Kokuselei (I): la zona

Desde hace una semana, un grupo de nueve voluntarios organizados por la Fundación Sacyr nos encontramos de viaje de ¿voluntariado?, ¿visita?, ¿aprendizaje? en la misión católica de Kokuselei, perteneciente a la diócesis de Lodwar, un lugar sorprendente dirigido por la comunidad misionera de San Pablo Apóstol. Digo claramente que es «sorprendente» porque no dejo de maravillarme cada día por lo que estamos viendo y viviendo en este lugar en el que el tiempo parece que se detuvo hace siglos. El propio camino desde Lodwar, a unas cuatro horas de distancia, fue una aventura por carreteras infinitas hasta llegar a un cruce en el que te metes de lleno en un camino de tierra en zonas desérticas en las que apenas ves acacias, termiteros, cabras y algún que otro camello. En esa «mitad de la nada» sí nos cruzamos, en cambio, con muchos niños y mujeres transportando bidones de agua en dirección al pozo más cercano, normalmente, a varios kilómetros de distancia.

La misión de Kokuselei está situada en el norte de la región de Turkana, un área de unos 70.000 kilómetros cuadrados al norte de Kenia, fronteriza con Etiopía, Uganda y Sudán del Sur. Cuenta con una población superior al millón de personas, aunque estoy convencido de que las autoridades están lejos de aproximarse a la cifra exacta total. La misión se instaló en la zona hace poco más de treinta años y, desde hace doce, Rocío Aguirre se encuentra al frente del proyecto como CEO, directora financiera, jefa de obra, ingeniera de presas, capataz, curranta, cocinera, conductora, mecánica, jardinera y lo que haga falta (con la inestimable ayuda de Frida). Y doy fe de que hacen falta muchas cosas. Rocío dice que son cinco personas y que ella es solo «una más», pero yo la vi pendiente de todo como si realmente hiciera el trabajo de cinco. Un portento.


Los turkana conforman una población cuya forma de vida se quedó anclada en el pastoreo de cabras, la construcción de chozas (manyattas) y sus costumbres ancestrales. Pocas veces aparecen en algún medio de comunicación y cuando lo hacen, la información es sesgada, falaz o simplemente busca el click fácil. La tierra no es fértil, el agua escasea, el clima es extremadamente cálido todo el año, apenas hay vida animal y, sin embargo, la población no deja de crecer. Las familias tienen entre seis y ocho hijos de media, seguramente por la esperanza de que, al tener tantos, al menos sobreviva un tercio. Uno se dedicará al pastoreo, otro a cuidar a los más pequeños, otro a buscar el agua y alguno, con suerte, para estudiar.

Estas familias numerosas viven en las mencionadas manyattas, las diminutas chozas construidas por ellos mismos, y las condiciones son precarias, por no utilizar adjetivos más dramáticos. Pues ahí, en ese secarral en el que la vida es un milagro, se instalaron estas misiones de la iglesia católica con idea de mejorar en lo posible sus condiciones de vida. La lista de prioridades es tan amplia que siempre hay algo que hacer, aunque quizás, por lo que he visto hasta ahora, garantizar el agua, facilitar la educación y reducir las tasas de mortalidad infantil sean los principales objetivos que están tratando de lograr en la zona. Se están obteniendo progresos notables, siempre con el propósito en el largo plazo de procurar que la zona logre algún día ser autosuficiente, que los pequeños negocios locales que se han fomentado prosperen y sirvan como un medio de subsistencia para esta población que no deja de incrementarse.

En los últimos quince años, gracias a los esfuerzos de la misión, se han construido más de cuarenta presas y se ha logrado que el agua corriente llegue a numerosos poblados. En los núcleos de población más grandes, el agua llega a buena parte de las casas, entendiendo por «casas» aquellas con paredes de madera o ladrillo y un techo, aunque sea de chapa, cartones o esterillas hechas con juncos. Lo sorprendente es que muy cerca de donde estamos, a poco más de una hora, hay una superficie de agua inmensa, el lago Turkana, que recorre unos trescientos kilómetros de norte a sur, en el mismo valle del Gran Rift. Por desgracia, el agua del lago no reúne las condiciones necesarias para abastecer de agua potable a la zona: es un agua con altos índices de salinidad y con unas dosis de fluoruro superiores a las del agua fluorada, lo que imposibilita su uso también para el regadío.

En cuanto a la sanidad, la misión de Kokuselei ha logrado establecer un sistema para atender a toda la población de la zona, con dispensarios, clínicas móviles y atención a todas las mujeres embarazadas desde sus primeros meses. En estos días estamos viendo y tratando de ayudar (sin estorbar) en las labores de vacunación de los niños de 0 a 6 años. Hemos viajado con las clínicas móviles a algunos de los núcleos de población y nos hemos sorprendido al ver la cantidad de niños que acudían en zonas en las que, a priori, no hay nada ni remotamente parecido a un poblado. ¿De dónde salieron todos esos chavalines que bajaron de colinas diferentes a nuestro puesto?

Por cierto, que nadie interprete «clínica móvil» a la manera occidental: esto es una camioneta en la que nos subimos seis o siete personas a la parte trasera y cargamos todo el material que vamos a necesitar ese día. El propio enfermero que hace seguimiento a las embarazadas me decía: «esperaba siete en esta zona y se me han presentado once». Nacimientos hay casi a diario, y quedaría muy poético decir que «la vida se abre paso», pero me sale más bien decir que «sorprende que la vida se abra paso en estas condiciones». Las cifras de mortalidad infantil se han reducido considerablemente en la zona, lo cual, como nos decía Rocío, seguramente ajustará las cifras de natalidad en las familias. Habrá que darse un tiempo y analizar las tendencias y lo que dicen las estadísticas oficiales.

En cuanto a la educación, se han creado pequeñas escuelas, se ofrece la educación a todos los niños de primaria y la misión trabaja en la formación del profesorado, porque las necesidades son enormes. Crecientes. Nos ha maravillado ver que el proyecto educativo va mucho más allá de enseñar a leer a los chavales, de hecho, nos ha obligado a recordar nociones de trigonometría o física a los que intentábamos ayudar al profesorado en las tareas de refuerzo.

Kokuselei está muy viva, con labores de agricultura, huerta, fomento de pequeños negocios locales, distribución de medicamentos, educación… también de apoyo religioso para el que lo quiera.

¿Qué puede hacer un voluntario aquí para aportar y no molestar? Bueno, pues de eso irá la segunda parte. ¡Seguimos bien, maravillados a cada paso!

Bilbao Night Marathon 2024

Fiel a la tradición anual, como las cenas navideñas de empresa o las críticas al presidente de la comunidad de vecinos en cada junta, volví este sábado pasado a disputar un maratón, una tradición con la que vengo cumpliendo de manera regular desde 2004, con la única excepción del parón Covid en 2020. Este año quería hacer algo diferente y los distintos retos que leía por Internet no me motivaban de manera especial:

  • Correr los 42 kilómetros de espaldas, como ese chino que lo completó en ¡3 horas y 43 minutos!
  • Hacerlos mientras tejía una bufanda, como ese tipo de Kansas que estuvo casi seis horas mientras completaba ambas, distancia y bufanda. No lo hago porque soy nulo a la hora de tejer, que conste.
  • Supongo que todo empezó con un «¡no hay huevos!», como la mayoría de gestas que se logran en este mundo, pero otro americano logró acabar un maratón haciendo el cubo de Rubik. ¡175 cubos de Rubik resueltos en casi cinco horas de carrera!
  • Hay un canadiense que completó la distancia en Toronto haciendo malabares con tres bolas en el aire. Y en menos de tres horas. Hay cosas que si no las veo, no las creo, por mucho que lo diga el Guinness.
  • En Londres hubo un tipo que completó el maratón mientras golpeaba un balón de fútbol durante algo más de cinco horas. Mira, esto sí podría haberlo intentado, pero sospecho que a la media hora habría mandado el balón a esparragar.

Todos estos récords son verídicos, o al menos están homologados por el Guinness, pero ninguno me atraía tanto como lo que finalmente encontré: correr la distancia de noche. Algo más cercano, accesible, ¡normal, que no estoy tan zumbao! Y encima en Bilbao, ¡ahívalah…, Patxi, como para decir que no ahora! Así que me apunté hace unos meses, entrené como siempre hago (al alba) y para allá que me marché con la esperanza de que no hubiera tanta diferencia en el rendimiento nocturno, que, con los años, uno se hace más madrugador y menos trasnochador.

El mayor problema para llegar en buenas condiciones a una salida a las siete de la tarde es descansar durante todo el día, o alimentarse de manera adecuada desde la noche anterior en una ciudad repleta de bares con pintxos sabrosos a cada paso. Pero, más o menos, lo conseguí. Lo conseguimos, porque mi «equipo» de fans, Mabú, también tenía su dura jornada de seguimiento por las calles de la ciudad. Dos vueltas por un recorrido junto a la ría, una ría que atravesaríamos ocho veces.

Se me ocurrió correr con una camiseta llamativa para que Mabú pudiera distinguirme entre el resto de corredores, la camiseta rosa chillón (mi color «favorito») que me dieron hace un año en el maratón de Valencia, con el Lester serigrafiado a la espalda. Fue un acierto llevarla, porque la mayoría de los corredores llevaban una camiseta oscura, muchas de la organización, azul marino, y muchas otras de color negro. Quizás el color rosa de la mía tuvo que ver con la pregunta del peruano del kilómetro 34, pero para eso queda mucha crónica.

La carrera salía junto al estadio de San Mamés, que había albergado esa misma tarde, apenas unas horas antes, un partido del Athletic. Por lo que vi en un foro de gente del Athletic, esa coincidencia dio para un encendido debate entre los que querían compaginar ambos eventos: ¿entonces, macarrones en el estadio o no? Decenas de respuestas a la enorme duda:

En fin, con gilda y txakolí o sin ellos, la ciudad estuvo medio colapsada durante horas. Por esa razón fuimos en Metro junto a otra buena partida de corredores, y fue un acierto. Nuestro hotel estaba a un kilómetro de la meta y a poco más de dos de la salida, pero, como decía, convenía llegar descansado, que uno nunca sabe cómo se va a comportar su físico a una hora en la que los cincuentones estamos deseando más bien manta y peli.

Había mucha gente en la salida y un cierto caos en la organización de los cajones, nada que no hayamos presenciado en otras carreras. El problema fue que había muchos más participantes en el medio maratón que en la carrera completa, y, además, muchos de los corredores no se pusieron en el cajón adecuado al tiempo que iban a hacer, con lo que se produjeron varias aglomeraciones en calles estrechas o en algún giro cerrado. Los ritmos de los primeros kilómetros fueron bajos, 6 minutos, 5.40, hasta el kilómetro 5 o así no fui capaz de encontrar un ritmo cómodo, una velocidad de crucero en torno al 5.25, aunque por momentos había que esquivar a gente que iba más lenta. Hasta entonces, bastante animación, gente en los bares, un recorrido agradable, bastante llano… las estaciones de Metro de Norman Foster, la torre Iberdrola de César Pelli, el Guggenheim de Frank Gehry, el magnífico edificio consistorial del ayuntamiento, ¿obra de…? Pues tuve que buscarlo, Joaquín Ruicoba, a finales del siglo XIX. Conocemos a todos los arquitectos extranjeros famosos, pero desconocemos lo nuestro, lo de aquí.

