El magnífico documental de la ESPN Hermanos y enemigos (1991) nos cuenta de modo muy emotivo la amistad entre dos de los mejores jugadores europeos de baloncesto de finales de los ochenta y principios de los noventa: el croata Drazen Petrovic y el serbio Vlade Divac. El documental cuenta cómo esa amistad se fraguó en la selección yugoslava que alcanzó grandes éxitos en ese período: plata en los JJOO de Seúl 88, oro en los Europeos de 1989 y 1991, y oro en el Mundial de Argentina de 1990.
Drazen Petrovic era cuatro años mayor que Vlade y, sin duda alguna, el mejor jugador europeo del momento, un tipo capaz de bailar a todo el Real Madrid no una, sino tres veces en 1985, el año en que conquistó su primera Copa de Europa con la Cibona de Zagreb. Los dos jugadores dieron el salto a la NBA el mismo año, en 1989, cuando la llegada de jugadores europeos a la mejor liga del mundo era algo excepcional (nuestro Fernando Martín fue el primero en hacerlo sin pasar por las universidades americanas). El croata recaló en los Portland Trail Blazers y el serbio en Los Ángeles Lakers. Dos tipos jóvenes, estrellas en Europa, pero semidesconocidos en Estados Unidos, un país en el que tuvieron dificultades al principio, sobre todo con el idioma. Petrovic y Divac hablaban casi a diario. Varias veces. Se contaban sus problemas y sus éxitos, y era su manera de apoyarse el uno al otro.
En esa amistad se abrió una grieta en la final del Mundial de 1990 y voló en pedazos los días posteriores. Lo que ocurrió en aquella final fue que, mientras la selección yugoslava estaba celebrando la victoria en la cancha, un aficionado saltó al campo con una bandera de Croacia. Divac se acercó al aficionado, le arrancó la bandera de las manos y le dijo: «esta bandera no pinta nada aquí». Aquello era un acontecimiento deportivo y no un lugar para reivindicaciones políticas o territoriales, y menos en esos años tan convulsos.
En ese año de 1990 la antigua Yugoslavia era una bomba de relojería a punto de estallar, al borde de la cruenta guerra que se iniciaría poco después y en la que se cometerían atrocidades de todo tipo durante casi una década. El gesto de Divac fue utilizado y manipulado por ambas partes para avivar la llama de la discordia. En Croacia fue visto como un desprecio hacia su nación y, por el contrario, el pívot pasó a ser un héroe en Serbia.
La amistad entre ambos jugadores ya nunca fue la misma, la relación se enfrió hasta tal punto que prácticamente dejaron de hablar. El bombardeo de los medios de uno y otro lado, utilizando a su antojo las declaraciones y los gestos de ambos, no ayudó. Pese a los esfuerzos de Divac por recuperar la relación, esta desapareció casi por completo a la vez que se iniciaba la guerra en sus países de origen, una guerra cruenta y vergonzosa mientras en Europa se miraba hacia otro lado.
Petrovic murió en 1993 en un desgraciado accidente de tráfico y Divac sintió profundamente la muerte de su amigo, pero sintió sobre todo no haber podido reconciliarse con él. Se pasó veinte años sin poder pisar Croacia y el documental cuenta ese regreso y el emotivo abrazo con la madre de Petrovic y con su hermano, el también ex jugador Aleksandar.
El deporte debería ser solo deporte y la política tiene que quedar al margen. Pero los mediocres, los manipuladores, los medios sensacionalistas y los liderzuelos populistas lo utilizan frecuentemente para otros fines porque con el mismo alientan a la masa enfervorecida como con otras pocas cosas pueden hacer.
