La juventud de Corbet

Puede que The Brutalist sea la película del año. Me faltan muuuuchas por ver, pero no creo que haya demasiadas aspirantes a este inexistente título honorífico. The Brutalist sorprende por muchas razones y lo hace desde el primer minuto: por contar una historia de ficción que te hace creer que fue real, por el estilo empleado, por la impresión de estar viendo imágenes de hace varias décadas, porque cada escena resulta impredecible, por varias escenas arriesgadas, por la duración con el añadido del intermedio que recuerda a sesiones dobles de otra época, por lograr cierta incomodidad en el espectador en varios momentos… Por su inmensidad, por el aroma a cine clásico que desprende desde el inicio. No quise leer nada sobre ella antes de ir a verla y me alegro de haberlo hecho. Es una obra de esas que merece la pena reposar y repensar. Y una vez hecho y leídas varias críticas, me sigue sorprendiendo por muchas razones, pero no precisamente por un motivo que sí he visto destacado en algunas de esas críticas: la edad de Brady Corbet, director y guionista (guion escrito al alimón con su mujer, Mona Fastvold).

Quizás sorprenda que un director tan joven, 35 años cuando la rodó, se atreva a acometer un proyecto de estas dimensiones, o que tenga una ambición tan enorme como para intentar sorprender en cada secuencia, ya sea con la fotografía, la música, los títulos de crédito o las elecciones de guion. Para mí, algunas de ellas son erradas, según mi manera de ver o entender el cine, pero nada de ello resta valor a The Brutalist. Ahora bien, cuando hablo de «estas dimensiones», me refiero a cierto afán megalómano similar al del magnate interpretado por Guy Pearce. Por momentos pensé en el presupuesto con el que contaba su director para un proyecto tan personal, porque tiene una factura potente, de presupuesto elevado, y sin embargo, me llevé una nueva sorpresa al saber que no llegaba a los diez millones de dólares.

El mayor fallo que se le puede achacar a la edad del director es que parece estar más pendiente de epatar al espectador que de contar la propia historia, es decir, puede que le falte contención, o le sobre el empuje «de juventud» que con la experiencia dominará. No se me hizo larga en ningún momento, pero da la impresión de que, como en otros proyectos recientes, evita meter la tijera en momentos en que la trama lo requiere.

Ese esfuerzo algo forzado por impactar al espectador se nota en muchos detalles, comenzando con el formato escogido, el VistaVision, que llevaba sesenta años sin ser utilizado, lo que contribuye sin duda a que produzca esa impresión de peli antigua. Ahora un plano preciosista, ahora uno en el que no se ve nada, luego una profundidad de campo de visión inusual, ahora una escena alargada como la del tren, una banda sonora que molesta intencionadamente en escenas concretas. ¿Acaso esperabas un momento de gran belleza cuando el protagonista (Adrien Brody) se reencuentra con su mujer (Felicity Jones)?, pues toma palo. Luego, de repente un salto temporal, o una elipsis mal contada, un epílogo innecesario… La película va a contracorriente y quizás por eso mismo me gustó. Es magnífica y puede que sea la peli del año, pero no creo que sea la obra maestra que he leído en algún lado.

Y respecto a la edad, quizás sea un poco cabroncete compararlo con genios del Séptimo Arte, pero voy a dejar algunos ejemplos:

  • Steven Spielberg tenía 25 años cuando rodó El diablo sobre ruedas, 29 cuando hizo Tiburón y con 36 años ya había añadido a su filmografía Encuentros en la tercera fase, En busca del arca perdida y E.T., ahí es nada.
  • Martin Scorsese, a sus 34, ya había rodado Malas calles, Alicia ya no vive aquí y una obra tan madura y jodida para el espectador como Taxi driver.
  • Quentin Tarantino comenzó fuerte en el cine. Con 28 años y sin más estudios cinematográficos que los que le proporcionaron miles de horas viendo pelis de todo tipo, se lanzó con Reservoir dogs a los 28 y con Pulp Fiction a los 30.
  • Paul Thomas Anderson, un director del cual he leído comparaciones con Corbet, estrenó Boogie nights y Magnolia antes de los 30, y Pozos de ambición, una obra con la que se ha comparado The Brutalist, con 36 años, la edad actual de Brady Corbet.
  • Francis Ford Coppola ya había realizado las dos primeras entregas de la saga El Padrino antes de esos mismos 35 años, y en estas dos obras maestras ya había madurez, conocimiento global del cine, experimentación, afán por resultar clásico, ganas de impactar al espectador… y contención.

Lógicamente, si me refiero a la edad de los directores, es imposible no mencionar a Orson Welles y su debut por todo lo alto con Ciudadano Kane, a la tierna edad de 24 años. Claro que pocos genios habrá más precoces que Orson Welles, que ya había logrado notables éxitos en el teatro con adaptaciones de obras de Shakespeare, y en la radio, con la emisión de La guerra de los mundos. Ciudadano Kane busca ese mismo impacto en el espectador al que me refería en la obra de Corbet. Trata de ser original en cada plano, con la iluminación, con los ángulos escogidos (es muy famoso el plano «bajo» el suelo, agujereando la propia tarima para que la altura del protagonista pareciera superior), el movimiento de la cámara…

En casi todos los casos de precocidad que comento, se advierte la maestría de los jóvenes directores en la técnica cinematográfica, que les permite ser innovadores en los planos, el montaje o en el empleo de la fotografía. Spielberg, Tarantino, Scorsese, Anderson, Welles, también Corbet. Son cualquier cosa menos convencionales en el modo de rodar. Brady Corbet se atreve con todo: el formato, la profundidad de campo (qué maravilla la cantera de Carrara), la duración, los efectos visuales, incluso con el uso de la Inteligencia Artificial para hacer que sus protagonistas hablen en un perfecto húngaro, lo cual ha generado polémica respecto a su candidatura para los Óscar de este año.

Quizás lo que voy a decir sea una barbaridad dicha por alguien que no sabe de dirección de cine, pero puede que el empleo de la técnica sea lo más sencillo de adquirir. Es algo parecido a lo que pasa con David Fincher, que venía del mundo de la publicidad y los videoclips, y no tenía problemas en jugar con la cámara en situaciones inverosímiles. Rodó Seven con 32 años, y antes de los 36 ya había hecho The game y El club de la lucha. Y si el manejo de la técnica es lo más fácil de asimilar, quizás lo más complicado sea crear un guion perfecto que salve la falta de contención propia de la juventud.

En este punto es donde encuentro la mayor diferencia de la obra de Corbet con el resto de directores mencionados. El guion de The Brutalist fue escrito por Brady Corbet y su mujer, la noruega Mona Fastvold, y (sospecho que) apenas tuvo filtros hasta ser llevado a la pantalla. Quizás por ello, las mayores pegas que encuentro a la película vienen de algunas elecciones de guion de la segunda mitad, reacciones inusuales de los protagonistas, insuficientemente razonadas, o insinuaciones que luego no se concretan. No son MacGuffins, ni pistolas de Chejov, son insertos que no vienen a cuento. Como el epílogo. Pero no quiero desvelar nada más al posible espectador interesado al que, por supuesto, recomiendo la película de Corbet y Fastvold.

Si pienso en algunos de los jóvenes directores mencionados en los párrafos anteriores, compruebo que la figura de un guionista experimentado fue fundamental para muchas de esas obras maestras. Steven Spielberg contó con Lawrence Kasdan para el debut de Indiana Jones, con Melissa Mathison para E.T. y, aunque finalmente retirara su nombre por desavenencias con el resultado final, con Paul Schrader en Encuentros en la tercera fase. Francis Ford Coppola trabajó intensamente con el propio Mario Puzo en distintas versiones del guion de El Padrino hasta dar con la versión final. Martin Scorsese alcanzó una obra redonda como Taxi driver cuando el guion fue escrito y reescrito hasta la obsesión por un experto como Paul Schrader, un guion infinitamente más redondo que el de Malas calles, que es de Scorsese en su mayor parte y peca de falta de mesura. Quentin Tarantino es un caso aparte, porque lo mejor y lo peor de sus obras son fruto de sus excesos como escritor, cuando da rienda suelta a sus frikadas.

Caso aparte es Citizen Kane, a cuya escritura de guion le dedicó David Fincher una película completa como Mank, ya reseñada en este blog. Los conflictos creativos entre dos artistas de lo suyo como Orson Welles y Herman Mankiewicz dan lugar a un tour de force magníficamente rodado por Fincher, quien a cada película demuestra un mayor gusto por el clasicismo y una manera de rodar mucho menos transgresora que en sus primeros trabajos. Los «vicios» de juventud de los que hablaba al inicio.

En resumen, nota alta para The Brutalist en mi caso, tanto que ha despertado mi interés por las dos películas anteriores de Corbet (La infancia de un líder y Vox lux), de las que no sé nada. Y respecto a la nueva hornada de directores, aquí dejo otro nombre ya consagrado, Damien Chazelle. Con menos de 30 palos ya había rodado una peli tan clásica como La la land y una oda musical como Whiplash. Poco después se atrevió con una del espacio rodada «a la antigua», First man (A bored man on the moon para mí) y se soltó la melena, los pantalones, la claqueta y todo lo que tuviera a mano para regalarnos ese exceso sumamente disfrutable como fue Babylon. Con 36 añitos.

Terceras partes (y III): buenas, dignas y espantosas

Como no podía ser de otro modo en una serie de post dedicada a las terceras partes, tenía que concluir de igual manera, con una tercera parte. Como si se tratara de una «Trilogía» de terceras partes:

  1. Buenas, muy buenas, obras maestras.
  2. Dignas, aceptables.
  3. Espantosas, innecesarias, errores desde su misma génesis.

Terminator 3: la rebelión de las máquinas. el simple hecho de que la secuela no contara con la heroína principal y verdadera salvadora de la humanidad, Sarah Connor (Linda Hamilton), ya me hacía dudar de esta continuación innecesaria. Fue rodada en 2003, doce años después de la maravilla visual y argumental que fue la segunda de James Cameron sobre la rebelión de las máquinas. Tarde, a destiempo, y con un argumento pobre. Tras esta tercera sucederían nuevas tramas como Salvation o Genesis, que no están mal, pero que debieron desesperar a James Cameron hasta tal punto que se puso de nuevo tras la producción para cargarse a John Connor de la línea y recuperar a Sarah Connor (Terminator: Dark fate). La tercera era tan floja que la idea de la Terminatrix sensual (el pibón Kristanna Loken), de metal líquido y que podía convertir sus miembros en armas, se desechó para posteriores entregas. Mala, floja. Aunque el final me parece que no estuvo mal del todo (alerta spoiler: la inevitabilidad del Día del Juicio Final).

Superman III: un claro ejemplo de lo mal que pasa el tiempo para algunas películas. O lo mucho que cambia nuestra percepción. Se estrenó en 1983, por poner las cosas en contexto. La vi en el cine con trece años y salí como con las dos anteriores: «wow, qué divertida y qué efectos especiales, qué buen rato he pasado». Si no la habéis visto en estos cuarenta años, guardad ese recuerdo en vuestra memoria, no estropeéis la ilusión de aquel niño que fuisteis. En definitiva, no hagáis como yo, que volví a verla no hace mucho y me sorprendí de todo: de la trama absurda, del tono de comedia y no de peli de superhéroes, del verdadero protagonista de la historia (el cómico Richard Pryor, no Supermán, y tiene momentos estomagantes), ¡hasta de los efectos especiales! Estarían bien en su época, como los de tantas otras producciones, pero hoy te llevas las manos a la cabeza pensando en cómo la ilusión de un niño impedía que vieras todas las «costuras» en cada centímetro de la pantalla. Gene Hackman debió intuir el despropósito de película y se bajó del proyecto antes de tiempo. Aunque volvió para la cuarta, que fue aún peor. Ya era mala cuando se estrenó, no quiero ni imaginarme lo que podría ser verla hoy.