Y junto al puente de uno de «los de aquí» (o de allí, de Valencia), el hermoso y polémico puente de Zubizuri, obra de Santiago Calatrava, estaba el kilómetro 20, la última parada en la que vi a Mabú antes de sumergirme en la travesía del desierto que fue la segunda vuelta.

Poco después del puente, pasamos la meta en el Guggenheim y nos separamos los corredores de ambas carreras, los 7.000 de los 21 kilómetros y los poco más de 800 de los 42. Fue la noche y el día, el mogollón y la soledad, el estruendo y el silencio, en apenas doscientos metros. Pasamos del gentío congregado en la meta para ver a sus familiares al silencio absoluto junto a la ría, ¡podía escuchar perfectamente la respiración de los dos corredores que me acompañaron en esos primeros kilómetros de soledad! Dejamos de escuchar los «¡oso ondo!» y los animosos «¡aúpa!» de la gente y sentí La soledad del corredor de fondo, aquella peli de los sesenta. En los kilómetros más duros, entre el 28 y el 33, cuando empiezan las dudas, nos convertimos en una banda desperdigada de facinerosos talluditos que corrían por una ciudad en penumbra. Y sin que nadie nos persiguiera, lo cual resulta más meritorio.

En esos momentos toca encerrarte con tus pensamientos, no volverse loco, no correr de más, no dejar que el duende cabrón te machaque con sus pensamientos y apretar los dientes hasta el 34, donde había vuelto a quedar con Mabú, en la puerta de nuestro hotel. Allí estaba, guapísima, sonriente, esperándome con un picardías púrpura e invitándome a subir a la 338. Ah, no, la parte posterior al «esperándome» fue una alucinación fruto de la concentración de ácido láctico en mis músculos. Me dio las últimas sustancias psicotrópicas para aguantar lo que quedaba y muchos ánimos que respondí con un beso sudoroso por mi parte, momento idílico que fue interrumpido por el peruano que comentaba al principio:

– ¿Por qué están corriendo? -me preguntó.

Ante nuestra cara de perplejidad, y como yo bromeé contestando algo así como «pues por los pintxos de después!», insistió:

– ¿Es por el cáncer de mama?

Entendí que lo preguntaba por el color de mi camiseta y alguna carrera que había habido en ese mismo día en otras ciudades, precisamente por esa buena causa, pero me dejó perplejo y no tenía mucho tiempo que perder. La verdad es que en el mismo día en Bilbao me hicieron dos preguntas que me dejaron totalmente descolocado, la del peruano, y la de un tipo que, por la mañana, me soltó (y es verídico):

– Oye, perdona, que no tengo móvil, ¿me puedes mirar cómo va el partido?

«Sin problema», le contesté, «¿el del Athletic?», a lo cual, para mi asombro, contestó:

– No, es un partido de Tercera, ¿puedes buscarlo, por favor? San Roque-Ceuta.

A ver, el tipo olía a vino a un metro de distancia, pero ¿un San Roque-Ceuta de Tercera, en Bilbao???? ¿De verdad? Bueno, dejé a Mabú en el hotel, quedamos en vernos en el km. 37 y seguí adelante. Miré el crono y calculé que, pese al ritmo bajo del principio, o las paradas de más para responder preguntas extrañas, llegaba de sobra para bajar de cuatro horas. Pero, cuando quedaban tres kilómetros empecé a no verlo tan claro, lo cual no entiendo porque iba bien de piernas, de hecho el kilómetro 39, que volvía a pasar frente a mi hotel me pareció eterno. He entrado en algún foro de Internet y he leído que hay gente que dice que su reloj marcaba más distancia: 21,4 km. la vuelta, 21,79 km., incluso más, como el de la foto.

No estaban bien medidos o los carteles no estaban bien puestos, porque no tiene sentido que hiciera el kilómetro 36 en 5.16 y el 37 en 6.05, cuando mi ritmo era similar. Sea como fuere, tuve que «acelerar» en los últimos dos kilómetros y esprintar o un remedo de sprint en los 195 metros finales, algo que, para mi sorpresa, fui capaz de hacer. Entré en 3h. 59m. y 54 segundos, así que objetivo cumplido.

Con el horario, los viajes al otro lado del charco una semana antes y un peso algo por encima de lo habitual, lo cierto es que terminé muuuuuy contento. ¿Verdad que sí, compañera?

Siempre lo he dicho, este deporte te permite una larga «carrera» si te cuidas. En Valencia 2023 paré el crono como en Roma 2009, y en Bilbao 2024 acabo de hacer aproximadamente el tiempo de Berlín 2011. Por mucho que mi mujer quiera retirarme, me resisto, le digo que «me mantengo». Lo cierto es que no voy a reconocer nunca que termino como si me hubiera pasado un camión por encima, pero, ¿y lo bien que te quedas al acabar y superar el reto? ¿Y al día siguiente, al recorrer esa ciudad con un tiempo maravilloso? Recordar los sitios que has pasado, los puntos en los que sufriste, los giros en los que sonreíste al ver que lo lograbas de nuevo.

No, las escaleras hacia la basílica de Begoña no las subí. Peor habría sido aún bajar uno solo de los ochocientos peldaños.

¿Próximos retos? Ni idea, quizás toque volver a correr en el extranjero, cosa que no hago desde 2019 (San Petersburgo), pero ahora mismo ¡solo quiero descansar!

Cómics (II): El abismo del olvido

El abismo del olvido, historia guionizada por Rodrigo Terrasa e ilustrada por Paco Roca, obtuvo a principios de este año el premio al mejor cómic de 2023 en la categoría de Mejor Obra Nacional. Me interesé por esta novela gráfica al conocer que su ilustrador era el historietista Paco Roca, autor de Arrugas, una de esas obras plenas de sensibilidad, buen gusto y ternura hacia los personajes como la que recomiendo hoy. No he leído el cómic Arrugas, de 2007, una obra que recibió numerosos premios durante los siguientes años, incluido el Premio Nacional de Cómic, pero sí he visto la adaptación cinematográfica, seleccionada para los Goya y el Óscar al mejor largometraje de animación. Una maravilla.

El abismo del olvido está empapada de la misma tristeza que Arrugas, pero es una tristeza que no sé muy bien cómo definir. Ambas obras tratan temas difíciles (el Alzheimer en el caso de Arrugas, la exhumación de fosas comunes de la guerra civil en El abismo del olvido), pero es un sentimiento que, no exento de amargura, dota a sus personajes de una especie de rebeldía ante la situación, de aceptación ante el “sé lo que ocurrió”, pero a la vez de no aceptación porque “tengo que intentar revertirlo”.

El dibujo es realista, la paleta de colores escogida para el pasado tira mucho de ocres, incluso sepia en ocasiones para acentuar el tono «histórico», y sus personajes no dejan de ser unos tipos a los que la guerra sorprendió en un bando determinado. Individuos de pueblo, campesinos, agricultores o estudiantes a los que les tocó empuñar un fusil, o recibir un disparo.

La exhumación de fosas comunes de los fusilamientos de la guerra civil es un asunto controvertido en este país nuestro, tan dado a los extremos y a buscar lo que nos separa antes que lo que nos une. Una pena. Yo mismo reconozco que me pongo a la defensiva cuando aprecio afán revanchista en algunos de sus promotores (Memoria II: el olvido), casi siempre políticos interesados sin más interés que el de buscar la polarización, y, por eso mismo, reconozco que me gustó tanto la novela gráfica de Paco Roca.

Porque no hay rencor pese a la barbarie sufrida por tantas familias, porque no encuentras ánimo de venganza en los familiares, porque no ves más que una profunda tristeza en esa anciana, en su día niña, que sueña con el momento en el que su padre reciba una sepultura que ella considera adecuada, o la deseada, junto a su madre.

Hay numerosas fosas comunes sin localizar en España, pero también hay muchas otras perfectamente identificadas, en cementerios o fincas, pero en las que los cuerpos permanecen tal cual fueron arrojados hace noventa años. De una de ellas, en el cementerio de Paterna, trata la obra de Rodrigo Terrassa y Paco Roca. En lo formal, la obra tiene esa visión algo cinematográfica del autor, que no huye de recursos visuales como panorámicas, acercamientos a los personajes, saltos temporales o primeros planos más cercanos al documental.

La obra no puede eludir que hubo dos bandos, como no puede obviarlo cada película, libro o documental que se haga sobre nuestra cruenta guerra civil, pero no hay un interés especial en mostrarlo, en centrar la historia en ello, sino en las familias, en las personas, en quienes sufrieron el conflicto. Lógicamente, se centra en la recuperación de los cuerpos por parte del lado que sufrió más víctimas, el represaliado por el bando franquista. El que estuvo abandonado a su suerte durante décadas.

La historia de Pepica Celda en la que se centra la obra es la de una niña que se despidió de su padre en una cárcel en 1940, que supo que había sido fusilado poco después, como escuchó su madre en la distancia, es la de una joven marcada que se pasó el resto de su vida con el pensamiento de lograr recuperar los restos, los cuales estaban perfectamente localizados, aunque difícilmente distinguibles de los de los paisanos que fueron arrojados a la misma fosa en el cementerio de Paterna. En la obra, con 81 años, es ya una mujer que solo quiere descansar, y que sabe que lo conseguirá cuando los restos de su padre sean reubicados junto a los de su madre (interesantes las referencias a Troya, Aquiles y los restos de Héctor en la antigua Grecia). No hay un final feliz, sino más bien la amargura de quien ha luchado por algo de lo que no entiende ni siquiera bien su sentido, algo que anhela y desea, pero que apenas comporta más satisfacción que una paz interior, el cumplimiento de una promesa, de una misión.

Familias que luchan contra «el abismo del olvido» de sus seres queridos. Como dice el preámbulo de la Ley de Memoria Democrática: “La historia no puede construirse desde el olvido y el silenciamiento de los vencidos. El conocimiento de nuestro pasado reciente contribuye a asentar nuestra convivencia sobre bases más firmes, protegiéndonos de repetir errores del pasado. La consolidación de nuestro ordenamiento constitucional nos permite hoy afrontar la verdad y la justicia sobre nuestro pasado. El olvido no es opción para una democracia”. Como dije en su momento, no me gustan muchos de los «socios» que han introducido enmiendas a esta Ley, pero, como dice la novela, no se puede caer en el abismo del olvido. Como tampoco en la revancha casi un siglo después.

Don Francisco Tomás y Valiente decía allá a mediados de los noventa: «Hemos hecho en este país la transición a la democracia sobre la bisagra de una reforma cimentada en el silencio y la ruptura de la espiral de venganza. Así había que hacerla y no hay que arrepentirse de ello. Bien hecha estuvo. Pero del silencio al olvido y la ignorancia solo hay dos pasos, y sería pernicioso que muchos los dieran». Por desgracia, el mismo catedrático ya veía venir el interés de algunos por reavivar heridas del pasado: «que las peleas que entonces no hubo corremos el riesgo de (¡por fin!) entablarlas en este otoño por tantos conceptos caliente». Las familias de los ejecutados merecen todo el respeto y la atención, por supuesto que sí, el apoyo institucional, y solo ruego que no se dejen utilizar por esa casta política que parece gozar con la confrontación.