En 2014, en un partido de clasificación para la Eurocopa de fútbol de Francia entre Serbia y Albania, se produjo un grave incidente por culpa (otra vez) de una bandera. Serbia no reconoce la independencia de Kosovo y hasta siete jugadores de la selección albanesa habían nacido en ese territorio. En ese contexto, en Belgrado, en un partido considerado de alto riesgo, que alguien (no entro en quién fuera) lleve un dron al estadio y lo haga sobrevolar el terreno de juego con una bandera de los territorios reclamados por Albania es una provocación en toda regla que evidentemente no puede acabar bien. El serbio Mitrovic cogió la bandera del dron e inmediatamente se inició una pelea entre los jugadores de ambos equipos que obligó al árbitro a suspender el partido.
No aprendemos de estas historias. Volvemos a repetir los mismos errores. Por eso me cabrea tanto la campaña de las esteladas que desde hace unos años promueve el Fútbol Club Barcelona. Sí, lo digo con todas las letras: promueve el Fútbol Club Barcelona. Ya sé que habrá quien diga que el Barça no tiene nada que ver y que detrás del reparto de esteladas están la Asamblea Nacional Catalana, la asociación Òmnium Cultural y la Plataforma Pro Seleccions Esportives Catalanes y Drets. O que las esteladas son una manifestación espontánea del sentimiento del «poble» oprimido, pese a que en algunos vídeos veamos a chinos, árabes o japoneses enarbolar la estelada como si fuera un banderín de los New York Giants. Pero no nos chupamos el dedo, no somos idiotas, y si la directiva del Barça lleva al palco de autoridades a los máximos representantes de las tres agrupaciones que reparten esteladas,… hombre, digo yo que no es por casualidad. Si desde hace años convierten las finales de Copa del Rey en actos de desprecio a los símbolos nacionales, digo yo que algo tendrán que ver. Si en las celebraciones de la selección nacional Pedrito lleva la bandera de Canarias, Iniesta la de Castilla-La Mancha y Villa la asturiana no es tanto por amor a sus orígenes como por saber que no deben portar la rojigualda. Así todo en ese club que dice que no se mete en política.
La UEFA ha multado al Barça al menos en tres ocasiones por la exhibición de esteladas en las gradas. Según la UEFA, se infringe el artículo 16.2 del reglamento por el comportamiento inapropiado de los aficionados al hacer uso de «gestos, palabras u objetos» que pueden transmitir «mensajes de naturaleza política, ideológica, religiosa, ofensiva y provocativa».
Sinceramente, yo creo que este no es el camino. Las sanciones no son la solución. El camino debería estar en volver a lograr que el deporte fuera solo deporte, y que la directiva se dejara de gilipolleces y de agitar banderas que no le corresponden a quien durante décadas no representó el nacionalismo, sino lo extranjero (fundado por un suizo, con los colores del Basilea, sin apenas jugadores nacionales en sus filas, lo que motivó que se fundara el Español de Barcelona).
Ya que la directiva no va a iniciar este camino, echo en falta que lo inicien sus principales figuras o su entrenador. Obviamente, Messi, Neymar y Suárez son mercenarios, como cualquier otro futbolista y se deben a quien les paga, luego no espero nada de ellos. Pero sí de su capitán, un tipo de Fuentealbilla (Albacete) que resulta entrañable para la mayoría por aquel gol en la final de Sudáfrica o por su modo de ser, pero que para mí pierde mucho por su modo de mirar hacia otro lado.
El entrenador del Barça es asturiano, pero entre que es rematadamente idiota y que su mujer pertenece a una familia de la burguesía catalana de buena cuna, no espero nada de él. Podía dejar algún mensaje algún día, en el sentido de «no me gustan los pitos al himno, no me gusta usar al equipo para los fines políticos de algunos de sus directivos», pero no lo va a hacer, porque es un tipo que se maneja bien en el conflicto. Que le gusta.
Un símbolo del barcelonismo como Johan Cruyff dijo que «al que pita el himno le falta un tornillo«. Insisto en que hay que dejar la política al margen del deporte. En Cataluña gustan mucho de estas guerras de banderas, como se vio en septiembre de 2015 en el balcón del ayuntamiento. Eso es lo que pido, que la mediocridad de los que agitan las banderas se quede en ese terreno, no en las canchas. Que los que quieren avivar la llama del nacionalismo lo hagan en los parlamentos, no en los estadios. No es el sitio, no es el lugar para hurgar en los bajos sentimientos, ni es el momento para un debate racional.
