
TRAVIS, 29/01/2023
Esta semana se han dado a conocer las candidaturas a los Óscar de Hollywood y, como en los últimos años, no parece haber una dominadora clara, o un favorito destacado para las categorías de mejor película o director, pero sí para los premios de interpretación. Se habla de Austin Butler y Ana de Armas como los mejor posicionados (con el permiso de Brendan Fraser y Cate Blanchett) por sus papeles de Elvis Presley y Marilyn Monroe. Austin Butler ya se impuso en los Globos de Oro a Fraser (The whale), mientras que Ana de Armas cedió ante Cate Blanchett (Tár), si bien la australiana ya se ha llevado dos veces la estatuilla y esas cosas se tienen en cuenta en este mundillo de los premios.
He visto las películas de ambos actores, Elvis y Blonde, y no voy a criticar los papelones que realizan, que se dejan literalmente la piel, están intensos, dramáticos, histriónicos cuando había que estarlo (las actuaciones de Elvis) o sufrientes (en especial esa Marilyn sometida y dominada por los hombres), pero sí voy a cuestionar qué es lo que parece premiar Hollywood en este tipo de interpretaciones. ¿Premian la capacidad del actor de meterse en el papel de un personaje real o realmente premian la caracterización? ¿Se premian la voz, los gestos, la réplica exacta de los movimientos y las poses, o el maquillaje y vestuario?

Ambas películas tienen muchos puntos en común. Tratan la vida convulsa de dos mitos del cine y la música del siglo XX que murieron de manera prematura y en circunstancias trágicas. La música y la visión explotadora de la industria cultural juegan un papel importante en la trama, así como las circunstancias familiares y personales de ambos personajes. Pero además, ambas cuentan con dos directores que son la antítesis de lo que era John Ford. El clasicismo. John Ford era un maestro del encuadre, ponía la cámara en el sitio idóneo y luego narraba del mejor modo posible lo que sucedía en ese «marco», hasta el punto de resultar un maestro logrando que pareciera que no había dirección. Sin embargo, los grandes directores de la historia del cine lo han mencionado siempre como su referente a la hora de rodar, como el mejor de todos los tiempos, el ejemplo a seguir. Por el contrario, Baz Luhrmann en Elvis y Andrew Dominik en Blonde se empeñan en que el espectador perciba que tras cada plano hay un director, un virtuoso de la cámara. Parece que le dijeran al espectador: «eh. mira, que te he cambiado del color al blanco y negro, o al sepia, ¿has visto este travelling, qué te parece cómo muevo la cámara?, y ahora unas letras enormes, o cambio la paleta de colores para que sepas que hay un director detrás, y ahora te meto una voz en off o pongo una cámara que salga de la entrepierna de Marilyn». Me interesaron tanto como me agotaron.
De ambas películas, o de la dirección de las mismas, leí críticas parecidas, como que eran frenéticas, estimulantes, brillantes, un caos controlado, pero también (y me alineo más con estos) histriónicas o exageradas. Excesivas. A Baz Luhrmann lo conocía de Moulin Rouge o Romeo y Julieta, pero no recuerdo haber visto nada de Andrew Dominik. En lo que coincidían todas las críticas era en alabar las interpretaciones de Austin Butler y Ana de Armas. Como vi que se aplaudía este mismo año el papel de Kristen Stewart como Lady Di en Spencer, una película sencillamente espantosa. Muy mala. Son papeles muy del gusto de la crítica especializada y del espectador, quizás porque encuentra en pantalla un referente conocido, mil veces visto en informativos, documentales o revistas, y de repente lo «ve» en pantalla en su vida diaria, sin el glamour de la vida pública: en la cocina, en el baño, discutiendo con sus parejas o sufriendo. Y el sufrimiento «mola» a la crítica y a los votantes en estos premios. Elvis y Marilyn sufren todo tipo de penurias personales, y si a ello unimos que las caracterizaciones son buenas, para el Hollywood de los premios, el sufrimiento y el parecido son valores «oscarizables».
Un repaso a los Óscar de los últimos años nos muestra lo siguiente:
2022: Will Smith por King Richard, el papá de Venus y Selena Williams (Cine y tenis).
2021: se lo llevó Jessica Chastain, en dura competencia con Nicole Kidman, por transmutarse en Lucile Ball (Being the Ricardos) y con la mencionada Kristen Stewart por Spencer.
2019: Renée Zellweger por Judy (Judy Garland).
2018: Rami Malek (Bohemian Rhapsody), por su papel como Freddie Mercury. Aunque muy bien podría haberlo ganado Christian Bale por su transformación en Dick Cheney para Vice.