El libro de Roca y Terrassa narra también la historia de otros héroes anónimos, personajes que arriesgaron su vida para consolar a las familias de los ajusticiados. Como Leoncio Badía, el sepulturero del cementerio. Durante años y con una paciencia encomiable, recortó piezas de ropa, mechones de cabello, algún objeto personal e identificó los cuerpos de los cadáveres antes de enterrarlos, con la esperanza de que algún día sus esfuerzos sirvieran para ayudar en esa labor de exhumación y entrega a los familiares.

Una práctica que le costó el trabajo y una severa represalia de las autoridades de la época. Héroes anónimos, como decía, que trataron de aportar su granito de humanidad en la barbarie y la represión.

Como ocurre recientemente en tantas películas actuales basadas en hechos reales, la obra termina con imágenes reales de los protagonistas, de Pepica Celda, de los frascos en los que Leoncio Badía guardaba los nombres de los cuerpos sepultados y de ese agricultor de Masamagrell, José Celda Beneyto, que tuvo la desgracia de estar en el lado equivocado cuando comenzó la guerra.

El abismo del olvido deja una sensación extraña en el lector. Si la intención de los autores era que sintiéramos la tristeza de las familias, o que empatizáramos con las «Pepicas» de este país, doy fe de que lo logran.

Cómics (I): Pyongyang

Cómics (II): El abismo del olvido

Cómicas (III): Persépolis

Cómics (I): Pyongyang

Iba a titular esta serie Cómics adultos, Cómics para adultos o algo así, pero (no sé por qué) más de uno, y de dos, y de decenas, iban a sentirse defraudados al comprobar que no trataban acerca de cierto tipo de novelas gráficas con mujeres de cuerpos voluptuosos e historias más allá de los cánones del buen gusto. Otra opción era titular la serie Cómics serios, o Cómics políticos, pero algunos de ellos no eran exactamente una cosa ni la otra, así que se quedará tal cual está. De momento serán tres post, aunque es posible que aumenten en los próximos meses o años.

Comienzo con Pyongyang, quizás la novela gráfica más conocida del canadiense Guy Delisle. Narra los meses que pasó trabajando en la capital de Corea del Norte para una empresa de animación. La obra fue publicada en 2005, luego corresponde al período de Kim Jong-Il, padre del Líder Supremo actual, Kim Jong-Un, e hijo del anterior, Kim Il-Sung. Los «Kim» llevan en el poder del país asiático desde 1948, lo cual constituye una de las mayores anomalías conocidas en el mundo. Aunque ya nos hayamos acostumbrado a ello, sorprende, sigue sorprendiendo como todo lo que cuenta de este país, una nación que muestra -más con dibujos que con palabras- como obra de un megalómano pirado, excesiva, agobiante, opresiva…

Guy Delisle visitó Corea del Norte en 2003, y tuvo que firmar un compromiso de confidencialidad acerca de lo que veía o contaba. No podía sacar fotos, tenía que ir acompañado a todas partes por un agente del gobierno y su trabajo era supervisado continuamente. Sin embargo, pasados dos años, y una vez que quebró la empresa para la que trabajaba, se atrevió a contar su historia y a plasmar todo lo que había esbozado durante aquellos meses. El modo escogido resulta enormemente descriptivo. Tanto, que ahora me interesan otros de sus trabajos, como los que cuentan los períodos de su vida que pasó viviendo en Birmania, China o Jerusalén.

Lo primero que sorprendió a Delisle al llegar a Pyongyang fue la escalofriante uniformidad en las tiendas, los edificios, las personas… Una uniformidad que podía asustar por su perfección para ciertas disciplinas, pero una perfección que podía resultar robótica, y, como tal, triste. Por mucha sonrisa forzada que encontrara en los ciudadanos norcoreanos.

La ironía del autor se aprecia en cada viñeta, en cada texto. Escoge pocas palabras para la mayor parte de las viñetas, deja que las imágenes hablen por sí solas, pero las veces que se expresa lo hace con tino. Las cosas que cuenta son un despropósito, un absurdo imposible de comprender con los ojos de occidente, como los enormes edificios de tamaño desproporcionado que permanecen vacíos.

O la ineficiencia de unos servicios públicos más pensados en el «postureo» que en la atención al ciudadano:

En las pocas ocasiones en que hemos podido ver algún documental sobre Corea del Norte nos han mostrado un país con unas autopistas descomunales de tamaño, pero sin apenas coches en circulación, construidas de tal modo que sirvan como pista de aterrizaje para aviones militares, por si hicieran falta ante un ataque enemigo. Ese ataque enemigo latente del que llevan décadas alertando a la población.

Por esa razón hay barreras antitanques en el campo, en numerosas praderas, para evitar la «inminente» invasión del malvado enemigo. Los dibujos de Delisle transmiten a la perfección ese agobio ante la enormidad.

Como en el paseo forzado para depositar flores como culto al líder supremo de la nación. Un paseo en el que se encuentra a otros trabajadores extranjeros haciendo el mismo gesto.

El culto al líder es omnipresente, aparece en cada viñeta, se respira y transmite al lector. Es un país diseñado por una especie de semidiós todopoderoso y omnisciente, que sabe lo que va a ocurrir con antelación, provee a sus súbditos de lo que considera necesario y no permite la disensión. La duda que Delisle deja en el aire con sus pensamientos es si los norcoreanos son conscientes de esta total falta de libertad o si están abducidos desde la escuela. Los memoriales, el museo, las bibliotecas y los libros que se pueden encontrar en ellas, la publicidad, el cine, la televisión…

Después de varias semanas en las que el dibujante intentaba hacer algo diferente, como visitar zonas fuera del circuito marcado por el agente del régimen o hablar con habitantes del lugar, Delisle cae en una especie de apatía, se blinda para hacer su trabajo sin pensar demasiado en lo agobiante que le resulta todo. Como el opresivo metro, opresivo, cuyos profundísimos túneles me recordaron a los del suburbano de Rusia.

Las conversaciones con el enlace local, que hace las veces de traductor y guía, y quién sabe si de espía o policía, contienen algunos de los momentos más hilarantes (partiendo de lo poco divertido que debería resultar la atmósfera del país). Sin duda, mi momento favorito es la respuesta a la pregunta acerca de por qué no hay discapacitados en Corea del Norte, que no había visto ninguno:

O sobre el cine. Corea es lo mejor del mundo, o aún algo más: es la verdad absoluta. El resto del mundo es decadencia, descontrol, está equivocado:

El dibujante llega a desesperarse al ver que no hay reacción alguna en los habitantes de Pyongyang, al comprobar que millones de personas tienen asumida esta situación, incluso llega a preguntarse si anhelan otra, o si la educación que han recibido les permite pensar en que puede existir otro tipo de vida. En el país ha habido tímidos movimientos de protesta, alguno de los cuales, insignificante, vio el propio dibujante. Pero son sofocados rápidamente. Es una sociedad acojonada en la que, además, nadie se fía de nadie. Cualquiera puede ser un espía que pase información a los servicios secretos. Todo está contado en la novela con asombrosa sencillez. Y lo que es más difícil, con gracia.

Es la Oceanía que había descrito George Orwell en 1984 trasladada a la realidad. Con purgas de ciudadanos, crímenes del pensamiento y una especie de neolengua que logra sedar al que la emplea. Por eso no resulta casual que el libro aparezca en la novela gráfica. Cuenta Delisle que llevó un ejemplar a Corea y que a las pocas semanas se lo dejó al enlace del gobierno, lo cual, de ser cierto, resultaría una temeridad.

George Orwell falleció en 1950. El libro fue publicado en 1948, casualmente el año de la llegada al poder de Kim Il-Sung. Aunque las ideas de la novela se centraban en la represión que comenzaba a vislumbrar en el régimen totalitario soviético, le habría asustado ver hasta dónde se ha llegado en el país asiático. Como dice Delisle de manera acertada, «es el libro en el que uno piensa obligatoriamente para una estancia en Corea del Norte»:

Me gustaría saber la respuesta a la segunda viñeta. Sería gracioso. Como Pyongyang, aunque lo que cuenta, diste mucho de serlo.

Capítulos

Cómics (I): Pyongyang.

Cómics (II): El abismo del olvido.

Cómics (III): Persépolis.

Gratitude Bootcamp: un viaje de la razón al corazón

Quizás un Taller de Agradecimiento no suene especialmente motivador para la gente de mi generación, los prejuicios hacen que los mayores pensemos en «cosas raras». Sin embargo, escuchas Gratitude Bootcamp, te cuentan que es una experiencia inmersiva en la India en la que podrás conocer otra cultura, encontrarte con gente excepcional, reflexionar sobre lo importante de la vida, incluso meditar, si es lo que quieres… reconectar con tu esencia o con aquellas cosas que la velocidad de tu día a día podía haber hecho que olvidaras, y puede que te suene mejor. Si además te explican que tu estancia allí va a ayudar a que se mantenga una escuela con 800 niños, lo normal es que ya te intereses, que quieras saber más. Y en cuanto lo conoces, te pones a mirar fechas para apuntarte al siguiente grupo.

Cuatro jóvenes españoles, Raquel, Andrea, Victor e Ismael, han creado en 2024 este Gratitude Bootcamp, toda una inmersión en una de las zonas más espirituales de la India. Como ellos lo explican mucho mejor que yo, les cedo la palabra.

EQUIPO GRATITUDE BOOTCAMP.- El Gratitude Bootcamp es una experiencia inmersiva de una semana donde participantes de España viajan a Bodhgaya, al noreste de la India, para vivir un viaje de la razón al corazón, conectar con uno mismo, tomar perspectiva y, sobre todo, aprender a vivir desde la gratitud. El coste de esta experiencia va íntegramente donado a la escuela Bodhi Tree School Foundation, una escuela que da educación de calidad a más de 800 niños de las zonas más pobres de la India. Completando cuatro Gratitude Bootcamps al año, lograremos soportar los costes básicos del colegio.

¿Cómo surge este proyecto?

RAQUEL.- Este proyecto surge de un viaje a la India que hicimos Andrea y yo en 2023 para ir a una boda en Calcuta de un amigo nuestro. Una boda que resultó ser acordada por las familias, ambas de clase alta, que duró tres días y en la que abundaron el lujo y el despilfarro. Allí le propuse a Andrea visitar Bodhi Tree School, un colegio único en el mundo, donde yo había estado como voluntaria allá por 2016 (Vacaciones solidarias en la India) y al que siempre había querido volver. El contraste no pudo ser mayor, pasamos de la ostentación y la riqueza desmesurada a la pobreza extrema en menos de una hora de avión. Fue vivir desde dentro las dos caras de la India. 

Visitar el colegio fue increíble, ver cómo había evolucionado en estos ocho años, pasando de tener 400 a más de 800 niños, creando una unidad para niños con discapacidad o con habilidades especiales como dicen allí, creando una sala informática, un huerto para enseñar a los niños a cultivar sus propias frutas y verduras, una sede bancaria para enseñarles desde pequeños a ahorrar… Volver a ver a Dhirendra, fundador del colegio, después de tantos años y poder conversar con él durante horas sobre Bodhi Tree School y la transformación que viven estos niños cuando llegan al colegio fue muy especial e inspirador. Podría quedarme horas hablando de los increíbles cambios que había experimentado el cole y lo emocionante que fue para mí volver y verlo todo.