Batman forever: nunca me gustaron las pelis de Tim Burton sobre el caballero oscuro, pero tenían un pase, volvieron a poner de moda a los superhéroes en mallas y tuvieron bastante éxito de taquilla. Tim Burton pasó a la producción y cedió los trastos de dirección a Joel Schumacher, quien se encargaría de la tercera y la cuarta de la saga. Me alegré del cambio de actor principal, Val Kilmer en lugar de un Michael Keaton al que nunca me creí como superhéroe, ni tan siquiera como tipo duro, pero ni por esas. El reparto tenía una pinta estupenda, con Tommy Lee Jones, Nicole Kidman y Chris O’Donnell como Robin. Contaba también con Jim Carrey en la época en la que Jim Carrey podía hacerte detestar una película entera (El show de Truman lo perdonó todo). Pero de ese gazpacho salió una trama absurda en la que cada personaje quería meter su cuña, Val Kilmer ponía cara de no saber qué hacía por allí y el director logró hacer algo tan difícil como aburrir (en defensa de Schumacher, hay que decir que la anterior, de Burton, también era bastante tostón). Muy floja, mas, al igual que con Superman III, todavía podía empeorarse con una cuarta.

Parque Jurásico 3: un claro ejemplo de película sacada adelante con el único objeto de aprovecharse de sus secuelas y recaudar. La primera de la saga, de 1993, junto a Terminator II (1991), fueron las obras, quizás, que nos hicieron pensar que «ya se puede hacer cualquier cosa en el mundo de los efectos especiales». Las dos primeras entregas de la saga sobre los dinosaurios clonados y resucitados para la vida moderna contaban con dos maestros en lo suyo: Michael Chrichton en la escritura (dos novelones que aportan tanta ciencia ficción como entretenimiento) y Steven Spielberg en la dirección. En esta no aparece ninguno y el resultado es el que es: un absurdo con mercenarios sueltos por la trama y un desarrollo totalmente rutinario de la acción. Los efectos mejoraban tras cada película, pero sin un genio como Spielberg en la dirección, el resultado es tan pesado como un braquiosaurio.

El Hobbit: la batalla de los cinco ejércitos. Se veía venir. A ver, quizás me he pasado al incluirla en la categoría de «espantosa», que no lo es, pero no es digna de todo lo que la precedió. Pero es que se veía venir. El señor de los anillos de Tolkien era una novela fantástica de 1.100 páginas, de la que Peter Jackson fue capaz de extraer la esencia, los personajes y componer una trilogía extraordinaria. Había tanto material que incluso tuvo que descartar alguna trama secundaria (Tom Bombadil, ¡menos mal!). La versión estrenada en los cines superaba las nueve horas, y la versión extendida se iba cerca de las doce. El Hobbit era una novelita de menos de trescientas páginas de la que resultaba imposible hacer una trilogía de pelis de tres horas, por mucho que Peter Jackson incorporara leyendas de El Silmarilion. Lo que ocurrió era previsible: el desarrollo de las dos primeras entregas ya se apreciaba alargado, con escenas varios minutos más largas de lo que el ritmo requería. 169 minutos en la primera, 161 minutos en La desolación de Smaug, a la que ya le sobraba media hora como poco, y un final que se me hizo muy pesado aunque el metraje se acortara hasta los 144 minutos. No la veo con desagrado, pero mi culo avisaba de que se me estaba haciendo muuuuuy larga.

Shrek Tercero: otra que no es especialmente mala, pero que tenía el serio problema de rebajar varios puntos el nivel altísimo de sus dos predecesoras. Las dos primeras pelis de Dreamworks sobre el ogro verde malhumorado y la princesa Fiona eran dos obras maestras del entretenimiento para niños y para no tan niños, pero esta tercera carecía de la frescura de los argumentos originales, aparte de que había perdido el factor sorpresa inicial de darle la vuelta a las pelis de princesas, héroes salvadores y monstruos malísimos de la muerte. La ves, la disfrutas un rato con tus hijos y la olvidas enseguida. La mejor prueba de que no es digna sucesora de las anteriores es que si un día pillas la primera o la segunda en la tele, te quedas un rato a verla. Con esta tercera desconectas al minuto, no engancha. La propia productora intentó alargar las historias del ogro verde con una cuarta, pero finalmente optó por otra vía y desarrolló el personaje del Gato con botas.

Arma Letal 3, Superdetective en Hollywood III: las pongo juntas porque han pasado tantos años que ya ni sabría decir qué aportaba cada una de ellas respecto a las anteriores de sus sagas. Más de lo mismo, más de buddie movies, poli negro-poli blanco, tipos estrictos vs tipos con métodos alternativos. No defraudan a sus seguidores, pero yo reconozco que me quedé en las primeras, que sí me entretuvieron. Pero ya, ya tenía suficiente. Sé que he visto estas terceras, y la cuarta de Arma Letal, pero también sé que las he olvidado y no pienso volver a intentar verlas de nuevo.

Viernes 13 3, Pesadilla en Elm Street 3, Scream 3… He visto muchas de estas tres colecciones interminables de terror, pero de verdad que no sé si he visto la cuarta de Jason, la quinta de Freddy o la tercera del tipo de la máscara de El grito de Munch, pero es que, el que sepa distinguir las obras del género llamado slasher se merece todo mi reconocimiento. Yo reconozco que no soy capaz. Sé que he visto la cuarta de Pesadilla porque el director (Renny Harlin) pasó a continuación a la saga de La jungla de cristal, y por eso quise verla. Tuvo sus momentos ocurrentes (esa pizza…), pero ya, mi tiempo dedicado a estas pelis ya pasó, ya tuve suficiente.

Concluyo ya. Habrá quien diga que no ha habido una sola mención en estos tres textos sobre Piratas del Caribe y las películas de Harry Potter. Tengo que reconocerlo en público: no he visto ni una sola de la docena que deben sumar entre ambas. No creo que sean malas, más bien al contrario, estoy seguro de que disfrutaría algunas, pero, por la razón que sea, no he visto ni una. No me atrevo a catalogar sus terceras partes, ni las cuartas, ni las primeras. ¿Alguien que me aconseje?

Leí hace poco que se anuncia una nueva de Gremlins, la que sería la tercera, para 2025, y yo me pregunto: ¿de verdad es necesario?

Terceras partes (II): buenas, dignas y espantosas

La primera parte de las terceras partes no es igual a la segunda parte de las terceras partes, sean contratantes o no (Groucho siempre en el recuerdo). Así que, una vez defendidas las grandes terceras partes de la historia de las sagas, vamos con el segundo bloque de mi clasificación particular:

  1. Buenas, muy buenas, obras maestras.
  2. Dignas, aceptables.
  3. Espantosas, innecesarias, errores desde su misma génesis.

2.- Dignas, aceptables. Se trata de películas que nunca nos van a gustar como sus predecesoras, pero las soportamos bien por el cariño que sentimos por los personajes, o por esa nostalgia de las propias historias originales. O bien, simplemente, porque valoramos la buena intención de sus autores (más allá del afán recaudador de los productores), aunque la historia no diera más de sí y finalmente resultara fallida o algo pesada. Casi acaba en este saco la tercera de Nolan sobre Batman, por ejemplo, así que vamos con este grupo de obras, quizás el más numeroso.

El Padrino III: la crítica estuvo muy dura con el final de la trilogía de los Corleone, pero, ¿es realmente una mala película? ¡Pues no, coño, no lo es! Tiene momentos verdaderamente notables, pero su mayor problema es la comparación con las dos obras originales de la saga, consideradas siempre entre las mejores películas de la historia del cine. Llama la atención que durante varias décadas se consideró a El Padrino como la mejor película de siempre, a veces, con un consenso tan unánime (y contradictorio a la vez) como el de «la segunda es la mejor de toda la saga». El Padrino III es una buena película, pero no resulta excelsa, una obra maestra, como las anteriores. Y ahí es donde pierde por goleada, con la comparación, aumentada por el hecho de los dieciséis años transcurridos desde la anterior y el efecto nostalgia. También pierde en la comparación, al menos para quien esto escribe, Andy García, quien no tiene la talla de Al Pacino, Marlon Brando y Robert de Niro como cabeza visible o capo de «los negocios de la famiglia«. Puede que el papel de Sofia Coppola también tuviera sus pegas, como afirmaron los críticos que se cebaron, pero el momento de su muerte y posterior llanto silencioso de Michael Corleone es sobrecogedor, magnífico. Y me encantan los esfuerzos de Michael por blanquear sus negocios, las relaciones de la familia con el Vaticano o los «clásicos» de esta trilogía clásica imperecedera: la música de Nino Rota, las celebraciones, los asesinatos, la fotografía tenebrosa y tenebrista de Gordon Willis. ¡Claro que es una tercera parte digna, almas de cántaro!

Regreso al futuro III: recuerdo que en cierta ocasión preguntaron a Carlos Pumares por el homenaje al wéstern que Spielberg y Zemeckis pretendieron hacer con la tercera parte del Back to the future, y el locutor de radio respondió enfadado algo así como: «¡pues para hacerlo así de mal, prefiero que no me homenajeen!». La idea de rodar esta tercera parte surgió ya durante el rodaje de la primera, según parece, tras una conversación entre Zemeckis y Michael J. Fox en la que hablaban de que, ya que tenían una máquina del tiempo en sus manos, qué época les gustaría visitar. «El salvaje oeste», contestó el actor. Y con esa idea en mente se pusieron a trabajar años después. La tercera parte de la trilogía se rodó junto con la segunda, y de ese modo lograron abaratar costes y mantener a todo el equipo. Para los que vimos la segunda en los cines, fue una sorpresa encontrarnos con imágenes de la tercera sin llegar a salir de la sala. A mí me gusta, me entretiene, me hacen gracia los homenajes a los topicazos del saloon, los tipos duros y malencarados, la locomotora descontrolada, Clint Eastwood y la plancha de metal de Por un puñado de dólares. ¿Que puede tener incongruencias de guion? Seguro que sí, aunque la mayor de toda la saga sucede en la segunda y ya la expusieron de modo brillante en The Big Bang theory:

El ascenso de Skywalker: ya le dediqué un post entero a los grandes fallos del remate de la tercera trilogía de Star Wars, made by J.J. Adams (la falta de continuidad con las ideas de Rian Johnson en el Ep. VIII: Los últimos Jedi, los usos nunca vistos antes de la Fuerza, los orígenes de Rey), pero también a sus grandes aciertos, la recuperación de ideas clásicas, la épica, el retorno a lo que siempre funciona. A mí me parece un final digno a una trilogía que nunca nos hará sentir como la original, cuando éramos críos, ni denostarla como la trilogía de precuelas, cuando íbamos de treintañeros protestones a los que nos han cambiado nuestro universo. Como dijo Arturo González-Campos, «Protestaste porque en el VII no te contaban nada nuevo, protestas ahora porque todo ha cambiado. A lo mejor es que esa es tu forma de disfrutar de la saga, protestar porque no han hecho la película como tú querías«. Mejor disfrutarlas con la madurez, pero sin tirar cohetes.

La venganza del Sith: el broche a las precuelas de Star Wars. No soy fan de ninguna de las tres, pero la tercera, al menos, subía el nivel de La amenaza fantasma y, sobre todo, de la soporífera El ataque de los clones. No merece dedicarle más tiempo, se ve, se digiere y se olvida pronto.