2017: Gary Oldman (El instante más oscuro), por mimetizarse con alguien con quien no se parecía nada como Winston Churchill.
2014: Eddie Redmayne en La teoría del todo, por ser capaz de hacernos ver al mismísimo Stephen Hawking.


2012: Daniel Day Lewis, por Lincoln.
2011: Meryl Streep por hacer de Margaret Thatcher en La dama de hierro.
Y muchos más, si nos remontamos un poco más: Colin Firth como Jorge VI en El discurso del rey, Forest Whitakker como Idi Amin (El último rey de Escocia), Philip Seymour Hoffman por Capote, Jamie Foxx por Ray (Ray Charles), Marion Cottillard como Edith Piaf en La vida en rosa, Helen Mirren por The Queen,… Todos ellos se llevaron el Óscar de interpretación. Y se quedaron muchos otros «a punto de», esperando su momento, como Morgan Freeman haciendo de Nelson Mandela (Invictus), Will Smith por Muhammad Ali, Leonardo di Caprio por J. Edgar Hoover, o Denzel Washington por Malcolm X.
Parece una moda reciente, con mayoría de premios en las últimas dos décadas para actores que luego en la mayoría de casos apenas han vuelto a aparecer en las nominaciones, pero siempre han sido del gusto de Hollywood. Ben Kingsley tiene múltiples papelones a sus espaldas, pero solo logró la estatuilla en 1982 al convertirse gracias a una lograda caracterización en Gandhi. Me parece interesante el caso de George C. Scott, otro gran actor, tipo duro y rudo, quien logró su único Óscar por Patton, en 1971, pero lo rechazó porque consideraba que las interpretaciones eran únicas y no podían compararse. Que la comparación a la que obligan estos premios carecía de sentido. «La ceremonia de los Óscar es un desfile de carne».
Lo habitual cuando se otorga un premio por estas «creaciones» es que vayan acompañadas de las candidaturas a mejor maquillaje y peluquería, pues se convierten en parte fundamental del papel del actor. Por eso afirmo que se premia el «todo», no solo la interpretación, sino la recreación corpórea de un personaje archiconocido. Y hay varios ejemplos asombrosos. Si uno piensa por ejemplo en Dick Cheney le vendría a la cabeza cualquier actor antes que el cachas Christian Bale de Batman o American Psycho. Pues ahí está el milagro de las producciones de Hollywood.

O voy a hacer otra pregunta: ¿en qué se parecen Pablo Picasso, C.S. Lewis, Richard Nixon, Benedicto XVI, Alfred Hitchcock?

Pues en que personas tan diferentes fueron interpretadas por Anthony Hopkins.

Josh Brolin y Sam Rockwell no se parecen físicamente en nada, pero dieron la pega como George W. Bush.
Con todo lo dicho no quiero criticar las caracterizaciones, peinados, maquillajes o vestuario de los actores. Son fundamentales, le dan credibilidad al personaje real que ha sido transportado a la pantalla. Me ha pasado con las distintas temporadas de The Crown. He conocido a tres Reinas Isabel II y no tengo ninguna pega con ellas, pese a lo distintas que resultan. De la atractiva Claire Foy a la agotada Olivia Colman, o la tristona Imelda Staunton.

Tampoco tengo problemas con los jóvenes Carlos y Lady Di de las temporadas tercera y cuarta, pero sí en esta última temporada con los actores seleccionados para estos papeles, que no me han convencido nada, me «sacaban» de la serie. Él, Dominic West, porque no me recordaba al príncipe Carlos, y ella, Elizabeth Debicki, porque era demasiado alta y desgarbada para el papel.
En España nos atrevemos menos con los personajes históricos recientes que los americanos con sus presidentes, quién sabe si por los complejos de nuestro propio cine o por el pudor a la hora de hablar de la Familia Real. Pero sí recuerdo interpretaciones premiadas como las de Pedro Casablanc haciendo de Luis Bárcenas (B, la película), tremenda composición, hasta el punto de que el propio actor parezca indeseable, Carlos Santos como Luis Roldán en El hombre de las mil caras, o Javier Bardem como Ramón Sampedro en Mar adentro.


La película se llevó el Óscar a mejor película en lengua no inglesa, y Bardem el Goya a mejor actor. A mí me parece que en este caso se premió el hecho de que un tiarrón como el madrileño se convirtiera en el tetrapléjico gallego, porque lo cierto es que vocalizaba como el orto y me tuve que poner subtítulos para entenderlo.
La subjetividad de los premios, veremos qué ocurre con los Óscar. Sus principales rivales son papeles extremos en lo físico (Brendan Fraser) o en lo psicológico (Cate Blanchett), las otras características que más gustan en la Academia. Pero lo de engordar, adelgazar, mostrar una discapacidad o tener alguna tara mental da para otro post completo.