Sin embargo, algo que nos marcó mucho fue el daño que el Covid había hecho al colegio y a la región. El colegio se había quedado sin recursos, pues se sostenía sólo a base de donaciones y visitas de voluntarios y desde la pandemia los voluntarios habían dejado de venir, las donaciones habían bajado muchísimo y las necesidades allí, por el contrario, se habían triplicado. En ese momento que estuvimos no podían dar de comer a todos los niños del cole, cosa que sí hacían en 2016, y no eran capaces de calcular el número de niños nuevos que podían acoger por la inconsistencia e inestabilidad de sus recursos.

Ahí fue cuando Andrea y yo estuvimos dándole vueltas a qué podíamos hacer para ayudar a que Bodhi Tree pudiera ser sostenible económicamente y lograra seguir dando educación a más y más niños. Desde el minuto uno se unieron Victor e Ismael, nuestras parejas, que se emocionaron con todo lo que les contamos a la vuelta y quisieron ayudarnos a dar con la idea. Así fue cómo surgió el Gratitude Bootcamp.

¿Qué se va a encontrar todo el que se apunte al Gratitude Bootcamp, por qué decís que es un proyecto win-win, de doble dirección?

ANDREA.- Todo el que participa en el Bootcamp realiza un viaje de la razón al corazón, reconectando con su esencia, con las cosas realmente importantes de la vida: el amor, la alegría, la compasión y la gratitud. Ver el cambio que Dhirendra ha generado en estos 800 niños y sus familias demuestra que el progreso es posible y que, incluso con recursos muy limitados, todos podemos marcar la diferencia en el mundo. 

En definitiva, es una experiencia transformadora que llena a los participantes de energía y de sentido del propósito, algo que se llevan a su vida cotidiana, haciendo pequeños y grandes cambios en su día a día y en el de su entorno. 

Se genera un win-win porque, además de reconectar a las personas occidentales con los valores más importantes, ayuda a financiar el colegio. Cada participante aporta un mínimo de 600 euros por su alojamiento, dietas, visitas y transporte durante su estancia en la India, lo que deja un margen suficiente para invertirlo en mejoras sustanciales para el colegio. Además, para los niños de Bodhi Tree School, es una manera de relacionarse con personas de otras culturas, ampliar sus horizontes y ganar confianza en sí mismos, especialmente para las niñas, que en la India viven en condiciones de desigualdad.  

En definitiva, se trata de un proyecto de doble impacto que permite que este oasis de gratitud y alegría en un sitio remoto de India se autofinancie y al mismo tiempo genere valor en los participantes que conectan con su parte más auténtica.

¿Qué es lo que hizo que te unieras a organizar una experiencia así sin haber estado nunca en el colegio ni en la India?

ISMAEL.- Lo más importante en la vida es que lo más importante sea lo más importante. En occidente siempre decimos la frase “no tengo tiempo de nada”, pero la realidad es que nos metemos en un bucle donde el día a día nos come y a menudo nos olvidamos de cosas como ayudar a los que más lo necesitan, cuidar a la gente de nuestro entorno o incluso cuidarnos a nosotros mismos y ser realmente felices.

Cuando Andrea me habló, con ese brillo en los ojos, de cómo era Bodhi Tree School y cómo era Dhirendra, tuve claro que el mundo tenía que conocerlos. Y nos pusimos manos a la obra para crear un modelo sostenible que financie el colegio, pero a su vez ayude y genere impacto en personas de occidente. 

Tengo la suerte de haber trabajado en diversos retiros y experiencias tanto con niños como con adultos. En general, se genera una transformación muy importante en la vida de las personas, pero, además, si puedes hacerlo en un lugar tan mágico como la India, donde vives una realidad muy distinta a la nuestra, la predisposición de los participantes y por tanto los resultados que consigues son aún mucho más profundos. En resumen, ¡no podía no sumarme a esta aventura!

¿Cómo fue la experiencia una vez allí? ¿Era cómo esperabas o habías visualizado?

VÍCTOR.- Fue una experiencia muy enriquecedora, por un lado tuvimos la oportunidad de sumergirnos en la cultura local, aprender su forma de vida, su cultura y tradiciones y por encima de todo, su forma de pensar basada en la gratitud y en la ausencia de ese EGO que tanto daño nos hace. Por otro lado, las dinámicas de desarrollo personal del Gratitude Bootcamp nos permitieron hacer una pausa en nuestra vida para poder reflexionar, responder a «¿Quién soy y de dónde vengo?» y fijar un propósito cuya meta es tu felicidad.

Disfrutamos, reímos, lloramos, aprendimos y sobre todo, nos lo pasamos muy, muy bien.

¿Cómo está organizada la escuela Bodhi Tree School? ¿Y quién es ese sujeto al que todos definís como excepcional, que es Dhirendra Sharma? 

ANDREA.- Dhirendra Sharma o, como nosotros decimos, Gandhi 3.0, es un hombre procedente de la zona rural de Bihar, una de las regiones más pobres de India. Creció en una familia muy pobre y fue el primero de su familia en pisar la ciudad y descubrir la ropa interior, el váter y el jabón a los 20 años. Al llegar a la universidad, a pesar de ser discriminado por su baja casta, Dhirendra se propuso aprender inglés a base de hablar con turistas y aprendió oratoria en la universidad. Su misión era demostrar al mundo que la educación puede borrar las líneas de la pobreza y la desigualdad. Así, fue ganando credibilidad dentro de la universidad y conoció a su maestro, uno de los últimos discípulos de Gandhi. Decidió dedicar su vida a la obra social a base de ofrecer oportunidades educativas a los niños de las zonas rurales de India, para romper el círculo vicioso de la pobreza.

Sin apenas recursos para llevar a cabo su sueño, Dhirendra se dedicó en los primeros años de su juventud a idear su proyecto. Definió los valores, el tipo de escuela que querría construir, y hasta visualizaba dónde estaría ubicada y qué elementos tendría.

Un buen día, conoció a un americano turista que quedó maravillado por los valores de Dhirendra y su vocación. Completamente inspirado por su historia y su propósito, él y su mujer decidieron donar sus ahorros para la fundación del proyecto, y así nació Bodhi Tree School.

12 años después, Bodhi Tree es un colegio de más de 800 niños becados en el que los alumnos aprenden, más allá del currículum académico básico, los valores de la gratitud y la alegría, el arte de la meditación, el respeto hacia la naturaleza, la igualdad entre hombres y mujeres, y desarrollan la capacidad de ser quienes realmente son, sin necesidad de encajar en los moldes estrictos de la sociedad.

Tal como lo describen algunos de los participantes del Bootcamp, este colegio representa “el cambio que todos queremos ver en el mundo”

Contadnos un poco sobre la región de Bodhgaya y su importancia «espiritual» en la India.

VICTOR. – La ciudad de Bodhgaya se encuentra en la región de Gaya, al noreste de la India. Lo más destacable de Bodhgaya es su templo Mahabodhi, erigido junto al Bodhi tree, lugar donde Siddhartha Gautama, Buda, se sentó a meditar, alcanzando la iluminación espiritual. Es considerada la cuna del budismo y sus seguidores peregrinan hasta allí para conocer el árbol, meditar y realizar ofrendas. Sus numerosos templos budistas, repartidos por toda la ciudad, y la multitud de fieles que se congregan en Bodghaya, confieren a la región una atmósfera espiritual que te invita a la reflexión y el autoconocimiento. Recorrer la ciudad es un continuo descubrimiento, te cruzas cantidad de monjes budistas vestidos con sus típicas túnicas naranjas y en cada rincón te sorprendes con algún ritual o pequeña ofrenda.

RAQUEL, en febrero de 2024 hicisteis el primer Bootcamp con 22 participantes, ¿podrías hablarnos del doble impacto generado con este bootcamp y los proyectos que se financiaron con el dinero?. 

El Bootcamp de febrero fue nuestro “estreno” y no pudo salir mejor. Nos permitió confirmar que no éramos los únicos locos que se maravillaban con Dhirendra y con el colegio, nos hizo ver que la gente necesita una experiencia así para dar un parón en su día a día, tomar perspectiva y valorar aspectos de su vida. Gracias al primer Bootcamp pudimos financiar varios proyectos que Dhirendra llevaba años queriendo hacer:

  1. Reparación del autobús escolar: 2.000 euros. Con la reparación del bus ahora se puede llegar a niños de aldeas rurales más lejanas y traerles a Bodhi Tree School. Además han reparado el autobús convirtiéndolo en una librería móvil que los fines de semana va por los pueblos llevando libros a los más pequeños.
  2. Instalación de un purificador de agua en el colegio: 1.500 euros. Gracias al purificador, ahora los niños pueden beber un agua segura y estar siempre hidratados, sobre todo en las épocas de más calor (Enlace a Nuestro Nobel de Economía).
  3. Instalación de paneles solares: 3.000 euros. El ser autónomos con la energía ayuda a que el cole no sufra cortes de electricidad constantes, algo muy común en la zona.
  4. Adquisición de productos de higiene femenina: 500 euros. Muchas niñas no tienen acceso a estos productos o no pueden permitírselos y, gracias a esta donación, ahora Bodhi Tree School cuenta en su enfermería con una amplia gama de productos de higiene femenina.
  5. Reacondicionamiento de algunas clases: 500 euros. Se han pintado las clases, reparado algunas fachadas del colegio y adquirido pupitres nuevos.

¿Qué se va a encontrar el viajero/voluntario/alumno del Bootcamp? ¿Qué mentalidad o disposición debe llevar el viajero para sacar el máximo provecho de una experiencia así? 

ISMAEL. – En primer lugar, el viajero debe saber que solo con su participación está ayudando a estos 800 niños a tener la oportunidad de cambiar su presente y su futuro a través de la educación, y de tener una oportunidad de salir de ese círculo de pobreza.

Pero la participación en Gratitude Boodcamp es mucho más, es un viaje interior en el que buscamos reconectar con la esencia más pura de cada persona. Queremos encontrar esa zona de genialidad que todos tenemos y sacarla a relucir o potenciarla aún más, para lograr lo mejor de nosotros mismos. 

Así que, para poder hacer una transformación tan importante, necesitamos tres elementos: 

  • Humildad: debe hacer una introspección, sin miedo y dejando el ego a un lado, para identificar aquellas cosas en su vida que no están fluyendo y que pueden mejorar.
  • Voluntad de cambio: deben ser exploradores con ilusión para conseguir ser su mejor versión.
  • Capacidad: conocerán herramientas y estrategias para implementar esos cambios en su vida, pero deben trabajar y ser valientes y constantes, para integrar todos los nuevos elementos.

Y aunque a Dhirendra no le guste hablar de las cosas materiales, ¿qué coste tiene la semana de inmersión y qué cubre?

ANDREA.- El bootcamp dura siete días y tiene un coste de 600 euros, que incluye el alojamiento, la comida y todos los desplazamientos y visitas. No se trata de un voluntariado, sino de una especie de campamento-retiro, donde por las mañanas hacemos actividades culturales, visitamos templos y monumentos, y pasamos tiempo en el colegio, contagiándonos de la alegría y gratitud de los niños, y por las tardes realizamos actividades de introspección y desarrollo personal. 

