Megalópolis y el megatruño de un genio

Uffff, Coppola, qué duro se me hace escribir este post. Don Francis Ford Coppola, un autor total, de la vieja escuela. Una carrera con varias obras maestras, una filmografía repleta de interés, incluso en algunos proyectos de encargo o, a priori, «alimenticios», sin su sello de autor, y ahora, en lo que parece que será su testamento cinematográfico, se despacha con esta Megalópolis, su obra quizás más buscada, más ansiada en sus últimos cuarenta años. Pues me pareció un megatruño de 140 minutos. O de más, porque se me hizo muy larga y pesada.

Pese a todo, la vi desde el primer minuto al último del tirón, resistiendo a la tentación de repartir ese pesado minutaje entre dos y tres días. En mi fuero interno, pensaba que Coppola ofrecería algunas muestras de su genialidad, algunas imágenes hermosas, perdurables, de las que se te quedan en la retina al acabar la película, como esas obras de las que dices «es un bodrio de historia, pero tenía algunos planos preciosistas espectaculares». Reconozco que paré la imagen varias veces, bien para ir al baño (me acordé de lo que decía el crítico Roger Ebert: «cuando me molesta el trasero, es que la película es aburrida»), o bien, para tratar de encontrar detalles del artista Coppola en algunos planos, como el de la habitación desordenada de Adam Driver al principio, con multitud de ropas y objetos por el suelo, o en los diseños de la ciudad futurista, pero nada captó mi atención de manera especial.

«Coño, pero es Coppola, tiene que haber algo de interés en la historia», me repetí a mí mismo durante meses, pese a saber del paso de la obra por el Festival de Cannes en 2024, las malas críticas y las dificultades para encontrar distribución. Y si no, aunque solo sea por respecto al director, guionista y productor, que en esta obra lo hace todo, merecía el esfuerzo. El empeño de Coppola en hacer esta obra le llevó a vender parte de sus viñedos en California e invertir 120 millones de dólares en producir una historia que le rondaba la cabeza desde principios de los ochenta. Por diversas circunstancias, entre ellas las deudas que acumuló a lo largo de toda su carrera, el proyecto tuvo que ser pospuesto varias veces, tras haber sido rechazado por las grandes productoras en varias ocasiones más.

De verdad que traté de verla y analizarla con el fervor de alguien que tiene El Padrino, El Padrino II y Apocalypse Now entre sus películas favoritas de siempre, con el ánimo de quien ha disfrutado Patton, La conversación, Rebeldes, Tucker o hasta El Padrino III, aunque esté varios peldaños por debajo de sus predecesoras, pero nada, no hubo manera de entrar en la película. Te aplatana, como el personaje de Adam Driver. Te deja indiferente, como el de Giancarlo Esposito. Te cabrea ver los papeles insulsos de Laurence Fishburne y Dustin Hoffmann. Te desespera, como los roles de Jon Voight y Shia LaBeouf. «Muy bonitos todos los planos del ático del edificio de la Chrysler», comencé. «Bien por la comparación de la decadencia de la antigua Roma con esa Nueva York del futuro». Las civilizaciones no caen en un día, como recuerda el narrador. El proceso de degradación, de decadencia de la sociedad, es paulatino y puede ser invisible. La corrupción, la falta de moral, la ambición de unos pocos individuos, la estupidez y atontamiento de las masas, todo ello aparece en la primera media hora, mezclado con frases extraídas de La Conjura de Catilina. Nada que sea ajeno a la Europa actual.

El caso es que todo eso me interesaba, pero el problema es que el guion plantea muchas subtramas aparte de la política, como el plano romántico (lo más salvable puede que sea Nathalie Emmanuel), o el del «mago» diseñador y su nuevo material, el Megalon, pero las desarrolla de manera pobre y apenas resuelve nada de modo satisfactorio. Con escenas molonas, como la demolición del edificio, pero aburre, Coppola, aburre. Y muchas citas extraídas de Marco Aurelio o de Cicerón están insertadas (o injertadas) de manera poco congruente, con calzador. En el fondo, creo que vi la película con interés porque quería que me gustara y porque, además, es un compendio de la carrera del director, un creador con ideas ambiciosas que resuelve en numerosas ocasiones de manera fallida, como si no fuera capaz de plasmar en pantalla lo que tiene en su cabeza. Algo que, por el contrario, sí consiguió en sus primeras obras, redondas de principio a fin. Puede que Apocalypse Now fuera la primera obra en la que se empieza a apreciar que sus proyectos se le van de las manos, pero es tan potente, tiene momentos tan memorables que el conjunto no se resiente de esa megalomanía. «Esta no es una película sobre Vietnam», respondió a un periodista sobre su epopeya bélica, «esta película es Vietnam».

En las obras propiamente de autor desde entonces siempre arriesgó, se estrelló y arruinó varias veces, pero me gustaba porque siempre intentó propuestas innovadoras (Corazonada, Tucker, Cotton Club), aunque falló en muchas de ellas (Drácula me parece soporífera, no conseguí acabar Tetro, no puedo con esta Megalópolis) y, sorprendentemente, realizó de manera solvente obras de encargo, de las que aceptaba para saldar deudas, aunque se veía que las rodaba de manera correcta, aunque desapasionada. Peggy Sue se casó está bastante bien, pero lejos de Regreso al futuro, con la que comparte bastantes aspectos. Jack no está mal, aunque la peli y Robin Williams están a años luz de Big y Tom Hanks. Legítima defensa es una notable adaptación de la novela de John Grisham, de aquellos años en los que siempre había una nueva basada en las novelas del célebre autor sobre juicios y abogados. Hace décadas que da la impresión de que Coppola no rueda lo que le apetece, sino lo que necesita, y por eso la decepción con Megalópolis es tan grande.

Era la producción de su vida, había elegido los actores, no dependía de ningún gran estudio, tenía al músico, al director de fotografía que quería, el guion que había parido y supuestamente perfeccionado durante años, lo tenía todo bajo su control y, como el César Catilina (Adam Driver) de la trama, parecía autoboicotearse en cada escena. Una pena. Pero tengo el máximo respeto a Francis Ford Coppola, y más sabiendo lo que arriesgaba y el resultado de su apuesta: invirtió 120 millones de dólares de su bolsillo y la recaudación no ha llegado ni a 15. Un fracaso absoluto. Algo que parece que a sus 85 años no le preocupa demasiado. Ha hecho su película, ha soltado sus ideas y ahora se retirará a disfrutar del vino, la comida y el placer de leer o ignorar a los críticos.

El siempre negativo Carlos Boyero dijo que «me parece un delirio sin un mínimo de gracia, con un argumento que me resulta imposible seguir, mezclando géneros (incluso hay numeritos musicales) de forma tan confusa y sin el menor interés». «No consigue hipnotizarme. Lo único que tengo molestamente claro es un interrogante: ¿pero esto qué es, qué ha pretendido Coppola, por qué lo cuenta de esta forma? Ni puñetera idea».

Por el contrario, el siempre animoso Oti Rodríguez Marchante destacó que «Es excesiva, brillante, larga, pretenciosa, disparatada, genial, sorprendente, desequilibrada, obsesiva, colosal, inquietante, visionaria, embrollada, grande, única… En fin, nada que no tuviera previsto uno de los cineastas capitales de la historia y el que con más puntería ha sabido acertar y fallar el tiro». «Lo que queda tras la palabra ‘Fin’ es una enorme masa de cine, una aleación de ideas, imágenes, recursos cinematográficos heredados y nuevos, una especie de fábula sobre el cine, el arte, el tiempo y la vida que parece tener como moraleja la propia alucinación y capricho del artista, que no es aquí tanto César Catilina como Francis Ford Coppola, una especie de ‘yo alucino porque debo y porque tal vez me lo deben'». No estoy de acuerdo, aunque siempre preferiré a alguien que disfruta el cine, como Oti o Garci, que al cascarrabias que siempre parece aburrirse en una sala.

En fin, larga vida a Francis Ford Coppola, un aplauso enorme a su carrera y su afán creador… pero no queremos más Tetros ni Megalópolis que nos alejen de los grandes recuerdos de hace medio siglo.

Islandia (I): un plató de rodaje único

El cine suele ofrecer muchas cosas al espectador: entretenimiento, espectáculo, historias universales, información, polémica, romances, escenas subidas de tono… No siempre, claro, podría hablar varias horas de algunas disaster movies y, en algunas de ellas, hasta encontraría cierto encanto. Numerosas películas nos permiten, además, conocer muchos países, aunque solo sea visualmente, al menos para saber si nos puede gustar más o menos visitar esos lugares “algún día”, si se tercia la ocasión. O descartarlos porque “no se me ha perdido nada allí”, que también me ha pasado como espectador. Localizaciones fantásticas, planos aéreos maravillosos, paisajes irreales que pueden parecer de otro planeta. El trabajo de los buscadores de localizaciones de rodaje debe ser extraordinario.

Algunas obras se concentran en una sola localización, o en interiores, y otras necesitan variedad de paisajes, como la trilogía de El señor de los anillos, las pelis de James Bond (¿no es siempre la misma trama variando solo el lugar?), o muchas de las que han aparecido a lo largo de estos años en este mismo blog, normalmente superproducciones: Star Wars, Tenet, Interstellar, Ben-Hur, Indiana Jones

Para la variedad de mundos de El señor de los anillos, el director Peter Jackson sugirió su tierra natal, Nueva Zelanda, un lugar en el que podía encontrar ríos que emularan con facilidad el Anduin, montañas o paisajes nevados en los que situar Edoras o Rivendel, las praderas de Rohan o las zonas agrestes de Mordor, parajes que contrastaban con el verde de Hobbiton o el color de los bosques impenetrables que bien podían llamarse Fangorn.

Hay una isla en este planeta que reúne también todo tipo de paisajes y que, además, es el lugar más joven de toda la Tierra, geológicamente hablando, pues sigue en formación: Islandia. Es un país que aglutina paisajes de lo más variado y cinematográfico en una isla con pocos habitantes. Apenas 380.000 en una superficie de poco más de 100.000 kilómetros cuadrados, lo que permite que no sea especialmente complicado rodar en muchas de sus localizaciones naturales.

Ya se ha dicho muchas veces que Islandia, Iceland, la “tierra de hielo” en la traducción, es un país muy verde, una green land, mientras que Greenland, Groenlandia, es en realidad una isla de hielo. Curioso. Lo cierto es que Islandia destaca por sus colores, que van mucho más allá del verde de sus praderas, montañas o campos de lava cubiertos por líquenes. Puede que tenga toda la paleta de colores, desde el blanco de los glaciares y las cascadas al negro de la arena de playas volcánicas, pasando por el rojo de las coladas, los ocres de las áreas sulfurosas, el azul de las lagunas y las vetas de los icebergs, el morado de las flores silvestres de ciertas colinas y las mil variedades cromáticas de los campos de lava.

Islandia ha sido un decorado natural muy utilizado en producciones de todo tipo, y es que resulta muy habitual que, ante algunos de sus paisajes, el visitante afirme que “parece de otro planeta”. Es lo que debieron pensar los productores de Rogue One: una historia de Star Wars, que situaron en la playa de Myrdalssandur el planeta de Galen Erso (Mads Mikkelsen), el padre de Jyn Erso (Felicity Jones), la que sería cabecilla del grupo rebelde que se hará con los planos de la Estrella de la Muerte.

