En 1989 se estrenó la segunda parte de Regreso al futuro, una entretenidísima película en la que los protagonistas se trasladan al 21 de octubre de 2015. Supongo que durante la preproducción el director Robert Zemeckis, el productor Steven Spielberg y el coguionista Bob Gale se devanarían los sesos a la hora de imaginar ese futuro 2015, un futuro que sabían que alcanzarían a ver con sus propios ojos, y que no podía ser ni demasiado parecido, ni radicalmente distinto. En el blog dedicamos un post entero a esa fecha, justo ese día, y sirvió para sorprendernos con todo lo que había cambiado, pero más aún para asustarnos con lo que permanecía igual.
La tecnología no ha avanzado tanto como la peli predijo en algunos campos, pero en otros la ha superado ampliamente. Nike lanzó una tirada de las míticas zapatillas con robocordones y Lexus diseñó un aeropatín como el de Marty McFly, pero solo funcionaba sobre superficies metálicas ya que se basaba en el uso del magnetismo. No tenemos coches voladores que funcionan con basura, pero todo se andará (espero).
Algunos inventos que predijo la película y que allá por 1989 nos parecían muy lejanos se han incorporado a nuestro día a día con asombrosa normalidad: las pantallas planas de televisión, las videoconferencias, el cine en 3D, los drones, las gafas de realidad virtual o el control biométrico de identidad. Pero ni olió el desarrollo de Internet, un avance para la humanidad que va mucho más allá de lo que los guionistas llegaron a imaginar, absorbe nuestras neuronas e invade muchos minutos y horas de nuestras vidas. Al menos la película acertó en el agilipollamiento que el abuso de la tecnología provoca en los hijos de Marty McFly.
Una de las grandes posibilidades que ofrecen el cine y la literatura es imaginar un futuro que en el momento presente puede parecer lejano, irreal o absurdo. Utópico o indeseable. O distópico, palabra que parece obligatorio usar para referirse a estos asuntos. El cine permite además representarlo, mostrar ese futuro, y han sido numerosos los cineastas que se han enfrascado en la tarea casi desde que el cine es cine. George Meliès imaginó en 1902 su particular Viaje a la Luna basado en la novela de Julio Verne De la Tierra a la Luna. La tecnología espacial no puede ser más simple: un enorme cañón disparado al ojo de la Luna. Una Luna poblada por selenitas con malas pulgas en una atmósfera respirable.
El hombre alcanzaría la Luna 67 años después con ingenios mucho más sofisticados, con el uso de toda la tecnología que el hombre ha sido capaz de desarrollar, pero aun así el cuarto de hora de película de Meliès, con toda su sencillez, resulta fascinante. Mucho más entretenido que el soporífero alunizaje del impávido Armstrong de Ryan Gosling y Damien Chazelle en First Man (2018). Será que preferimos la ilusión a la realidad.
En 1968, el año anterior a la llegada del hombre a la Luna, se estrenó una película con fecha en su título: 2001, Una odisea del espacio, de Stanley Kubrick. El hombre todavía no había pisado la superficie lunar y los cineastas ya estaban imaginando misiones tripuladas a la órbita de Júpiter. La meticulosidad de Kubrick para la preparación del filme fue tal, su asesoramiento fue tan exhaustivo, que pese a que hayan pasado cincuenta años desde su estreno nada chirría en exceso, ninguna tecnología parece especialmente obsoleta, salvo quizás la calidad de imagen de las pantallas, o los botones y clavijas del cuadro de mando. Nada táctil ni digital como cualquier aparato que dejamos hoy en manos de niños de dos años.
Uno de los grandes hallazgos del filme de Kubrick en lo que a tecnología se refiere se encuentra en la inteligencia artificial de HAL 9000, el ordenador que todo lo ve y todo lo escucha, capaz de tomar decisiones no programadas como asesinar a uno de los astronautas. Parece que el desarrollo de la inteligencia artificial hoy en día no ha llegado a este nivel, ni al del humor programado de los TARS y CASE de Interstellar, pero estoy seguro de que llegará. De hecho, hoy en día ya se programa a estos superequipos de inteligencia artificial para que elijan entre matar a un peatón o al conductor del coche autónomo que dirigen. Y se han desarrollado ordenadores, algoritmos y programas capaces de pintar un Rembrandt, escribir una novela o finalizar la Sinfonía inacabada de Schubert. Me falta por ver si es programable el humor de Leo Harlem o el de Les Luthiers.
