Memoria (II): el olvido

LESTER, 05/04/2021

De acuerdo con todos los expertos a los que me referí en la primera parte, los recuerdos se construyen en la memoria a partir de una alteración de la realidad (quizás sea mejor decir «adaptación») por parte de nuestro cerebro, influido por los sentimientos y la carga emotiva. La memoria selecciona la parte que más interesa al individuo, o que más llama su atención, y desdeña los malos recuerdos o la negatividad asociada al hecho recordado. El pasado se dulcifica la mayoría de las veces, se tiende a caer en la nostalgia, en la pena por la pérdida de un tiempo que creemos que fue feliz y quizás no lo fue tanto. El verso de Jorge Manrique concluía diciendo aquello de «cualquier tiempo pasado fue mejor«, que no tiene por qué ser cierto, y de hecho muchas veces no lo fue, pero sí la percepción que queda.

No tengo claro que una memoria exacta, capaz de recordar hasta el más mínimo detalle de lo que ocurrió, sea lo deseable. Ni siquiera tengo claro que sea negativo poseer una memoria escasa, o más bien, una memoria selectiva que se quede solo con lo positivo y elimine todo aquello que afecte a la persona o le hiciera algún tipo de daño. Al menos como individuo, esa memoria selectiva le permitirá mirar hacia delante, dejar atrás el pasado, no anclarse y revivir una situación desfavorable. La memoria implacable, eficaz, puede perpetuar el rencor, mientras que esa otra memoria falible o maleable, «adaptada», puede llevar con mayor facilidad al perdón o la reconciliación. El olvido, por tanto, puede tener sus ventajas ocasionales, pero como todo en la vida, en su justa medida, puesto que el olvido excesivo tampoco resulta conveniente: sin recuerdos ni memoria, se condena a la persona a perder su esencia, lo que es. Su personalidad, las experiencias que lo formaron, sus capacidades racionales, su buen o mal humor. En definitiva, la persona que era deja de serlo, como por desgracia vemos en los enfermos de Alzheimer. En El río de la conciencia, de Oliver Sacks, hay un capítulo dedicado a los estudios de Freud como neurólogo, y para él, «nada era tan importante para la formación de la identidad como el poder de la memoria; nada garantizaba más nuestra continuidad como individuos. Pero los recuerdos cambian, y nadie era más sensible que Freud al potencial reconstructivo de la memoria, al hecho de que los recuerdos se reelaboran y revisan continuamente». Para Sacks, «no existe una manera fácil de distinguir un recuerdo o una inspiración auténticos, sentidos como tales, de los que se toman prestados o se sugieren, entre lo que Donald Spence denomina la verdad histórica y la verdad narrativa».

Todo lo dicho para el individuo tiene un tratamiento muy diferente cuando se trata de crear una memoria colectiva. En cuanto alguien menciona la posibilidad de dejar atrás el pasado para evolucionar como sociedad, surge otro que de manera inmediata recuerda la famosa frase del filósofo George Santayana:

«Aquellos que no pueden recordar el pasado, están condenados a repetirlo».

Esta frase, inscrita en uno de los barracones de Auschwitz, se ha utilizado de manera incorrecta en múltiples ocasiones, y se ha tergiversado en parte su interpretación, porque desde luego lo que no dijo nunca fue que «los pueblos que olvidan su historia, están condenados a repetirla», como he escuchado tantas veces. Santayana hablaba desde una perspectiva antropológica de basar el progreso en la experiencia, en lo que llamaba la «retentividad»: «…y cuando la experiencia no se retiene, como entre los salvajes, la infancia es perpetua. Los que no pueden recordar el pasado, están condenados a repetirlo«. No habla de una memoria colectiva, ni de los pueblos o su historia, porque posiblemente no exista una memoria colectiva, o una memoria del pueblo como tal, salvo la que se crea y se transmite por sus dirigentes, con todos los peligros que ello conlleva, porque otra frase muy conocida nos advierte que «la historia la escriben los vencedores», con todo lo que tiene ello de subjetivo.