Christopher Nolan también vio las posibilidades de la isla y situó allí el planeta de hielo en el que Matt Damon había quedado atrapado en Interstellar. Y, ya que estaban, ubicaron otras escenas cerca del volcán de Svinafellsjökull y en los campos de lava de Eldhraun.

Las impresionantes cascadas del país son un fondo espectacular para videoclips de cantantes y para escenas que impresionen al espectador, como Dettifoss, en el arranque de Alien: Prometheus y Skogafoss para el mundo oscuro de Thor. Pasé una noche a doscientos metros de esta cascada y puedo decir que el sonido es impresionante. Al natural, sin necesidad de Dolby Stereo.

Islandia es una tierra de cascadas, pero también de volcanes, activos y latentes. Varios de sus cráteres reúnen esa característica tan poco habitual que los convierte en paisajes extraterrestres, como el cráter de Hrossaborg, que el director John Kosinski utilizó para situar Oblivion.

Este país tan cercano al Ártico sirve como plató cinematográfico natural para situar otros mundos, aunque estén en este. Si uno visita la zona cercana al lago Myvatn, se encuentra con una cueva que no tiene nada de especial, Grjotagjá, pero de la que todas las guías de Internet te hablan como «la de Juego de tronos«. Por el contrario, sí tiene una gran belleza otro de esos parajes a los que la famosa serie ha hecho popular y ha situado en el mapa para los aficionados a la serie: Kirkjufell. Junto a las cascadas, se ha convertido, como dice este artículo, en «el paisaje más fotografiado de Islandia».

No sé si hay estadísticas sobre el número de fotos que se hacen en uno u otro lugar, pero sí hay una laguna natural, junto a un glaciar, que podría presumir de ser «la más popular para el cine». Me refiero a la laguna de Jökulsárlón, un espectacular lago medio helado a mitad de camino entre el glaciar Vatnajökull y la Diamond Beach, la playa en la que descansan los restos de hielo que se desprenden de los icebergs de la laguna antes de ser engullidos por las mareas. Lara Croft la visitó en Tomb Raider y James Bond apareció por allí dos veces, aunque con distintas caras: Roger Moore en Panorama para matar y Pierce Brosnan en Muere otro día. Para la escena de los coches en esta espectacular superficie blanca, cortaron el paso del agua hacia el mar y dejaron que se helara completamente la laguna. Un paisaje tan irreal y «molón» como el propio 007:

El arte del engaño del cine, cuyos artistas son capaces de convencernos de que el glaciar de Vatnajökull es, en realidad, el mismísimo Tibet en Batman begins.

El blanco de los glaciares y las cumbres nevadas, o el negro de la arena volcánica que llega hasta las playas. Todo resulta muy visual y estético para los cineastas. La playa de Reynisfjara, la más peligrosa del mundo, pasó por un paisaje extraterrestre en Star Trek, o como la tierra firme de los montes Ararat en los que Darren Aronofsky situó su versión de Noé.

Algo tiene esta arena que atrae a los cineastas: Clint Eastwood rodó casi toda su Cartas desde Iwo Jima en Los Ángeles, pero se acercó a las playas de Sandvik como si de la costa japonesa se tratara para las escenas con más acción.

Como habrá visto el lector, hasta ahora todos estos paisajes han sido utilizados por los productores para simular que son otra zona, otro lugar en otro entorno muy diferente: ¿acaso no hay ciudades, no hay historias «normales» que representar en Islandia? Bueno, al pasar por la ciudad costera de Husavik, al norte del país, comprobamos que había numerosas referencias a esa comedia facilona sobre Eurovisión que se rodó en aquellos lares: Festival de la canción de Eurovisión. La historia de Fire Saga. Rachel MacAdams y Will Ferrell, todo un shock para una ciudad de poco más de tres mil habitantes. La trama es una chorrada monumental, pero tiene su (quizás) único punto de interés en que precisamente pasa algo en una ciudad en la que nunca pasa nada. Como en Selfoss, una ciudad de paso sin nada que hacer, en la que se exilió voluntariamente el genio del ajedrez estadounidense Bobby Fischer, quien acabó sus días con la nacionalidad islandesa y sus paranoias en esta pequeña localidad. Su preparación para el famoso enfrentamiento con el ruso Spassky en Reikiavik fue filmada en El caso Fischer, dirigida por Edward Zwick en 2014.

Es curioso porque parece que en estas ciudades islandesas ocurren menos cosas incluso que en una peli sueca de sobremesa, pero la isla se convirtió en sinónimo de aventura y libertad individual gracias a la versión moderna de La vida secreta de Walter Mitty, la versión rodada en 2013, dirigida y protagonizada por Ben Stiller. Ese oficinista gris que decide dejar de divagar con su mente y lanzarse a la acción, termina cerca de la erupción del volcán (a ver si lo escribo bien) Eyjafjallajökull. Su viaje en patinete por la típica carretera islandesa en mitad de un valle sin pueblos, ni gente, ni nada, se ha convertido en sinónimo de liberación y en un gif que circula por los móviles de todo el mundo de manera recurrente.

Entonces, ¿nunca pasa nada en Islandia que merezca la pena ser contado en el cine? Sorprende en un país con tanta tradición de sagas literarias. Para una historia universal que nace en la isla, Viaje al centro de la Tierra, de Julio Verne, resulta que ninguno de los cineastas que optaron por rodar una versión de la historia consideraron conveniente viajar al volcán Snaefellsnessjökull para introducir a los personajes en el arranque de su odisea. Esta foto es de mi colección particular, no viene de ninguna película:

Finalizo el recorrido con algo que sí pasó en Islandia y captó la atención de todo el mundo. No, no me refiero a la erupción del volcán de nombre impronunciable, sino al mayor colapso económico de un país en toda la historia. La crisis financiera de 2008 se cebó especialmente con la isla, y así comienza el documental Inside job, ganador del Óscar al mejor documental en el año 2011. Así se la dejo botando al Amiguete Josean.

Continuará:

Josean – Islandia (II): caída y recuperación.

Barney – Islandia (III): el éxito del deporte en un país minúsculo.

Lester – Islandia (IV): la Ring Road en autocaravana.

Persépolis (II): la película

El éxito de ventas de la novela gráfica de Marjane Satrapi Persépolis, publicada en cuatro tomos entre los años 2000 y 2003, creció de manera exponencial tras su traducción al inglés. La desgarradora historia de una niña atrapada en plena revolución islámica en el Irán de los ayatolás merecía ser llevada a la gran pantalla y así sucedió pocos años después de la publicación completa de la obra, concretamente en 2007. Se presentó en el Festival de Cannes de ese mismo año y obtuvo el Premio del Jurado, aunque no logró la Palma de Oro, a la que llegó a optar seriamente. La película captó rápidamente la atención de la crítica y de los grandes premios internacionales, y esa marea de popularidad la llevó a ser candidata al Globo de Oro y el Bafta, así como presentada, aunque no elegida, para optar al Óscar a mejor película en lengua no inglesa.

Pese a algunas propuestas algo surrealistas llegadas desde Estados Unidos, como confesó la autora en una entrevista para Cinemanía, finalmente se lanzó a la aventura de trasladar su historia al celuloide tras la propuesta de Vincent Paronnaud, otro historietista con el que ya había colaborado en algunas publicaciones tras su exilio en Francia. Adaptar un libro nunca es sencillo y hay que optar por decisiones que, en ocasiones, conllevan cierto riesgo. En el caso de Persépolis, por ejemplo, si se rodaba con actores reales o con animación, o si la paleta cromática se limitaba al blanco y negro, sin apenas matices en gris. Si uno ha leído la obra, no puede concebirla de otro modo que en ese blanco y negro sin concesiones. Triste, apagado, decadente, moribundo. Como el Irán de los Guardianes de la Revolución, o como el papel que dejan a las mujeres en esa sociedad. En este sentido, es de agradecer que la producción fuera francesa y la elección «estética» me parece todo un acierto, por mucho que los éxitos comerciales de la animación de Pixar o Dreamworks de aquellos años se decantaran por el brillo y la explosión multicolor (siempre magníficos, por cierto, que no se entiendan como una crítica). El color apenas aparece en todo el metraje, en algunos pasajes en el aeropuerto de Orly o en los ojos de la abuela, la visión quizás más lúcida de toda la obra, tanto novela como película.

Persépolis tenía que ser otra cosa. Aunque la niña deslenguada sea capaz de arrancarnos alguna sonrisa, una pátina de tristeza envuelve toda la historia, al igual que en las páginas de la novela gráfica. Las mismas sonrisas culpables, por cierto, que nos pueden causar los sinsentidos de los barbudos integristas, cómicos involuntarios con sus retrógradas creencias. Marjane Satrapi era dibujante, pero no animadora, así que se encargó del guion y de dibujar los casi seiscientos personajes que aparecen en la pantalla. Entre Marc Jousset como director artístico, el mencionado Vincent Paronnaud y la propia Satrapi tomaron las decisiones adecuadas para que el enorme equipo de animación diera vida y movimiento a esos dibujos y compusiera las escenas que, unidas, trasladan de manera fiel la historia a la pantalla. En palabras de Marjane Satrapi, «queríamos que los dibujos fueran realistas, no dibujos animados. Así que no tuvimos mucho margen con las expresiones faciales, esto es lo que les transmití a los diseñadores y animadores». Y sin embargo, resultan sumamente expresivos, transmiten las emociones de la autora/protagonista, omnipresente en cada escena.

La música escogida ayuda a dar «cuerpo» y veracidad a la historia, en especial ese archifamoso Eye of the tiger de Rocky Balboa, que sale de tres maneras diferentes en los vídeos que comparto en este post.

Mi versión favorita es la cantada por la propia Chiara Mastroianni, la actriz que pone la voz de la propia Marjane en la película. La lentitud del ritmo, la voz arrastrada, el cansancio en el tono, que choca con la letra… todo contribuye a transmitir esa idea de vida que languidece, que se asfixia, se deprime.

Don’t lose your grip on the dreams of the past / No pierdas la fe en los sueños del pasado
You must fight just to keep them alive / Debes luchar para mantenerlos vivos

Las otras dos voces principales escogidas para la obra fueron la de Danielle Darrieux para la abuela, personaje capital, una especie de «voz de la conciencia» de la niña, la imagen de la dignidad, y la mismísima Catherine Deneuve para el papel de la madre. La obra es bastante fiel al original, con algunas variaciones en el modo de contarlo, como un largo flashback que se cierra con el final del libro. Quizás se extiende más que la novela en la candidez con la que la familia de Marjane observa la caída del régimen del sah, el líder corrupto manejado por occidente a cambio de petróleo. Una familia progre con amigos y parientes directamente comunistas o leninistas, que espera un cambio a mejor para toda la sociedad y, de repente, se encuentra con la dictadura religiosa que prohíbe todo lo que huela a occidente. La música, el alcohol, las libertades, la indumentaria de las mujeres… Por eso solo se podía usar el negro. Y quizás por ese mismo motivo la película utiliza mucho las sombras, las siluetas recortadas sobre fondos sin apenas definición y el contraste con la nieve que rodea Teherán. No hay entrevista a la autora en la que no recuerde su añoranza por las montañas que rodean la capital iraní.

