto! ¡Y que sea bien grande, el doble de lo habitual!
– Paco, no olvides que hay una normativa que rige…
Recuerdo perfectamente que en un momento dado y según subían el nivel de improperios nos pidieron a José Luis y a mí que nos saliéramos de la sala para que discutieran sus mierdas, por eso, el día de la primera piedra, me acerqué a ver cómo había quedado finalmente el cartel. Aún me duele el coste (que no se me ha borrado de la memoria) porque la factura pasó por mis manos… «cabrones, anda que no podíais haber cubierto otras necesidades con ese dinero». El cartel tenía más letras que un suplemento dominical, porque al final aparecían todos en el mismo, que si el Consorcio promovía el proyecto tal en los terrenos ubicados en el ayuntamiento de Pascual, dentro del marco de actuaciones de la Diputación y bajo el plan de renovación de instalaciones de la consejería autonómica de «supadre»… Y al final, en grande, el presupuesto de la obra y en pequeñito, quién ponía los fondos: la Unión Europea, a la que al menos habían dejado el logo de las estrellas en la parte superior.
El presidente del Consorcio estaba terminando su discurso, y yo creo que lo abrevió porque comenzaba a sudar de manera copiosa. Se quitó el sudor de la frente con un pañuelo y al abrirse la chaqueta, pudimos ver el cerco que los «camachos» comenzaban a marcar en sus axilas. Tremenda imagen, «¿esto da o quita votos?», pensé en aquel momento, pues ya había comprobado que era la única preocupación de todos los que lo rodeaban en ese grupo de autoridades. Frente a todos ellos había un agujero cuadrado en el suelo, donde se iba a poner la primera piedra, junto al cual estaba el bueno de Remigio. Remigio era uno de nuestros obreros, y ahí andaba el tío, con su uniforme de obra y una pala en la mano mientras esperaba pacientemente su momento. El «sudapollismo ilustrado», el tío más tranquilo y con menos preocupaciones del centenar de personas que estábamos allí. Un cigarro le colgaba de la comisura de los labios, como si lo llevara pegado, y el protocolo que le aplicaba no le impedía llevar la camisa desabrochada hasta la mitad del pecho para que pudiéramos ver el chaleco de pelos que «lo abrigaba». Tendría un problema poroso, como aquel viejo chiste, por-oso.
Hacía tanto calor que todos estábamos deseando terminar, pero faltaban las palabras del alcalde de turno y del representante de la Diputación. Allí fue donde me enteré de que la primera piedra no suele ser una piedra como tal, o un bloque de hormigón, sino una especie de urna transparente en la que se depositan unos objetos a modo de «cápsula del tiempo»: monedas de curso legal, que recuerdo que eran pesetas por entonces, una copia del acta que acababan de firmar los representantes del evento y unos periódicos del día. No se me olvidará que el puto periódico del día llevaba una foto de Stoichkov con la camiseta del Barça en portada, y que encima aquel búlgaro hijop… había tenido la suerte de que su siniestra sonrisa quedara hacia fuera en la urna.
– Mira, Lester -me dijo Antonio, un compañero que sabía del odio que profesaba por el jugador-, se está riendo en tu cara.
– Ya veo, ya -contesté-, qué mal rollo, este edificio se hundirá algún día y lo hará por el lado de Stocihkov.
– Siempre fue un poco desequilibrado.
– Pues por eso mismo.
Terminaron sus palabras y llegó el momento estelar de Remigio. Otro remero por la causa. Le acercaron la urna, tiró el cigarro al fondo del agujero «con un par» y acto seguido la depositó en el mismo hueco, que empezó a cubrir con cemento. ¿Qué necesidad había de que todos te viéramos la hucha, Remigio? Ninguna, sin duda, pero ahí estuvo «el artista» estrella, haciendo de manera diligente el trabajo para el que se le había hecho venir al acto, si bien sin la estética de los engominados y trajeados que lo rodeaban.