Alien 3: alguno se me tirará al cuello, «¡es indigna, es una bazofia!» y tal, pero creo que tiene un pase. O creo que el pase lo tiene por todo lo que vendría años después, Alien Resurrection, Prometheus, Romulus, peleas vs Predator y demás variantes de una saga que comenzó con dos películas que posiblemente sean obras maestras. La primera, Alien: el octavo pasajero, del género de terror mezclado con ciencia ficción, y la segunda, Aliens, el regreso, del cine de acción pura y dura. Alien 3 no es una mala película, aunque sus decorados claustrofóbicos hacen que parezca una serie B algo mejorada, y lo cierto es que no lo era para la época: 50 millones de dólares de presupuesto. Pero la producción y el rodaje debieron ser caóticos, por lo que han contado sus autores. Supuso el debut de un genio como David Fincher en la dirección y contaba con Walter Hill entre los guionistas, pese a lo cual, no hubo comunicación suficiente en el equipo, se incorporaron numerosos cambios durante el rodaje y el propio director renegaría del proyecto en entregas posteriores. Llegó a decir que le daban el plan de rodaje por la mañana, o el guion de lo que iban a rodar al día siguiente. Aun con todo, logró entretenerme. Ahora bien, la prueba de fuego: ¿cuántos años hace que no la veo? Pues muchos, seguramente más de veinte. ¿Y las dos primeras? Pues mucho menos.

Matrix Revolutions: puf, bueno. No sé cuál es su mayor pega. La primera Matrix fue una obra revolucionaria que, como se dice ahora, «nos voló la cabeza», nos puso patas arriba muchos conceptos cinematográficos, culturales, sociales… Matrix reloaded, su continuación, fue entretenida, exagerada por momentos, con buenas secuencias de acción. La trama de Revolutions es, posiblemente, más redonda que la de la anterior, ¿entonces, qué problema tiene? Pues puede que algo tan simple como que resulta aburrida por momentos. Pero es un digno final de la trilogía. ¡Ah, no, que, casi veinte años después, sus directores, ahora ya directoras, hicieron una nueva! Totalmente fuera de todo.

Harry el ejecutor: Harry el sucio, Harry el fuerte, Harry el ejecutor, Harry Callahan a secas. Este tipo fascista, racista y al servicio de la ley fuera de la ley es siempre él mismo. Ni siquiera recuerdo mucho las diferencias entre Harry el fuerte, Harry el ejecutor e Impacto súbito, solo sé que «era él». En La lista negra sí era un poco diferente porque los años no pasan en balde y el tipo de gatillo fácil era algo más reflexivo. Medio segundo, no mucho más. Yo he visto a Harry Callahan en numerosos papeles a lo largo de la carrera de Clint Eastwood. Es Bronco Billy, el alpinista de Licencia para matar, el veterano que enseña a El principiante, El sargento de hierro, el fugitivo de Alcatraz, y, ya avejentado, el dueño del Gran Torino, el predicador de El jinete pálido, el vengador de Sin perdón, y la mula de Mula. Es él, uno de los grandes. Menos en Los puentes de Madison.

Rocky III: la han puesto a parir muchas veces, pero a mí me siguen gustando todas las de Rocky, excepto la quinta, algo en lo que coincido con el propio Stallone. El malo malísimo que le zurra la primera vez era el popular actor de los ochenta Mr.T, el MA del Equipo A. Y luego viene lo de siempre, el entrenamiento con música, el sacrificio, la revancha… ¿no era lo que queríamos? ¿Alguien esperaba otra cosa? ¿Como la de la quinta, por ejemplo? Pues así salió el engendro que finalmente resultó. No te puedes tomar en serio estas pelis, solo la primera, como con John Rambo. Rambo III… jo, jo, jo… imposible no reírse, difícil no disfrutarla. La primera era buena, la segunda, una macarrada fascistoide y molona, la tercera… inenarrable. Uno de mis placeres culpables.

Mad Max III: más allá de la cúpula del trueno. Nunca fui muy fan de estas pelis sobre un futuro apocalíptico, por eso no me encaja mal con las anteriores, no resulta indigna en una historia que parecía agotada hasta que George Miller la rescató con fuerza treinta años más tarde. Eso sí, esta tercera, ¡con Tina Turner!, es una muestra más de que, en ocasiones, el incremento de presupuesto no beneficia a las historias.

A veces es un problema de expectativas, de lo que se denomina ahora con frecuencia, «hype». Y sobre hype y trilogías, encontré este curioso gráfico, con el que coincido solo en parte:

Concluirá…

Terceras partes (I): buenas, dignas y espantosas

Hace muchos años que el dicho aquel de «segundas partes nunca fueron buenas» dejó de tener validez. El Padrino II, Aliens: el regreso, Terminator II, El imperio contraataca, El templo maldito, Regreso al futuro II… son solo unos ejemplos. Lo que no era habitual es que el número apareciera en el propio título. De hecho, se atribuye al empeño de Francis Ford Coppola el logro de incorporar el ordinal en el título que se lanzó al mercado con ocasión de la secuela de El Padrino. «Eso no lo ha hecho nadie nunca. Tendrás que pensar en otro título», le dijeron los productores. Sin embargo, el éxito de la primera parte y el convencimiento del director de que el título no podía ser otro, hicieron que al final se saliera con la suya.

En épocas anteriores, las secuelas se titulaban como una indisimulada continuación de la original:

  • Frankenstein y La novia de Frankenstein.
  • El padre de la novia y El padre es abuelo. Las de Spencer Tracy, Joan Bennett y Elizabeth Taylor, porque décadas después serían El padre de la novia y Vuelve el padre de la novia.
  • El planeta de los simios y Regreso al planeta de los simios. Y Huida del planeta de los simios, etcétera, en las secuelas posteriores.
  • Drácula, La hija de Drácula, El hijo de Drácula.

Mas, por lo visto, tampoco es del todo cierta la leyenda atribuida al genio de Coppola. La primera secuela de la historia que incorporó el II en el título fue Quatermass II, una producción de la mítica Hammer de 1957. Tan poco conocida que ni llegó a estrenarse en España.

En cualquier caso, hoy me preguntaba si, en estos tiempos actuales de secuelas que se perpetúan muy por encima de lo necesario, podría afirmarse que «terceras partes nunca fueron buenas». Y mi respuesta es que no, que por supuesto que NO coincido con esa afirmación. Claro que hay secuelas infumables que tratan de aprovechar el éxito inicial de sus predecesoras y agotan la buena idea inicial hasta convertirlas en aborrecibles, pero hay otras terceras partes que complementan y hasta pueden mejorar lo previamente visto, en especial si, como ocurre tantas veces, se «deja crecer» a los personajes, se les incorporan nuevos matices, traumas pasados o habilidades, o se juega con un humor autoparódico que remita a las anteriores. Y si repaso una larga lista de terceras entregas encuentro verdades joyas, incluso obras maestras que redondean una trilogía. Probablemente tantos como truñacos insoportables, que también los hay.

De eso va el post de hoy, para lo cual he dividido las terceras partes en tres grandes bloques por categorías:

  1. Buenas, muy buenas, obras maestras.
  2. Dignas, aceptables.
  3. Espantosas, innecesarias, errores desde su misma génesis.

1.- Buenas, muy buenas y obras maestras. Las que superan la brillantez de la original o mantienen el altísimo tono de la segunda parte, o bien, cierran de manera excelsa una trilogía. Por razones que a los aficionados se nos escapan, en ocasiones le da a los productores por hacer años después una cuarta parte que destroza o pone patas arriba buena parte de lo anterior. Sus urdidores deberían haber sido arrojados previamente a la fosa de Sarlacc, el río de lava de Mordor o la fosa del cañón de la Media Luna, por citar tres estupendos sitios de las obras que las precedieron. Vamos con ellas.

El retorno del Rey: mi favorita de la trilogía de El señor de los anillos de Peter Jackson. La primera tardaba en arrancar, creaba los personajes y los mundos de la Comarca, Moria o el bosque de Fangorn y la segunda se interrumpía cerca de un momento cumbre, sin culminar, con demasiados frentes abiertos. En la tercera todo cobra sentido, se unen las piezas sueltas por toda la trama y cada personaje se enfrenta a su misión. Todo ello en un entorno de batallas épicas. El asedio de Minas Tirith, la carga de los jinetes de Rohan, la batalla en los campos de Pelennor, la evolución de Gollum y Frodo, la entrada en Mordor y todo el cierre de la historia en el Monte del Destino. Once Óscar a estas tres horas de gozoso disfrute.

El retorno del Jedi: durante mucho tiempo fue mi favorita de la trilogía original de Star Wars (Ep. IV a VI), y puede que lo siga siendo. Los personajes habían crecido mucho desde La guerra de las galaxias, entendemos mejor sus comportamientos, vemos la evolución que han tenido (Luke, Han y Leia son muy diferentes a los pipiolos de la primera) y, además, se concluían las tramas abiertas en El imperio contraataca. Pero la destaco de manera especial por el enriquecimiento (y posterior redención) del mejor villano que hayamos visto en una sala de cine, Darth Vader.

Toy Story 3: pues es la mejor de la saga, sin duda. Cuando creíamos que esta «historia de juguetes» no daba más de sí (lo cual se apreció en la cuarta), llegaron los guionistas de Pixar y nos pegaron este guantazo quince años después de la primera entrega (de 1995 a 2010). El niño Andy ha crecido, sus circunstancias han cambiado tanto como las de los juguetes, pero aun con una historia aparentemente infantil, los creadores de esta historia fueron capaces de crear uno de los momentos de mayor ternura que recuerdo en mucho tiempo (comparable a muy pocas, quizás a otra joya de Pixar, el arranque de Up). Sucede justo al final, tras salvar a los personajes de otro momento angustioso que seguro que aterró a más de un niño en las salas: la escena de la incineradora de residuos, con todos los juguetes abrazados antes de enfrentarse a una muerte segura. Da igual tu edad, es una puñetera maravilla de película.

Indiana Jones y la última cruzada: la primera de la saga del famoso arqueólogo, En busca del arca perdida, impactó a toda mi generación, nos metió de lleno en un tipo de cine que parecía olvidado a principios de los ochenta, el cine de aventuras sin freno. Con nazis, acción, humor y la chica del prota. La segunda, El templo maldito, fue algo siniestra, macabra y se recreaba en la truculencia, pero resultaba igualmente brillante. La tercera añadió a todo lo anterior el mejor humor que se ha visto en la serie, no ya por boca del personaje principal, ese Indy algo canalla y sarcástico, sino por ese padre interpretado con socarronería y enorme carisma por Sean Connery. ¿La mejor de la trilogía? Pues… puede serlo perfectamente. El joven Indy, los orígenes del látigo, el sombrero, la cicatriz en la barbilla, la relación con su padre, la afición a los enigmas… Lo tiene todo y lo cuenta todo sobre el personaje, ¿de verdad era necesario hacer continuaciones 19 y 34 años más tarde?

La jungla de cristal: la venganza: la primera se tituló en España La jungla de cristal en lugar del Die hard original, porque sucedía en un edificio en el que se reventaban todos los cristales de las ventanas y sonaba a La jungla de asfalto, así que tocaba seguir con esa «jungla» que no se aprecia ni de lejos en las siguientes entregas, pero, ¿acaso importaba? La mejor sigue siendo la primera (al menos para mí), y a continuación en mis preferencias viene esta tercera. ¿La razón? Los villanos: Alan Rickman y Jeremy Irons. Están varios cuerpos por encima de los que interpretan los personajes de Franco Nero y William Sadler en la segunda. Y para que una buena trama de acción funcione, es imprescindible contar con un villano de altura. Si, además, pones a Samuel L. Jackson al lado de John McClane, el entretenimiento está asegurado.