Por otro lado, la película no es menos condescendiente con Europa y nuestras chorradas cuando la niña llega en su primera etapa. Si en Irán preocupan la guerra y las libertades, las pandillas de Viena en las que se mueve la protagonista presumen de estéticas punk, consumo de drogas y un nihilismo existencial del que incluso presumen. Llegados a este punto, siempre recuerdo el artículo de Arturo Pérez-Reverte Es la guerra santa, idiotas, sobre la estupidez y pasividad de Europa y la llegada del Islam más radical:

«»Es una guerra -insiste metiendo el bigote en la espuma de la cerveza-. Y la estamos perdiendo por nuestra estupidez. Sonriendo al enemigo». Mientras escucho, pienso en el enemigo. Y no necesito forzar la imaginación, pues durante parte de mi vida habité ese territorio. Costumbres, métodos, manera de ejercer la violencia. Todo me es familiar. Todo se repite, como se repite la Historia desde los tiempos de los turcos, Constantinopla y las Cruzadas. Incluso desde las Termópilas. Como se repitió en aquel Irán, donde los incautos de allí y los imbéciles de aquí aplaudían la caída del Sha y la llegada del libertador Jomeini y sus ayatollás. Como se repitió en el babeo indiscriminado ante las diversas primaveras árabes, que al final -sorpresa para los idiotas profesionales- resultaron ser preludios de muy negros inviernos».

Tras Persépolis, Marjane Satrapi rodó otras cuatro películas más, dos de animación (Poules aux prunes y La Bande des Jotas) y dos con actores, Las voces y Radioactive. Solo he visto esta última, estrenada en España como Madame Curie en 2020. No fui consciente de que Satrapi era la directora hasta el final de la película, y entonces fue cuando vi ciertos paralelismos con el personaje de la niña de Persépolis: una mujer opacada por los hombres, una brillantez como científica que no se le reconoce inicialmente por su condición de mujer en un mundo de hombres y, también, por sus ensoñaciones. No son unas «idas de olla» tan extremas como los diálogos con Dios y con Marx de la película objeto de este post, pero sí en esa misma línea entre surrealista y psicodélica. La peli no está mal, es interesante, aunque quizás ofrezca una visión demasiado moderna de la científica, la primera persona en recibir dos premios Nobel (Física y Química). Anacrónicamente feminista.

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Cómics (IV): Persépolis

Conocía la historia de Marjane Satrapi desde hace tiempo, a raíz de la película que se rodó en 2007, una historia triste sobre el cambio vivido en Irán tras la entrada del régimen de los ayatolás a finales de los setenta y la implantación plena en los ochenta. Hasta ahora no había tenido la oportunidad de leer el cómic, la novela gráfica en la que la autora cuenta su historia y narra en primera persona cómo fue esa progresiva transformación y degradación del país.

Marjane Satrapi nació en Teherán en 1969 y vivió en su país hasta 1984, cuando sus padres, asustados por lo que veían y vivían día tras día en las calles de Irán o con sus vecinos, deciden que lo mejor para su hija es que salga del país, que estudie en Europa y pueda tener una vida en libertad. La que ellos no volverían a tener. El dibujo es sencillo, en blanco y negro, un trazo expresivo, pero sin los excesos ni proezas técnicas expresionistas como las de Frank Miller en Sin City, por poner un ejemplo. No es una crítica, sino una loa, porque esos trazos sencillos resultan perfectos para lo que la autora pretende: ser funcionales, útiles para contar una historia desgarradora, que valgan para expresar las emociones desnudas de la autora. O de toda una población reprimida.

La historia que se cuenta en Persépolis es la de una niña algo deslenguada, con unos padres de mentalidad progresista y laicista, una cría que ve cómo se genera un descontento en la población con el sah de Persia, motivado por la corrupción y el excesivo culto al líder. Un líder más preocupado por la imagen que da al exterior que por su propia ciudadanía, un títere de los gobiernos ávidos de petróleo. Los fastos excesivos celebrados con motivo del 2500 aniversario de la monarquía persa (1971) fueron un factor más a sumar en el descontento general de la población. Poco le importaron entonces al sah Rezah Pahlevi las críticas por un gasto estimado en más de 20 millones de dólares de la época, pues él era bien recibido en las cancillerías occidentales y su país era considerado en el resto del mundo. La fiesta fue realizada precisamente en las ruinas de Persépolis, la capital de los persas fundada aproximadamente en el año 515 a.C. por orden de Darío I.

La familia de Marjane vive de cerca la caída del régimen sátrapa de los sahs y sin grandes preocupaciones, pero lo que no esperaban era que su sustitución por una república islámica concluyera en una sociedad tremendamente represora, especialmente con las mujeres, o con todo aquel disidente que tuviera un pensamiento distinto al de los «Guardianes de la Revolución». Persépolis se publicó en cuatro tomos, uno al año entre 2000 y 2003, y desde el principio tuvo un gran recibimiento de crítica y fue un éxito de ventas. Se calcula que ha vendido dos millones de ejemplares desde su publicación y obtuvo varios premios de prestigio, como los de Angoulême, uno de los festivales de cómics más prestigiosos del mundo, donde obtuvo los de mejor autor revelación (2001) y mejor guion (2002), el premio de la paz Fernando Buesa (Vitoria, 2003) o el Harvey a la mejor obra extranjera (Estados Unidos, 2004). Su espaldarazo y reconocimiento de masas llegaría con el estreno de la película de 2007, dirigida por la propia autora.

La edición que tengo en mi librería pertenece a Reservoir Books y se editó por primera vez en 2020, con los cuatro tomos/episodios de la vida de Marjane agrupados. Pocas veces resulta más complicado disgregar una obra de su autora como con Persépolis y Marjane Satrapi. Es ella en cada página, es la voz que todo lo narra, son sus reflexiones, con sus errores, pero, también, con su firme voluntad de salir adelante, la que trasciende. El tomo 1 no puede comenzar de una manera más explícita:

En las siguientes páginas se remonta a lo sucedido en los años anteriores, los años previos a la caída del sah, el despilfarro ante los ojos de todo el mundo, la hipocresía de occidente cuando el dictador «amigo» deja de serlo y, finalmente, el estallido de la revolución. La verdad es que la historia de los iraníes, “persas, no árabes”, como repite con la misma firmeza que el cerrajero iraní de Crash, es la de un pueblo atrapado entre satrapías, invasiones y guerras de religión. Durante varios capítulos, la protagonista ve cómo algunos de los amigos o familiares más cercanos comienzan a abandonar el país ante lo que está por venir. El capítulo acaba con las primeras purgas de ciudadanos y con el arranque de la guerra con los vecinos de Irak.

Por si todo esto fuera poco, el segundo tomo arranca con la invasión de la embajada estadounidense en Teherán, la famosa crisis de los rehenes que duró 444 días, y que ya ha sido contada en varios libros y películas. Este tomo es, quizás, el más indignante, el que va contando cómo los Guardianes de la Revolución, esa p… policía de la moral, empieza a poner normas a los ciudadanos, en especial a las mujeres, hasta convertir el ambiente en las calles en irrespirable. El velo es una puñetera imposición del hombre que debe ser erradicada, en cualquiera de sus versiones (chador, niqab, al-amira, khimar, no digamos el burka o el hijab), y ya que no hay manera de lograrlo en Irán o en Afganistán, al menos se debería frenar en esta Europa en ocasiones tan acomplejada.

Cuando escucho a tantas feministas defender el uso del mismo como un símbolo de libertad y de elección personal, me subo por las paredes. Resulta muy cómodo defender lo indefendible desde la comodidad del sillón en una casa en la que puedes opinar libremente, pero me gustaría que todas estas mujeres escucharan lo que alguien que lo ha padecido con toda su crudeza tiene que decirles:

“El significado del velo es que debes cubrirte del hombre porque eres un objeto. Pero las francesas han conseguido hacer del velo un símbolo de resistencia, cuando lo es de sumisión, por eso creo que es un problema más identitario, político”. “Nunca he estado en guerra contra los hombres, que son excelentes compañeros de viaje. Luchamos por la humanidad, por el ser humano”.

Todo el segundo tomo está embadurnado de tristeza, de tipos barbudos insoportables que escrutan cada centímetro del cuerpo o del pelo de las mujeres que se cruzan por la calle para reprenderlas, golpearlas o detenerlas. Se prohíben la música y el baile, y todo aquello que huela a libertad individual. El clima es tan irrespirable que los padres de Marjane optan por enviarla a Europa cuando apenas ha cumplido los 14 años.

El tercer tomo narra otro choque cultural, el de la adolescente que descubre una Austria en la que los supermercados están repletos de comida, en la que existe una liberación sexual y homosexual desconocida para ella, en la que se habla de comunismo, anarquismo y rebeldía con olor a porros… Para una niña venida de una sociedad ultraconservadora, la adaptación no fue nada sencilla. De hecho, ella misma considera que no se adaptó, tuvo una época más que complicada y finalmente, tomó la determinación de volver a Irán. Con 18 años y una agobiante sensación de oportunidad perdida, de fracaso.

El cuarto tomo trata del retorno a un lugar triste, decadente, sin libertades, en el que la protagonista se siente tan ajena como lo estuvo en su última etapa en Europa. Era vista como iraní en Europa y como extranjera en su país natal. El apoyo de sus padres fue decisivo para salir de la depresión y para entrar en la universidad, en la que, pese a gozar de cierta libertad de movimientos, todo tenía que hacerse a escondidas: las fiestas, la música, las relaciones…

Hay cierto humor en las situaciones absurdas, como la del taller de pintura, cuando tienen que pintar cuerpos femeninos, pero, obviamente, cubiertos con ese chador que cubre todo el cuerpo. O cuando les encargan idear un parque de atracciones con la temática de la mitología iraní, pero el proyecto se cae porque, oh, barrera infranqueable, las esculturas representan “mujeres con el pelo a la vista y el cuerpo sin cubrir”.

El libro te llega a indignar por momentos, en especial cada vez que sale un barbudo de estos. Los dibujos transmiten su dureza, su incultura, el fanatismo en el que han sido educados. ¿Cuántos millones de tíos habrán sido educados de esta manera? En un país de 90 millones de habitantes, supongo que habrá cientos de miles de desalmados así.

Persépolis concluye con una nueva “huida” de Marjane hacia Francia, país en el que estudiará, se hará una carrera y la vida que todos conocemos de ella. No ha vuelto desde entonces y, aunque no hace mucho decía que creía que moriría en el extranjero (entrevista de 2020), de un tienpo a esta parte es más optimista y cree que podrá volver cuando el régimen actual sea sustituido (entrevista de 2023). Las vueltas que da la vida, parece que uno de los que espera que caiga el régimen actual es el hijo del sah Rezah Pahlevi, quien se postula para “derrocar al régimen que tiene secuestrado al país”.

No lo sé, uno mira cómo los talibanes controlan todo el poder en la vecina Afganistán y ya duda de todo. Y la formación general en un país como Irán es muy superior a la de los afganos. La revolución “avanza” a su manera con el uso de la tecnología para el control de su población. De la femenina, por supuesto. Lo último ha sido colocar cámaras con IA para poder controlar a todas aquellas mujeres que se quitan el velo para conducir: son identificadas y reciben un SMS de inmediato en el que se les notifica el castigo, que no es otro que la confiscación del vehículo. Vaya mierda todo, qué rabia me da.