A las afueras del recinto de la obra se había situado un reducido grupo de ecologistas con un aspecto… en fin, alternativo. No llegaban a la decena, los cuales gritaban unas tímidas protestas con las que nos demostraban que la poesía y la rima no eran lo suyo: «la depuradora, fuera de la zona», o algo así, ¿o era «el centro deportivo, solo para amigos»? El acto de la primera piedra concluía en una venta cercana, «Casa Curro», adonde teníamos que ir los ciento y pico invitados. De camino a los coches, Antonio y yo quisimos hablar brevemente con los ecologistas. Nos interesaba saber los motivos de su oposición a las obras, dado que eran una mejora para esa zona e iban a evitar el uso ilegal de otros terrenos cercanos. El que parecía líder del grupo, con síntomas evidentes de hidrofobia (y no hablo de la rabia), era uno de esos individuos que cuando te hablan se le forma un hilito de baba del labio superior al inferior y son capaces de soltarte una chapa sin que se les despegue. Nos reconoció que sabía que la instalación era necesaria, pero que él quería que se hubiera hecho en otra zona, a varios kilómetros de allí, porque él vivía junto a la carretera de acceso y ahora iban a pasar más vehículos por allí. Ah, vale, que quieres una planta de residuos que permita cerrar un vertedero ilegal, pero no la quieres cerca de donde vives, que se vaya a otro municipio. «Me queda claro, es una reivindicación ecologista de gran calado», concluyó Antonio.
Cuando llegamos a Casa Curro, comprobamos que el calor no iba a cesar, que el aire acondicionado no iba a ser suficiente para que no pasáramos un calor de narices. A las autoridades se las distingue enseguida por el séquito que las acompaña. Se las encuentra con la misma facilidad con la que divisamos a una pelirroja con un vestido naranja dos tallas inferiores a la suya que se había paseado ante los ojos de todos nosotros durante la colocación de la primera piedra. Con ese escote era imposible no fijarse. «Ten cuidado, Lester, que esa hoy va a pillar, seguro, y con un par de los que estamos aquí, ¿apostamos algo?». La chica era muy cariñosa, no sé si guapa o no porque los ojos no se nos iban de… de… de su conjunto naranja, y se acercó a saludarnos, como a casi todo el resto de invitados. «Vosotros sois de Agua S.A., ¿no?», nos preguntó mientras me plantaba dos besos y estrujaba sus senos contra mi corbata. Olía muy bien, todo hay que decirlo, y ahí terminó mi breve ensoñación con esta joven que trabajaba en el seno del gabinete de…, perdón, bajo los pechos del presidente de…, disculpen… ¡que cobraba de la teta del Estado!
– Lester, ten cuidado con lo que dices hoy -me advirtió mi jefe-, porque se te van a lanzar como buitres a pedirte trabajo.
– ¿En serio?
– Sí, mira, ¿recuerdas lo de Pedro en los Evangelios? Pues antes de que apures dos cervezas, te habrán pedido colocar a tres familiares. Y tú, como Pedro, tendrás que negarlo. Con educación, que en el fondo los necesitamos, pero ándate con ojo, por favor, sé discreto.
Los camareros empezaron a pasar las primeras cervezas. Apenas había cogido la primera cuando se me acercó un tipo que bordeaba los sesenta tacos:
– Hola, Lester, mira, soy Javier Tedero, concejal del ayuntamiento de «Zarandajas» y quería preguntarte si ya tenéis la plantilla para la oficina que vais a tener que abrir. Es que verás, tengo un hijo que está ahora sin trabajo y le vendría bien encontrar un puesto de administrativo o así.
– Bueno, lo miraremos, todavía no hemos empezado a buscar, pero sería bueno que me enviara su currículum, ¿qué formación tiene?
– Él es fontanero, pero tiene un problema en la espalda y no puede ejercer de lo suyo, está ahora de baja, pero sería para que le encontrarais un trabajo en la oficina, moviendo papeles, archivando, o en lo que podáis….
Afortunadamente se acercó Antonio y me dijo que me tenía que presentar a una responsable de la consejería autonómica, me disculpé con el concejal, le di mi tarjeta para que me remitiera el historial del fontanero pasapapeles y me acerqué a conocer a esta buena mujer. La señora en cuestión celebraba que por fin se hubieran solucionado los temas de los permisos y las licencias para comenzar nuestras obras, y tras mencionar la importancia de las gestiones de su departamento, me soltó:
– Por cierto, no sé si ya tendréis contratada secretaria para vuestra delegación. Es que tengo una sobrina que acaba de terminar unos estudios en la academia y no veas lo espabilada y dispuesta que es, me encantaría que la conociérais…
Apuré la cerveza mientras me hablaba de las bondades de su sobrina y me comporté de igual manera que con el anterior: sí, claro que podría encajar, que nos mande su CV y nos pondremos en contacto con ella, pero, discúlpeme, que tengo que hablar un momento con mi superior de…
– Joder, Antonio, vamos a por otra cerveza, que esto va a ser duro de pelotas.