El caballero oscuro: la leyenda renace: a mí personalmente me resulta la menos interesante de la trilogía de Christopher Nolan sobre Batman, tras El caballero oscuro y Batman begins, en mi orden de preferencias, inverso al cronológico. De hecho, casi la paso al bloque de las terceras partes «solo» dignas. Pero me parece un buen cierre a la trilogía sobre este superhéroe «intruso», como decía aquel monologuista. Intruso porque, contrariamente al resto, carece de superpoderes. Y ni que decir tiene que las obras de Nolan me parecen muy superiores a las anteriores versiones de Tim Burton y Joel Schumacher. No tiene el interés de la primera (que apenas parece una más de Batman), ni un personajazo como el Joker de la segunda (Heath Ledger), pero aporta nuevos personajes de muchos quilates, como esa Anne Catwoman Hathaway, y en especial, Bane (Tom Hardy, más hijop… que nunca) y Miranda Tate (Marion Cotillard). Es algo más larga de lo que quizás merece la historia (165 minutos), pero se aguanta bien. Impagable ese final tan parodiado para todo tipo de memes, el cruce de miradas entre Christian Bale y Michael Caine.

2.- Dignas. Son continuaciones sin el nivel de las dos primeras, pero, al menos, resultan aceptables, complementarias. O simplemente bienintencionadas, pero fallidas, en ningún caso detestables, como las que aparecerán en el tercer bloque, que pueden llevar a desear el asesinato (intelectual, se entiende) de sus autores.

El Padrino III, Regreso al futuro III, Alien 3, Matrix Revolutions… Sí, sí, lo sé, todas ellas tienen muchos detractores, pero me apetece defenderlas.

(Continuará…)

La edad de un clásico

Cuando empecé a aficionarme al cine y a querer conocer mejor este arte de contar historias, supe de un montón de películas que ya tenían el marchamo de «clásicos», la etiqueta de obras imperecederas que en algún momento de tu vida tenías que ver sí o sí. Hablo de la época en que escuchaba los programas de Carlos Pumares y José Luis Garci, es decir, finales de los ochenta, primeros noventa. Voy a considerar una fecha intermedia, por ejemplo, 1990, y comprobar la antigüedad que tenían entonces algunas de las películas que devoré en su momento porque estaban en esa lista de clásicos imprescindibles:

  • La gran evasión, El verdugo: 27 años, pues ahora, visto en perspectiva, no me parece tanto.
  • Espartaco, Psicosis: 30 años.
  • Ben-Hur, Con faldas y a lo loco, Con la muerte en los talones: 31.
  • Centauros del desierto: 34
  • Qué bello es vivir: 44.
  • Casablanca: 48.
  • Lo que el viento se llevó: 51.
  • El maquinista de la General: 64.
  • ¡El Padrino, apenas 18 años! La obra maestra de Francis Ford Coppola era tan cercana como puedan resultarnos ahora mismo Babel, Inflitrados o V de Vendetta.

Así que compruebo que películas que me parecían bastante antiguas, muchas obras maestras y parte fundamental de la historia del cine, apenas tenían treinta años. O menos. Luego, si me remonto a ese mismo período de tiempo y me traslado treinta años atrás en el tiempo, a 1994, ¿podríamos considerar ya «clásicos» a varios de los peliculones de ese año? Mi respuesta es clara: desde luego que sí. Por el impacto que supusieron en su momento, por la influencia que tuvieron en creadores posteriores, o simplemente por su calidad, Pulp Fiction, Cadena perpetua, Forrest Gump, Balas sobre Broadway o El rey León son ya verdaderos clásicos que han creado escuela. Como Matrix, Se7en, El club de la lucha, Casino o Match Point, aunque tengan menos años todavía. Cadena perpetua es La gran evasión de nuestra generación, del mismo modo que Pulp Fiction es nuestra versión modernizada de The killers.

Cómo cambia el tiempo y cómo cambia nuestra percepción en el presente, sin esa percepción del pasado o de lo que una obra, ya sea una película, un libro o un cuadro, significará en el futuro. A veces no percibimos los cambios en el modo de contar historias porque nos parece que de un año a otro varían poco las formas, «bah, este año son todas iguales, no hay nada original», pero, si ampliamos el foco, si agrandamos la perspectiva temporal, veremos que hay una evolución clara entre directores, guionistas, tramas y libertad para contarlas.

Así que el post de hoy irá de eso, de revisar hacia atrás el paso del tiempo y ver cómo se iban forjando clásicos de década en década, a veces sin darnos cuenta. Incluso pelis de serie B que con el tiempo se ganaron su hueco y generaron un universo propio, bien por la vía de las secuelas o por la de las imitaciones en obras de otros autores. Trataré de rescatar lo que para mí es un clásico de cada año y ponerlo en su contexto.

1984: La primera de Terminator, la obra primigenia James Cameron sobre la máquina que viene del futuro para cargarse al líder de los humanos que se rebelará contra las máquinas. Ya tiene cuarenta años y sigue generando nuevas tramas o secuelas. No es ni de lejos la mejor película del año, pero es un clasicazo en toda regla. 1984 es el año de Amadeus, de Milos Forman, pero los ochenta, por mucho Gandhi, Pasaje a la India o Los gritos del silencio que se rodaran, fueron años de obras disfrutonas, de entretenimiento sin complejos. En 1984 se estrenaron, por ejemplo, El templo maldito, Karate Kid, Gremlins, Cazafantasmas, Superdetective en Hollywood y Top Secret. Casi nada. Algunos clásicos instantáneos, como la trilogía original de Indiana Jones y varios Tostones ochenteros que recordamos con mayor o menor cariño.

1974: El Padrino II. En los setenta predominaba otro tipo de cine, seguramente más de autor, sin duda menos comercial, un cine que cuidaba más la escritura del guion, que utilizaba la elipsis con maestría, sin mostrarlo todo, como ahora, que a veces resulta demasiado evidente. Muchas películas estaban imbuidas por una tristeza contenida, cuando no de rabia por el desastre de Vietnam. Chinatown, Taxi driver, El cazador, El regreso, The last picture show… Pero también es la década en la que Steven Spielberg (Tiburón y Encuentros en la tercera fase) y George Lucas (La guerra de las galaxias) llevaron al cine a otro nivel, al que luego se desarrollaría en plenitud en la década posterior, el tipo de películas que devolvió a muchos espectadores a las salas.

1964: Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú? ¿Es posible que una obra tan actual sobre la guerra fría y los rusos haya cumplido ya sesenta años? Stanley Kubrick no era un director especialmente dotado para la comedia, pero aquí soltó toda su acidez y su mala baba para cargar contra los «iluminados» que existen en el ejército, ya fuera en el bando americano como en el de los rusos. La explicación del general Ripper (el papel interpretado por Sterling Hayden) sobre la «maldad» de los rusos y sus razones para conquistar el mundo es hilarante, como los diálogos entre los líderes de ambos países o los elementos que asesoran al presidente de los Estados Unidos desde su refugio subterráneo.

Un dato curioso que incorporo ahora por el reciente fallecimiento de James Earl Jones: el actor debutó en esta película, aunque su papel es tan secundario que no lo he sabido hasta esta misma semana. James Earl Jones puso la voz, entre otros muchos, a Darth Vader, una decisión que trajo polémica con el actor que se metió en la piel del padre de Luke y Leia bajo la máscara, David Prowse. El mismo David Prowse al que dediqué un post entero (Goodbye, Lord Vader), un actor desconocido para el público en general pese a interpretar a uno de los villanos más famosos de la historia del cine. El mismo David Prowse que debutó en el cine de la mano de… Stanley Kubrick. En La naranja mecánica. Una coincidencia.

1954: La ventana indiscreta apenas tenía 36 años en esa fecha de corte que he escogido, es decir, era relativamente reciente, tan reciente al menos como nos resultan hoy Cinema Paradiso, Rain Man o La jungla de cristal. En muchas ocasiones se habla de cómo envejecen las películas, que si tal peli nos pareció brillante en su día y hoy no nos lo parece, o que «estuvo bien en su época, pero ha envejecido mal». Lo cual es imposible porque la obra del autor es inmutable, cambia nuestra mirada, nuestro conocimiento. También nuestro momento vital, que es el que nos hace entender el mundo, y con ello, las películas, de otra manera, con una visión diferente. Una de las condiciones que debe tener un clásico es que nunca envejece, y sigo disfrutando La ventana indiscreta tanto como la primera vez que la vi. Reúne al mirón de toda la vida, a la vieja del visillo, al voyeur algo pervertido y a una especie de 13 Rue del percebe norteamericana en la que cada individuo o familia vive su propia existencia con sus particularidades, miserias o alegrías, algo que conocemos de manera brillante por tres o cuatro detalles. La genialidad de Hitchcock en su máxima expresión.

1944: Son unos años de películas propagandísticas sobre la Segunda Guerra Mundial, pero también de abundante cine negro, de diálogos directos y personajes sin concesiones (Perdición, La mujer del cuadro, Laura fueron estrenadas en este año, como El halcón maltés, El sueño eterno o Casablanca en ese lustro), sin embargo, prefiero elegir una de las grandes comedias de aquellos años, Arsénico por compasión. Los mejores escritores se concentraban en Hollywood en los cuarenta, había un talentazo puro en ellos, en las tramas, los diálogos o en el manejo del ritmo (Gran bola de fuego, Ser o no ser, Historias de Filadelfia, La fiera de mi niña o Qué bello es vivir son de este período). Arsénico por compasión tiene claramente un origen teatral (escenario, personajes, actos) y, de hecho, pese a que fue rodada en 1941, se estrenó en 1944, una vez que completó sus primeras temporadas en Broadway. La trama tiene un trasfondo de lo más macabro, aunque tenga a dos adorables ancianas como autoras de las tropelías. Por allí aparecen también un pirado que se cree Theodore Roosevelt, un asesino que se parece a Boris Karloff (en la obra de teatro, el papel lo interpretó el propio actor) y el tío más elegante que ha aparecido jamás en pantalla, Cary Grant. La obra de Frank Capra dura casi dos horas, pero pasan en un suspiro.

1934: Una noche en la ópera. Son los primeros años del cine sonoro y fueron muchos los artistas que atravesaron el camino de los escenarios teatrales y las giras por el país a la gran pantalla, como hicieron los hermanos Marx. El lenguaje cinematográfico moderno, tal como lo entendemos hoy, está en sus inicios y guiones como los de los hermanos Marx adolecen de falta de consistencia y continuidad. Tienen la brillantez oral de Groucho y Chico, con numerosos gags rescatados del vodevil, y la habilidad gestual y corporal de Harpo, pero no son películas redondas, por mucho que nos hicieran pasar muy buenos ratos.

1924: El moderno Sherlock Holmes, dirigida y protagonizada por Buster Keaton. Cien años, un siglo tiene ya esta película que ha pasado al dominio público y, por tanto, se puede encontrar fácil y legalmente en numerosas plataformas (enlace). Como en muchas obras del cine mudo, la limitación por la ausencia de voz provocaba que la mayoría de los argumentos resultaran sencillos, en ocasiones ingenuos. La chica, el protagonista, los buenos y los malos… todos quedan totalmente identificados desde el primer minuto. Pese a todo ello, es una maravilla observar la habilidad física de sus intérpretes, la capacidad gestual-corporal, no solo facial (al gran Keaton hay que añadir, entre otros, a Chaplin y Harold Lloyd). Los efectos visuales no tenían nada de especiales en el sentido actual del FX o CGI, salvo algunas exposiciones múltiples que se hacían directamente sobre el negativo (en El moderno Sherlock Holmes o a principios del siglo XX en las obras de George Meliés), sino que se hacían de verdad, como en las escenas de la persecución de coches, o en la que sería, un par de años después, la obra maestra de Buster Keaton: El maquinista de la General. Por otro lado, no dejo de pensar en que hablar de argumentos simples o sencillos, sería hacer de menos a Metrópolis (1927), El acorazado Potemkin (1925) o Amanecer (1927). Clásicos ahora, hace treinta años, y desde el día posterior a su estreno.