Marjane Satrapi recibió el premio Princesa de Asturias de la Comunicación y Humanidades en 2024 y tuvo un discurso curioso, un punto de vista interesante:

“Antes que nada, quería expresarles mi profundo agradecimiento por este extraordinario premio que me han concedido. Y ahora, puesto que de eso se trata, hablemos de la humanidad.

Entre lo que los biólogos denominan animales auténticos, es decir, los mamíferos, el hombre es el único que mata a su hembra. Y calificamos ese acto como bestial, siendo así que ninguna otra bestia, fuera de nosotros, lo comete. Eso es la humanidad.

Pero también hay humanos que pierden la vida a manos de sus torturadores para proteger a sus semejantes, para no denunciarlos, y sé muy bien de lo que estoy hablando. Esto también se llama humanidad.

(…)

Con esto, quiero decirles que no tengo una visión idealizada de lo humano y que yo, en mí misma, experimento esa dualidad. Acepto tanto mi violencia como mi benevolencia, esperando siempre que la segunda prevalezca sobre la primera.

(…)

El hombre por sí solo no sobrevive en la naturaleza. Sólo sobrevive juntándose con otros y creando sociedades. Y la condición sine qua non para lograrlo es la empatía.

Quizás en la educación, en vez de enseñar a nuestros hijos a aprenderlo todo de memoria y a recitarlo como loros, deberíamos enseñarles ética, civismo y sobre todo compasión y bondad. Y les aseguro que no soy de las que ponen la otra mejilla. Por una bofetada recibida devolvería diez, pero trato de no ser nunca yo quien pega la primera”.

Su última obra es Mujer. Vida. Libertad (2023), coescrita y dibujada junto a otras autoras y dibujantes extranjeros, entre ellos Paco Roca, autor de Arrugas y El abismo del olvido. Se trata de un homenaje a Mahsa Jamini, la pobre joven asesinada en una comisaría tras una detención de la policía islámica por llevar el velo mal puesto. Porque estas cosas, por desgracia, siguen ocurriendo.

Anteriores episodios:

Volando puentes

No sé si ha sido casual, pero últimamente “me persiguen” las voladuras de puentes. El pasado fin de semana, sin ir más lejos, estaba viendo de nuevo El desafío de las águilas (con Richard Burton y Clint Eastwood a la cabeza) y la persecución de los nazis termina tras la voladura del puente, una vez logran huir de la fortaleza alemana. Pero esta es solo una de las “voladuras” de puentes que se me han presentado recientemente porque, en los dos últimos libros que he leído, aparecen situaciones referidas a esta misma acción:

  • Primero, en Revolución, de Arturo Pérez-Reverte, con la carga de dinamita que el ingeniero español Martín Garret coloca sobre los pilares del puente que da acceso a Ciudad Juárez.
  • Segundo, en Polvo, sudor y hierro, de mi amigo Félix Núñez. El subtítulo del libro es Un viaje por Castilla, y en uno de los capítulos, el autor recorre varios de los parajes en los que se rodó El bueno, el feo y el malo, una de las obras cumbre del spaghetti western y del director por antonomasia del género, Sergio Leone.

Volar un puente tiene algo no solo físico, no solo supone la destrucción de lo que suele ser una maravilla de la ingeniería con sus complicaciones para salvar un río o un barranco, sino un componente también metafórico, ya que supone devolver a una barrera natural su condición de obstáculo a evitar por el hombre. De ahí que en todas las relaciones internacionales, o en las negociaciones, ya sean de negocios o geoestratégicas, la expresión “derribar puentes” se refiera a la destrucción de un elemento que acercaba posturas distantes, las de los que están en lados opuestos de un precipicio.

La voladura del puente de Langstone en El bueno, el feo y el malo es una de las escenas más recordadas de la película, quizás la segunda o tercera tras el duelo en el cementerio de Sad Hill y cualquier imagen de Clint Eastwood mordisqueando el cigarro. Su rodaje estuvo lleno de complicaciones, hasta el punto de que no volaron un puente, sino tres. La escena se rodó en las inmediaciones de Burgos y el río por el que pasa es el Arlanza. El puente de madera fue construido en tiempo récord por el ejército español, que también prestó 2.000 soldados para que hicieran de extras, pero su voladura resultó poco espectacular para el director. Tenía que ser una de las escenas más memorables y quedó un poco floja. Supongo que esto es como lo de las escenas de coches en las pelis, que no basta con que den quince vueltas de campana: al final tiene que haber una tremenda explosión con una llamarada de veinte metros de altura.

Sergio Leone pidió que el puente se reconstruyera de nuevo y los soldados destinados por el ejército se pusieron a la tarea. Hablamos del año 1966, en plena dictadura franquista. En esta segunda ocasión, el director se encontraba dando instrucciones al oficial al mando acerca de la señal para activar la carga y poder reventar el puente. El oficial repitió las indicaciones por el walkie-talkie para demostrar que lo había entendido, con tan mala suerte que el receptor de las instrucciones entendió que era el momento y ¡boooom!, estalló el puente. Ni una sola cámara recogió aquel momento. El cabreo de Sergio Leone era inmenso, descomunal. Era la escena más cara de una película que se rodaba con el presupuesto ajustado de los spaghetti western, y ahí estaba él, sin puente, sin tomas válidas y sin más explosivos. Por fortuna para él, el responsable del ejército se comprometió a levantar el puente en un tiempo récord, como así hicieron, y por fin se pudo rodar la toma:

Esa voladura por error fue la “inspiración” para el célebre gag con el que comienza El guateque (1968), la divertidísima comedia de Blake Edwards sobre los destrozos del “extra” Peter Sellers en una fiesta privada en una mansión de Hollywood a la que ha sido invitado por error. El inicio de El guateque es extraordinario, y estoy seguro de que el careto del director que presencia la detonación accidental en pantalla es muy similar a la que tuvo Leone en tierras burgalesas (hacia el minuto 6 de este vídeo, aunque los anteriores son igualmente divertidos):

Es normal empatizar con Sergio Leone y con sus emociones tras lo sucedido. La destrucción de un puente en un rodaje tiene que ser forzosamente uno de los momentos más espectaculares de todo el metraje, pero también, uno de los más caros y costosos. Si, además, se pretende complicar haciendo coincidir la explosión con el paso de un tren, doble o triple coste, y cuádruple complicación.

Hoy se puede hacer casi todo con CGI y efectos digitales, pero a veces tengo la sensación de que vemos la voladura de un puente con la misma rutinaria emoción con la que observamos la destrucción de un edificio entero en una película de superhéroes: todo parece tener la consistencia de un castillo de arena en la playa. Y ojo, las buenas, buenas, las bien rodadas, son espectaculares, eso no lo pongo en duda. A veces te preguntas qué hubo de real en la destrucción del puente en Mentiras arriesgadas con los Harrier, por ejemplo. O, como todas las catástrofes mundiales y extraterrestres suceden en Manhattan (recordad el New York imaginado), es especialmente atractivo para los directores volar todos los puentes que conectan la isla con Queens, Brooklyn o New Jersey. La expresión “derribar puentes” de la que hablaba al inicio para representar el aislamiento, llevada a su máxima expresión. Así sucede en El caballero oscuro: la leyenda renace, de 2012, la conclusión de la trilogía de Christopher Nolan sobre Batman:

Lo cierto es que me atraen más las explosiones tradicionales, las de los artesanos de Hollywood con sus maquetas, con sobredosis de imaginación o con expertos reales en explosivos buscando la mejor manera de hacer verosímil un momento así. O los que derriban un puente a machetazos, como Indiana Jones en El templo maldito, otro magnífico momento en una película repleta de escenas memorables.

Excepto en Los puentes de Madison (y quizás aquí no habría estado mal), la aparición de un puente en el título ya es una indicación de lo que va a ocurrir: va a saltar en mil pedazos. Como en El puente de Cassandra (1976), otra de esas pelis de catástrofes de los setenta repletas de actores de primer nivel (Richard Harris, Sofía Loren, Burt Lancaster, Ava Gardner, Martin Sheen…). La solución que encuentran las autoridades para frenar la expansión de un virus que anda suelta en el tren pasa por el puente del título… y no dista mucho de ser algo así como “la solución final” tipo Zyklon B. Un puente tan ruinoso que ni siquiera hace falta dinamitarlo.

Un puente lejano (Richard Attenborough, 1977) es la excusa para una fenomenal película bélica sobre el despliegue de tropas aliadas en el centro de Europa. «Un puente demasiado lejano», que diría el general interpretado por Dirk Bogarde al final de la película a Sean Connery: A bridge too far en el título original. Aparte de los mencionados, la reunión de estrellas internacionales en esta película es de esas que solo se veían de manera excepcional: Robert Redford, Michael Caine, Gene Hackman, James Caan, Laurence Olivier, Liv Ullmann, Ryan O’Neal, Anthony Hopkins, Edward Fox, Elliot Gould,… Y el guionista William Goldman. ¡A los seguidores de la Imposición Rider les da algo! La pena es que con ese reparto no se lograra una película más épica. Está bastante bien, es entretenida, muy bien documentada, pero posiblemente sea deudora de su empeño por la fidelidad histórica, como contaba el propio Goldman en su libro de memorias como guionista (Las aventuras de un guionista en Hollywood, muy recomendable, de mis libros favoritos sobre este mundo «zumbao» de los guiones). Es decir, que las explosiones y exageraciones hollywoodienses a veces son necesarias para el espectador, ¡al carajo el rigor histórico!

Algo de eso sucede también con El puente sobre el río Kwai, peliculón de 1957 dirigida por David Lean. Recordad lo que os decía sobre el spoiler de los títulos y los puentes: hay que reventarlo, echarlo abajo como sea. Y no hace falta ser fieles a la historia. El verdadero puente sobre el río Kwai se encuentra a dos horas de Bangkok, en la ciudad de Kanchanaburi, y para la superproducción de Lean se construyó otro en plena selva en Sri Lanka, a cien kilómetros de Colombo, la capital. No se escatimaron gastos: trabajaron más de 500 personas en su construcción, 35 elefantes y el proyecto se demoró ocho meses. Se llevó cerca del diez por ciento del presupuesto total de la película, de unos tres millones de dólares de la época.

No solo eso, sino que el productor, Sam Spiegel, quería que en el momento de la explosión circulara un tren sobre las vías para aumentar la espectacularidad, así que compraron uno al gobierno local. Un tren ya en desuso, pero que pudiera circular por última vez para reventarlo a gusto. Pero, al igual que sucedió en la película de Leone, tuvieron un fallo en la toma: hubo un error de coordinación entre los encargados del tren, los cámaras y los responsables de los explosivos, así que el tren pasó de largo sin que detonaran las cargas y, como su frenada no estaba prevista, siguió circulando hasta que se estrelló con un generador eléctrico y descarriló. Más gastos, hubo que recomponerlo, devolverlo a las vías, hacerlo retroceder como buenamente pudieron y, finalmente grabar la toma. Los esfuerzos merecieron la pena, ya lo creo:

Y dejo para el final otro de mis momentos favoritos sobre derribos de puentes, el que vemos en El maquinista de la General. La obra maestra de Buster Keaton tiene casi cien años de antigüedad, es una producción de 1926, ni más ni menos, y sigue siendo una maravilla de ritmo, acrobacias, guion… y voladura de un puente. La película contó con uno de los mayores presupuestos de la época, 750.000 dólares de aquellos años, los previos al crack del 29. La destrucción del puente y de la locomotora se llevó 42.000 dólares, la más cara de la época. Su rodaje se hizo en unas vías abandonadas del siglo XIX en Oregón, y se utilizó una locomotora real. Los inconvenientes provocados por el equipo de rodaje durante varias semanas, como un incendio y varios accidentes, no fueron una molestia para la población, sino todo lo contrario, un aliciente, hasta el punto de que se invitó a todo el pueblo a que presenciara la voladura controlada del puente y la caída del tren al río. Una escena que salió bien a la primera, por fortuna para todos. Los restos del tren siguieron en el río como atracción para turistas durante varias décadas. La película se puede encontrar fácilmente en YouTube y es de lo más recomendable. Como esta escena. Cine sin efectos especiales.

