Ni guerra civil, ni adoctrinamiento

TRAVIS, 21/03/2021

La semana pasada se entregaron los premios del cine español, los Goya correspondientes a ese año tan extraño que fue el 2020. Como viene ocurriendo en los últimos años en esta sociedad cada día más polarizada, enseguida recibí mensajes de amigos míos contrarios al cine español llamando abiertamente a su boicot. El tradicional «es que solo hacen pelis de la guerra civil» se convirtió este año en un mensaje diferente sobre el adoctrinamiento:

«Como era de esperar, ni un solo chiste, chascarrillo, queja, denuncia de o hacia el gobierno, Hásel, Cataluña, economía, colas del hambre, okupas, etc. Los principales premios no recompensan el cine, sino a los mejores discursos:

LAS NIÑAS: alegato feminista anticlerical, donde se demuestra que las familias sin hombres son menos tóxicas. Además, una chica de Barcelona ayuda a las paletas de Zaragoza a ser libres, a fumar, a cuestionar el sistema y escuchar rock radical vasco de los 80 y 90.

ADÚ: emotiva cinta sobre lo buenos, buenísimos que son los menas y el drama de los que vienen en pateras, frente a los malos, que son los policías y gandules de la valla de Melilla.

AKELARRE: película de época donde todas las doncellas vascongadas viven libres en el campo (como en una comuna hippie colorida) y donde el Rey manda a los inquisidores a quemarlas por brujería porque creen que ese idioma raro que hablan, el vasco, es fruto de Satanás.

SENTIMENTAL: dos parejas que organizan una cena en casa y acaban hablando de lo bonito que es ser de izquierdas (dicen literalmente esa frase), de las bondades de las orgías, de la legalización de las drogas, que todos los hombres heteros deben probar sexo anal y de la represión de los orgasmos femeninos.

Mira que hay cosas interesantes y creadores españoles que le dan cien mil vueltas a cualquier cosa de estas, pero nada, venga con el discurso de siempre y por trigésima vez».

La primera parte de este mensaje cae en la enorme contradicción de criticar que no se politice lo que nunca debería haberse politizado. Cierto que se ha hecho fatal con vender esa imagen del cine español como reducto exclusivo de «los de la ceja», pero si en su día se criticó aquella ceremonia del «No a la guerra» o los ataques sucesivos a los ministros de Cultura del PP que acudían a la gala, la solución (creo) no pasa por exigir que se haga lo mismo ahora. Respecto a los temas tratados, igual que los norteamericanos explotan todo lo que pueden sus guerras particulares, Vietnam, Corea, la Primera y Segunda Guerra Mundial, la de la Independencia, etc., sería absurdo no llevar a la pantalla una guerra como la nuestra en la que, además, las relaciones personales/familiares tienen tanto peso y suponen una de las claves del conflicto.

El cine siempre ha tenido un papel importante a la hora de hacer denuncia social, y eso lo saben y lo practican mejor que nadie en Hollywood, pero a la hora de vender su producto al mundo y ofrecer una buena imagen al exterior (que no tiene por qué significar ser complaciente con el poder), la política queda a un lado, como en los Óscar. Y en Estados Unidos los aficionados al cine tienen muy claro a quiénes apoyan Steven Spielberg, Robert De Niro, Meryl Streep o Tom Hanks, simpatizantes de los demócratas, o Clint Eastwood, Robert Duvall, James Caan o Mel Gibson, del bando de los republicanos. Lo cual no evita que los espectadores acudan en masa a los estrenos de unos u otros.