Juegos de París 2024 (y IV): las películas que no se rodarán

Brian Winner, el conocido jefazo de la productora, se encontraba en su amplio despacho californiano a media mañana. Tenía mal aspecto. Apuró su segundo whisky de la mañana, se apretó los cordones tejanos que hacían las veces de corbata en su atuendo y llamó a su secretaria:

– Señorita Hardaway, ¿a quiénes tenemos hoy?

Por el interfono se escuchó la voz de la secretaria:

– Tengo aquí a los tres productores ejecutivos a los que Vd. había citado para la película sobre los Juegos de París.

“Pufff”, suspiró Mr. Winner.

– ¿A quiénes me han mandado esta vez?

– A la señorita Greenflower, a Dick Boathead y…

– ¿El mismo Boathead de aquel proyecto sobre Simone Biles y Djokovic? -interrumpió el productor.

– El mismo. Y el tercero es el señor Rodríguez.

– ¿Rodríguez? ¿Robert Rodríguez?

– No, señor Winner. Es otro Rodríguez, pero este viene de España, la España de Europa.

“Ah”, pensó el tejano. “España de Europa y no de México, ¿y cuál coño es la diferencia?”.

– Señorita Hardaway, ¿la Greenflower esa es la que trabajó varios años para Netflix?

– Exactamente -respondió la secretaria de modo diligente.

“Qué pereza”, pensó el productor.

– Bueno, que pasen los tres y a ver si despachamos rápido.

– ¿Todos a la vez?

– Sí -vociferó-, que cada uno escuche las historias de los otros, si yo me las trago, ellos también, y a ver si así sale algo entre toda la bazofia que me traigan.

– Como quiera.

Los tres visitantes entraron al despacho y tomaron asiento frente al productor Winner, que estuvo tentado de servirse un nuevo whisky. Desde aquella absurda denuncia de una trabajadora, había tenido que dejar los habanos que recibía hasta poco después de los Juegos de Tokio. “Que si estaba embarazada y no sé qué”, se quejaba en su círculo interno de amigos, “ahora resulta que puedo emborracharme durante la jornada de trabajo y soltar fucking gilipolleces, pero no me dejan echar unas caladitas, que son las que de verdad me relajaban y me llevaban a acertar sobre las historias, ¡este mundo se nos va a la mierda!”.

Todos los productores ejecutivos que habían pasado por ese despacho sabían que contaban con un tiempo máximo de tres minutos. Si la idea era “mala de cojones”, el señor Winner los callaba con el índice y pasaba al siguiente. Si la idea era medianamente ejecutable, dejaba que terminaran su exposición. El señor Winner miró a los tres y torció el gesto cuando vio el aspecto colorido y extremely cool de la señorita Greenflower:

– Recuerde: tres minutos. Empiece usted -le conminó con el dedo.

Mrs. GREENFLOWER.- Señor Winner, el público está cansado de historias deportivas heteropatriarcales repletas de hombres musculosos que luchan y se enfrentan a otros hombres igualmente musculosos, tipos duros que exudan testosterona y solo conocen el sacrificio extremo y el entrenamiento hasta niveles de tortura. Así que queremos apostar por las nuevas tendencias que tanto están gustando a las nuevas masas. Mi proyecto se titulará “Supercampeonas” y me encantaría que lo dirigiera Greta Gerwig, que hizo esa obra maestra que es Barbie.

Pasó un dedo por su iPad y mostró un fotomontaje en el que se veía a un grupo de mujeres: negras, blancas, mulatas, orientales, de distinto peso y altura. El señor Winner comenzó a levantar el índice para cortarla, «fucking woke», pero recordó que la señorita Greenflower era el fichaje estrella de los nuevos inversores de la Metro, así que, aunque su idea era pasar por napalm ese esbozo de guion, al menos tenía que fingir interés y escucharla. A medida que soltaba nombres, la productora pasaba las imágenes en la tablet:

Mrs. GREENFLOWER.- Contaremos la intrahistoria que hay detrás de cada participante. Shafiqua Maloney, mire qué aspecto tan estético para una buena historia. Natural de San Vicente y las Granadinas, se quedó a dos décimas de lograr la primera medalla de la historia para su país.

Kim Mi Rae, de Corea del Norte. Lloró al recibir la medalla de bronce, pero no por la recompensa a su esfuerzo, sino al pensar que el idolatrado Líder Supremo del país la recibiría como una heroína del pueblo.

Por la cabeza de Winner pasó otra vez ese pensamiento de «malditos rojos millonarios», pero no le dio tiempo a decir nada al ver el nombre de la siguiente candidata, «¿un tío?». Un malentendido que se aclaró enseguida:

Julien Alfred, oro en los 100 metros lisos y plata en los 200. Afroamericana de Santa Lucía, una isla de menos de 200.000 habitantes, ha obtenido las primeras medallas de la historia de esta nación.

Brittney Griner, 2,03 metros de estatura, tejana, como usted. En menos de un año ha pasado de una cárcel rusa por algo tan sano como la marihuana a colgarse un oro al cuello con el equipo de baloncesto.

Diyora Keldiyorova, 50 kilos de peso, una uzbeka que logra llevarse el oro en un país que llevaba casi exclusivamente luchadores y boxeadores hombres a los Juegos. Raven Saunders, plata en peso en 2020 y «undécime» en París. Realmente se identifica como no binaria y queer, pero compite como mujer.

A Winner le vino a la cabeza una de las parejas cómicas del cine mudo. Masculino, por supuesto.

– Vale, vale -le apremió Winner-. Supongo que las siguientes serán lesbianas…

– Sí, tengo varias futbolistas de la selección española. Y Ana Carolina Silva, bronce en voleibol con Brasil.

– ¿También es boll… lesbiana?

– No, es vegana y ha hecho gala de su dieta para llegar a lo más alto.

– Mucha diversidad, seguro que es lo que le parece, ¿pero no habría sido mejor incluir a algún hombre, uno al menos?

– Oh, mire, tenemos -pasó el dedo por la pantalla y se lo mostró.

Hergie Bacyadan, boxeador filipino. Nació mujer, pero se identifica como hombre transgénero.

Winner suspiró, «creo que me voy a tomar ese whisky».

– Y a todo esto, ¿de qué iría la trama de la película?

– Nada especial -respondió Greenflower-, serían como piezas documentales para contar las dificultades contra las que han tenido que luchar estas supercampeonas.

– ¿Dificultades? ¿Ser negra, vegana, de ojos rasgados, gay o porreta? ¡Ni que fueran atletas con discapacidad!

– ¡Anda, se me ha olvidado incluir a un paralímpico!

Pasó el dedo varias veces por la pantalla, encontró lo que buscaba, y se lo mostró:

– Aquí está. Valentina Petrillo. 51 años, con deficiencia visual. Compitió como hombre hasta los 45. Está casado con una mujer y tiene dos hijos ya creciditos. Pero desde que compite como mujer…

– Ya he tenido suficiente -interrumpió Winner con el dedo-. Siguiente, usted, Boathead.

MR. BOATHEAD.- Gracias, Mr. Winner. Yo sigo insistiendo en que hay una gran historia de buenos y malos con los personajes de Simone Biles y Novak Djokovic.

– WTF? ¿Otra vez con lo mismo? -en su interior repetía «cabezabuque, cabezabuque, qué apellido tan apropiado llevas».

– No, no, no, déjeme que continúe, que desde los anteriores Juegos ha habido una evolución de los personajes.

MR. BOATHEAD.- Recordará que en Tokio Simone Biles apareció como la heroína que se sobrepuso a una terrible historia de abusos, depresión y estrés en la propia competición, mientras que el serbio Novak Djokovic se mostró prepotente y desafortunado en sus declaraciones. A mí me gustaría titular esta película Dos caras de la misma moneda, y que la dirigiera alguien un tanto retorcido, Darren Aronofsky, por ejemplo. En París tendremos a una Simone Biles que ya no es tan buena como nos la habían pintado: sus broncas en las redes con la excompañera que la sustituyó en Tokio, MyKayla Skinner, sus palabras totalmente equivocadas sobre la gastronomía francesa, el excesivo protagonismo de su marido y la reacción agresiva de la gimnasta ante las críticas.

Winner levantó el dedo y lo giró, como animándolo a continuar. «Nunca he soportado a esa petarda».

MR. BOATHEAD.- Por el otro lado de la trama tenemos a Novak Djokovic, el hombre que se enfrentó a todo el sistema, el antivacunas en su carrera por ser considerado el mejor de la historia. Lo ha ganado todo, más Grand Slams y Master 1000 que nadie, pero anhela como pocas cosas una medalla de oro para su país. Se opera la rodilla el 7 de junio y aun así, con un vendaje y mucho esfuerzo, es capaz de llegar a la final de Wimbledon, que pierde ante ese nuevo Nadal, ese tal Carlos Alcaraz. Ambos se enfrentan de nuevo en la final de París con el oro en juego. El villano de Tokio se convertirá por fin en ese héroe que lo ha ganado todo. El guion contaría ambos Juegos, los altibajos del deporte de élite y terminaría con el recibimiento que realizaron en Serbia al tenista, mientras que la norteamericana llegaría a Estados Unidos como una más de una delegación con bastantes triunfadores que acaparan más éxito mediático.

El señor Winner se quedó pensativo. Siempre le había caído bien ese serbio, le recordaba un poco a su querido Trump por el negacionismo ante ciertas imposiciones «de esos progres que todo lo invaden». Levantó el índice y señaló a Rodríguez, «el español que no es mexicano».

SR. RODRÍGUEZ.- «Otra manera de triunfar», ese sería el título. Sé que puede que no tenga gancho, pero «Un triunfo doloroso» o «Aprender a triunfar», que es lo que este guion trata de contar, me gustan menos. Es la historia de Carolina Marín, una paisana de mi tierra, de Huelva.

– ¿Caroline Merin? -exclamó Winner con un espantoso acento-. Where the hell is Well-bah?

SR. RODRÍGUEZ.- Puede que a priori le parezca que no tiene gancho, pero es un argumento que no tiene nada que envidiar a Rocky Balboa y sus entrenamientos por Filadelfia. La trama se desarrollaría en Huelva, una ciudad al sur de España en un país sin ninguna tradición en bádminton. La suya es una historia de determinación, de lucha, de garra, le puedo pasar la serie que ya existe en Amazon Prime, «Puedo porque pienso que puedo». Carolina solo conoce el triunfo, la victoria, fue campeona olímpica en Río 2016 y tres veces campeona del mundo. Se sobrepuso a una rotura del cruzado de la rodilla derecha en 2019 y, cuando se preparaba para defender el título en Tokio, se rompió el ligamento cruzado anterior y los dos meniscos de la rodilla izquierda. Pero se repone a todos los palos que le da la vida, aunque el más doloroso fue la muerte de su padre.

¡Joder, esta chica es la teniente O’Neil, la boxeadora de Million dollar baby y, tiene el espíritu de Sarah Connor y la determinación de Beatrix Kiddo! Tiene el oro entre ceja y ceja, llega a París en plena forma y va derrotando a sus rivales una tras otra hasta la semifinal, en la que va por delante con comodidad en el marcador. De repente, su rodilla cede de nuevo, se quiebra. El grito de dolor resuena en el polideportivo.

– Entonces, ¿es la historia de una derrota? -preguntó Winner.

SR. RODRÍGUEZ.- Noooo, toodo lo contrario. Ella llora porque solo concibe el título como meta, como objetivo, como modo de eludir lo que considera un fracaso. Pero todo el público comienza a aplaudir su esfuerzo por continuar en la brega, saben de su historia y de todo lo que ha peleado para llegar hasta allí y se lo reconoce. Como se lo reconocen muchos de los grandes deportistas de los Juegos, Carolina recibe incluso más cariño en redes del que había recibido por sus títulos. Su rival en las semifinales se acuerda de ella cuando recibe la medalla de plata, es un momento de gran emotividad. Carolina descubre que existe ese «otro modo de triunfar».