Y aquí lo dejamos por hoy. Que vuelen un puente en una película es un gran momento, sin duda. Que te revienten el puente de la Constitución o el del Pilar por motivos de trabajo es una jodienda en toda regla. Se te queda el careto de Sergio Leone, por lo menos.

Anora y el Óscar, o «me hago mayor»

Esta semana he visto Anora (por fin, con algo de retraso desde el estreno), la película triunfadora en los Óscar de este año: mejor película, mejor dirección, guion, montaje y, por supuesto, mejor actriz. Mikey Madison desbancó a la que parecía la favorita, Demi Moore, y quizás sea el único de los premios con el que puedo estar de acuerdo. Aunque… si lo pienso bien, se trataba de elegir entre una Demi Moore entre hipermaquillada cuando no va «a pelo» y algo histriónica, la no menos histriónica Karla Sofía Gascón, o una Mikey Madison que se pasa media peli en pelotas y comportándose como posiblemente nunca haría una mujer de su condición, profesión y educación. Vamos, que ni siquiera en esto coincido con la Academia de Hollywood.

Uno mira la larga lista de premios de Anora, que comenzó con la Palma de Oro en Cannes en 2024 y culminó con ese premio gordo a mejor película del año, y comienza a pensar que ya no entiende nada de esto. Si es «el negocio», una promoción acertada, el sistema de votación de los Óscar… O si es mi propia visión del cine actual, si me estoy haciendo mayor o si no he sabido ver ni entender la supuesta calidad del film. Ojo, que no es mala, ni mucho menos, no es Todo a la vez en todas partes. Es entretenida en algunos momentos del metraje, pero (siempre según mi modo de ver) adolece de una de las peores cosas que se puede decir de una obra artística, ya sea musical o cinematográfica: que es irrelevante. Como el hip-hop, el reggaeton, el trap latino o el noventaymuchos por ciento de la música electrónica. Al día siguiente has olvidado casi todo lo que has visto o escuchado.

Tengo claro por qué me ocurre esto con la mayoría de las películas que han ganado el Óscar en los últimos años: porque no me interesan nada. Porque les falta «grandeza». El último emperador podía ser un tostón demasiado largo, algo pretencioso, pero tenía esa «grandeza» en la búsqueda de la belleza de las imágenes, en el cuidado por los detalles, la música, la fotografía, una trama que no fuera complaciente con el espectador… Con la ganadora de este año no me vale ni siquiera aquello de «es que no tenía competidoras de nivel». Al lado de Anora, The Brutalist, Cónclave, Dune II, Un completo desconocido y hasta Emilia Pérez o La sustancia son obras perdurables, que pasarán a la historia.

Repaso la lista del Óscar a la mejor película de los últimos años y, salvo gloriosas excepciones, empiezo a creer eso de «¡el cine está muerto!» que algunos agoreros proclaman desde hace tiempo. Y no lo está, ni mucho menos, lo que sucede es que se premia lo mediocre que llama la atención en un momento puntual, la moda del momento o la peli indie que alcanza el favor de la crítica.

  • 2025: Anora. Porno soft en una trama con rusos idiotas, sin principios y podridos de pasta. Entre cada uno de los momentos que me hacen gracia o captan mi atención, transcurren unos quince minutos, y así sucede que acabamos en un metraje de 2 horas y 20 minutos para algo que necesita poco más de una hora para se contado y resuelto. El eterno problema de la duración forzada de las películas modernas.
  • 2024: Oppenheimer. Peliculón, tiene esa grandeza que la hace merecer todos los galardones que conquistó. Quizás la única que se salve de la quema de este listado que me va a salir.
  • 2023: Everything everywhere all at once, la ya mencionada Todo a la vez en todas partes. ¿De verdad? ¿De verdad???? ¿De verdad este engendro gustó y convenció a tantos académicos? Es por cosas así cuando afirmo rotundo que no entiendo nada, o que me he hecho mayor y cascarrabias sin darme cuenta.
  • 2022: CODA. Pufff, otra. Un largometraje de domingo por la tarde. Un remake que no mejora el original francés al que copia sin pudor y sin aportar nada reseñable de valor. Otra obra intrascendente, irrelevante, que ves y olvidas de inmediato.
  • 2021: Nomadland. La peli independiente triunfadora. Con lo mejor, pero, también, con lo peor de ese tipo de cine. Una historia incómoda, rodada con pocos medios, apenas 4 millones de dólares de presupuesto, sin apenas ritmo, sin una trama repleta de giros o personajes memorables. Un drama que está bien, sin duda, muy triste, lo que quieran, pero tan introspectiva que al final se vuelve ajena.
  • 2020: Parasite, o Parásitos. La película coreana tiene muchos detractores, pero desde luego no me encuentro entre ellos. Lo que no entenderé nunca, salvo que se deba a ese extraño sistema de votación de la academia norteamericana, es que derrotara a 1917, El irlandés, Érase una vez… en Hollywood, o a la magnífica Joker. Aquel año tuvo también JoJo Rabbit, Los dos papas o Historia de un matrimonio, quizás el último año de cine perdurable que hemos tenido. ¿Cosas de la pre-pandemia, quizás?
  • 2019: Green book. Otra peli amable, entretenida, aunque nada especialmente innovadora. Una versión moderna de Paseando a Miss Daisy, otra con la que nunca entendí que triunfara como mejor película del año, allá por 1989. Pero al menos en este año te encontrabas con historias que (al menos el que escribe y suscribe) veía con interés: Roma, Bohemian Rhapsody, Ha nacido una estrella, La favorita, el son of a bitch de Dick Cheney en Vice… En los últimos dos o tres años, muy poco.

Quizás suene algo viejuno, pero enlazo esta idea con otra que leí hace unos meses (y que no logro encontrar) en un artículo que comparaba los artistas de los Grammy de hace treinta años con los actuales. Decía algo así como que antes tenías a Eric Clapton, Aerosmith, Metallica, Jeff Beck, U2 o Steve Vai, y ahora tenemos a Bud Bunny, Ariadna Grande, Miley Cyrus o Anuel. Y no es del todo cierto. Cada año surgen nuevos artistas, nuevas ideas, nuevas melodías, no solo el repetitivo chunda-chunda que tanto éxito tiene, y puede que tanto en la música como en el cine resulte más difícil sorprender, entre otras cosas, por la sobreinformación que tenemos, pero no es cierto que todo sea una bazofia ahora y antes fuera maravilloso. Lo que puede estar ocurriendo es que haya cambiado el foco, el objetivo del productor, o que el interés mayoritario sea alcanzar el mayor número de espectadores, sin importar el cómo ni el soporte. Cada vez que encuentro a un chaval en el metro viendo una película o una serie me dan ganas de darle una colleja: «¡espabila, vete al cine!». Sin entrar en el debate de los precios, hablo de otra cosa, de la falta de interés por el producto de calidad, como está ocurriendo con el sonido de Spotify o las radios, ¡si no distingo el solo de guitarra, si apenas se oye la batería o se escucha la voz!

Se busca la calidad con menor ahínco que en otras épocas, posiblemente porque ahora prima la rapidez del consumo sobre la excelencia del producto. Y esto vale para la música, el cine o las series de televisión. Ahora toca consumir una serie en modo maratón en un fin de semana «porque no te la puedes perder», doce capítulos en dos días, y si al tercero no te interesa, te pones otra. En tiempos de la Inteligencia Artificial Generativa, que puede producir contenido como una industria conservera, puede que nos encontremos con la misma historia una y otra vez, da igual la factura técnica o la creatividad.

No sé, llamadme viejo, carca, pero echo de menos algo… grandeza.

Lo bueno, lo feo y ¿lo malo? de Clint Eastwood

Clint Eastwood cumple hoy 95 años, casi nada. Una longevidad tan lúcida y bien llevada como la del artista de más edad que (posiblemente) ha pasado por este blog, Kirk Douglas, quien alcanzó los 104 años. Cuando uno ha vivido tanto como un siglo, o se acerca, lo normal es que acumule decenas de experiencias, películas, aciertos y errores, éxitos y fracasos, premios y, también, críticas feroces. Y controversias. Unas cuantas, claro que sí. El post de hoy versará sobre las diferentes facetas de este cineasta total (actor, director, productor, coguionista, músico) a lo largo de su extensa carrera.

Lo bueno de Clint – el creador

Sin duda fue un error generalizado en Hollywood y de buena parte de la crítica, pero a Clint Eastwood solo se le empieza a reconocer su valía cuando se pone tras la cámara para dirigir peliculones uno tras otro, a veces dos al año. No solo eso, sino que ha ejercido labores en la producción (Malpaso Productions), interviene en los guiones, y hasta se atreve con la composición musical. Aun con todo este bagaje, sus primeras obras no pasaron de tener un reconocimiento menor, como si fueran trabajos aseados realizados por un actor reconvertido a director. El fuera de la ley, Ruta suicida, Bronco Billy, Firefox

A mediados de los ochenta realiza un wéstern magnífico, más propio de otra época, El jinete pálido (1985), y ese «predicador» sin nombre logra por fin la atención de la crítica especializada, aunque, quizás por el género, todavía no se le considerara en serio. Un año después realiza El sargento de hierro, tan divertida como políticamente incorrecta, y para buena parte de la crítica de la época no deja de ser el mismo justiciero fascista de siempre en su filmografía. Con Bird (1988), la biografía del saxofonista Charlie Parker «Bird» se ganó el favor de los escépticos. Y un Globo de Oro como director.

Su carrera pasa a ser otra, se lanza a por obras variadas, como Cazador blanco, corazón negro, sobre las andanzas de John Huston como cazador durante el rodaje de La reina de África, pero sigue rodando algunas muy de «su estilo» como actor. El principiante, en la que interpreta al típico policía duro y experimentado que se las sabe todas. Seguro que fueron varios los críticos que pensaron: «sí, hizo Bird, pero es el mismo Harry Callahan de siempre».

A principios de los noventa se «soltó la melena», se lanzó a tumba abierta y realizó Sin perdón (1992), su consagración como director, con el reconocimiento de la Academia en los Óscar, Un mundo perfecto (1993) y Los puentes de Madison (1995). Casi nada, tres peliculones a partir de los cuales, cualquier nuevo estreno de «lo último de Eastwood» era recibido con expectación. Aquí había un cineasta inmenso, con un amplio conocimiento de todos los resortes del cine, capaz de buscar la mejor historia, ya sea real o de ficción, trabajar el guion, rodarla con maestría, interpretarla con acierto, si es necesario, e, incluso, componer la música.