En cualquier caso, esta frase entra en conflicto con lo escrito por Lewis Hyde acerca de la necesidad de dejar atrás el pasado para poder avanzar como sociedad (Breviario del olvido. Apuntes para dejar atrás el pasado). Para los interesados en el tema, les recomiendo un programa que escuché recientemente sobre el asunto en La Cultureta, de Onda Cero (dejo aquí el enlace). En el mismo, hablaron de las leyes del olvido promulgadas en la antigua Grecia para avanzar como sociedad sin necesidad de recordar continuamente el pasado de unos y otros. También salió el nombre de David Rieff, el hijo de Susan Sontag, cuyo libro Contra la memoria es toda una declaración de intenciones en contra de la memoria histórica. En el libro (que no he leído, pero ya he apuntado en la lista de «pendientes»), David Rieff habla de la creación de la memoria colectiva por parte de los nacionalismos de todo tipo, y de cómo la memoria de horrores pasados enciende profundos odios étnicos, violencia y guerras. Se centra en lo que vio con sus propios ojos de corresponsal de guerra en la antigua Yugoslavia, en Ruanda o en Sierra Leona, en cómo los distintos pueblos, etnias o nacionalidades se reprochaban continuamente lo sucedido en el pasado. «En las colinas de Bosnia aprendí a odiar, pero, sobre todo, a temer la memoria histórica colectiva». Su siguiente libro también lleva un título clarificador: Elogio del olvido. En una entrevista para la promoción de su nuevo libro, en 2017, pronunció afirmaciones tan contundentes (y controvertidas) como que «el recuerdo puede servir como arma de guerra y el olvido puede ayudar a construir la paz«.

Llegado a este punto, reconozco que siempre que se habla de memoria histórica en España tengo mil dudas. Los que nacimos en los últimos años de la dictadura, los que fuimos adolescentes en los ochenta, no teníamos un problema, o no creíamos tener un problema sin resolver con la guerra civil española. Había pasado medio siglo, creo que todos teníamos familiares que habían estado en ambos bandos y sin necesidad de hablarlo éramos conscientes de que en una guerra se cometen todo tipo de tropelías por parte de todos, de unos y de otros, o de «hunos» y de «hotros», como diría Miguel de Unamuno. Los padres de los que somos de mi generación nacieron en la posguerra o eran muy críos en los últimos años de la guerra y todos ellos miraron hacia delante creyendo que no convenía remover ese pasado incómodo. Poco después de la muerte de Franco se promulgaron diversas medidas de indulto y el Real Decreto 10/1976 habló directamente de amnistía. La palabra «amnistía» viene del griego «mnéme», memoria, y significa precisamente su negación, «olvido, perdón». El texto del real decreto era claro en sus intenciones:

«La Corona simboliza la voluntad de vivir juntos todos los pueblos e individuos que integran la indisoluble comunidad nacional española. Por ello, es una de sus principales misiones promover la reconciliación de todos los miembros de la Nación, culminando así las diversas medidas legislativas…

«Al dirigirse España a una plena normalidad democrática, ha llegado el momento de ultimar este proceso con el olvido de cualquier legado discriminatorio del pasado en la plena convivencia fraterna de los españoles. Tal es el objeto de la amnistía de todas las responsabilidades derivadas de acontecimientos de intencionalidad política o de opinión ocurridos hasta el presente…»

Pero todo este «olvido» volvió a la actualidad muchos años con la llamada Ley de Memoria Histórica, Ley 52/2007, «por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura», promulgada durante el gobierno de Zapatero, con el siguiente objeto:

Sin embargo, pese a indicar que la Ley trata de «fomentar la cohesión», se habla cada día más de la necesidad de la memoria histórica, pero no con la idea de resarcir a determinadas víctimas o de ayudarles a encontrar los restos de sus familiares, sino con ánimo revanchista, en muchos casos, con intención de reescribir la historia. Hoy se habla más que nunca de «¡Franco, Franco!», ¡joder, un dictador muerto hace 45 años!, y sobre todo de lo que algunos llaman «sus herederos», avivando un odio que no existía y creando de nuevo dos Españas cada día más distanciadas. Y me preocupa especialmente por cómo se ha parido y gestionado todo este proceso, por esa manera de diferenciar la «verdad histórica» de la «verdad narrativa», por las personas que han dirigido el proceso y sobre todo por las intenciones con las que algunos lo hacen. Nunca se me olvidará aquel desliz de Zapatero a Iñaki Gabilondo en el que dijo que «nos conviene que haya tensión«.