– Cómo os gusta a los europeos la épica de la derrota -sentenció Winner-. Gracias por sus propuestas, señores.

– Y señorita -respondió Greenflower.

– Sí, y señorita -suspiró.

Los tres ejecutivos abandonaron el despacho. Winner tenía claro lo que le podía llegar a interesar de todo lo que acababa de escuchar. ¿Y ustedes, amables lectores?

Capítulos París 2024

Juegos de París 2024 (I): el deporte popular, vía Lester.

Juegos de París 2024 (II): las mejores imágenes, vía Barney.

Juegos de París 2024 (III): las polémicas, vía Josean.

Juegos de París (IV): las películas que no se rodarán, vía Travis.

La gente que nos enseñó a amar el cine (II)

Decía en la primera parte que Carlos Pumares nos hizo querer saber más de cine, conocer nuevas películas, sus actores y directores, en qué otras historias habían salido (porque para nosotros eran «historias», nada de «producciones», mucho menos «productos»), qué merecía la pena y qué no, o en qué debíamos fijarnos. Pues bien, José Luis Garci fue ese otro tipo que nos hizo entenderlo, comprenderlo, averiguar cómo enlaza una escena con otra, o qué pinta ese objeto ahí, que parece casual y luego su presencia resulta cualquier cosa menos fortuita. Está ahí para algo, aunque solo sea para despistar. No solo nos enseñó algunos de los trucos del cine, sino que hizo mucho por situar cada obra en su época, en su momento, por hacernos ver por qué ese plano que ahora podía no llamarnos la atención, en su día resultó revolucionario.

Todo ese conocimiento nos lo transmitió en sus programas de los lunes Qué grande es el cine, años noventa, y en los sucesivos Querer de cine o el podcast Cowboys de medianoche, que se mantiene vivo, muy vivo. De José Luis Garci siempre me interesó más su modo de contar el cine que el que tenía de hacerlo, de dirigirlo él mismo. Me pasaba con algunos de sus contertulios: podían no gustarme sus obras, ya fueran directores o escritores, pero me encantaba escucharlos destripar una película. Y disentir. Me gustaba escuchar sus tertulias, no solo porque explicaban magníficas películas, sino porque Garci las disfrutaba y transmitía ese cariño al espectador, esa pasión. No en vano los adjetivos que más empleaba son «portentoso», «prodigioso», «asombroso», porque a él, pese a ser un guionista y director multipremiado, las habilidades de sus colegas le seguían maravillando. Y te lo hacía ver.

Supongo que muchos de mi generación conocimos a Garci en nuestra adolescencia por el Óscar que se llevó en 1983 por Volver a empezar. También por su voluntarioso acento en inglés. Con los años conoceríamos muchas otras de sus películas, Asignatura pendiente, Sesión continua, El abuelo y la estupenda El crack. Años después supe que había sido coguionista de ese -portentoso, asombroso, prodigioso- mediometraje que fue La cabina, de y con Antonio Mercero. Corría el año 1972 y Garci no había estudiado en la escuela de cine, lo estudiaba en las salas. Pertenece a ese amplio grupo de directores que comenzaron en el mundo de la escritura de guiones. «Como Billy Wilder», le escuché en una entrevista. Tras el Emmy de La cabina, aún hizo cosas algo surrealistas de encargo como esa versión hispano-casposa de La naranja mecánica titulada Una gota de sangre para morir amando (Clockwork Terror), de Eloy de la Iglesia.

Pasó a la dirección animado por José María González-Sinde, padre de la que fuera ministra de Cultura, porque en el joven guionista intuyó que analizaba las películas «por planos»: un plano general, un plano corto, la cámara se mueve, aparece un indio… el wéstern como formación y aprendizaje. Todo lo demás, la técnica, dónde situar la cámara, cómo hacer que los intérpretes se muevan, lo aprendería con los años, seguramente tratando de llevar a la pantalla los millones de imágenes de cine (mayormente hollywoodiense) que pasaban por su cabeza.

No hace mucho, en dos post recientes, comentaba por aquí que posiblemente el montaje sea la parte más tediosa de hacer una película. Idear, escribir, producir, mover la cámara, interpretar, poner música o efectos a las imágenes… todo ello me resulta muy apetecible. Motivador. Meterme en una sala de montaje para seleccionar el plano adecuado, dejar los fotogramas idóneos y hacer las transiciones adecuadas, peor aún, meter la tijera, desechar planos que adoras, pero que tienes que dejar fuera porque entorpecen el ritmo… ver y rever un mismo plano o una secuencia hasta el hastío… no motiva. Sin embargo, el bueno de Garci, que sabe de esto infinitamente más que cualquiera de nosotros, contestaba con su sabiduría habitual que el montaje era su parte favorita de hacer una película: «Siempre ha sido el montaje, porque ahí se une la parte del escritor con la parte del director. Es una reescritura con imágenes, modificas todo».

Garci nos ayudó a descubrir a John Ford, a Howard Hawks, a Frank Capra, Fritz Lang, a Orson Welles, sin olvidar a Coppola, Scorsese o Tarantino. A Hitchcock y Wilder posiblemente ya los conocíamos. En mi caso, pasé de interesarme por los actores, a los que conocía muy bien por los estupendos ciclos de La2, a hacerlo por los directores. En los primeros años de sus programas, grababa solo las películas. Con el tiempo pasé a grabar también los debates. Y en ocasiones, solo estos si conocía bien los títulos seleccionados. Ahora, aun treinta años después, en ocasiones descargo los podcast de Qué grande es el cine (QGEEC) que permanecen colgados en Ivoox. En todos ellos se aprecia su gusto por seguir viendo películas, por poder disfrutarlas, sin el esnobismo de algunos. Dejo en este enlace un fragmento de cómo, ya en los ochenta, anticipaba que el cine no iba a morir por el hecho de que hubiera menos espectadores en las salas. Lo que moría era ese concepto de espectador, porque ahora, y con ello anticipaba el éxito de las plataformas actuales, se podía ver más cine que nunca (Enlace).

Si hablo de José Luis Garci, no puedo olvidar dos pasiones que comparto: el fútbol y los libros de cine. El fútbol es parte del paisaje en varias de sus películas, como El Molinón en la que le dio el Óscar, o la voz del Butano en la escena del mechero en El crack. Aprovecho para compartir una entrevista que concedió en La Galerna, el medio en el que colaboro, donde dejó perlas como que Hitchcock y el suspense son puro madridismo, o que Simeone falló al no hacer un Django desencadenado en la semifinal con el Real Madrid. Genio.

En cuanto a sus libros, solo los títulos lo dicen todo: Beber de cine, Latir de cine, Querer de cineMorir de cine. Porque el cine es para él, como para tantos de nosotros, Una vida de repuesto. Gracias.

La gente que nos enseñó a amar el cine (I)

Quentin Tarantino opinaba en sus Meditaciones de cine sobre esos críticos cinematográficos que parecen odiar su trabajo, o al menos lo transmiten en sus palabras, gente cuyos artículos «reflejaban un afán de venganza hacia la propia película (no solo los sacaba de quicio tener que escribir la reseña; los sacaba de quicio ya de entrada tener que ver la película)». Para alguien como Tarantino, quien, en sus años de empleado de videoclub debía ver entre cuatro y cinco películas diarias (y las disfrutaba), la actitud de estos críticos era incomprensible. Gente que no disfrutaba haciendo lo que para muchos como el cineasta sería el mejor trabajo posible. Hace años no solía perderme las críticas de Carlos Boyero, pero llevo mucho tiempo pensando que su actitud huraña, furibunda, o no sé cómo definirla, descreída, es más una pose que una realidad, entre otras cosas, porque no podría haber sido crítico de cine durante tantos años si las películas sobre las que escribe le provocan tamaño aburrimiento. Y esa negatividad (que tan bien transmite) hace que cada vez lo lea menos.

El cine debe ser algo distinto a la vida. Una válvula de escape, una manera de meterte en otra vida. Si la tuya es aburrida, una película puede ofrecerte una alternativa, aunque apenas dure dos horas. Antes de cumplir los veinte, yo ya tenía un cierto bagaje cultureta-cinéfilo, pero de mero espectador, nada «gafapasta», debido a los innumerables programas dobles de sesión continua en los cines a los que nos llevaba mi padre. En esos años, finales de los ochenta, conocí en la radio a un tipo singular, un crítico cinematográfico que era todo lo contrario a lo que tenía entendido que era su oficio: Carlos Pumares. Polvo de estrellas era su programa, que se mantuvo en Antena 3 de 1982 a 1993. Comenzaba a continuación del Butanito, y por eso lo conocí, pero llegó un momento en que pasábamos de la bilis del periodista deportivo y deseábamos que comenzara el hombre del «Sí, buenas noches, dígame».

Carlos Pumares era la Wikipedia de cine de mi generación, nuestro IMDb en el que saber qué más había hecho tal director o actriz; era, incluso, nuestro Filmaffinity en el que comprobar si los gustos que teníamos sobre una película u otra coincidían con las de «los que saben». Porque para mí, Carlos Pumares no era uno de «los que saben»: era el que más sabía y con el que podía identificarme. No coincidía con muchas de sus opiniones, pero al menos, me gustaba de él que evitaba toda esa pose acerca del cine serio o culturalmente reconocido. Me gusta o no me gusta, me divierte o no me divierte. El cine es mucho más sencillo que las pajas mentales que los críticos al uso se montaban sobre las producciones que se estrenaban cada viernes o que se presentaban en unos festivales que eran la cumbre del esnobismo.

«No hay película buena o mala, hay película entretenida o aburrida».

Había oyentes que llamaban a Carlos Pumares y le narraban una escena que andaba por ahí, perdida en algún rincón recóndito de su memoria, con la esperanza de que, con un par de datos, el crítico les recordara el título para poder buscarla. 

– Recuerdo una peli que vi de niño, que salía una cabaña en lo alto de la montaña, y ahí vivía una familia…

– ¿Era en blanco y negro?

– En blanco y negro -decía el oyente.

– ¿La película era en blanco y negro o su televisión era en blanco y negro?

– Ah, claro, hace tantos años… en casa de mis padres, sí, la tele era en blanco y negro.

En un porcentaje muy alto, daba el título y describía parte del argumento posterior para que el oyente confirmara si era o no lo que andaba buscando. En los tiempos pre-Internet, Carlos Pumares era el buscador de los oyentes. Aquel tipo aparentemente cascarrabias me hacía pensar que yo quería saber algún día de esto. No contaba con alcanzar su erudición, aquel conocimiento enciclopédico, pero sí, al menos, con ser capaz de recordar, comparar, interpretar escenas, memorizar secuencias… ¡saber! Me hizo querer saber de cine.

Como cada crítico, tenía sus filias (Billy Wilder, John Ford, Alfred Hitchcock, Howard Hawks…) y sus fobias (Robert de Niro, David Lynch, Meryl Streep, Glenn Close, Laurence Olivier) y en su repertorio tenía varios especiales que solía emitir con periodicidad anual: sobre Casablanca, sobre sus canciones favoritas, sobre bandas sonoras… y el esperadísimo y nunca bien ponderado episodio monográfico sobre el monolito de 2001, Una odisea en el espacio.

Carlos Pumares fue una de esas personas que nos hizo entender que estábamos por el buen camino si lo que anhelábamos era disfrutar de un buen entretenimiento, nada de trascender, plantear problemas existenciales como si nos fuera la vida en esos noventa minutos, y nos mostró, de manera especial, que estaba prohibido aburrir.