Medianoche en el jardín del bien y el mal, Poder absoluto, Ejecución inminente, Space cowboys, Deuda de sangre… continúa entregando películas muy entretenidas y de temáticas variadas durante varios años, hasta que encadena otra colección de fucking wonderful obras: Mystic river (2003), Million dollar baby (2004), Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima (2006). Puedo cambiar mi top-5 de Eastwood a lo largo de los años, pero creo que ahí siempre incluiré Mystic river, la durísima historia sobre tres amigos (Tim Robbins, Kevin Bacon y Sean Penn), la tragedia familiar de uno de ellos y el destrozo emocional en su entorno.

Con la película sobre la tragedia de la chica boxeadora (Hillary Swank en Million dollar baby) logra su segundo Óscar como director y los principales premios de ese año (película, actriz principal, actor secundario). Si a alguien le quedaba alguna duda de lo que Eastwood era capaz de hacer, supongo que se le quitarían todas. No he visto todo lo que ha rodado en los últimos veinte años, y ha sido mucho, pero su filmografía ya era notable hasta la fecha y aun así, ha añadido otro buen puñado de películas de mucho interés. Se centra en personajes o sucesos reales (El intercambio, J. Edgar, Jersey boys, Sully, 15:17 Tren a París, Richard Jewell, El francotirador), pero no hace ascos a nuevas tramas, como a lo paranormal o lo que sucede tras la muerte, como en Más allá de la vida (2010), o al cine judicial más clásico, como en su última obra, la meritoria Jurado nº 2. De esta época, mis favoritas son Invictus (2009) sobre la reconciliación en Sudáfrica tras años de apartheid a través del rugby (gran interpretación de Nelson Mandela, digoooo, de Morgan Freeman), y esa obra maestra que es Gran Torino (2008). Demoledora. Sí, racista, clasista, incómoda, pero un puñetazo en el estómago. Con un protagonista (en principio) odioso en busca de un último acto de redención.

Lo feo de Eastwood – el actor

Clint Eastwood nunca ha tenido el beneplácito de la crítica por sus capacidades interpretativas, de hecho, cuenta con dos Óscar como director y otros dos como productor, pero nunca ha ganado un premio por sus actuaciones (apenas un par de candidaturas por Sin perdón y Million dollar baby). Comenzó como actor de televisión en los años cincuenta en la serie Rawhide, ambientada en el salvaje oeste, y aunque tuvo cierto éxito de audiencia, las críticas hacia su trabajo fueron feroces.

Por un golpe del azar a mediados de los sesenta, aterrizó en el reparto de lo que sería la Trilogía del Dólar, de Sergio Leone, y encadenó Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio y El bueno, el feo y el malo. Su personaje de «El hombre sin nombre» le daría fama, un nuevo sentido a su rictus característico de ojos guiñados y mandíbula apretada (con cigarro o sin él) y una popularidad que siempre agradecería a uno de los principales mentores que tuvo en los inicios de su carrera: el director italiano Sergio Leone.

A finales de la década de los sesenta, se atrevió con el cine bélico con las muy entretenidas El desafío de las águilas y Los violentos de Kelly, pero supongo que para la crítica seguía siendo él, Clint Eastwood, no un actor versátil, por mucho que, a mi modo de ver, se atrevía con nuevos retos e incluso salvó con buena nota el musical La leyenda de la ciudad sin nombre, traducción más que libre de Paint your wagon. Buena nota, o aprobado alto, como su acompañante en la aventura, ese otro tipo duro sin papa de cantar que era Lee Marvin.

El otro gran mentor de su carrera al que siempre se ha referido sería el director de Chicago Don Siegel, con el que rodaría La jungla humana (claro antecesor de Harry Callahan), Dos mulas y una mujer, El seductor y el otro gran personaje que le daría tanta popularidad como encasillamiento: Harry el sucio. Y Fuga de Alcatraz, ni más ni menos. Una colaboración de lo más productiva. Don Siegel venía de la serie B, era un director habituado a trabajar con presupuestos ajustados, a rodar las tomas justas, a saber cómo filmar la acción sin necesidad de grandes despliegues de medios ni multitud de cámaras. Según cuentan los actores que han trabajado con Eastwood, como director funciona de esta manera. Sin esas repeticiones tan «kubrickianas» y exasperantes para los actores que, además, suponen un incremento de costes para la producción. Seguramente el Eastwood productor y su bolsillo han influido también en esa manera de rodar.

Con las últimas obras de Eastwood director me pasa algo parecido a lo que me sucede con las de Woody Allen: que son mejores aquellas en las que ya no actúa, cuando solo está detrás de la cámara. No es que esté mal en sus papeles en Mula y Cry Macho, ni mucho menos. Lo que ocurre es que ese agotamiento físico se traspasa a la pantalla y posiblemente limite la trama o la acción. Su serenidad y buen hacer transmite más con el rostro de otro actor.

¿El malo? – ¿el republicano fascista ultraconservador?

Clint Eastwood nunca ha ocultado sus simpatías por el partido republicano, ya sea por su apoyo en algunas campañas presidenciales, como con John McCain o Mitt Romney, o bien, al ejercer como alcalde de la ciudad de Carmel-by-the-sea, en California. Pero no ha sido un republicano al uso: fue muy crítico con Nixon y la intervención en Vietnam, igual que lo fue con las invasiones de Afganistán e Irak, o con la guerra de Corea, en la que llegó a tomar parte, aunque de manera residual. Si se le ha criticado por sus posiciones políticas quizás sea por eso tan «español» de ubicar a los cineastas en un bando o en el contrario. En Hollywood se lleva con bastante más naturalidad la compatibilidad entre las opiniones de un director o actor y poder disfrutar de su obra.

Quizás en el caso de Clint Eastwood haya habido una confusión «errejoniana» entre la persona y el personaje, entre el político republicano y los papeles que interpretaba en la gran pantalla. No hay más que dar un repaso a las películas que he mencionado para comprobar que muchos de los personajes interpretados por el bueno de Clint son unos redomados fascistas sin respeto alguno por la ley que todo lo arreglan sacando el revólver con rapidez. Y quizás haya quien viera al actor como el justiciero William Munny de Sin perdón, como ese sargento de hierro chusco, malhablado y políticamente incorrecto, o como ese Harry Callahan que anima a los delincuentes con su «alégrame el día» a que le den una excusa para poder desenfundar el Magnum 44. Sin embargo, el Clint de la vida real ha hecho campaña toda su vida por el control y registro de las armas de fuego, así como por la prohibición de las armas de asalto, lo que dista mucho de las posiciones de los ultraconservadores de la NRA.

Por lo que he leído a Clint Eastwood en entrevistas es un tipo con cultura, con un profundo conocimiento del cine, y una persona muy alejada de los personajes racistas de Harry Callahan o de Gran Torino. Varias de sus obras plantean debates sobre asuntos de actualidad en los que su resolución dista mucho de querer defender las posiciones más conservadoras de su partido: la pena de muerte (Ejecución inminente), la intervención en Irak (El francotirador), que comienza con las mentiras de George W. Bush para justificarla, las cloacas del FBI (J. Edgar) y la presidencia (Poder absoluto), o la eutanasia (Million dollar baby).

Siempre me han gustado sus películas. Como actor, como director y por lo que plantean, así que solo me queda desearle un muy feliz y activo happy birthday!

¿Qué pasó con…? (V)

En el reciente post sobre los planos secuencia, hablé entre muchas otras películas de Rope (La soga), la obra casi experimental de Alfred Hitchcock en la que el director se atrevió con el reto de filmar los ochenta minutos de metraje casi del tirón, en un solo plano. Un solo plano, eso sí, con los cortes necesarios para cambiar las bobinas, es decir, cada diez minutos aproximadamente. Personalmente, me pareció una obra brillante en lo argumental, en la idea del superhombre o por el sentido del humor del retorcido profesor Rupert (James Stewart). También por la dificultad del rodaje, por mucho que el propio Hitchcock la desdeñara en el libro de conversaciones con François Truffaut.

Seguro que todos recordamos perfectamente a los tres actores principales, los dos asesinos (John Dall y Farley Granger) y el mencionado Stewart, pero, ¿qué fue del «elefante en el salón»? Toda la trama versa sobre un tipo ausente, David Kentley, sobre el tipo del arcón al que nadie encuentra durante la hora y veinte minutos posteriores a su asesinato, pero, ¿el actor se tuvo que pasar metido en el puñetero baúl los diez minutos desde que lo estrangulan hasta el cambio de bobina? ¿Y cuántas tomas fueron necesarias? Es decir, ¿cuánto tiempo total necesitó pasar en ese arcón? ¿Alguien recuerda su nombre?

El tipo en cuestión se llamaba Dick Hogan. Me imagino a ese actor que, un buen día de 1948, le cuenta a su familia y amigos que va a rodar la próxima película de ese famoso director inglés que acaba de tener éxito con Recuerda, Encadenados y El caso Paradine, todas estrenadas entre 1945 y 1947. «El mismo Alfred Hitchcock», contaría orgulloso a sus allegados. Sus expectativas estarían muy altas, más aún si hubiera visto el tráiler de La soga:

Parece que va a ser fundamental en la obra y luego, el día que todas sus amistades fueran a verlo al estreno… se encuentran con que aparece menos de cinco segundos en escena. Hala, estrangulado y al arcón. Sale mucho más en el tráiler que en la propia película, porque el tráiler se desarrolla en un parque y el propio Dick Hogan tiene frases con su prometida, que es el momento que aprovecha Hitchcock para soltar el clue, el gancho, para el espectador: «fue la última vez que lo vio con vida».

Dick Hogan nació en Little Rock, Arkansas, en 1917, y participó como secundario en casi cuarenta películas desde 1937. Según la web más completa, la de IMDb, Dick Hogan actuó en decenas de películas, posiblemente series B o C, con puntuaciones bajas por lo general:

Su biografía es bastante escueta. Cantó con la orquesta de Glenn Miller, participó en la Segunda Guerra Mundial y le llegó su gran oportunidad con Alfred Hitchcock. Completo yo el hueco de la biografía: apareció cinco segundos en pantalla, acabó con claustrofobia crónica y abandonó el cine completamente asqueado de su primera experiencia en una producción importante. Echo de menos una entrevista con este tipo.

Para encontrar algo más de información sobre él, o una explicación de sus motivos, he tenido que recurrir a la versión inglesa de la Wikipedia. Dick Hogan dejó Hollywood y se volvió a Little Rock, donde trabajó hasta su jubilación como agente de seguros. Falleció en 1995 en el mismo lugar en el que nació y en el que se ganó la vida como agente. Todo de lo más anodino, pero supongo que le encantaban los espacios abiertos que allí encontró.

Recuerdo una entrevista hace años al cantante Phil Collins en la que decía que su vida, «en un momento dado, descarriló». Pero no era capaz de determinar el momento, si las adicciones, la separación, la enfermedad… Me hizo pensar en si la palabra estaba correctamente elegida. La vida de Phil Collins tomó caminos equivocados, a veces los recondujo, volvió a errar, pero un descarrilamiento es algo distinto. Es un accidente. Es una tragedia que puede durar un segundo y lleva al traste un tren, o una vida que hasta ese momento marchaba por la vía correcta.

