
LESTER, 11/06/2022
Llevaba toda la temporada dándole vueltas a este momento y el domingo pasado por fin llegó: cuelgo las botas. Dejo el fútbol. Alguno de los cabroncetes que juegan conmigo seguro que piensa que fue el fútbol el que me dejó a mí hace años, pero ahí he seguido, dando guerra hasta los 52 tacos. He sido un privilegiado. Las lesiones me han respetado todos estos años y eso, sin duda, ayudó a esta longevidad. Muchos de mis compañeros tuvieron que dejarlo antes por problemas en las rodillas, meniscos, tobillos, cartílagos, espalda… cada convocatoria era un repertorio de dolencias y molestias que invitaba a la huida. O a la risa, que también: «estáis mayores», les decía. Seguramente algo hice bien para prepararme y aguantar las tarascadas y los golpes, que a partir de cierta edad uno se resiente. Y aunque trato de disimular en la oficina, los días posteriores a un partido me duelen los muslos, la espalda, las costillas y los innumerables sitios en los que haya podido llevarme un golpe ese fin de semana. No ando como Robocop por placer, compañeros. Con veinte años te recomponías en un segundo (sobre todo si tu chica estaba presenciando el encuentro) y al día siguiente ni te acordabas de dónde te habían golpeado. Pero desde hace años no, el cuerpo me estaba diciendo algo y yo me resistía a escucharlo.
Desde el año 87 he participado con regularidad en ligas de todo tipo, 35 temporadas con los únicos parones de la pandemia y del año que estuve a medio camino entre Marbella y Madrid. Algunos años jugaba en dos campeonatos diferentes al mismo tiempo, uno entre semana y otro los fines de semana. Hasta tres en un par de años de locura. Ligas de barrio, en la universidad, equipos de antiguos alumnos, de empresa, de fútbol 7, 8 y 11, fútbol sala, en campos de la Alameda de Osuna, Vicálvaro, Vallecas, Torrejón, Mijas, Fuengirola, San Pedro de Alcántara, Alcalá de Henares o Fuenlabrada, en mil sitios. Siempre ligas seniors, nunca quise asumir que la lógica me llevaba a las ligas de veteranos. En los campos en los que he jugado nos mezclábamos adolescentes, veinteañeros, treintañeros, cuarentones y (pocos ya) de mi quinta.

He disfrutado mucho todos estos años. Mucho. Albert Camus, antes de lograr el Nobel de Literatura en 1957 jugó como delantero durante su juventud hasta que una tuberculosis lo debilitó y lo llevó a continuar su «carrera» de aficionado como portero, y siempre decía que, de haber podido elegir entre las letras y el fútbol, escogería sin duda lo segundo. También nos dejó una de mis frases favoritas sobre este deporte:
“Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol”.
Siempre que en las empresas se plantean cursos sobre gestión de equipos o liderazgo, pienso que no hay mejor escuela que un equipo de fútbol. O de baloncesto, balonmano o rugby. Los que tengáis hijos pequeños, permitidme este consejo: apuntadlos a deportes de equipo, aunque luego se decanten por alguno individual. En un equipo de fútbol aprendes como en ningún otro sitio sobre gestión de egos, cómo abandonar el individualismo por el bien colectivo, sobre la solidaridad con el grupo, la preparación, cómo tratar de dar tu máximo, a alegrarte con los éxitos de tus compañeros o cómo aprender de tus errores para mejorar. No por ti, sino por tus compañeros, a los que quieres ofrecer tus mejores prestaciones.
De hecho, cuando menos he disfrutado ha sido cuando he jugado en equipos en los que no existía ese buen ambiente de compañerismo y camaradería que normalmente he encontrado en los terrenos de juego, cuando no jugué rodeado de amigos con los que luego te ibas a tomar una cerveza. O varias. Cuando he jugado con gente que vivía anclada en el reproche aunque luego sus decisiones no eran las que convenían al equipo. ¡Camus era un sabio! Y claro que hay tramposetes, como en la vida misma, gente que trata de engañar a la autoridad, o que te la hace por detrás y nunca de frente, o jugadores cuyo estado natural es el confrontamiento. Abandoné una liga en la que disfrutaba como un enano (y no como el cuarentón que era) el día que pegaron a un árbitro muy cerca de mí, ¿qué se me había perdido allí, o separando veinteañeros en las continuas tanganas que se formaban?
En el fútbol he hecho grandes amigos, gente del barrio en su mayor parte, o compañeros con los que coincides en un momento dado de tu vida y los quieres siempre a tu lado, en la defensa o en el centro del campo. Cuando publiqué mi primer libro de relatos (Relatos de un tiempo fugaz), varios lectores me dijeron que algunos parecían autobiográficos, y yo dije que solo uno lo era. Nadie adivinó cuál. Y era precisamente Remontada, sobre un equipo de barrio y un compañero, Alberto, que falleció con 23 años. Hay mucho de verídico en aquel texto. Como en aquel relato se contaba, he tenido la suerte de jugar con dos de mis hermanos e incluso, años después, con mi hijo durante cuatro temporadas. Una gozada auténtica, soñaba con una rosca perfecta a la cabeza de mi hijo que me gritaba «Papá, Papá» desde el centro del área y este remataba a la perfección, ilusiones que, con pequeños matices, cumplí (mis roscas dejaron de parecerse a las de Michel hace décadas).