Justo el mismo día de los Goya volví a ver este vídeo de la ceremonia del año 2000, en la que ocurrió algo impensable hoy en día: el director premiado, Pedro Almodóvar, anima a cantar el cumpleaños feliz al (todavía) Príncipe Felipe, que presenciaba la entrega junto a Mariano Rajoy, entonces ministro de Cultura, y a Joan Clos, alcalde de Barcelona. Todos los actores, directores y gente del cine entre el público se ponen a cantar a coro y de buen rollo en una escena que hoy me parece imposible de ver (a partir del minuto 4):

¿Tanto se ha deteriorado la situación en estos veintiún años, tanto hemos cambiado como sociedad en dos décadas que no podemos tener ni un evento sin su carga de politiquería? La respuesta es obvia. Ya hace un par de años escribí un post en defensa del cine español en el que concluí con el cuadro de Goya que a mi modo de ver mejor representa la actitud de tanta gente ante nuestro cine, que no olvidemos que forma parte imprescindible de la cultura que exportamos al mundo:

2020 ha sido un año atípico para el cine en todo el mundo por el cierre de salas durante la mayor parte del año, pero las cifras son dramáticas: la recaudación total en España alcanzó 170 millones de euros, cuando un año atrás se habían alcanzado los 624 millones. Se vendieron 28 millones de entradas, un dato bajísimo en comparación con los 78 millones que se vendieron en 2013. El dato del cine español da una idea de la tragedia que ha sido para los profesionales de este sector: 42 millones de euros, frente a los 94 de 2019, que ya había sido un año regular. En cuota de pantalla ha habido una mejoría al alcanzar el 24,7 por ciento, pero como decía, pocas conclusiones se pueden extraer de un año tan extraño. La película más taquillera del año ha sido española, Padre no hay más que uno 2, el filme de Santiago Segura, que se impuso a las superproducciones norteamericanas 1917 y Tenet, con más de 13 millones de euros de taquilla.

¿Y qué hacemos en España cuando alguien logra un exitazo? Criticarlo. Como hicieron algunos con Santiago Segura por no unirse al «clan» y osar publicar en redes sociales que le daba pena en qué se estaba convirtiendo esta sociedad:

Segura es ese tipo siempre simpático y dispuesto a acudir a cualquier programa para vender su producto, un showman con eterna sonrisa que no entra en guerras políticas, un actor, director, guionista y productor de éxito al que critican por pedir concordia y entendimiento. Y como ocurre en este país envidioso, cuando se quiere criticar a una persona, se comienza por destrozar todo lo que hace. Automáticamente el cine de Santiago Segura pasó a ser denostado por ese grupo que jamás había dicho una mala palabra del mismo. En fin, así nos va. Pasa siempre, también por el lado contrario, como ocurrió con Willy Toledo, quien antes de soltar chorradas por la boca era un reputado actor de comedia en Siete vidas, El otro lado de la cama o Crimen ferpecto.

Como yo pretendo hablar bien de nuestro cine (no de todo) y de muchos de nuestros profesionales, voy a tratar de animar (no de convencer) a ese amigo que afirma orgulloso que nunca ve cine español porque todo va «sobre la guerra civil», o porque «te meten el adoctrinamiento de la izquierda a poco que te descuides».

En 2019 (Goyas de 2020) tuvimos un peliculón de Almodóvar, Dolor y gloria, con un Antonio Banderas en uno de sus mejores papeles de siempre. No soy muy aficionado a Pedro Almodóvar, que tiene películas muy buenas, pero también bodrios infumables que valoran en otros países, pero esta es de las buenas, muy buenas. Las otras dos grandes rivales para los Goya fueron… Mientras dure la guerra y La trinchera infinita. Vaya por Dios, dos sobre la guerra civil o la posguerra (¿al final le daré la razón?). La película de Alejandro Amenábar sobre los últimos meses de Unamuno es bastante digna, trata de ser ecuánime a la hora de hablar de una barbarie como es una guerra civil, y no cae en «la visión única» de Tierra y libertad, Ay, Carmela o Libertarias. El largometraje de animación Klaus compitió por el Óscar frente a ni más ni menos que Toy Story 4, otra maravilla de Pixar. Si alguien prefiere una comedia sin muchas complicaciones tiene Padre no hay más que uno, La pequeña Suiza o Lo dejo cuando quiera. No son mi estilo, aunque reconozco mi simpatía hacia las dos primeras.