Acaban de cumplirse 32 años del «descarrilamiento» por el que conocí, o conocimos los más aficionados al baloncesto, la historia de Slobodan Jankovic. El 28 de abril de 1993 se jugaba el cuarto partido de la semifinal de la Liga griega entre el Panathinaikos y el Panionios, equipo en el que jugaba la estrella yugoslava. El vídeo de YouTube que precede a este texto tiene las escalofriantes imágenes que tanto nos impactaron en su día. Siguen haciéndolo hoy, cada vez que las revivo: el jugador anota una canasta, pero el árbitro la anula y le pita falta en ataque. La quinta, para más señas, con lo que es eliminado. Con el cabreo del momento, el jugador suelta un cabezazo de rabia contra el soporte de la canasta y cae fulminado. Por aquel entonces, las canastas carecían de protectores acolchados, algo que comenzó a ser obligatorio tras la desgracia de Slobodan.

El jugador fue atendido de inmediato por el equipo médico y en su rostro se observa el terror. La sangre le caía a borbotones, pero lo que le asustaba era que no sentía las piernas y apenas los brazos. No dejaba de repetir sobre la propia cancha de juego: «me voy a morir, me voy a morir». Se fracturó una vértebra cervical y no volvió a caminar en su vida. Entonces tenía 29 años y era el mejor jugador del equipo griego, donde había llegado huyendo de los conflictos en la antigua Yugoslavia. En el país que dejó de existir a principios de los noventa (recordad Hermanos y enemigos) había jugado en el Estrella Roja de Belgrado hasta su fichaje por los griegos. En Grecia se volcaron con él y con los intentos de recuperación. Los directivos del club, numerosos aficionados, incluso el presidente del Panathinaikos, Pavlos Giannakopoulos, contribuyeron con fondos para costearle una posible rehabilitación en Londres. No fue posible y permanecería en silla de ruedas hasta el final de sus días.

Buscando detalles sobre cómo recompuso su vida, veo que se separó de su mujer cuatro años más tarde, y que el Panionios retiró la camiseta con su número 8 como homenaje al que fuera ídolo local durante un breve período de tiempo. Logró volver al baloncesto, aunque de un modo distinto al que, sin duda, le habría gustado: entrenó a un modesto equipo de baloncesto en silla de ruedas de Atenas. Su mayor alegría de aquellos años fue su hijo Vladimir, quien llegó a ser profesional y jugó en varios equipos como el Panionios, el AEK de Atenas, el Valencia Basket, el Andorra, y curiosamente, Panionios y el rival de aquel fatídico día, Panathinaikos.

Nunca reprochó nada a nadie por su desgracia, mucho menos al árbitro, como le preguntaron en alguna entrevista. Jankovic se consideraba un guerrero y no quería que nadie le compadeciera. Aquella desgracia era fruto de su manera de entender el deporte, como un combate, como una guerra. El vídeo en el que se muestra su reacción furibunda ha sido usado como ejemplo para prevenir conductas agresivas en los jóvenes y también en algunos manuales del ejército griego para hablar de autocontrol.

Una de las últimas veces en las que se le vio con vida fue durante el Eurobasket celebrado en Serbia y Montenegro en 2005, cuando acudió a ver algunos de los partidos. El 28 de junio de 2006 falleció de un infarto y a su funeral asistieron numerosas leyendas del baloncesto balcánico: Zarko Paspalj, Rebraca, Dragan Tarlac… También uno de sus rivales en la cancha, el gigante Panayotis Fassoulas.

Hogan, Jankovic y los momentos puntuales que cambian una existencia.

Capítulos de la serie ¿Qué pasó con…?

I. Antonio Peñalver y Claudia Wells.

II. Antonio Hernández Mancha y Pedro Maestre.

III. C. Thomas Howell y Santi Pérez.

IV. Antoni Asunción y Remedios Amaya.

La proliferación del plano secuencia

En el programa La Cultureta de Onda Cero, hace apenas un par de semanas, el director Nacho Vigalondo bromeaba sobre “una película innovadora: había muchos planos y estaban montados, con cortes y cambios de cámara, algo sorprendente, nunca hecho”. Algo así fue lo que dijo, pero, obviamente, hablaba de manera irónica acerca de la proliferación de planos secuencia en las películas y series actuales.

Sorprende que, para mucha gente, lo más rompedor del último éxito de Netflix, la serie Adolescence, no sea su argumento, o ese abismo entre padres y adolescentes que viven en un mundo irreal de móviles y redes sociales, sino la manera en que se ha rodado cada uno de sus cuatro capítulos: como un único plano secuencia. El primero de ellos “fuerza” incluso la percepción del espectador, por si a este le hubiera pasado desapercibido: el policía comienza diciendo que son las 6,48 de la mañana y concluye el interrogatorio “siendo las 7 y 32 del día” tal y tal. Oye, espectador despistado, por si no te has dado cuenta, lo he rodado todo en tiempo real, del tirón.

El plano secuencia, cuando está bien hecho, es un espectáculo, un lucimiento del director, pero no una necesidad. Puede ser una maravilla visual, un prodigio técnico, lo que queramos, pero debe serlo también argumental. Es decir, debe acompañar a la historia, ser necesario para la misma, no limitarse a ser un reto técnico que el director se encaprichó en acometer y para ello embarca a todo el equipo de rodaje y producción en un costoso berenjenal que no siempre aporta claridad a la trama.

El plano secuencia es mucho más fácil de rodar hoy en día. Puede haber errores, cortes en la misma toma, pequeños trucos para “empalmar” las escenas, como la apertura de una puerta, o pasar por delante de algún objeto como una pared, un vehículo… No tiene nada que ver, según cuentan los entendidos, con lo que era rodar un plano secuencia hace medio siglo o más, en la época del celuloide y la tijera.

Aun con las facilidades que las innovaciones técnicas y el formato digital procuran, el plano secuencia requiere un enorme trabajo de planificación. De actores, principalmente, como en una especie de función de teatro, pero también de cámaras, técnicos de sonido, iluminación, decorados. Y no es lo mismo rodar un plano secuencia con dos o tres actores, como el noventa por ciento del tercer episodio de Adolescence, o con más de cien personas inmersas en la acción, como ocurre en el segundo, el que transcurre en el colegio.

El plano secuencia es una herramienta más del director y, cuando se abusa, se corre el riesgo de que la forma desplace al fondo, a la historia que se cuenta. Puede acrecentar la sensación de veracidad, de introducción en la escena, como en el episodio 3 comentado (la charla/terapia entre el niño Jack y la psicóloga, una escena que no te deja respirar), o, por el contrario, te puede apartar de la acción, como en la persecución del episodio 2, por las propias limitaciones del formato (velocidad, claridad de la narración, interpretación). El problema es precisamente ese, cuando el cómo se cuenta se convierte en más importante que el qué, cuando se hace visible la mano del director y se diluye el guionista.

En los últimos años han proliferado las películas/retos rodadas en un único plano secuencia, varias de ellas, magníficas, como se ha comentado en este mismo blog:

  • 1917, de Sam Mendes, de 2020.
  • Birdman, de Alejandro González Iñárritu, rodada en 2014.
  • Utoya, 22 de julio, de Erik Poppe, 2018.
  • Victoria, de Sebastian Schipper, 2015.
  • Hablar, de Joaquín Oristrell, 2015.

Todas ellas bastante recientes, por cierto, por eso he buscado las fechas. A Birdman ya le dediqué un post completo en su día (enlace a: Birdman). Me interesó bastante la película, aunque el plano secuencia (con numerosas trampas) no era necesario para el argumento que narraba. De hecho, tiene que apoyarse en una serie de trucos para empalmar los cortes e, incluso, dejar que pase una noche con un plano fijo, como ocurre también con el desvanecimiento del protagonista de 1917 en su larga travesía. A esto es a lo que me refiero, a forzar la acción para no romper ese juego de dirección del plano secuencia. O a la limitación que supone, no solo temporal, sino también espacial. Los desplazamientos de Adolescence a la comisaría o al centro comercial son tan cortos como el de los soldados de 1917, que se suben a un camión para moverse a un frente de batalla que está a menos de diez minutos de trayecto.

Los defensores del plano secuencia argumentan que ayuda al espectador en su inmersión en la trama, a seguir a los protagonistas, a moverse con ellos, a sentirse parte de la escena. Eso mismo propone Utoya, 22 de julio, la película noruega sobre aquel neonazi que se cargó a 77 chavales en la isla de Utoya, cerca de Oslo. La película añade una complicación adicional, y es que se rodó con plano subjetivo, desde el punto de vista de Kaja, una de las jóvenes que se vio metida en aquella pesadilla de 72 minutos en la que Justin Breivik, un asesino armado al que ni siquiera se llega a ver, se iba cargando a todos los que encontraba en su camino. No es una obra redonda, ni explícita en la violencia, ni gore, pero al menos consigue transmitir al espectador el desconcierto de la protagonista ante una situación que ninguna de las víctimas era capaz de comprender. Pero tantas limitaciones a la acción provocan que no consiga sostener el pulso, ni el interés, a lo largo de todo el metraje. Se ve bien, y a otra cosa.

El plano secuencia me parece perfecto, insisto, como complemento. Me encanta la inmersión en las trincheras que nos ofrece Sam Altman en 1917, pero es igual de efectiva la de Stanley Kubrick en Senderos de gloria, por ejemplo. O el de la alemana Sin novedad en el frente (Edward Berger), en la que el barro casi sale de la pantalla. El arranque de Salvar al soldado Ryan podía haberse prestado a un plano secuencia siguiendo a Tom Hanks en la playa de Omaha, y seguro que habría sido grandioso, pero no creo que fuera menos eficaz para lo que nos quería narrar que el formato escogido por Steven Spielberg. El director mezcló planos de cámara en mano, grúas, panorámicas, ensució algunas cámaras con barro y sangre, empleó la cámara lenta… el trabajo de montaje nos ofreció un desembarco de Normandía de media hora sencillamente inmejorable. Sin alargar los planos más de lo necesario.

Si lo que se quiere es que el espectador sea consciente de la amplitud de medios con las que contaba la producción, “mira cuánta pasta hay aquí metida”, se puede insertar un plano secuencia de cinco a diez minutos que vaya del detalle a lo general o panorámico, o a la inversa. Como el famoso de las playas de Dunkerque en Expiación (2017), de Joe Wright. Magnífico, colosal:

Martin Scorsese es uno de los directores que rueda con mayor número de planos en sus películas (Bendito Scorsese). Mezcla planos cortos, en detalle, de un objeto, primer plano del actor, luego uno general, vehículos que llegan y se van, ruptura de la cuarta pared, cámara lenta, planos muy rápidos… lo usa todo. Y es un verdadero virtuoso del plano secuencia cuando lo necesita, cuando lo incorpora a las tramas de sus películas, como en la famosa entrada al Copacabana de Uno de los nuestros, en el que compone una coreografía de personajes alucinante. “Esto es un verdadero local repleto de mafiosos”, piensas:

A esto es a lo que me refiero, a incorporar el plano secuencia a la narración, para contar algo, para que aporte a la trama. Los primeros trece minutos de Ojos de serpiente, de Brian de Palma, están rodados de esta manera, sin cortes, pero serán necesarios para la investigación que comienza justo a continuación: dónde estaba cada personaje, qué vieron, qué significaban aquellos gestos que en su momento pasaron desapercibidos, qué pintaba ese pibón en la escena, quiénes eran esos tipos que ahora parecen sospechosos… Sin ser una gran película, sí me lo pareció la manera de desarrollar la investigación.