Mención a Estados Unidos
Hace poco hablaba de lo que me gustaba el concepto que tienen del deporte en Estados Unidos. En una de mis visitas al país hace tiempo me contaron la norma (no sé si escrita o no) para escuchar el himno nacional, que se canta justo antes de cada partido: hay que ponerse en pie, y si eres americano llevarte la mano al corazón. Si llevas una gorra, tienes que quitártela, cogerla con la mano derecha y llevarla al hombro izquierdo, y sobre todo, escuchar atentamente en silencio. Con respeto.
Dejando al margen lo excesivo de esta teatralidad, lo importante es el respeto. Seas de donde seas, provengas de donde provengas. No acudes a un estadio deportivo para hacer reivindicaciones políticas, o para atacar a un grupo de gente, y determinados símbolos pueden ofender porque nacieron para marcar la diferencia. No puedo dejar de mencionar el cachondeo que resulta su variedad y lo que representan (las propias esteladas cambian según seas de izquierdas o de más izquierdas).
En el post que escribí sobre los Juegos Olímpicos de México 68 hablé de la reivindicación de Tommie Smith y John Carlos durante la entrega de medallas de los 200 metros lisos. Bajaron la cabeza para no ver su bandera y levantaron el puño enfundado en un guante negro. Trataban de reivindicar el black power ante un país que empezaba a salir muy ligeramente de una situación de disciriminación racial insostenible. Yo creo que no trataron de ofender a su país, sino de pedir un cambio que afortunadamente llegó. No era el sitio ni el momento, y nunca se lo perdonaron. Les hicieron la vida imposible, al igual que al australiano Norman.
Puede que suene contradictorio con todo lo que he escrito hasta aquí, pero creo que hicieron bien. No es lo mismo llevar a un estadio una bandera que representa la ruptura con el sistema establecido o la separación de un territorio que llamar la atención al mundo sobre un problema tan vergonzoso como el racismo. Fue un momento histórico.
Afortunadamente la bandera de España con el aguilucho ha desaparecido del Bernabéu, al igual que todas aquellas con simbología nazi. La ikurriña se ve con normalidad en Anoeta y San Mamés, no como en 1976, cuando seguía siendo una bandera prohibida.
Las esteladas sobran en los estadios. Hurgan en la herida separatista incluso entre los propios seguidores del Barça, porque hay muchos más no independentistas, aunque hagan menos ruido. No son fruto de una manifestación popular espontánea, sino de campañas dirigidas. Y sobre todo, no deja de ser una pena que el deporte pierda su nobleza por culpa de la sinrazón de unos mediocres.
Como eres Barney quien escribe (y no Lester) al ser menos racional y mas temperamental, no criticaré con argumentos tus reflexiones, siempre respetables desde mi opinión.
Me limitaré a decir que hoy en día, con lo chiquitita que se ve la tierra cuando te alejas con el google maps, con lo fácil que es viajar, aprender, mezclarnos y entender al resto de «animales bípedos», todo aquel ser humano que todavía crea que enarbolar banderas (la legalidad es directamente proporcional a los años transcurridos desde que se machaca al vecino) y sacar pecho por símbolos patrios, sea una forma de lograr paz y amor , es que no ha pensado mucho en el futuro que nos viene encima (a partir de esta ultima coma se puede sustituir por alguna frase tan fea y con tantos tacos como cada cual quiera).
!Visça Gibraltar! ¡Gora Perejil!
¡Desde el cariño eh Barney!, que a mi Españññña me ha dado lo mas importante que tengo (algo de estudios a través de becas). Lo que no estoy seguro es de si he tenido mucha suerte por no haber nacido en Bangladesh o poca por no hacerlo en Finlandia… Igual (ojalá) esta duda mía no tenga sentido en el futuro… ¡Ves! !Ya me he ablandao! (Será la Navidad Católica Apostólica).
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