La inteligencia artificial ha dado mucho juego en el cine, ya desde aquella lejana Juegos de guerra (1983) que nos advertía del peligro de los superordenadores con capacidad autónoma para tomar decisiones en el terreno militar, sin intervención humana, decisiones capaces de desencadenar la tercera guerra mundial. De modo recurrente nos encontramos artículos que provocan cierto desasosiego, por no decir angustia, que nos informan del uso de la inteligencia artificial como desencadenante de una posible guerra mundial. Como dijo Elon Musk, «puede que no la inicien los líderes nacionales, sino una de las inteligencias artificiales, si deciden que un ataque preventivo es el camino más probable a la victoria».
Da miedo, pero al menos sobrevivimos al 29 de agosto de 1997, la fecha del Juicio Final según Terminator II, el día en que Skynet y las máquinas adquieren conciencia del peligro que son para el hombre y se rebelan contra este cuando los programadores intentan desactivarlas, provocando un holocausto nuclear en todo el planeta. Una escena que sigue poniendo la carne de gallina.
La última entrega de la saga hasta la fecha, Terminator: Génesis (2015), desarrolla una parte de la trama en 2017, en un futuro inmediato al rodaje en el que toda la sociedad vive idiotizada alrededor de una pantalla, ya sea de móvil, reloj, ordenador o tablet, pantallas controladas por una inteligencia artificial que todo lo domina y controla. Una especie de Gran Hermano orwelliano, como el 1984 que describiera el británico en su libro (escrito en 1948). Se adelantó un poco en las fechas, pero ese futuro que imaginó en el que se manipula la información, se reescribe la historia, se controla el pensamiento y se rebaja y simplifica el lenguaje como herramienta para el sometimiento de la población, en parte ya está aquí.
Es el problema de poner fechas en un título, que al final llega ese año y te quedas corto… o te pasas siete pueblos. 1984, 2001: Una odisea en el espacio, y sus continuaciones 2010: Odisea dos y 2061: Odisea tres. Como sus profecías seguían incumpliéndose, algún productor o el propio Arthur C. Clarke, pensó: «esto no me vuelve a pasar», y tituló su siguiente obra: 3001: Odisea final. A tomar por saco.
Veremos dentro de tres décadas qué ocurre con el futuro real y Blade Runner 2049, la plúmbea continuación de Dennis Villeneuve (2017) de la soporífera original de Ridley Scott (1982). Los aficionados a esta película de culto se encuentran de celebración este año, puesto que la historia de Deckard, Gaff y Roy Batty se desarrolla en Los Ángeles durante el mes de noviembre de 2019. En apenas unos meses habremos llegado a ese futuro que Ridley Scott diseñó e imaginó hace 37 años. Puede que acertara a la hora de mostrarnos esa gran ciudad decadente, exageradamente iluminada y poblada de seres individualistas, como Tokio, Shanghái o tantas otras. Y con severos problemas de contaminación, como cualquier ciudad occidental, aunque sin llegar al extremo de la lluvia ácida del filme de Ridley Scott. Por el lado contrario, seguimos sin tener coches voladores circulando de modo masivo por los cielos de nuestras ciudades, algo que parece obligado en cualquier película futurista, y la manipulación genética dista mucho de lo que Blade Runner o Gattaca (1997) mostraron como futurible. La oveja Dolly no ha tenido continuación en un espectacular Parque Jurásico (1993) repleto de dinosaurios, pero veremos con qué nos sorprenden los científicos en próximos años (y no muy lejanos).
Aunque no esté entre mis favoritas, lo que sí reconozco es el impacto que Blade Runner tuvo sobre la ciencia ficción y la estética de este tipo de películas:
Con lo que no tuvo fortuna fue con las marcas escogidas para los carteles de neón de ese hipotético futuro. Se mantiene la Coca-cola, pero el resto de marcas vivieron algo así como una maldición de Blade Runner que las llevó a la quiebra o a su desaparición: Atari, RCA, Pan-Am, Bell Systems, TDK,… Los diseñadores de producción buscaron logotipos representativos de marcas duraderas, que sobrevivirían en el tiempo, y las diferentes crisis se llevaron a casi todas por delante.