En 2018 tuvimos ese gran exitazo no relacionado con la guerra civil y no dedicado al adoctrinamiento de masas que fue Campeones, de Javier Fesser, uno de esos autores de los que me gusta todo lo que hace. Recomiendo buscar el mediometraje El monstruo invisible, sobre la vida de un niño filipino en un vertedero de Mindanao. Fesser demuestra que es capaz de rodar algo tan emotivo y a ratos divertido como esa historia o como la de sus campeones de la discapacidad. Todos lo saben (Ashgar Farhadi) y El reino (Rodrigo Sorogoyen) son dos películas muy entretenidas sobre dos temas muy nuestros, como las guerras de familias en los pueblos y la corrupción. Icíar Bollaín dirigió Yuli, una especie de Billy Elliot cubano que a mí me pareció interesante y el régimen castrista no sale especialmente bien retratado. También fue el año de Superlópez, pero… no pienso recomendársela a nadie, hay cómics que no deberían salir del papel.

De 2017 me gustó La librería, de Isabel Coixet, rodada como casi siempre en esta directora en inglés, película que me permitió hacer una broma (Libros de atrezzo) que, por lo que vi, confundió a varios lectores. De ese año no vi muchas más, El autor, de Manuel Martín Cuenca, entretenida, con Javier Gutiérrez enorme como siempre, y La Llamada, de los Javis, que me aburrió soberanamente. Había visto la obra en el teatro y pasé un rato agradable sin más, pese a la simpleza de la obra, pero la película me pareció flojísima, pese a lo cual me alegré de su éxito.

El año 2016 fue bastante positivo para el cine español porque coincidieron varios de los grandes nombres: Bayona, Almodóvar, Trueba, Alberto Rodríguez, Sorogoyen, y el gran Álex de la Iglesia. Nada de guerra civil por ningún lado. Dramones como Julieta (Almodóvar) y sobre todo Un monstruo viene a verme (Bayona), película lacrimógena donde las haya, thrillers sin concesiones al espectador como Tarde para la ira (Raúl Arévalo) y Que Dios nos perdone (Rodrigo Sorogoyen), una divertidísima comedia de Álex de la Iglesia, Perfectos desconocidos, y la vida de Francisco Paesa y su papel en la captura de Roldán, en El hombre de las mil caras (Alberto Rodríguez). Calidad y variedad. Y películas emotivas como 100 metros, de Marcel Barrena, sobre la vida de Ramón Arroyo, al que tuve la suerte de conocer tras una charla. Un tipo con una fuerza de voluntad enorme, capaz de correr varios Ironman tras haber sido diagnosticado de esclerosis múltiple, una enfermedad que le impediría andar esos cien metros del título.

Podría seguir remontándome varios años hacia atrás, pero el caso es que podemos encontrar muchas películas buenas o muy buenas en nuestro cine que no caen en el adoctrinamiento, ni tratan sobre la guerra civil: El Niño, B, La isla mínima, Ocho apellidos vascos y Ocho apellidos catalanes, El guardián invisible y el resto de la trilogía del Baztán, La gran familia española, Vivir es fácil con los ojos cerrados, Lo imposible, Las brujas de Zugarramurdi, Celda 211, La piel que habito, coproducciones como Relatos salvajes o la magnífica El secreto de sus ojos, documentales como I am your father, dibujos animados como Tadeo Jones o Mortadelo y Filemón (de nuevo Fesser),… todo ello sin remontarme más allá de diez años. Aunque a lo mejor mi amigo encuentra un patrón común en todas ellas: políticos corruptos, policías malvados, perroflas buenazos y jarrais majetes, yo qué sé.

Hay profesionales muy reconocidos en todo el mundo, con largas carreras en Hollywood como Antonio Banderas, Penélope Cruz o Javier Bardem, o directores oscarizados como Fernando Trueba, José Luis Garci, Alejandro Amenábar o Pedro Almodóvar (por partida doble), como para desprestigiarlo nosotros por algunos bodrios infumables. Como si no los hubiera en el cine francés, italiano, inglés o del propio Hollywood.

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