Es un proyecto sin ánimo de lucro, donde los organizadores somos voluntarios que trabajamos con el propósito de ayudar a Bodhi Tree School a autofinanciarse y a seguir creciendo. Normalmente, al terminar el Bootcamp, los participantes realizan un recorrido por algunos puntos de interés de la India, y muchas veces lo hacen en grupo, ya que surgen amistades y vínculos muy profundos tras haber vivido una experiencia transformadora como esta.

¿Es una experiencia recomendada solo para gente joven o para todas las edades?

RAQUEL.- Sin duda, para casi todas las edades. En el primer Bootcamp, los participantes teníamos entre 25 y 43 años, pero en el de agosto vamos a tener a gente de más de 50 y hasta cuatro personas con más de 60 años. Para el año 2025, estamos pensando en montar un grupo para que puedan acudir familias con sus niños, ya que hay muchas personas que nos lo han preguntado. Antes de ir conviene saber lo que te vas a encontrar: al tratarse de una inmersión total en el país, el alojamiento es austero, sin grandes lujos ni comodidades, pero en el que te vas a sentir muy cómodo. La comida es sabrosa y abundante, a todos nos encantó, pero es la que hay en la India, no vas a encontrar un menú a la carta. Por tanto, el Bootcamp es apto para todas las edades, además, la diversidad enriquece la experiencia. Lo importante son la actitud y las ganas de empaparse de la experiencia.

¿Podríais decirnos nuevas fechas, cómo inscribirnos, redes sociales y otras maneras de colaborar para los que no puedan ir al Bootcamp?

EQUIPO GRATITUDE BOOTCAMP.-

Nos quedan pocas plazas, pero aún hay disponibilidad para los dos próximos bootcamps:

  • Del 9 al 18 de agosto.
  • Del 25 de octubre al 3 de noviembre.
  • Del 1 al 9 de diciembre.

Los interesados solo tienen que visitar nuestra página web o nuestras redes sociales: @gratitude.bootcamp en Instagram.

Y rellenar el formulario de interés: https://btef.ngo/es/gratitude/.

A partir de ahí, nos ponemos en contacto con ellos y resolveremos todas sus dudas sobre el proyecto, los viajes y demás. 

Igualmente, aquellas personas que quieran contribuir con donativos u otros medios, existe un GoFundMe donde hacer donaciones: https://www.gofundme.com/f/help-us-sustaining-bodhitree-school o pueden ponerse en contacto con nosotros a través de la web o las redes sociales, y les ayudaremos a encontrar la forma correcta.

Las últimas viñetas de Ibáñez

Ha caído en mis manos el último volumen del gran Francisco Ibáñez, sobre la inminente aventura de Mortadelo y Filemón en París 2024. En mi infancia, adolescencia, juventud y madurez (que no termina de llegar), había unas ganas incontenibles cada año en que tocaban Juegos Olímpicos o Mundial de fútbol. Y había una tradición que lleva acompañándonos décadas como era la última aventura de Mortadelo y Filemón, agentes de la T.I.A., en sus denodados esfuerzos por acabar con una conspiración internacional que pretendía atacar estos eventos. Guardo en casa un volumen recopilatorio de muchas de estas aventuras que compré (dije) para mi hijo, pero que en el fondo quería disfrutarlo yo tanto como él.

El gran Ibáñez se dibujaba siempre a sí mismo encadenado a su mesa de dibujo y no me extrañaría que en alguna entrevista dijera que la muerte le pillaría trabajando, como casi ocurrió. La última aventura de Mortadelo y Filemón se ha publicado tal cual quedó, inconclusa, con las últimas viñetas esbozadas por Ibáñez la tarde anterior a su fallecimiento. El tomo comienza con un prólogo de Arturo Pérez-Reverte, quien definió al artista barcelonés como lo que debió de ser toda su vida:

Es una pena que el volumen quedara inacabado, pero, por otro lado, nos ha permitido a los lectores entender mejor el método casi artesanal de este trabajador incansable que tenía una imaginación desbordante y millones de ideas en su cabeza. En este proceso artesanal, se aprecian los bocetos antes de pasar al trazo fino y el color, con ese movimiento de los personajes y de los objetos que vuelan que se intuye en cada viñeta con precisión, los bocadillos de texto sin rellenar, y una página numerada con el texto correspondiente a cada uno en la que el propio Ibáñez transcribía a máquina (imagino una Olivetti de mil años) los diálogos que quería que aparecieran después en la versión definitiva.

Hace tiempo leí alguna pseudocrítica a sus historias: que no arriesgaba en los guiones, que había quien pensaba que las tramas eran repetitivas, con el mismo esquema argumental de 44 páginas en cada aventura, separadas en pequeños días o sketches de 4, y todos esos episodios terminaban con la escapada de los torpes detectives por su última metedura de pata. Jamás he visto a nadie que metiera más la pata que estos dos tipos y sin embargo, se les seguía contratando para las misiones más importantes. ¿Repetitivas? Pues no lo sé, pero uno estaba acostumbrado a encontrar una broma diferente en cada viñeta y eso, tras más de doce mil páginas, que son las que nos dicen que brotaron de su imaginación, me parece de un mérito incuestionable. Sí, era la misma trama de siempre en este tomo de París 2024, pero es que esa era exactamente la trama que yo quería encontrar.

Políticamente incorrecto, aunque más moderado. Todo se soluciona a guantazo limpio: del jefe Filemón a su subordinado Mortadelo, del Súper a ambos agentes, así como de los matones Bestiájez, Brútez, y el resto de nombres inventados con esa falta de sutileza. En muchas de estas historias, el paraíso soñado por alguno de los protagonistas es el tópico de la playa tropical rodeado de mujeres esculturales, ya fuera un futbolista brasileño de grandes piños o un alto cargo corrupto:

No hace tantos años que Ibáñez seguía dibujando a los africanos como caníbales y recurría a todo lo tribal para representar a los jugadores de países exóticos:

Puede que alguien en la editorial le advirtiera de que determinado humor estaba fuera de época y él mismo se corregía o se reprochaba estas bromas, como si quisiera dejar claro que esto no iba más allá de una coña lindante con el racismo:

Por suerte, Ibáñez nunca tuvo pelos en la lengua o una censura que le impidiera soltar sus barbaridades (al menos en los años que yo lo leí, que fueron tras el 75). No eludió temas como la corrupción, con el capítulo sobre Luis Roldán, otro sobre Juanito Batalla (claro alter ego de Juan Guerra) o uno más reciente sobre cierto tesorero de gran parecido a un tal Bárcenas. Eran historietas tristemente ilustrativas de una realidad nacional:

Puro cachondeo sin pretensiones. En la resolución de todas estas tramas se veía su cabreo con la situación, y era un final divertido, pero amargo a la vez. Como ese presidente sin nombre (pero perfectamente identificable), que comienza cada frase con un «Por consiguiente» y que termina «mirando para otro lado» por lo que le conviene:

Pero volvamos al fútbol o a su visión tan particular del mundo del deporte. Aparte de los especiales sobre los Mundiales y los Juegos, tenía algunos tomos monográficos acerca del fútbol, en los que demostraba un amplio conocimiento del argot…

…los jugadores…

…las socorridas bromas sobre sí mismo…

… o los peligros de ciertos aficionados del fútbol. Esta viñeta es de 2010, aproximadamente, y parece que su autor, pese a vivir en Barcelona, no simpatizaba mucho con los culés. O puede que tuviera en mente episodios como el del cochinillo, la botella de JB o el mecherazo a Roberto Carlos en la cabeza.

Tengo la ligera sospecha de que Ibáñez simpatizaba más con el Real Madrid que con otros clubes, no solo por esta broma, o por cómo dibujaba a los aficionados del Atleti…

… sino por esta otra coña sobre los escudos de algunos de los principales equipos, en el que ya escribía que el Bar-Litronas sobornaba a los árbitros antes y después de los partidos:

Sus últimas viñetas, apenas perfiladas, quedan como el testimonio de un tipo que no dejó de sonreír y de contagiar esa sonrisa a los lectores. De todos los personajes que brotaron de su mente, yo siempre me quedé con los agentes de la T.I.A. y, en menor medida, con los moradores de la 13 Rue del Percebe. En ocasiones leía a Rompetechos (mote que ha quedado incorporado a nuestro acervo cultural) y Pepe Gotera y Otilio me interesaron más bien poco, pero lo que sí es seguro es que todos ellos influyeron en multitud de series y películas, de manera reconocida o no, directa o subliminal.

Don Francisco Ibáñez falleció en julio de 2023, con 87 años de edad. En 2002 recibió la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, y unos años después fuimos muchos los que firmamos en las campañas para que se le concediera el premio Princesa de Asturias de las Artes. En 2021 hubo una candidatura apoyada por varios eurodiputados y por artistas de otras disciplinas, como Arturo Pérez-Reverte o Álex de la Iglesia. No hubo suerte y se lo llevó la petarda sobreactuada de Marina Abramovic, ¡pero qué sabremos nosotros de estas cosas! ¡Si solo somos amantes de las descacharrantes historias de Mortadelo y Filemón en unos Juegos!

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Onetti, Ibáñez, la dignidad y el genio

Los Lieder germánicos y las laponas malolientes

Hace unos pocos días me invitaron de nuevo al Auditorio Nacional a otro de los conciertos de los ciclos de Ibermúsica. Para los lectores de este blog son bien conocidas tanto mi tradicional querencia a responder afirmativamente a cualquier plan apetecible que pueda surgir como mi ignorancia supina en materia de música clásica. Lo cual no quiere decir que no la disfrute, como ya conté tras pasar una noche con la Filarmónica de Londres.

Ya me había avisado mi madre de que este podía ser un concierto «algo duro», complicado. Vamos, que para alguien poco entendedor en el románticismo germánico podía ser un torrado de época. O un gozoso deleite, que nunca se sabe lo que una nueva experiencia puede deparar (que se lo digan a Freddie Mercury). El concierto no estaría interpretado por una gran orquesta, sino por el pianista ruso Evgeny Kissin (Eugenio Besand, para entendernos) y el barítono alemán Matthias Goerne (lo llamaré Matías Grueso, pues ese era su aspecto). Interpretarían una serie de «lieder», que (tuve que buscar qué eran) consisten en poemas o canciones líricas breves a las que se pone música para ser cantadas normalmente por un solista acompañado de un piano. Schumann y Brahms en el reparto, que a mí me suenan como Beckenbauer y Kroos, gente fiable, sólida, consistente, que no van a fallar.

El piano es una maravilla, como siempre, lo toque Elton John, Jerry Lee Lewis, Ryan Gosling o cualquiera de estos genios de la música clásica. Hasta ahí, ninguna objeción. Kissin tocaba con sensibilidad, con el ritmo adecuado, con suavidad, armonía… el problema surgió cuando comenzó Matías Grueso. No tenía una voz agradable y parecía como si su enorme panza ejerciera de caja de resonancia interior. El tono era entre gutural y nasal, lo cual nos extrañó, porque emitió un par de carraspeos en el primer lieder, como si buscara soltar un gargajo.