A lo lejos divisé los efusivos saludos de la pelirroja del vestido naranja a todos los asistentes y Antonio me tuvo que dar una colleja para que me diera cuenta de que un camarero estaba pasando una bandeja repleta de cervezas y vinos, anda, tómate algo fresco, que con este calor no hay quien aguante.
Con la segunda cerveza me di cuenta de que Hilario andaba por ahí, no lo había visto hasta ese momento. Hilario era un compañero de la central que tenía que haberse jubilado hacía tiempo, como unos mil años, un tío peleado con el mundo que no era precisamente la alegría de la huerta. El típico tristón que todos evitamos en los saraos de empresa.
– Hola, Lester, ¿qué tal ha ido lo de la primera piedra, bien, no? ¿Tú sabes por qué no me han invitado, me puedes decir de quién fue la decisión? ¿Tú sabes que yo intervine en el proyecto inicial, vamos, que lo hice yo entero? No creo que haya nadie aquí, ahora mismo, que conozca el proyecto como yo. Y no se me reconoce, Lester, nunca se me ha reconocido nada. Estoy dolido, muy dolido, como puedes imaginar.
Aquel día yo debía tener cara de «sumidero de turras» de la gente, porque no había persona que no se me acercara a contarme sus historias. Tras responderle que lo desconocía, que yo estaba al margen de toda esa parafernalia, busqué escaquearme con la excusa de que salían las croquetas, una excusa tan válida y seguramente mucho más sincera que cualquier otra para quitarte a un plomo de encima. Antonio me había visto alejarme de Hilario y me dijo:
– ¿Qué, ya te ha contado lo del proyecto y lo cabreado que está porque no lo invitaran? Con todo lo que sabe y aporta, y tal y tal, ¿tú sabes que su proyecto era inviable, que era un desastre que hubo que rehacer entero? Si todavía trabaja con su primer ordenador, joder, ¡que usa un Spectrum de 48 K!
Me crucé con la fragancia de la pelirroja, vi las miradas de Antonio al bulla de la joven, que andaba a mis espaldas y según me giraba me encontré con la señal que me hacía mi jefe para que me acercara hasta donde él estaba.
– Mira, te presento a Jaime Quetrefe, de la empresa Segurleches.
Una encerrona en toda regla la de José Luis. Se ve que él quería quitárselo de encima porque en cuanto le di la mano se largó haciendo que saludaba a… ¡a nadie! «Tengo que aprender esa naturalidad», me dije a mí mismo. El tal Jaime empezó a hablarme de las bondades de nuestro proyecto, de lo útil que iba a ser para la zona y de la relación de confianza que siempre había tenido Segurleches con mi empresa. Intenté escaparme tras una empanadilla, pero el tipo se vino conmigo, «a mí también me encantan estas empanadillas, aunque soy más de gambas», y me soltó:
– Mira, lo he comentado ya con José Luis, que me conoce de toda la vida, sabe que soy un tío serio y en quien se puede confiar, y me ha dicho que hable contigo para pedirte un favor: necesito que contrates a mi yerno en el control de accesos. O en el mantenimiento de las instalaciones. En algo que no sea muy complejo porque es un inútil, un tío flojo, flojo, flojo, pero necesito que lo metáis en vereda, que sé que en las empresas grandes…
Pegué un trago largo a la cerveza mientras suspiraba, pensaba, miraba al vacío, bajaba la copa y volvía a tomar aire. Le contesté que tendría que verlo con Recursos Humanos, que tenían unos procesos de selección exigentes, que cómo se manejaba en inglés, con los ordenadores, blablabla… Y en ese momento me di cuenta de que acababa de terminar la segunda birra. Cantó un gallo, ¿o eso no era de esta historia?