Estos días, mientras escuchaba algunos podcasts que han rescatado momentos de sus programas (gracias a La Libreta de Van Gaal por la recopilación), me he dado cuenta con cierto regocijo de que compartía opinión con él sobre Blade Runner: “no es ni buena, ni mala. Es aburrida”. Y no solo eso, también decía que, cuando la estrenaron, la mayoría de los críticos opinaron lo mismo que él, se aburrieron en la sala, “pero luego escribieron otras cosas”.

Porque Pumares era genuino, sonaba veraz, honesto, era su opinión y la soltaba, sin filtros, sin miedo a diferir de la versión “oficial” de la crítica biempensante. Sus opiniones sobre los festivales y el pasteleo de los mismos eran sinceras, se nos hacían cercanas: odiaba los rollos pretenciosos intelectualoides infumables, que eran los que precisamente se llevaban los premios. Y seguro que también odiaba a los críticos que elevaban a los altares a esos tostones infumables La eternidad y un día, de Theo Angelopoulos. Siempre he pensado que no hay mejor título para definir el sopor. En eso compartía lo que comenta Quentin Tarantino en el mismo capítulo sobre los críticos:

«Daba la impresión de que la mayoría de los críticos que escribían para periódicos y revistas se situaban por encima de las películas que les pagaban por reseñar. Cosa que nunca pude entender, porque, a juzgar por sus textos, evidentemente no eran superiores. Miraban por encima del hombro las películas que proporcionaban placer, así como a los realizadores que poseían una comprensión del público de la que ellos carecían».

Porque Don Carlos Pumares era lo que el director de Knoxville valoraba en el crítico Kevin Thomas: «uno de los pocos profesionales de su medio que disfrutaba de su trabajo y, por tanto, de su vida».

No había una «mejor» película de todos los tiempos, porque podían ser cuarenta o cincuenta. Del mismo modo que no había un «mejor director», porque había muchos muy buenos. Totalmente de acuerdo. Pumares era políticamente incorrecto, claro que sí, lo cual se agradece y se echa de menos. Hoy sus opiniones estarían más que censuradas por los numerosos grupos de ofendiditos que pueblan las redes. Sería tildado de machista por su modo de hablar de actrices «estupendas», mujeronas espectaculares firmes candidatas a entrar en su selecto «Club», formado por un grupo de señores seguidores de actrices, «que son muy buenas actrices, y además están muy ricas».

  • Kathleen Turner estaba muy rica, incluso ahora que está caballuda.
  • No sé qué le ven a María de Medeiros. Al natural, tiene bigote.

Carlos Pumares también nos enseñó a valorar la importancia de la voz original de los actores. A nosotros, que solo conocíamos las versiones dobladas. «Usted no puede saber si es buen o mal actor si no lo ha escuchado nunca en versión original». No odiaba el doblaje tanto como el Cinemascope u otros formatos que alteraban la imagen, pero nos incitó a disfrutar las películas en versión original. Del mismo modo que nos animaba a ver el cine en las salas, porque en el vídeo (y hablo de nuestros VHS de los ochenta y principios de los noventa) no se veía nada.

  • Y menos si la película es muy oscura. Y si encima salen muchos negros, como en esta, ¡pues no se ve nada!.
  • ¿A quién se le ocurre rodar Asalto a la comisaría del Distrito 13 en esos ambientes tan oscuros? ¡Pero si solo salen negros! ¡No se ve nada!

Carlos Pumares falleció en octubre del año pasado, con ochenta años y (sospecho) muchas cosas aún por contar. Si tenía esa edad cuando falleció, eso significa que tenía maneras de abuelete cabreado con el mundo cuando aún no había cumplido los cincuenta años, pero es que creo que la suya era una pose mucho más honesta que la de Carlos Boyero. Era considerado con el oyente, no con el oyente plasta que iba solo a soltar su lista de autores, sino con el oyente callado, con ganas de aprender, con ganas de conocimiento, con deseos de entender y amar el cine. Con el que deseaba empaparse de buenas películas. «Vaya a verla. Mañana mismo, no haga más planes, vaya a verla». Y por supuesto, con él aprendimos a decir:

Próximo capítulo: José Luis Garci.

Hollywood y la autocrítica (II)

(Continuación de: Hollywood y la autocrítica (I))

Como decía en la primera parte, el cine norteamericano no suele eludir ningún tema, por crítico que pueda ser incluso con el propio país o con su sociedad, y hace mucho tiempo que perdió el miedo hasta para denunciar el racismo, un racismo que aún impera en muchas de sus formas. En estos últimos años no suele fallar que «se cuele» en los Óscar alguna película dedicada al conflicto racial entre blancos y negros. Pero no es la única forma de racismo que se suele mostrar en pantalla.

  • Los asesinos de la luna cuenta las terribles tropelías de ese grupo de hombres blancos WASP de manual que se dedican a «recuperar» lo que ellos consideraban que les correspondía, una zona con enormes reservas de petróleo que había sido asignada a la tribu de los indios osage. Tampoco elude la matanza de Tulsa, sucedida en 1921, un asunto que daría para otra gran película sobre uno de los mayores episodios de la infamia en Estados Unidos.
  • Oppenheimer tenía como tema principal la creación de la bomba atómica y el Proyecto Manhattan, pero dedicó una buena parte de su trama a las investigaciones al científico por su relación con activistas comunistas o por su condición de judío (siempre me ha llamado la atención la creación del Comité de Actividades Antiamericanas).
  • Entre la lista de candidatas a mejor película, se coló este año con todo merecimiento American Fiction, escrita y dirigida por Cord Jefferson. Me gustó por el humor soterrado que destilaba, por la acidez de su propuesta, basada en «un negro que escribe como un blanco y no tiene ningún éxito, hasta que escribe como se espera que lo haga un negro y arrasa». No sé si es la cuota de crítica al racismo que se cuela cada año, pero si lo fuera, lo hace al menos con buen gusto y con una propuesta diferente a lo habitual.

American fiction trata de salirse de esa moda imperante acerca de las nuevas formas de racismo, que ya no son solo sociales o políticas, sino también culturales. Critica la hipocresía del mundillo cultural y aún más la de las adaptaciones cinematográficas, algo así como «lo que se espera de» para contentar a todos, incluidos los blancos biempensantes. A su creador parece tenerle agotado el hecho de que haya que plantear la «cultura negra» o «African American culture» desde un punto de vista de conflicto, basado solo en la discriminación: el modo de hablar (slang), la estética de las camisetas largas de la NBA y los colgantes dorados, el rap, los tiroteos por las calles y la violencia «porque los blancos me oprimen».

No es tan lejana la polémica por los #OscarsSoWhite, de 2016, aquella ceremonia boicoteada por numerosos actores afroamericanos debido a que ninguno de los nominados era de su raza. Todos estos movimientos en favor de que haya una cuota equitativa de minorías raciales o de diversidad sexual me parecen tremendamente peligrosos, enormemente limitadores de la capacidad del autor para mostrar la sociedad tal cual es, sin cortapisas o sin obligaciones de cuota. La Inclusion Rider que ya critiqué aquí tras la alocada aparición de Frances McDormand en la entrega de 2018 (Reservoir Rider dogs) podría acabar en engendros como los que a veces vemos en las plataformas políticamente correctas, con negros, latinos u orientales en papeles imposibles desde el punto de vista del rigor histórico.

Sinceramente creo que el cine norteamericano es mejor cuando se dedica a la crítica pura y dura a la realidad de lo que ha sido su país y los vergonzosos episodios de discriminación y segregación racial, no cuando regala premios o papeles por cumplir con una cuota racial. De aceptar las cuotas, la siguiente polémica será la de la diversidad de género o la del machismo de Hollywood, como se ha visto en esta misma entrega cuando algunos han alzado la voz contra el hecho de que no hubiera más premios para Barbie, la cosa esa de Greta Gerwig que echa para atrás con solo ver el tráiler. Pedían la candidatura para su directora y para la actriz principal (Margot Robbie) y olvidaron que ya les regalaron la de guion adaptado, una broma de mal gusto. Lo curioso es que sus defensores no hablaban de su calidad, sino de lo que consideraban que merecía ser premiado, una supuesta crítica hacia el machismo de la sociedad. Ya. Con una muñeca rubia escultural interpretada por Margot Robbie. Vale, me vuelvo a la discriminación racial, que me interesa infinitamente más.

La calidad es lo que debería imponerse, y al haber más directoras y guionistas mujeres, y más papeles para actores afroamericanos u orientales, la obtención de los premios debería ser algo natural, no forzado. Solo tres mujeres se han llevado la estatuilla a mejor dirección (Kathryn Bigelow en 2009 por En tierra hostil, Chloé Zhao en 2021 por ¡Nomadland!!!! y Jane Campion en 2022 por El poder del perro), cierto, y todas en los últimos quince años, del mismo modo que la mayoría de Óscar de interpretación para actores de color se han obtenido en el último cuarto de siglo. Muy atrás queda el Óscar a la mejor interpretación para Sidney Poitier en 1963 por Los lirios del valle, un oasis durante décadas y décadas. Tuvieron que pasar casi cuarenta años más para que los premios de interpretación protagonista fueran para actores de raza negra, Halle Berry y Denzel Washington en 2001. Durante todos estos años, algunos premios para actores secundarios como Louis Gossett Jr. (1982, Oficial y caballero), Whoopi Goldberg (1991, Ghost), el propio Denzel Washington (1989, Tiempos de gloria) o Cuba Gooding Jr. (1996, Jerry Maguire).

Los premios a las interpretaciones secundarias parecían casi un premio de consolación, una cuota para esa minoría, pero es que, si nos remontamos más atrás en el tiempo, nos encontramos con que el primer Óscar para una actriz de color fue en 1939 para Hatti McDaniel, la criada de la señorita Escarlata en Lo que el viento se llevó, y no pudo ir a recogerlo precisamente por las leyes de segregación racial existentes en la época.

Eso era Estados Unidos, y, pese a los avances en el último medio siglo, existe un racismo en toda la sociedad que se manifiesta con especial virulencia en algunos estados. El cine no se ha quedado atrás y ha explorado (y explotado) el racismo desde casi todas sus vertientes, con reconocimientos explícitos por parte de los académicos. A veces excesivos, como con Green book o Paseando a Miss Daisy, que, si bien son películas amables y entretenidas sobre la relación entre chófer y cliente de distintas razas, dudo mucho que merezcan llevarse el Óscar a mejor película, como sucedió en 2019 y 1989, respectivamente. En la misma edición de 2019 se colaron en la categoría de mejor película Infiltrado en el KKKlan, capaz de lograr momentos de comedia con asuntos tan desagradables, y, de modo inverosímil, Black Panther. Una de mis favoritas, Arde Mississippi, dura, sin concesiones, sobre el salvaje Sur, se quedó sin ese reconocimiento en 1988, cuando cayó frente a la (mucho más blanda) Rain man.

El Óscar de 2017 a la mejor película se lo llevó Moonlight, entre cuyos partidarios no me encuentro precisamente. No solo habla de los conflictos raciales y el submundo en el que viven por ser negros en determinados barrios, sino que se le une la complicación de ser gay en esos ambientes. Pero, como escuché en su momento a un crítico cinematográfico en un podcast, «la misma historia, con blancos de Parla, no tendría ni la décima parte de interés o de éxito». Una buena película, en cualquier caso, como Figuras ocultas, que estuvo entre las finalistas de ese mismo año al contarnos las dificultades de ser matemática, negra y mujer en la NASA en los sesenta.

