Siempre me han gustado las películas de fugas. Quizás se deba a que lo más preciado que le puedes quitar a una persona, después de la vida, es su libertad. Privándole de ella le estás alejando de su familia, de sus amigos, de su carrera profesional, sus aficiones, de todo lo que le hacen ser persona. Será por eso que en pocos géneros como el carcelario (ojo, que no incluyo en este género a La gran evasión) tiendes a empatizar con el protagonista que intenta fugarse, deseas que logre su objetivo con sus mismos anhelos, y eso no siempre ocurre en el cine.
En el fondo me da igual si el preso es inocente o culpable. Para mí lo de menos es si Andy Dufresne (Cadena perpetua) se cargó o no a su mujer, o la gravedad del delito de su amigo Red (Morgan Freeman), lo que quiero es que salgan y que el alcaide reciba su merecido. No me importa lo que hicieran Clint Eastwood y sus compañeros de la Fuga de Alcatraz, o Steve McQueen (¡grande Steve!) antes de ser confinado en la terrible Isla del Diablo de Papillon, o el Burt Lancaster que se convirtiera en el inolvidable ornitólogo de El hombre de Alcatraz, o incluso los cabronazos de Con-Air o Stallone en Encerrado, algo tiene el cine de prisiones que hace que te pongas del lado del reo.
En el caso de La gran evasión (1963), como en casi todas las pelis ambientadas en la Segunda Guerra Mundial, vamos a la fuerza con los aliados y en contra de los nazis. La gran evasión nunca figura en la lista de las 10 o incluso 100 mejores películas de la historia, pero yo sí la incluyo entre mis 10 favoritas y de hecho la incluí en aquel lejano listado de pelis favoritas. Puro cine, ritmo vibrante que no decae ni uno solo de sus 172 minutos de duración.
Los aliados intentarán fugarse de mil maneras diferentes del campo de prisioneros de guerra Stalag Luft III, ubicado en lo que hoy es Polonia, un campo con la máxima seguridad en el que se trata a los oficiales con cierta deferencia y respeto. La película me gustaba tanto, la había visto tantas veces, que un día encontré en una librería un libro de Tim Carroll con el mismo título y me lancé a comprarlo sin pensar en nada más.
El libro narra cómo fue la fuga de 76 prisioneros del campo, desmitifica un tanto lo contado en la película y explica las diferencias entre la historia real y lo que se cuenta en el filme de Sturges, como que no había americanos en el campo, ni prisioneros que intentaran escapar en moto, o hechos contrastables como que era la Luftwaffe la que gestionaba el campo y trataba a los oficiales con gran camaradería. Incluso durante los primeros años les permitían comer en ocasiones con los mandos del campo o pasear por el bosque cercano, hasta que el número de prisioneros creció (aumentó por encima de los diez mil) y tuvieron que empeorar sus condiciones juntándolos con soldados que no eran oficiales.
Aun así, el libro resulta igual de apasionante que el filme de John Sturges, tanto que un día estaba terminando uno de los capítulos cercanos al momento de la fuga y no podía dejarlo, así que llegué tarde a mi cita. Te engancha, lo mismo que pasa con la película. Una vez que empiezas con la mítica banda sonora de Elmer Bernstein no puedes dejar de verla. Igual que si un día descubro a mitad del metraje que la están poniendo en cualquier cadena, me quedo hasta el final por muy bien que conozca el desenlace. Y siempre pienso que el día que en las escuelas de cine expliquen el ritmo cinematográfico tienen que emitir esta cinta.
La magistral dirección de John Sturges se apoya en un guion perfecto de James Clavell y W.R. Burnett, y en un reparto coral en el que todos están inmensos. Todos. Solo hombres, por cierto (¿cómo meteríamos aquí la imposición Rider, amiga Frances?). El que menos me gusta es precisamente el gran cerebro de la fuga, el comandante Bartlett (Richard Attenborough), quien sin embargo tiene una de las grandes secuencias de la cinta al caer en el mismo error del idioma en el que insistía a sus compañeros de fuga que no cayeran, lo que desbarata su plan.
El teniente Hendley (James Garner) es el «conseguidor», el denominado «proveedor» de las necesidades de los prisioneros en los diversos planes de fuga, un tipo de dedos rápidos capaz de birlarle la cartera a un alemán, y con el corazón suficiente como para convertirse en los ojos de su compañero de celda, el oficial Blythe (Donald Pleasance), al que insiste en llevar a la fuga a pesar de su limitación física, la progresiva pérdida de visión.
James Coburn interpreta al «fabricante» australiano Sedgwick, un individuo con la imaginación suficiente para convertir las latas en ruedas, los tablones de las literas en el soporte del túnel o las mantas en abrigos.
Como ya conté en este mismo blog, el personaje de Charles Bronson, Danny Velinski, tenía algo en común con su vida real, pues se trata del «gran excavador» con problemas de claustrofobia. Lo mismo que le ocurría al actor antes de serlo, durante su época de minero.
Y por encima de todos ellos, mi favorito en una de mis películas favoritas de siempre: el gran Steve McQueen como el oficial Hilts. El infatigable escapista, el hombre del guante y la pelota de béisbol jugando rítmicamente en la «neverra» en la que es confinado cada vez que le atrapan. Si alguien me preguntara por uno de mis primeros recuerdos de cine estaría el salto en moto de McQueen sobre la primera de las vallas que delimitan la frontera. Su imagen icónica a lomos de una Triumph es la que forzosamente debía encabezar este post. Y si esto no fuera un texto escrito, sino un podcast, no faltaría el «guau» que profiere al probar el fortísimo licor de patata que destila clandestinamente en uno de los barracones junto con James Garner.
Si alguno de los lectores no la ha visto, que no pierda un segundo y la busque, es una puñetera maravilla. Y además de todo lo dicho, dirección, ritmo, guion sólido y repleto de aciertos, una música maravillosa totalmente acorde con el ritmo y la acción, actores míticos en los papeles de sus vidas,… además de todo eso, tres nombres para la historia: Tom, Dick y Harry. Aunque el libro explica las diferencias con la película, los tres nombres escogidos para los túneles existieron en la vida real. «Menos mal», pensé, «que nadie me eche abajo este mito».
Para el que quiera conocer más datos de la historia real, La2 emitió un documental de National Geographic, que he sido capaz de encontrar:
¿Que por qué me ha venido a la cabeza hoy hablar de esta película? Porque el amigo Athos Dumas escribió ayer sobre ella en La Galerna y me dio pura y sana envidia. Recomiendo su artículo.
La gran evasión es puro cine, pero en realidad es el cine nuestra gran evasión.