«In wunderschönen Monat Mai, Als alle Knospen sprangen», comenzó Grueso con firmeza teutona, unos versos que, como todos supimos por unas pantallas que teníamos enfrente, significa «En el maravilloso mes de mayo, cuando todos los capullos se abrían». Debe ser que se acerca período electoral, comenté a mi mujer.

«Da ist in meinem Herzen, Die Liebe aufgegangen», o sea, que «fue entonces cuando en mi corazón nació el amor». Con la voz profunda del barítono y el tono imperativo del alemán, la canción de amor parecía cualquier cosa menos eso. Si no me ponen la letra traducida en la pantalla, habría pensado que estaba dando unas instrucciones para aprovisionar a un regimiento.

El contraste era llamativo: Kissin seguía a lo suyo, lo mismo que Goerne, el primero acariciando las teclas con delicadeza y el otro, pisando el escenario como si acabara de invadir Polonia (licencia de Woody Allen, por supuesto). Lo de seguir las letras en la pantalla fue una manera interesante de comprender mejor el concierto. Hay uno de aquellos poemas cantados que me pareció un auténtico culebrón, me tenía en ascuas esperando el siguiente verso, a ver cómo acababa la historia. Hablo del celebérrimo Ein Jüngling liebt ein Mädchen, cómo no.

«Un joven amaba a una muchacha,
ella prefería a otro,
el otro amaba a otra
y se ha casado con ella».

Con menos de esto se han rodado temporadas enteras en Venezuela.

«La muchacha escoge despechada
al primer joven
que se le cruza en el camino:
el joven está desolado».

Tampoco entiendo muy bien por qué habría de estar desolado. De hecho, este verso me recordó a aquel chiste que leí una vez que decía algo así como:

Cada vez que veo a una pareja discutir por la calle o en un bar, suelo quedarme cerca por si a ella le da por decir: «y ahora me voy a cepillar al primer tío que se me cruce por delante».

Salvo que el joven desolado no sea el mismo que se cepilla la mujer despechada, sino el joven del inicio de la historia, en la primera estrofa. Claro que Kissin y Goerne no paraban y no era cuestión de preguntar.

«Es una vieja historia
pero siempre actual,
y a quien acaba de ocurrirle,
le destroza el corazón».

Todo ello con un sonido tan mecánico como el que podía emitir la fábrica de bielas y cilindros de la Volkswagen en Karlsruhe. Varios de los lieder de Schumann hablaban de flores silvestres, lirios, paseos por el campo, sueños tirando a necrofílicos, y también de amores perdidos que acaban en tentativa de suicidio (o así interpreté yo eso de «un oscuro deseo me impulsa hacia la altura del bosque, allí se disipará en lágrimas mi dolor inmenso»). Pero el poema que no pude resistirme a buscar incluso allí mismo, en el propio Auditorio, fue el Die alten, bösen Lieder. O Las viejas, malvadas canciones, como podemos traducir rápidamente en Google. Los versos sonaban plúmbeos, como de una tonelada, y la carga corporal de Goerne era tan profunda que parecía afectar a la tarima, que crujía a cada uno de sus movimientos, no sé bien si por su oronda figura o por la pesadez de las notas. Se trataba del poema número 16, el que cerraba la primera parte del concierto con el Dichterliebe, Opus 48. «Cómo no, en este pueblo somos muy de Dichterliebeopus48», parafraseando a Saza. Hablaba de algo muy grande y pesado, y al principio creí que se trataba de una mujer con obesidad mórbida, porque la letra decía literalmente «traed un enorme ataúd, el sarcófago debe ser aún mayor que el tonel de Heidelberg». Si no me creéis, buscad la traducción. No pude resistirme y como vi que entre el público había algunas personas que miraban la pantalla del móvil (una aberración que se repitió durante buena parte del concierto), hice lo mismo por unos segundos, solo para encontrar que «el tonel de Heidelberg tiene una capacidad de 219.000 litros y soporta una pista de baile en la parte superior». Pues sí que es grande el ataúd que pide este buen señor.

El poema continúa glosando las medidas descomunales que debía de tener el ataúd de lo que yo ya empezaba a imaginar como la versión femenina de Brendan Fraser en The Whale:

«Traedme también doce gigantes,
deberán ser más fuertes
que el San Cristóbal de la catedral de Colonia,
junto al Rin.
Ellos tienen que llevar el ataúd
y sumergirlo en el océano;
pues un ataúd tan grande
merece una tumba enorme».

La verdad es que la historia del tipo este, contada y cantada con la voz de Goerne, me tenía intrigadísimo:

¿Sabéis por qué el ataúd
debe ser tan grande y pesado?
Es para meter juntas
mi pena y mi angustia».

¡Bah, acabáramos! Todo era una exageración, una metáfora tan grande como el pandero de la teutona que sin duda abandonó al compositor y lo volvió tan melancólico, una hipérbole germánica sin la finura de nuestro Quevedo (Don Francisco de, no el reguetonero cuyas cifras de ventas me hacen perder la fe en la humanidad).

Durante todo el concierto me sobrevino la duda acerca de si era mejor poner las letras de los lieder o no en las pantallas, no solo por el despiste respecto a la música que suponían, sino porque rebajaban el nivel de solemnidad del concierto. Uno piensa que está escuchando una bajada a los infiernos de un romántico empedernido y se encuentra con una descripción de ríos y casas de pescadores. Como el número 3, Abends am Strand, o Atardecer en la playa.

Am Ganges duftet’s und leuchtet’s, Del Ganges perfumado y brillante,
und Riesenbäume blühn, y de gigantes árboles florecidos,
und schöne, stille Menschen. de un bello y silencioso pueblo,
vor Lotosblumen knien. arrodillado ante la Flor de Loto.

¿El Ganges «perfumado»? Pero, pero… ¿hablamos del mismo Ganges, del río más contaminado del mundo? Cómo se nota que en el XIX no tenían acceso a Google.

In Lappland sind schmutzige Leute, En Laponia hay gente sucia, huelen mal,
Plattköpfig, breitmäulig, Klein; de cabeza plana, grandes bocas y bajitos,
Sie kauern ums Feuer und backen se arrodillan alrededor del fuego
sich Fische, und quäken und schrein. cocinan pescados y gritan.

Me imaginé un poblado perdido en Laponia, con unas esquimales limpiando el pescado que sus maridos, unos tipos con un bigote repleto de mocos congelados, acababan de traer a casa, una cabaña de madera en mitad de la nada. Desde luego que las fuentes de inspiración de los compositores germánicos, como “los caminos del Señor”, son inescrutables.

Otra cosa que nos sorprendió fue ver que, a la hora de concierto, empezaron a levantarse algunos espectadores. Al principio tímidamente, unos minutos después, en número considerable. No sé si el motivo era que no les estaba gustando (el típico “tendido del 7”, puro esnobismo) o porque se les pasaba el ticket de la hora, pero resultó llamativo y una total falta de respeto, tanto para el pianista como para el señor Grueso, como para el resto de espectadores, que seguíamos fascinados con la lectura de las piezas.

El concierto duró unos veinte minutos más y, aunque hubo numerosos aplausos que provocaron la vuelta de los artistas al escenario por partida doble, mi mujer y yo nos mirábamos como diciendo: “no es lo mejor que hemos visto aquí”. O no nos da la cultura musical para poder apreciarlo. Nos quedamos más tranquilos al escuchar a la pareja que teníamos delante decir: “demasiado Romanticismo”. Y digo “Romanticismo” con mayúscula como corriente musical y cultural, no como expresión sentimental del amor al arte de limpiar salmones en Laponia. En nuestra salida escuchamos a otros espectadores que salían comentando que “Brahms no es mi favorito” o “termina agotándome tanta sobriedad”, y aquello me retrotrajo al Amadeus de Milos Forman, a aquella escena en la que el Emperador José II de Austria reconocía que “tantas notas musicales” le agotaban.

En cualquier caso, pasamos una fantástica velada que terminó con unas cañas y unos pinchos en un bar cercano. Una de las raciones incluía salmón, y no pude evitar pensar en las hediondas laponas que lo habían limpiado en alguna aldea perdida cerca del Ártico.

Erratas que mejoran el original

La semana pasada me tropecé con una de esas erratas que, de manera involuntaria, mejoran la frase pretendida, quizás la deseada o pensada y no escrita por el redactor. Una errata que incluso podía entenderse que ampliaba el sentido de la frase. Figuraba en las diligencias del juez Aguirre sobre el caso Barça-Negreira, los pagos al vicepresidente de los árbitros durante dos décadas. En el curso de sus pesquisas, el juez ha tenido conocimiento de un hecho singular, desde luego poco ético y con finalidades dudosas, como es que el vice del CTA invitaba a los árbitros que iban a pitar al Barça a comer, a cenar y después, en ocasiones, a un karaoke. Tal como se indica en las diligencias, puede que “karaoke” fuera un eufemismo de un bar de copas con mujeres, un “puticlú” de toda la vida. Pues bien, el restaurante en el cual los colegiados eran invitados pertenecía a la novia, pareja o churri de Enríquez Negreira, situación descrita por el juez del siguiente modo:

Uno no sabe si fue un desliz, si el juez tenía las imágenes del garito en la mente o si Negreira conoció a su «pajera» en el karaoke, pero el lapsus logró que este escándalo hasta ahora impune me arrancara una sonrisa.

No es la primera vez que ocurre que una errata mejore y añada nuevos matices a una frase. En los momentos más duros del confinamiento Covid, en mitad de ese berenjenal de decretos exprés y normativas aprobadas de manera acelerada, el gobierno publicó un decreto ministerial un domingo por la noche cuya entrada en vigor se producía el lunes a primera hora. Todos los que trabajamos en empresas estábamos pendientes de lo que se nos autorizaba a hacer y aquello que se nos denegaba, con interpretaciones de todo tipo. Pues bien, allí se coló esta frase, de la que ya tomó rendida cuenta el amiguete Josean en Y todo en un mes:

Vamos, que tantos cambios en tan poco tiempo podían generar tanto «caos» que cualquier adaptación de la norma resultaba válida. Evidentemente son errores que se cuelan, pero contribuyen de manera involuntaria a aumentar el interés por el hecho narrado, como el subtítulo de La Vanguardia con el que comienza este post:

«Pedro Sánchez dice ‘no’ a la última propuesta de Pedro Sánchez».

