La revancha de la secuela

El artista, el creador, el urdidor de tramas, historias, personajes, en definitiva, el autor, no debería verse condicionado por el público a la hora de imaginar o parir su obra. Y sin embargo lo hace. Un guionista puede ser libre cuando se sienta al teclado para plasmar su trama o definir sus personajes, pero, ay, amigo, una producción cinematográfica es tan cara, tiene unos costes de realización y distribución tan elevados, que cualquier ínfula creativa se ve sometida o subyugada por los dictados del público. O lo que en ocasiones es peor, por lo que el estudio considera que demanda el público.

Me daría mucha rabia como autor de una película, ya fuera director o guionista, saber que esos test con público que se hacen en el pueblo prototípico estadounidense en los que se da a los espectadores unas tarjetas para que hagan su propia valoración sobre lo que han visto son tan importantes para el «producto» final que se estrenará. Un tipo se ha pasado meses escribiendo un guion, elaborando cada personaje, encontrando la frase adecuada para que después un director lo pula y haga que un profesional con una dicción perfecta lo pronuncie, y te llega un oficinista de Arkansas que ha pasado una mala semana y está en mitad de un proceso de divorcio, y suelta que tal o cual personaje es un indeseable cuya presencia en pantalla perjudica a la trama. Y en ocasiones las productoras hacen caso a estos comentarios cuando son masivos. El público manda, el cliente siempre tiene razón y todas esas patrañas «democráticas» sobre las bondades de la mayoría.

Pero a pesar de lo dicho, reconozco que a veces como espectador disfruto de las pequeñas venganzas que las secuelas de una película nos ofrecen. Este verano pasado se estrenó la quinta película de «ese arqueólogo del sombrero y el látigo», un Indiana Jones octogenario que seguía viviendo aventuras entre nazis, persecuciones, viajes y descubrimientos, incluso con Arquímedes por la trama. Cuando supimos del rodaje de esta secuela, una de las dudas que teníamos los seguidores era saber si Shia Labeouf iba a repetir papel como hijo de Indiana Jones. Creo que éramos mayoría los que abogábamos por su exterminación incluso antes de acabar la cuarta entrega, en la que debutaba (y a ser posible tras una dolorosa tortura), y seguramente los productores tuvieron en cuenta la baja aceptación que tuvo este personaje chulesco vestido de Marlon Brando cuando decidieron que no apareciera en la nueva entrega. Nos cuentan que se alistó en el ejército y palmó, perfecto, no necesitábamos saber mucho más.

Seguro que en la eliminación del personaje en la continuación tuvieron mucho que ver las reacciones en medios especializados, críticas, foros y blogs de aficionados, y un «clamor popular» por lo errónea de su introducción en la trama. Algo parecido a lo que sucedió con el insoportable Jar Jar Binks en La amenaza fantasma, el esperado retorno de la saga Star Wars a las grandes pantallas a finales de los noventa. Las críticas fueron de tal magnitud que George Lucas redujo su presencia al mínimo en los siguientes episodios hasta suprimirlo del todo. Unos aficionados crearon y difundieron por YouTube una versión en la que se había suprimido digitalmente al personaje, y dicen las malas lenguas, o las buenas, que la película mejoraba, se seguía mejor. Me lo creo.