«El futuro ya está aquí», cantaba Radio Futura en los ochenta, «enamorado de la moda juvenil». A buen seguro nadie predijo que la estética cyberpunk que en aquellos años parecía vanguardista hoy en día se antoja todo lo contrario, retro o vintage. Desfasada. A veces esos detalles accesorios son lo que peor envejece de estas películas. Como los aparatos para comunicarse de Star Wars, que como alguien dijo en su día parecen maquinillas de afeitar, totalmente obsoletas en la era de los «acojo-smartphones». O los temidos rayos Láser de los setenta, que parecían letales y hoy en día se usan para corregir la miopía o para depilarse las ingles.
Como no soy un gran aficionado a la tecnología ni a los gadgets, a veces mi mayor interés en las pelis de ciencia ficción está en lo que las mismas plantean en torno a problemas comunes. Reales, cotidianos. Cercanos. Por ejemplo, dos de los que mencionaba acerca de Blade Runner: la contaminación y la incomunicación. Esa maravilla de Pixar titulada Wall-E (2008) nos presenta una humanidad que ha tenido que huir de la Tierra tras convertir la misma en un inmenso vertedero en la que no queda rastro de vida. Los humanos viven en una inmensa nave y apenas se relacionan si no es a través de pantallas de ordenador. Tampoco se mueven salvo en sus ingenios motorizados y por tanto han desarrollado una obesidad que les impide incluso caminar. El argumento sitúa la acción en 2815, aunque la huida por el inmenso lodazal en que se ha convertido el planeta se genera en el año 2115. Creo que estamos acortando los plazos.
Y ya que hablamos de futuro, o de futuro inmediato, ha terminado por salir el asunto robots. ¿De qué manera van a cambiar nuestra sociedad? ¿Cuántos puestos de trabajo van a dejar de existir? ¿De qué modo van a subsistir todos esos trabajadores, más o menos cualificados, cuyas labores van a ser sustituidas por robots más rápidos y eficientes? Y sin más absentismo que el provocado por las labores de mantenimiento.
¿Se creará esa utópica sociedad del entretenimiento de la que tanto se escribe y tan lejana parece? Los robots del cine se enfrentan a otro tipo de problemas (Yo, robot, El hombre bicentenario, Chappie, Robocop, Cortocircuito, Metrópolis,…), provenientes en muchos casos de la toma de conciencia «artificial», pero incluso se han rodado películas en las que se plantea que los robots desarrollen ese ocio para los humanos, como el Acero puro (2011) y sus engendros boxeadores. O que sirvan para el sexo, como en Ex machina (2015), o como lo era la replicante (no robot) Pris, interpretada por Daryl Hannah en Blade Runner. ¿Ni siquiera nos va a quedar el disfrute del sexo en el futuro? Me refiero al normal, al calor humano, al olor corporal, al disfrute de los sentidos, no me vale el Orgasmatrón de Woody Allen en Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo, pero nunca se atrevió a preguntar, o el Vir-Sex, el simulador virtual de sexo en Demolition man. Ambientada en 2032, cuidado que no falta tanto.
Dejo ya el asunto del futuro inminente con el último problema que se nos ha planteado en algunas pelis de ciencia ficción, un problema que acabará creando importantes conflictos y que ya está aquí: la inmigración, vestida de llegada de alienígenas o extraterrestres. La premisa de District 9 (2009) es sumamente interesante, pero tremenda y tremendista, similar a la de Alien Nation (1988): ¿qué hacer con esas criaturas llegadas, más pobres que los habitantes de esa tierra? ¿Las integramos en la sociedad, les damos cobijo? ¿Las expulsamos, las recluimos en guetos inmundos?
La solución nos la dio la mítica serie V a mediados de los ochenta: dejemos que los aliens se conviertan en presidentes de los Estados Unidos de América.
¡Sayonara, baby!
Me encanta todo lo que tenga que ver con cine, ciencia ficción y futuros utópicos y distópicos por lo que se agradece que se escriban más artículos relacionados con estos temas. Una peli que no ha aparecido en el artículo y que me parece interesante mencionar es Metrópolis, una de las primeras de ciencia ficción, filmada a finales de los años 20, ¡nada menos! Rodada en b/n y muda, poco atractiva para los millennials pero patrimonio de la UNESCO. Refleja muy bien una sociedad clasista e industrializada. Curiosa cuando menos.
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