El ejemplo más famoso durante décadas fue el arranque de Sed de mal, de Orson Welles, rodada hace nada, en 1958. Ni me imagino lo que tuvo que ser aquel set de rodaje en la frontera con México. La película comienza de una manera muy “hitchcockiana”, con una bomba que es introducida en el maletero de un coche, para que todos los espectadores sean conscientes de que por ahí circula ese coche a punto de saltar por los aires. Continúa con los personajes de Charlton Heston y Janet Leigh, se mueve por la ciudad fronteriza y termina como tenía que terminar: ¡boooom!

He querido mencionar a Hitchcock por algo, por ser el primero que realizó una película completa en un solo plano secuencia: Rope, aquí titulada La soga. Se atrevió a hacerlo en 1948, con las pesadas cámaras de la época y las bobinas de celuloide que apenas permitían rodar unos diez minutos seguidos. El libro de François Truffaut, El cine según Hitchcock, publicado en 1966, indica en las notas finales que “es la única experiencia en la historia del cine de una película rodada íntegramente sin interrupción en la toma de vistas”. Por algo sería. En la misma nota indica que las películas de Hitchcock solían tener entre seiscientos y mil planos, algunos más, como Los pájaros, con mil trescientos. Entonces, ¿qué opinaba el propio director de su experimento?

A.H. No sé sinceramente por qué me dejé llevar por el truco de Rope, pues no puedo considerarlo de otra manera que como un truco.

A.H. Actualmente, cuando pienso en ella, me doy cuenta de que era completamente estúpido porque rompía con todas mis tradiciones y renegaba de mis teorías sobre la fragmentación del film y las posibilidades del montaje para contar visualmente una historia. Sin embargo, rodé la película teniendo en cuenta un montaje previo; los movimientos de la cámara y los movimientos de los actores reconstituían exactamente mi manera habitual de planificar.

Luego cuenta todas las dificultades técnicas que tuvo que superar: tabiques que se movían, el color, el decorado y las nubes que se ven de fondo, la iluminación del atardecer, el ruido de la cámara sobre los rieles y cómo tuvieron que ocultarlo con un suelo especial, los operadores moviéndose por la escena… “¡Asistir al rodaje de este film era todo un espectáculo!”, afirmó. Yo siempre me pregunté por el momento en el que sale del arcón el actor al que asesinan en los primeros cinco segundos de película, ¿se pasó ahí la primera bobina entera? ¡Pobre!

François Truffaut aporta en la conversación un punto de vista diferente, que también comparto:

F.T. Pienso que es usted demasiado severo hablando de Rope, considerándola una experiencia estúpida. Yo creo que, por el contrario, este film representa algo muy importante en una carrera profesional, es la realización de un sueño que todo director debe acariciar en un momento dado de su vida, un sueño que consiste en querer trabar las cosas con el fin de obtener un solo movimiento.

Termina hablando de “la búsqueda del realismo”, quizás porque la vida sea un enorme plano secuencia sin cortes. Y en el cine, una virguería del director que, cuando sale bien, es espectacular. Como en uno de los más alucinantes que recuerdo, el de Juan José Campanella en El secreto de sus ojos. Porque, si hablamos de pasión y de personas, como hace Ricardo Darín, nada mejor que un estadio de fútbol argentino. Aquí lo dejo:

Impresionante. Desde fuera del estadio, sobre los jugadores, en el graderío, por el interior del estadio… Hay vídeos en YouTube que explican cómo se grabó esta escena, pero, ¿acaso queremos saberlo?

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Cuando el mundo real arrolla a los héroes de la pantalla

Estas últimas semanas hemos podido escuchar y ver en los medios varias menciones a la entretenidísima peli Armageddon (para mí, ya un clásico «de culto» palomitero), una obra que no me atrevo a definir como de ciencia ficción, pues arrastra mucho de la segunda y muy poco de la primera. El motivo de su reciente popularidad no es otro que ese enorme meteorito que podría impactar en la Tierra en 2032, un pedrusco del que se habló inicialmente que podría tener un tamaño de entre 40 y 90 metros de longitud. Como esa es una medida que, según parece, la gente no comprende bien, o no crea suficiente morbo o expectación, otros medios lo han llevado a la medida universal del «campo de fútbol», que es la que se utiliza para todo tipo de desgracias, ya sea indicar la superficie de los incendios, el volumen de las inundaciones o, ahora, el tamaño de un meteorito:

Me ha hecho gracia ver las imágenes de Bruce Willis como Harry Stamper con su equipo de perforadores en algunos noticiarios y medios rigurosos, luciendo esos trajes de astronauta color naranja mientras avanzan a cámara lenta dispuestos a embarcarse en una heroica misión casi suicida para salvar a la humanidad de la extinción. El cine, al igual que la literatura, ha «jugado» muchas veces a anticipar cómo sería ese posible futuro (El futuro ya está aquí) o a imaginar distopías incómodas (Ensayos de un futuro distópico). Con lo que han acertado poco es con las fechas, a las que dimos un repaso en 2022: el año de Soylent Green, pero los sucesos en sí, tanto los trágicos como las transformaciones sociales, así como las propias tecnologías, han resultado ser, en ocasiones, perturbadoramente precisas. Como parece que podrán llegar a estarlo en todo lo relacionado con la Inteligencia Artificial, por ejemplo.

Los que no llegarán a desarrollar sus papeles de salvadores del planeta en la vida real son los supuestos héroes que librarán a la humanidad del peligro, los actores como Bruce Willis, aquejados de una especie de maldición bloqueante, cuando no mortal. Quizás sea algo parecido a aquella «maldición de Blade Runner» para las empresas que prestaron su imagen a los luminosos de aquel futurista Los Ángeles. Todas quebradas. El bueno de Bruce, que debería liderar el equipo que nos «salvará» del impacto, está para pocos trotes. No solo no está físicamente en condiciones de subirse a una aeronave, o de enfrentarse a un grupo terrorista a lo John McClane, sino que ha perdido lo mejor de su papel en aquella película: la capacidad de soltar frases lapidarias.

  • El gobierno de los Estados Unidos nos acaba de pedir que salvemos el mundo.
  • ¿Ustedes no podrían decirnos quién mató a Kennedy?
  • Una cosa más: ninguno de ellos quiere volver a pagar impuestos.
  • ¿Sabes cuánto consume esa bañera? (a los ecologistas de Greenpeace).
  • Tenemos un agujero que taladrar.
  • ¿Y esto es lo mejor que se le puede ocurrir al gobierno, al «gobierno de los EE. UU.»? Quiero decir, ustedes son la NASA, por el amor de Dios, pusieron a un hombre en la luna, ¡son unos genios! ¡Ustedes son los que idean estas cosas! ¡Estoy seguro de que tienen un equipo de hombres sentados en algún lugar ahora mismo pensando en cosas y alguien que los respalda! ¿Me están diciendo que no tienen un plan B, que estos ocho boy scouts aquí, son la esperanza del mundo, eso es lo que me están diciendo?

La familia de Bruce Willis anunció en 2022 que se encuentra aquejado de afasia, un trastorno cognitivo, posiblemente degenerativo, que hace que a duras penas pueda entender, hablar o comunicarse. La imagen con sus hijas y nietas inspiraba ternura, no el «respeto» o el miedo que da el tipo duro salvador del mundo al que nos tenía acostumbrados. El mundo real es muy diferente. El astrónomo que lidera el proyecto ideado para acabar con el meteorito antes de 2032 no tiene precisamente ese aspecto de tipo curtido que bebe gasolina y cena filetes de caucho pasados a la barbacoa. Se llama Richard Moissl:

Sinceramente, creo que me sigo fiando más del Harry Stamper que de este científico con pinta de redneck que se hincha a barbacoas de costillas bañadas en miel en el patio trasero de su rancho de Oklahoma. El cine nos propone unos héroes para salvarnos del holocausto y la vida real se lleva por delante a algunos de los actores que los interpretan. Como al pobre Chadwick Boseman, que alcanzó la fama en 2018 como rey de Wakanda y salvador del mundo en Black Panther, pero al que un cáncer fulminó en 2020, cuando solo contaba 43 años de edad.

Se han hecho muchas bromas con el actor Edward Furlong, otro héroe engendrado y criado para liderar la rebelión de los humanos contra las dominantes máquinas: John Connor, la saga Terminator. Ya dije en este mismo blog que John Connor era un señuelo para los cyborgs, porque a la humanidad la salva realmente esa mujer que es Sarah Connor encarnada por Linda Hamilton. Del macarrilla de barrio John Connor/Edward Furlong no podía esperarse nada bueno (Terminator II), pero es que la carrera posterior del actor fue un cúmulo de adicciones y despropósitos tal que de ahí empezaron a surgir todos los memes en torno a su figura, la caída del tipo que «tenía que salvar al mundo».

Hay un personaje del cómic, un auténtico salvador de la humanidad cuyas andanzas fueron trasladadas en numerosas ocasiones al cine, que parece acompañado de una leyenda negra: Superman. El primer actor que interpretó al superhéroe en la gran pantalla, Kirk Alyn, en la década de los cuarenta, se pasó el resto de su vida encasillado en el papel del tipo con mallas y, como dijo en 1988, «jamás pude encontrar otro trabajo». Mucha peor suerte corrió George Reeves, el Superman de la televisión de los cincuenta, que interpretó este papel hasta su sospechosa muerte en 1959, pocos días antes de su boda. A pesar de que la versión oficial indicó que se trataba de un suicidio (como puede verse en el periódico con el que se inicia este post), nunca se encontraron sus huellas en el arma homicida. Su historia fue contada en la película de 2006 Hollywoodland y el papel de Reeves fue interpretado por Ben Affleck. Un Ben Affleck que, años después y vestido de Batman, se enfrentaría en pantalla con el propio Superman (en la piel de Henry Cavill).

Y si hablamos de «la maldición de Superman», es inevitable hablar de Christopher Reeve, el Superman con el que crecimos en mi generación. El actor neoyorquino interpretó al superhéroe venido de Krypton en cuatro películas, y reconozco que ahora me costaría verlas. Me cuesta verlas, de hecho, si algún día pillo alguna en la tele, porque han «envejecido» de pena. Los efectos especiales que nos parecían alucinantes no se sostienen en la actualidad, los personajes son planos, la historia con Lois Lane nos resulta ñoña, la tercera, a medio camino con la comedia, es floja. Pero toda una obra maestra al lado de la cuarta, infumable.

Christopher Reeve no pudo salir del encasillamiento de Superman a lo largo de su carrera, pero lo peor para él, con mucho, fue el terrible accidente que sufrió en 1995: una caída de un caballo, con apenas 42 años, que lo dejó tetrapléjico el resto de sus días. Aun así, mantuvo un espíritu encomiable de lucha frente a la adversidad y la desgracia. Incluso rodó una versión de La ventana indiscreta en 1998 «aprovechando» su casi nula movilidad. Finalmente falleció en 2004, y su mujer, dos años después, de cáncer de pulmón, pese a no haber sido nunca fumadora.

El documental Super/Man: La historia de Christopher Reeve cuenta su extraordinaria vida, el activismo que mostró tras su desgracia y una actitud ante la vida que le hizo parecer mucho más héroe en silla de ruedas que cuando se ponía el traje azul con capa roja para salvar al mundo.