Lo de eliminar personajes que resultan antipáticos o directamente odiosos al espectador es un clásico de las sagas de películas. También lo hizo James Cameron en la última entrega de Terminator, de 2019, titulada Terminator: Dark fate o Destino oscuro. El director canadiense fue el responsable de las dos primeras entregas, las mejores, sin duda. Acertó en casi todo, menos en el personaje de Edward Furlong, el John Connor que debía liderar la salvación de la humanidad. Sin embargo, el suyo era un personaje secundario al lado de los verdaderos protagonistas: los Terminator T-800 (Arnold Schwarzenegger) y T-1000 (el «metal líquido» de Robert Patrick), y Sarah Connor (Linda Hamilton). Una heroína como se han visto pocas en el cine. La tercera entrega aportó muy poco a la historia, la cuarta tuvo interés por trasladar la historia a ese futuro dominado por las máquinas y la quinta (Terminator: Génesis) lo puso todo patas arriba. James Cameron no participó en ninguna de estas tres secuelas, y estoy convencido de que se revolvió en su butaca cuando vio que los guionistas habían decidido que John Connor fuera otro Terminator de una nueva generación más avanzada. Vamos, que el salvador de la humanidad pertenecía al bando de los malos. Infumable, debió pensar. Así que, cuando le ofrecieron participar en una nueva entrega, debió decir: «sí, claro que sí, pero empezamos de nuevo, donde lo dejamos en Terminator 2, lo demás no ha existido». No dijo que no estuvieran a la altura de la saga, pero lo descartó todo y planteó la trama como un futuro alternativo, una nueva línea temporal. Pidió la vuelta de los dos grandes protagonistas, Schwarzie y Linda Hamilton, y no solo eso, sino que nos regaló una escena memorable al inicio de la película: se cargaba al insoportable adolescente de John Connor. Su madre Sarah tendría que salvar a la humanidad porque con ese despojo humano estábamos condenados. Y el tiempo, tanto como la propia vida de Edward Furlong, nos han dado la razón.

Las secuelas ofrecen a los guionistas la posibilidad de cambiar por completo el registro de un personaje. Y estos se esmeran y a veces tienen grandes aciertos. Por ejemplo, Terminator 2 tiene una escena magnífica: el reencuentro de Sarah Connor con el T-800 en la prisión. Ella no sabe que el «bicho» ha sido reprogramado y que, en lugar de buscarla para asesinarla, su misión es protegerla y salvarla de un Terminator aún más letal. El pánico que se dibuja en la cara de Sarah es acongojante y le costará mucho asimilar que ese gigantón del que huyó durante una película entera es ahora su gran esperanza para sobrevivir. Algo parecido al cabreo de la teniente Ripley en Aliens: el regreso (también de James Cameron) cuando descubre que hay un androide en la tripulación, Bishop. En la primera (Alien: el octavo pasajero), el androide Ash resulta tan peligroso para Ripley (Sigourney Weaver) como el propio alienígena y esta situación dio bastante juego a los guionistas, que decidieron incorporar otro androide en la segunda y generar una tensión que finalmente se resolvería con acierto: Bishop sería clave para salvar a Ripley. El problema no son las máquinas, sino los programadores, seres humanos, una de las mayores preocupaciones de James Cameron (Skynet y la Inteligencia Artificial).

Otro cambio notable de personaje fue el de Lando Calrissian de El imperio contraataca a El retorno del Jedi. Según dijo el actor (Billy Dee Williams) a principios de los ochenta, sufrió el acoso de muchos fans tras el estreno del Episodio V por la traición a Han Solo, por su manera de entregarlo al Imperio sin ofrecer resistencia. Es más, pactando la entrega a cambio de la paz para la colonia bajo su mando. En aquellos tiempos no había Twitter, ni Metacritic, Rotten Tomatoes, ni redes sociales repletas de haters, pero el actor comentaba el desprecio que había sufrido en persona por dicha traición. O por su sumisión a Darth Vader. Si a ello sumamos que era el único personaje de color en aquellas entregas tan «blancas», el odio hacia su personaje se mantuvo hasta el estreno de la siguiente entrega. Quizás por ello, al poco de comenzar, vemos a Lando Calrissian camuflado en la guarida de Jabba, el Hutt, de cuyas garras intenta liberar a Han Solo. Había que redimir al personaje, reivindicarlo y reponer el honor del «negro», y si para ello tenía que pilotar el Halcón Milenario en algunas de las escenas clave, se hace.