Selma, Lincoln, El color púrpura, Malcolm X, Detroit, Criadas y señoras, El mayordomo, 12 años de esclavitud, Óscar a mejor película en 2014… Todos los años hay alguna película que trata el racismo de Estados Unidos de una manera más o menos directa, si bien, a veces resulta más interesante cuando el conflicto racial no es tan evidente. Cuando es subliminal, cuando no es tan obvio. Unas niñas jugando al tenis en los selectos clubes de blancos (El método Williams), el tipo que fue juzgado porque pasaba por allí y su color de piel resultaba sospechoso (El juicio a los 7 de Chicago), los chicos de los hood que son enviados a Vietnam (Platoon), el desprecio de un taxista hacia todo un colectivo (Taxi driver), el negro cómplice del amo (Django desencadenado), el abogado o el buzo que no son bien recibidos en determinados ambientes (Philadelphia, Hombres de honor), el racismo de los italoamericanos (Una historia del Bronx), la mirada de desconfianza de una mujer blanca de clase alta hacia un negro que se cruza en la calle… Crash, todo un tratado sobre el racismo que se llevó con merecimiento el Óscar a la mejor película. Lo trata desde todos los puntos de vista y con varias etnias: el poli malo y racista que resulta no ser tan cabrón, el poli bueno al que sus prejuicios acaban traicionándolo, la desconfianza hacia los mexicanos, la pelea del iraní contra un mundo que considera que lo maltrata, el tráfico de orientales, el detective negro y la mexicana que quieren integrarse en el sistema, pero no lo logran, la pareja de afroamericanos millonarios y de éxito… Es todo un alegato sin piedad, incómodo, necesario.

Nadie mejor que los americanos para criticarse a sí mismos, decía, son unos genios, los number one. Y, como todo en el mundo del cine, todo estaba ya en las películas de John Ford.

Hollywood y la autocrítica (I)

Cada año que pasa, la ceremonia de los Óscar se parece más a la anterior ceremonia de los Óscar, que a su vez se asemejaba mucho a… otra ceremonia de los Óscar. Las sorpresas son cada vez menos frecuentes y los pronósticos resultan más atinados, pero lo que sí me llama la atención es cierta disparidad de criterio entre lo que unos años nos dicen que «gusta en Hollywood» y lo que al año siguiente nos cuentan que «los miembros de la Academia detestan». Me refiero, en especial, a la autocrítica, a la bofetada a su propio país. El guantazo a mano abierta que los cineastas dan a sus políticos, a los medios, a la economía, al racismo de su sociedad, a su manera de intervenir en el mundo, incluso a su manera de hacer cine. Porque no hay país en el mundo, o directores, productores y guionistas con mayor capacidad de atizar a su propio sistema que los estadounidenses. Sin embargo, esa capacidad del cine de Hollywood para la crítica no siempre se lleva el galardón, en ocasiones nos dicen que «a los académicos no les gusta mirarse al espejo», y otras veces parece que es lo que se premia.

Billy Wilder cuenta en su libro de Conversaciones a dos manos con Cameron Crowe que, cuando el todopoderoso productor Louis B. Mayer (de Metro Goldwin Mayer) vio Sunset Boulevard en un pase privado, preguntó que quién era ese director extranjero que osaba morder la mano que le da de comer, en referencia a su feroz crítica al sistema de los estudios de cine. Llegó a decir que quizá habría que mandarlo de vuelta a Alemania. La respuesta de Wilder es muy recordada: «Fuck you!». La película no gustó a los magnates de Hollywood por el retrato desolador que hizo de su mundo, pero, sin embargo, tuvo un buen recorrido en los premios: cuatro Globos de Oro y once nominaciones a los Óscar, de los cuales se llevó tres (guion original, dirección artística y banda sonora). Pese a ser una obra maestra recordada durante décadas, no ganó el Óscar a mejor película, que recayó en su lugar en Eva al desnudo, otra crítica de ese sistema que devoraba estrellas sin remilgos, pero una propuesta más amable.

En Europa vamos mucho más «con el freno de mano puesto», con miedo a cruzar ciertas líneas. El director británico Paul Greengrass lo explicó a la perfección hace años: «Una de las cosas más remarcables de Estados Unidos es su instinto para la sinceridad y el auto-examen. En contraste, a nosotros (los británicos) nos cuesta cientos de años siquiera reconocer el error más mínimo». Y a continuación pone como ejemplo los treinta años que necesitó para rodar Domingo sangriento (Bloody Sunday) sobre los sucesos acaecidos con los norirlandeses a principios de los setenta, mientras que rodó United 93 apenas cinco años después del 11-S.

Los conflictos internos de un país nunca son fáciles de tratar en el cine, como cuenta Greengrass, o como nos pasa en España con las películas sobre la guerra civil, que nunca contentan a nadie. Por sectarias, tendenciosas, por hablar solo desde un punto de vista o por quedarse cortas en su crítica. Ni siquiera el ejercicio de honestidad de Amenábar con Mientras dure la guerra se salvó de ciertos ataques. Estoy expectante ante lo que José Antonio Bayona pueda hacer en su anunciado rodaje sobre los relatos de Manuel Chaves Nogales incluidos en A sangre y fuego.

“Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España”.

Manuel Chaves Nogales, prólogo de A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España

Echo en falta películas o series españolas sobre nuestra monarquía realizadas con la misma crudeza empleada por los británicos en The Crown. Por mucho que dijera Greengrass, puede que los británicos están varios pasos por detrás de los estadounidenses, pero es que los españoles andamos a varias décadas de madurez de los british.

Las películas favoritas de la edición de los Óscar que se celebró la semana pasada tenían su componente de crítica al tratar sobre temas históricos: Oppenheimer y Los asesinos de la luna. El padre de la bomba atómica frente a la aniquilación de la tribu osage. Dos películas sólidas, con directores contrastados como Nolan y Scorsese, historias incómodas y una extensa duración. Para mí, entraban de largo en esa categoría de «oscarizable» con la que a veces se etiqueta a las películas en sus estrenos. Y celebro cuando las principales obras del año llevan un componente de crítica, de sacudida a la conciencia del espectador. Llevábamos una racha de películas quizás menores como triunfadoras en la categoría de mejor película:

  • 2023: Todo a la vez en todas partes.
  • 2022: CODA. Nunca entenderé que este amable telefilme de sobremesa pase a la historia en el selecto palmarés de «mejor película».
  • 2021: Nomadland. Aquí sí hay una buena bofetada al insolidario sistema de salud y pensiones norteamericano, ese sistema salvaje que deja a cerca de un millón de personas abandonados a su suerte.
  • 2020: Parásitos. Aquí un fan de esta peli coreana que sorprendió con su éxito. Por cierto, en la entrega de este año se ha colado de forma incomprensible Vidas pasadas, de la surcoreana Celine Song. Está bien, sin más, pero siempre que veo que se cuelan este tipo de obras conformistas me pregunto cómo (y cuánto) ha sido la campaña de marketing para llevarla hasta allí.
  • 2019: Green book.
  • 2018: La forma del agua.
  • 2017: Moonlight.

Me produce una sana envidia cuando veo cómo Hollywood es capaz de destripar a sus presidentes y contarnos la miseria moral de muchos de ellos, tanto los reales (The US Presidents según Hollywood-II) como los ficticios (The US Presidents según Hollywood-I ). Seguro que el mujeriego candidato demócrata de Primary Colors, interpretado por John Travolta, guardaba notables parecidos con Bill Clinton, del mismo modo que el George W. Bush real tenía numerosos puntos en común con el alcohólico desastroso que compuso Josh Brolin en W. (Oliver Stone).

La corrupción de las campañas electorales y la compra de favores (Los idus de marzo), la ocultación de información (Los archivos del Pentágono) o la invención de guerras ficticias para tapar escándalos de índole sexual (La cortina de humo) son mostradas sin tapujos, de manera cruda y a veces incluso cómica. Hay numerosas series que te muestran cómo es ese mundillo de tiburones, lobbys e intereses alrededor de la Casa Blanca (House of cards, El ala oeste de la Casa Blanca, Sucesor designado). No hay miedo en mostrar a un tipejo que todavía vive como Dick Cheney como un tipo corrupto, amoral y sin ningún tipo de pudor a la hora de enriquecerse (Vice, Adam McKay). Para este tipo de crítica, o de autocrítica, no hay nadie mejor que los norteamericanos. El escándalo del Watergate se llevó por delante al presidente Richard Nixon en agosto de 1974 y la investigación de Bob Woodward y Carl Bernstein que concluyó con su dimisión se convirtió en película de una manera más que veloz: Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula) se estrenó en abril de 1976 y se llevó el Óscar a la mejor película en la siguiente edición.

Envidia, como decía, eso es lo que siento cuando veo esas películas. Lo más cercano que se ha podido rodar en España han sido películas como las muy notables B, la película (David Ilundáin), sobre la declaración de Luis Bárcenas, El reino (Rodrigo Sorogoyen), o la serie Crematorio, basada en la novela de Rafael Chirbes sobre la corrupción en la costa levantina. Las tramas que nos hemos perdido aquí con gente como Jesús Gil, Juan Guerra, Francisco Granados, ministros macarras o inútiles, las campañas electorales (con o sin atentados de ETA o el 11-M de por medio), el independentismo catalán y vasco, o personajes tan de peli zafia como Ábalos o Koldo.

Hollywood no tiene ningún miedo a la hora de afrontar asuntos peliagudos, polémicos. Tras la crisis financiera de 2008 y los años siguientes, con la caída de Lehman Brothers y el colapso del sistema financiero mundial, proliferaron películas de todo tipo acerca de la podredumbre de los “expertos” de ese mundillo: El lobo de Wall Street, La gran apuesta, Margin call, Inside Job, Capitalism: a love story, Wall Street 2, Too big to fail

Y pese a todo el poder de la prensa, que en Estados Unidos sí funciona por lo general como un cuarto poder «casi» independiente, las películas sobre la corrupción, el bajo nivel de sus medios o los intentos de control no se quedan atrás: Los archivos del Pentágono, No mires arriba, El escándalo, Buenas noches y buena suerte,… Network (Sidney Lumet) se llevó el Óscar a mejor película en 1976 por su crítica despiadada de la televisión y la búsqueda de audiencia a cualquier precio. Es algo casi tan antiguo como los propios premios de la Academia, pues este tipo de críticas ya existían en películas como Juan Nadie, Caballero sin espada o Ciudadano Kane. Hay un momento brutal en el peliculón de Orson Welles, cuando sus medios se encuentran a la espera del resultado de las elecciones a gobernador y muestran los posibles titulares preparados por la redacción:

Victoria de los míos o fraude. Parece una escena premonitoria de lo que sería Donald Trump años después. No hay asunto, por escabroso que pueda parecer, en el que Hollywood no meta el dedo. Durante años se dijo que la representación del fracaso de la guerra de Vietnam no era apreciada por los académicos, que pasaban casi de puntillas por el conflicto, pero finalmente se premió a una obra maestra como El cazador (The deer hunter, Michael Cimino) en 1978, o a otra como Platoon (Oliver Stone) en 1986, pese a mostrar una versión muy crítica con el conflicto bélico y con el «clasismo» de los jóvenes enviados a morir en la otra parte del mundo.

Las guerras de Irak y Afganistán o el estrés postraumático de tantos soldados también nos han traído peliculones duros, sin concesiones para el espectador: El francotirador, Zero dark thirty, En tierra hostil (Mejor película en 2009 y mejor directora para Kathryn Bigelow), American soldiers, El mensajero del miedo, Tres reyes, Red de mentiras, Jarhead, En el valle de Elah… No es un cine complaciente con el espectador, no suele regalar una visión amable de sus líderes o del papel de su ejército en conflictos internacionales.

En la segunda parte hablaré de un asunto sobre el que Hollywood no ha tenido ningún miedo a hablar desde hace medio siglo o más. Creo que incluso ha aumentado el número de películas y de premios asociados a dicha temática: el racismo de su sociedad.

Continuará: Hollywood y la autocrítica (II).