No es reciente, sino de 2019, pero han sido tantos los giros argumentales del presidente de gobierno para lograr el apoyo de sus socios que resultaba totalmente creíble. En su mismo partido, el PSOE, durante una campaña en Andalucía en la que propugnaban una mejora en la educación, cometieron un error de ortografía que, inconscientemente, mostraba que existía un serio problema que debía ser corregido:

El PSOE andaluz «Elije» luchar por una mejora en la educación de sus ciudadanos y por eso «elige» una falta de ortografía, ¡que todo era muy subliminal y no se entendió! Lo de las faltas de ortografía me chirría cada vez más, me estoy volviendo muy maniático y cada vez me molestan más cuando las leo en algún medio escrito o las veo por televisión. Quizás de todas ellas se lleva la palma esta:

¿»Vayadolid»???? Podría ser peor, sin duda:

La geografía juega a veces estas malas pasadas a los que tienen que escribir y publicar a diario (en este blog he encontrado algunas erratas tiempo después, pocas, espero). Una sola letra puede transformar una desgracia en un chiste, como ocurrió en la portada de El País:

Está claro que esto fue un error, pero, en el caso de las faltas de ortografía, he llegado a pensar que no son erratas, que son aparentes cagadas realizadas a conciencia para que se difundan por redes sociales y se vean los logos de las cadenas que tienen a semianalfabetos en la redacción. Reconozco que soy de esos brasas que rápidamente desenfunda el móvil para pillar el gazapo en directo, y he encontrado un gran aliado con este invento que permite rebobinar los programas:

A ver, seguro que el parque tiene la hierba muy alta, pero no era High, sino Hyde Park, torpones. En cuanto a la ola de calor, se me hace raro que coincida con un récord de temperaturas mínimas. No sé, igual había que darle una vuelta a ese cartel. Luego están los que redactan sin conocimiento, los que van a toda prisa, y sus jefes, que pasan por alto hasta lo imposible (y este post no va de los errores con las cifras, algunos de ellos antológicos). Puede ser que yo sea un tanto tiquismiquis y uno de los pocos aficionados que sabía que Queralt Castellet había obtenido la medalla de plata. De hecho, el presentador la felicitó por su logro mientras la barcelonesa mostraba ufana su presea, ¡pero es que este rótulo estuvo varios minutos en pantalla!:

Vamos a disculparlos porque se trataba de un deporte minoritario, o comprendamos que para un becario pueda ser difícil distinguir el brillo del bronce del de la plata, pero… ¿esto? ¿Esto????:

No sé si son las prisas, el desinterés, la ignorancia… Recientemente, el amiguete Barney dedicó un post entero (con vídeo incluido) al fútbol femenino, en el que se habló, entre muchas otras cosas, del poco interés que despertaba pese a los esfuerzos de algunos medios por llevarlo a la primera plana. Tras el éxito obtenido con el título en el último mundial, pico de Rubi mediante, el gobierno de España quiso utilizar el momento para promocionar esta modalidad, destacar las dificultades que habían tenido que enfrentar las jugadoras, como la falta de popularidad, e iniciar una campaña contra el acoso en el deporte. Varios de los gestores del deporte patrio se subieron al carro como si siguieran y conocieran el fútbol femenino de toda la vida y propusieron la concesión de la Real Orden del Mérito Deportivo a las jugadoras. Pues bien, eran tan «conocedores» de las mismas que cometieron hasta cinco errores en sus nombres, los cuales tuvieron que ser subsanados poco después:

Me quedo con el primero de ellos, jojojojojo, porque lo de sustituir a Ivana Andrés Sanz por Ivana Icardi, famosa por ser la novia explosiva del jugador del Galatasaray Mario Icardi, tiene papeletas para entrar en el top ten de machiruladas mundiales del deporte. Me imagino a los encargados de la concesión del premio en el Consejo Superior de Deportes:

– Esa que pone Ivana, guglea «Ivana y fútbol».

– Aquí está, Ivana Icardi, debe de ser esta.

– Pues ya está, venga, la siguiente. Mariona no-sé-qué…

Al final se menosprecia a la campeona del mundo y se otorga la medalla del Mérito Deportivo a la siliconada pajera, digo… pareja, de un futbolista más conocido por sus líos sentimentales que por su habilidad con el balón. Y ya que mencionamos estos asuntos, no podía dejar pasar por alto este titular que no contiene erratas, pero en el que se aprecia algo de guasa por parte del diario orensano:

Una noticia que no podía pasar desapercibida para la colección de artistas que pueblan nuestro país:

Cada vez que surgen estos temas hay quien te dice que la mayoría de errores se puede subsanar con el uso de los correctores que ya vienen en cualquier procesador de textos. Lo cierto es que tampoco podemos fiarnos de ellos y no revisar la propuesta de la máquina, porque, al igual que si intentas escribir «gilipollas», te corrige a «galopillos», en un diario de tirada nacional puede dar lugar a párrafos estrambóticos:

¿»Matutes matándose»? Ja, ja, ja, pagaría por ese corrector automático. Y además de los riesgos de dejar la corrección en manos de una máquina, ocurre que por suerte tenemos un idioma tan maravilloso en el que la palabra buscada es tan válida como su error: el caso/caos, Siria/Soria… y «públicas/púbicas». Hasta tres veces me encontré este gazapo en un Informe de la Intervención General de la Administración del Estado. La primera vez me chocó, «¿habré leído bien?», pero luego hubo una segunda y una tercera, así hasta que le di al buscador:

Tres veces en un texto sobre la facturación, los devengos de IVA y esas cosas que tanto pican en nuestras zonas púbicas. Si es que se regula en exceso en España, hay sobreproducción normativa (Hiperregulación) y lo mismo que «quien tiene boca, se equivoca», quien redacta en exceso, falla como un poseso, si se permite la rima. El Conejo del Poder Judicial, el Consejo del Joder Judicial, o aquella mítica corrección en el Boletín Oficial del Estado con aire de refranero: «donde dice ‘Digo’, debe decir ‘Diego'»:

Es tanto lo que se escribe, sobre lo que se legisla y se pretende justificar después, que nadie se lo lee. Como el Boletín Oficial de Aragón:

Vuenas noches (a ver si alguno estaba pendiente).

Faltan manicomios

Tengo un amigo que a cada locura que le comentaba que había leído o escuchado en tal o cual medio, me contestaba:

– Faltan manicomios.

Lo aplicaba a casi todo: a los asistentes a maratones de reguetón, a individuos que decían padecer ecoansiedad, a los participantes en First Dates… No pretendo frivolizar acerca de la salud mental de las personas, y menos en estos tiempos en los que, por fin, parece que el problema se ha tomado en consideración, pero supongo que algunas partes de este post bordearán la línea. Uno lee a veces la prensa, o ve un telediario, y se encuentra tal cantidad de gente «rara», por decirlo de un modo suave, que sospecha que no pertenecen al mismo mundo que esos seres de aspecto humano. Seguramente el problema no es de esas personas, sino de mí mismo, pues uno con la edad se va haciendo más conservador. No en el sentido político, sino en el familiar, hogareño, cultural o social. Y mi mundo se basa en una cierta educación, unos valores, unos principios e incluso unos gustos que difícilmente van a cambiar a estas alturas de la vida.

Decía Jane Austen que «la mitad del mundo no comprende los placeres de la otra mitad». Y por esta razón no critico a los siete mil tipos que acudieron durante una semana a una rave ilegal en Murcia para ponerse hasta arriba de alcohol y drogas. Una semana meando y cagando en cualquier sitio, sin dormir, con música trash a todo meter y disfrutando no sé muy bien de qué. Allá ellos, que cada uno se gaste su dinero en lo que quiera. Tampoco hablo de lo raro que me resulta ir a un parque acuático o a determinadas playas y comprobar que somos los únicos sin tatuajes por el cuerpo. Estupendo si esa es su idea de belleza, aunque algunos son auténticos cromos andantes. Otras veces escucho a tipos en la tele que se quejan por no llegar a final de mes o por la subida del precio del aceite, mientras te sorprendes al ver que tienen tatuajes de mil euros en el brazo o la pantorrilla. Pero como decía, allá cada cual y que cada uno viva su vida como le venga en gana mientras no afecte a la de los demás. I’m too old for this shit!, como ya afirmé en su día.

Pero hay otras historias que sí convierten a sus protagonistas en candidatos para un ingreso en los manicomios. Como la de esa mujer que se empeñó en ser velada viva. Se maquilló, hizo todo el paripé del ataúd y las flores, y estuvo recibiendo durante horas la visita de amigos y familiares. Supongo que se sentía falta de cariño, añoraba algo de «casito» por parte de sus allegados, y en lugar de acudir a un psicólogo o a un terapeuta emocional, prefirió montar este velatorio fake para que todos hablaran bien de ella (Los muertos siempre salen a hombros, recuerden). Tampoco deja de resultarme asombroso que estas chorradas se eleven al rango de noticia.

Quizás no sea tan extraño. En el pueblo gallego de Santa María de Ribarteme se celebra todos los años una romería en la que sacan a pasear a vivos por las calles de la ciudad… en ataúdes. Es gente que quiere experimentar esa sensación de ser llevado a hombros por sus colegas o familiares, pero ¡vivos! Con el ataúd al descubierto y como una especie de veneración, superstición, agradecimiento por haber superado determinados trances… cada uno tiene sus motivos, pero si Berlanga rueda este espectáculo lo tildarían de «inverosímil», «locura poco creíble».

Como la de las veinte mujeres que decidieron casarse consigo mismas en un acto conjunto, no sé si por la imposibilidad de encontrar pareja, o por salir de una soledad y una profunda depresión, y sentirse queridas por un día. Las imágenes no transmitían alegría, sino lástima. Poco tiempo después, la directora española Icíar Bollaín quiso darle una vuelta a esta necesidad de algunas personas y filmó La boda de Rosa como la bonita historia de una mujer que decidió quererse a sí misma y pasar del resto de los hombres. La peli tiene poco de hermosa. La soledad es muy jodida, estoy seguro.

Una de estas mujeres (no es coña) se casó consigo misma y se separó pocos meses después porque dijo que no se aguantaba. Era argentina. Quizás pensó que su cónyuge hablaba demasiado. En el fondo, yo creo que hay mucha gente necesitada de atención y estas pseudobodas son una manera de ganársela. Ya han inventado una palabra para esta práctica: soligamia. En algún artículo leí que la motivación de estas personas era el amor, porque «se amaban mucho a sí mismas». En mi adolescencia eso se llamaba masturbación y era un acto íntimo, no había por qué montar un sarao con amigos ni compartir ese sentimiento con los demás.

El terreno de las parafilias sexuales da mucho juego y Woody Allen describió algunas de ellas en Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo pero nunca se atrevió a preguntar. La fascinación por las grandes ubres, la excitación sexual exclusivamente en lugares públicos o el episodio que creo que todos recordamos con mayor claridad: el de Gene Wilder enamorado de su oveja. Aquello era un sketch del señor Allen, pero supongo que hay gente para todo. De siempre se ha hablado de ciertos pastores, granjeros y la relación con sus animales. Yo, sinceramente, ni lo imagino, ni quiero verlo (me consta que hay quien sube vídeos de estos a las redes). Algunos medios continúan con su labor «evangelizadora» iniciada hace años y periódicamente nos ofrecen algunas otras de estas extrañas aficiones:

Si la gente que practica el sexo con árboles o se excita poniéndose hormigas en sus partes no están de manicomio, yo ya no sé… pero supongo que hay que respetar la «diversidad» como nos cuentan, siempre y cuando no afecten a terceras personas. En el caso de la formicofilia, mi duda radica en saber si entran en conflicto la Ley de libertad sexual con la de Bienestar Animal, pero lanzo la pregunta al aire por si los que parieron ambas leyes tienen a bien contestar.

(Advertencia: aunque el tono del post pueda ser de chanza, jamás la haría con ciertas cuestiones: los agresores sexuales y los pederastas deben ir a centros especializados, sean manicomios o como se quieran llamar, dentro de cárceles de máxima seguridad y no salir de allí jamás).