El fútbol siempre ha servido para acercarnos a la gente y tener un nivel algo más que aceptable me ayudó siempre a disfrutar y hacer que los demás disfrutaran más esos momentos. En Bolivia organizamos partidos con los chavales de las escuelas cercanas que venían al Hogar Teresa de los Andes a pasar las tardes con nosotros y en Ecuador organizábamos partidos callejeros en el pequeño pueblo de Mascarilla. Una pelota y poco más. Ganas, sobre todo. De allí salió también uno de mis textos favoritos, Agua o fútbol, sobre la curiosa contradicción de unos pueblos con problemas de agua potable, pero con unas fantásticas canchas de fútbol de coste superior al de una depuradora para los vecinos.

En los distintos trabajos por los que he ido pasando a lo largo de todos estos años no ha habido lugar en el que no haya surgido una pachanga, un torneo de empresa, un equipo para una liga organizada. Hace años me di cuenta en uno de estos campeonatos del poder «democratizador» del fútbol, de su virtud «igualadora». Jugábamos una liga entre los distintos centros de trabajo de la empresa: nosotros, que éramos los de la Central, y gente de Fuenla, Rivas, Alcalá, Leganés… En uno de los equipos contrarios había un tipo que se pasó todo el partido repartiendo estopa, atizándonos a todos los que osábamos pasar por el medio del campo. En una de estas le dije que se controlara un poco que íbamos a acabar haciéndonos daño y me contestó:
– Es que ustedes, los de la corbata, vienen aquí a vacilarnos.
Me salió del alma la respuesta:
– ¿Corbata? ¡Pero si aquí estamos todos en pantalón corto, amigo!
No sé si sirvió de algo, pero creo que rebajó un poco las hostialidades. Todos somos iguales en pantalón corto, once contra once con las mismas reglas. Cada uno con nuestras fortalezas y nuestras debilidades, ahí no hay rangos ni escalafones, y se respeta la integridad física de compañeros y rivales. Nunca he ido a hacer daño. Y todo el que ha jugado al fútbol sabe cuándo un rival va a hacer daño. Cuando ves un partido por televisión con amigos o en un bar se nota mucho por los comentarios quién ha jugado al fútbol y quién no, y hay periodistas y «piperos» que creo sinceramente que no le han pegado jamás a un balón. Cuando esta temporada empezaron a opinar sobre los pisotones, que si eso era roja, que si la intención, que si tal… te dabas cuenta de que ni uno solo se había calzado jamás unas botas, ni sabía distinguir una jugada de otra. Este es un «regalo» que me dejaron a mí esta misma temporada, un taco cerca del gemelo que me rascó toda la pierna. No hubo mala intención, solo mala suerte, pero de haber existido el VAR en los campos en los que juego, esa entrada habría parecido escandalosa y cualquier juntaletras habría empezado con la cantinela «¡roja! ¡Criminal!»:
Y no era así, ni mucho menos, hay mucha más nobleza de la que algunos creen en este deporte. Lo he pasado muy bien, he aprendido mucho, he conocido gente estupenda, mucha más que desalmados carniceros, y ahora toca dejarlo. La mejor despedida de un deportista que recuerdo, al menos la más emotiva, es la del Dear basketball de Kobe Bryant, aquel corto que se llevó un Óscar en 2017, con música de John Williams. Yo no he dado mi vida al deporte, ni mucho menos, pero sí tiene grandes frases, de entre las cuales me quedo con esta:
«My body knows it’s time to say goodbye. And that’s OK.
Mi cuerpo sabe que es el momento de decir adiós. Y eso está bien».
Kobe Bryant
Gracias, Papá, por inculcarnos ese amor al deporte, por insistirnos en que saliéramos de la cama y nos fuéramos «a hacer deporte», ya fuera con una raqueta, un balón de fútbol o uno de baloncesto. Gracias, Mamá, por tu infinita paciencia con esos chavales que desde los doce años jugábamos en campos de tierra, auténticos lodazales cuando llovía. Sabías que el fútbol, y no la música, es lo que amansa a las fieras. Gracias a todos los que habéis jugado conmigo todos estos años, y a los que me habéis aguantado como rival, «ese pesao que no paraba de correr». Lo hemos pasado realmente bien. E igual que Chicho Ibáñez Serrador se resistía a enterrar el Un, dos, tres año tras año («clave usted unas puntas sobre el ataúd… pero no muy fuertes por si acaso»), yo no voy a deshacerme todavía de las botas. Tras el maratón que espero correr en diciembre, quién sabe si podré resistirme a un The Last Dance a partir de enero. Aún me veo joven, fuerte como un Miura, concretamente como ese japonés que se resiste a colgar las botas.
Relatos de fútbol
Enhorabuena por esos 35 años de fútbol (más unos 10 en el colegio). Y sin haberte lesionado. ni haber lesionado a nadie. Ahora te quedan solo los buenos recuerdos.
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Los buenos y abundantes recuerdos, que son muchos: los goles que recuerdo con más cariño, que no siempre fueron los mejores, y los que estuve a punto de marcar, los que pudieron haber sido y no fueron por poco, o los que marré de manera lamentable. Pero sí, muy buenos recuerdos, toda una suerte, me enseñaron bien en casa.
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