Habrá quien me diga que, si tan a favor del perdón o el olvido estoy, por qué me resisto a hacer lo mismo con gente como Arnaldo Otegi o los tipejos de Bildu, y creo que la respuesta es evidente. Lo primero es que no estoy a favor del olvido, sino del conocimiento. Lo segundo, nuestros padres hicieron un trabajo cojonudo para que nos uniéramos y miráramos hacia delante, fuéramos de derechas o de izquierdas, más progres o más conservadores, lo pasado, pasado está, había que unirse como nación, modernizarse, entrar en Europa, etc. Los que en su día daban respaldo político a ETA se dedican ahora a homenajear a los asesinos cuando salen de las cárceles y vuelven a sus pueblos. No hay arrepentimiento alguno, no hay empatía alguna hacia los familiares de las víctimas, mientras que sí la ha habido siempre en España para enterrar nuestro pasado «guerracivilesco».

Quizás la solución pase por hacer algo como lo que hizo Italia durante el gobierno de Matteo Renzi con la apertura del museo del Fascismo en Predappio, a quinientos metros de la casa en la que nació Benito Mussolini. Entendieron que había llegado la hora de romper con un tabú de setenta años y que la mejor manera no era ocultar u olvidar el pasado, sino precisamente mostrarlo, explicarlo. Como dijo el presidente de su partido, Matteo Orfini: «Somos un país antifascista, lo que está reconocido en la Constitución. No tenemos necesidad de cancelar nuestra memoria. Borrarla es un elemento de debilidad, no de fuerza por parte de quien la practica«.

Estos días estoy leyendo la recopilación de artículos de Francisco Tomás y Valiente A orillas del Estado, y precisamente una figura como la suya, magistrado del Tribunal Constitucional propuesto por el PSOE en 1991, abogaba por una solución como la que comento sobre Italia:

«Hemos hecho en este país la transición a la democracia sobre la bisagra de una reforma cimentada en el silencio y la ruptura de la espiral de venganza. Así había que hacerla y no hay que arrepentirse de ello. Bien hecha estuvo. Pero del silencio al olvido y la ignorancia solo hay dos pasos, y sería pernicioso que muchos los dieran».

«Quienes no vivieron el franquismo, o solo conocieron su etapa final, deben estudiarlo para no repetirlo. Deber nuestro es transmitirles, sin rencores ni ánimos de venganza, sino con distanciamiento metódico y sin más pasión que la de sembrar lucidez y tolerancia para el presente y el futuro, lo que aquel régimen, hoy tan lejano como peligrosamente desconocido, fue».

Y más adelante, en A vueltas con la transición, se lamenta de cómo algunos están avivando los enfrentamientos:

«La hicimos entre todos, y ahora parece que nos preocupa tanto saber quiénes fueron sus protagonistas, que las peleas que entonces no hubo corremos el riesgo de (¡por fin!) entablarlas en este otoño por tantos conceptos caliente».

«Mi segunda observación consiste en recordar algo que quienes vivimos aquello rememoramos con orgullo y sin arrepentimiento: la viva solidaridad de todos los españoles demócratas».

Los artículos son de 1993 y de 1995, ni más ni menos. Claro que habla con conocimiento y madurez, le preocupa la ignorancia y para que todo esto llegue a nuestro país deberíamos tener una clase política culta, formada, que dejara en manos de los expertos lo que pertenece al ámbito de la historia y no del «relato». Y sobre todo, una clase política generosa que no se pase el día contando los réditos electorales que van a obtener por reavivar el odio o incendiarios proclamando que «hay que acabar con el Régimen del 78».

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