Que cada uno disfrute su vida, sus gustos y manías como quiera, siempre y cuando no interfiera en las de los demás. El problema es que a veces ocurre que la identidad de género o la autopercepción de uno mismo sí entra en conflicto con las leyes que nos hemos dado para organizar esta fauna que es el mundo. Y hoy voy a dejarlo en esas personas que se hacen llamar «transespecie»: fulanos que dicen no sentirse humanos, ni identificarse como tales. El caso del japonés que se gastó 14.600 euros en transformarse en un collie, el británico que dice querer vivir como un dálmata o el tipo de las orejas de silicona. Paren el mundo, que me apeo.

Yo no digo que haya que llevarlos a un psiquiátrico, pero sí al menos podían evitar exponerlos en televisión. Que luego todas estas soplapolleces atraen a un montón de imitadores.

– Ah, retrógrado, carca, pollavieja, ¿estás impidiendo que una persona se autodetermine libremente como quiera o como se autoperciba?

– Pues, hombre, si un perro no paga impuestos y les reconocemos una exención fiscal por su transespecialidad, o si hay que subvencionar su transformación o una pensión el día de mañana, o darles un puesto de trabajo para no incurrir en discriminación «perruna», o si eso significa que tenga que hacerse una ley para que esta gente pueda vivir en su mundo ficticio, o si eso va a suponer que para no ofenderlos tenga que permitir que un tipo disfrazado de dálmata pueda cagar en un parque al lado de mi casa, pues sí, me opongo. Rotundamente.

De la Behobia a Valencia

Este final de año 2023 he tenido la oportunidad (y la suerte, ¡y las piernas!) de volver al asfalto y participar en dos de las carreras populares «más populares» de este país: la Behobia-San Sebastián y el maratón de Valencia Trinidad Alfonso. En la Behobia participamos casi 30.000 corredores, de los que 25.899 alcanzaron la meta, mientras que en Valencia nos juntamos más de 33.000 valientes, de los cuales concluyeron 26.253. Son cifras muy elevadas que suponen un desafío para los organizadores y una complicación añadida para los participantes, porque estas carreras, como el propio running (y detesto «el palabro») se han puesto muy de moda y reúnen cada vez a más gente. Logística, precios, alojamientos, alguna incomodidad que otra en la salida o en la meta… Pero no es una queja, solo una constatación. Todos estos problemas, multiplicados por diez, se dan en el maratón de Nueva York y cada año son cientos de miles de corredores los que pagan un fortunón por participar allí.

Behobia-San Sebastián

La Behobia presume de ser la carrera más antigua de España, puesto que la primera edición data de marzo de 1919. Sin embargo, la carrera pasó diversas vicisitudes, cambios de formato, parones, etc., y este año se celebraba la 58ª edición. El recorrido circula desde el barrio de Behobia en Irún, prácticamente ya en Francia, hasta San Sebastián, muy cerca de la playa de la Concha. Poco más de veinte kilómetros de trayecto exigente, un tanto rompepiernas, con dos subidas pronunciadas, una en el Alto de Gaintxurizketa (km. 7) y otra hasta alcanzar el Alto de Miracruz (km. 17). Una vez pasas esta última pendiente, y si te has reservado de manera conveniente, todo consiste en dejarse llevar y disfrutar del ambiente, de los pueblos y barrios congregados en los márgenes de la carrera, numerosa gente que, como buenos vascos, sale a aplaudir uno de sus tradicionales eventos.

La entrada en San Sebastián es preciosa, como toda la ciudad, y según te acercas a la plaza de Zurriola, el Kursaal o la Alameda del Boulevard, la multitud se agolpa en los laterales y crea ese efecto «túnel humano del Tour de Francia» que tantos veteranos de la prueba me habían comentado. Fui a la carrera con el animado grupo del Club de Corredores, más de 100 personas que acudimos en dos autobuses y llenamos un albergue en Hondarribia (me sigue saliendo decir Fuenterrabía) durante todo el fin de semana. Con ganas, con buen humor, con la idea de hacer un «completo», consistente en paseo por San Sebastián, comida en una sidrería a base de buen txuletón, pintxos, cañas, txakolís, carrera, foto con El Pirata, baño en La Concha para los más osados, ducha rápida y vuelta para Madrid. Mucha juventud, un veterano de 78 años, gente de todos los niveles de marcas, algunos cracks con «marcones», otros cracks que se defienden, y siempre, siempre buen ambiente.

La carrera no es cómoda para el participante. Me explico. Estas carreras en las que la salida y la meta están tan distanciadas suponen una incomodidad añadida para el corredor, que tiene que buscarse la manera de ir a la salida a tiempo, que no haya problemas como los ha habido en ediciones anteriores con los trenes, andar un par de kilómetros hasta encontrar tu cajón de salida, procurar no pasar frío y salir con ganas. Los que hemos ido a mil pruebas de este tipo sabemos que hay que ir con tiempo y con la ropa de abrigo más vieja que tengas porque lo normal es desprenderte de ella en la salida o depositarla en los cajones de alguna ONG que trabaje con la organización. Con tiempo no, con mucho tiempo. Y luego ya veréis cómo la carrera merece la pena, ya lo creo que sí.

Me sorprendió mucho que al llegar a meta los corredores nos íbamos juntando con los conocidos que encontrábamos y todos tenían «su bar», su sitio en el que juntarse para tomar unos dobles y picar algo. Apenas cinco minutos después de la carrera, ya estábamos con unas cervezas en la mano. Sin cambiarnos ni nada, con la medalla de madera puesta, y brindando por el éxito que siempre supone acabar con buenas sensaciones. En mi caso, el tiempo de 1h. 40m. me hacía albergar esperanzas de alcanzar una buena marca en el maratón de Valencia. Dejo aquí algunas fotos del fin de semana.

Maratón de Valencia

El maratón de Valencia celebraba su 43ª edición el pasado 3 de diciembre, y ha adquirido más fama internacional en los últimos años por la rapidez del mismo, a la que contribuyen, sin duda, la orografía de la ciudad, la altitud, a nivel del mar, y la fantástica temperatura en diciembre. Aunque lo mismo esperaba yo en diciembre del año pasado en Málaga ¡y me cayó el diluvio universal! La marca del ganador del domingo pasado, el etíope Sisay Lemma, fue la cuarta de la historia: 2h. 01m. 48s. Otra de esas marcas extraterrestres a una media de 2m. 53s. por kilómetro.

Se batieron los récords masculino y femenino de España, por medio de Tariku Novales y Majida Maayouf, atletas de origen etíope y marroquí, si bien queda salvar algunas dudas sobre un supuesto expediente por dopaje en el caso de la segunda. El presidente de Mercadona, Juan Roig, se vino arriba y, con ánimo de atraer más corredores internacionales de calidad, anunció un premio de un millón de euros para el atleta que consiga el récord del mundo en el maratón de su ciudad.

La carrera estuvo espectacular y la organización estuvo «bien». Solo bien y no muy bien, porque esta carrera empieza a tener el problema de tantas otras en las que participa un número tan elevado de atletas populares. Cuando todavía no había dado mi primer paso sobre el recorrido oficial, mi cuentakilómetros ya marcaba 6 kilómetros en las piernas. Es cierto que yo ya contaba con hacer los primeros 2,4 km., que era la distancia del hotel a la salida y me venía bien para calentar las piernas, pero luego hicieron un corte imprevisto para llegar al guardarropa, nos obligaron a dar varias vueltas sin sentido, de nuevo otra vez hacia atrás para situarme en el cajón (y eso que el mío era el intermedio, el quinto de nueve), y al final me fue imposible dejar la bolsa. Por eso recomiendo siempre el atuendo de «yonqui»: pantalón de chándal zarrapastroso, camiseta chunga de publicidad o de publicidad chunga, y una bolsa o mochila de finales de los setenta que no te duela perder o abandonar si, como me ocurrió, no logras llegar al puesto de entrega. En mi caso, menos mal que me acompañaba mi fiel seguidora, fotógrafa y portageles Mabú, a la que nunca agradeceré suficientemente su paciencia en estas pruebas.

Nueva York arranca con Frank Sinatra, el Rock’n’Roll Marathon Madrid con algún temazo rock cañero y Valencia nos deleitaba con el artista de la tierra Nino Bravo y ese Libre tan a tono con la sensación experimentada por los corredores según arrancan a por el objetivo y la aventura de los 42K. La humedad de Valencia hizo que la espera para la salida y los primeros kilómetros fueran fríos como un abrazo de suegra, en especial en las zonas de sombra, pero a partir de la primera hora y sobre todo en las grandes avenidas, bien soleadas, la temperatura era perfecta para correr. Unos quince, dieciséis grados durante toda la prueba. Cerca del inicio, junto al Puerto, pasamos por nuestro kilómetro 3 y nos cruzamos con los primeros profesionales, que habían salido una hora antes y marchaban ya por el 22. Me encanta verlos, me admira su zancada, la ligereza en sus piernas y la facilidad con la que recorren la distancia. Llama la atención el poco ruido que hacen, todo lo contrario que el estruendo de pisadas plomizas y el griterío de los populares mientras los animan.

– Porque les han dado una hora de ventaja, que si no, igual los pillábamos -bromeó uno de los que marchaba cerca de mí.

Mi carrera fue bastante buena hasta el km. 32, a unos 5m.10s. el kilómetro, pero ahí empecé con problemas en los isquios (esta vez no fueron los gemelos) y tuve que parar a estirar cinco veces hasta el 38. No sé qué pasó porque a partir de ahí me recompuse ligeramente y acabé los últimos cuatro ligeramente por debajo de los 6m./km. para un tiempo total de 3h.53m.15s. La entrada es espectacular, muy bonita, con una pasarela azul junto a la Ciudad de las Artes y las Ciencias.

Acabé contento. No «muy contento», porque aspiraba a estar más cerca de las 3h.45m., pero bueno, uno va cumpliendo años y tiene que ir asumiendo que las marcas tendrán que ir subiendo paulatinamente. Aunque me resista, aunque lo niegue, aunque tenga que defender ante mi mujer que es el mismo tiempo que hice en Roma en 2009 y que catorce años después me sigo manteniendo en la pelea, aunque este deporte nos permita una longevidad que otros más explosivos no nos dan, lo cierto es que habrá que aceptarlo… ¡Pero para eso me tiene que llegar una madurez de la que sigo huyendo a la carrera!

La crónica en clave de humor y cierta provocación la he dejado para la ocasión en La Galerna, bajo un título que puede parecer críptico, pero es que la «censura» del amiguete jefe de redacción me cortó algunas partes, como las referidas al impronunciable portero georgiano del Valencia. Aquí la dejo:

Shavi K’udis ch’ama

He echado un vistazo a las estadísticas del maratón de Valencia y veo que la participación femenina sigue creciendo año tras año, de lo cual me alegro, y sus marcas son bastante notables en muchos casos:

En cuanto a los grupos de edad, el de mi categoría, Veteranos-3 (entre 50 y 55 años), sigue siendo una panza de zumbaos bastante nutrida:

Y la que más me ha llamado la atención es la de las marcas de la peña que viene de toda Europa a participar en esta carrera: más de 5.300 animales (y «animalas») bajaron de las tres horas. Qué bestialidad, enhorabuena. A ellos y a todos los que acabaron el domingo.