Las últimas entregas de Star Wars han tenido duelos revanchistas entre sus guionistas y directores. Recordemos que el Episodio VII: El despertar de la Fuerza, cayó en manos de J. J. Abrams, mientras que el VIII: Los últimos Jedi fue a parar a Rian Johnson. Hay al menos dos diálogos en los que se nota que a Johnson no le gustó lo que había hecho Abrams: cuando le sueltan a Kylo Ren que cómo pudo herirle una chica que empuñaba un sable láser por primera vez, y cuándo le espeta lo ridículo de su casco. A lo que Kylo Ren responde destrozándolo. Hala, sin casco, J. J. Abrams, no me gustaba. E incluso puede que haya uno más soterrado, menos evidente: a El despertar se le reprochaba que se había basado demasiado en la nostalgia de los primeros episodios, que apenas había innovado o aportado algo diferente, así que Johnson hace que uno de los personajes diga: «es hora de dejar morir todo lo viejo». Con lo que posiblemente no contara Rian Johnson fue con que el Episodio IX: El ascenso de Skywalker volvería a las manos de J. J. Abrams, que le devolvería los palos a Johnson. Para empezar, como Johnson se había cargado al malvado Snoke en la anterior, Abrams se la devolvió cargándose al general Hux, y no solo no dejó «morir todo lo viejo», sino que retornó a lo más clásico al traer de vuelta al Emperador. Cogido con pinzas, eso sí. Y además desdeñó por completo varias líneas argumentales desarrolladas por Johnson, como la de los padres de Rey o los niños barrenderos que empiezan a sentir la Fuerza. Seguro que los que tienen un estrés bestial son los responsables del Departamento de continuidad de la saga, los que tratan de buscar coherencia a las tramas de las diferentes entregas.

Yo soy solo un espectador y disfruto estas revanchas, o estos leñazos entre directores y guionistas. Siempre y cuando estén bien contados, claro. Por eso estoy sufriendo ante lo que se avecina como Gladiator 2.

Aquel arqueólogo del sombrero y el látigo (I)

(Cartel diseñado por el artista Enter Gapz para LucasFilm y Bottleneck Gallery)

TRAVIS, 01/07/2023

Si tuviera que definir qué es el hype, o cuándo tuve esa sensación de hype, de expectación por ver una película, tendría que remontarme a aquellos tiempos lejanos en los que ni siquiera sabía que existía esa palabra. A principios de los ochenta vi un documental bastante largo sobre cómo se rodó En busca del arca perdida, una peli que recuperaba el género de aventuras y lo llevaba a una dimensión desconocida entonces para mí. Yo no tenía ni doce años y solo esperaba que esa peli sobre un arqueólogo (que seguro que ni sabía lo que era esa profesión) metido a aventurero en una trama con nazis y árabes llegara a los cines españoles. Veía a un tío metido en un foso con miles de serpientes o arrastrándose bajo un camión para volver a subirse al mismo, lo veía pelearse con un gigante nazi a puñetazo limpio mientras su chica estaba a punto de palmar en una avioneta que se dirigía a un incendio y solo pensaba: «¿cuándo podremos ver aquí esta maravilla????». Lo reconozco, me sabía algunas de las interioridades de la peli muchos meses antes del estreno, pero eso no restó ni un ápice el disfrute de lo que fue aquel primer visionado. Lo de menos era el propio arca perdida del título, el Arca de la Alianza que conforma uno de los grandes MacGuffins de la historia del cine.

Como ya he comentado alguna vez en este blog, en mi familia no éramos de cine de estreno (sesión numerada), sino de aquellos maravillosos programas dobles en gozosas sesiones continuas de cine. Y de Sesión de tarde los sábados después de comer. Lo que vi de Indiana Jones tenía mucho de esa manera de disfrutar del cine tan de otra época: espectáculo sin contemplaciones, ritmo desenfrenado, una buena historia como excusa para subirte al carro de una montaña rusa, nada de artificios intelectualoides ni referencias cultas o guiños a la galería, ¿para qué?… Y todo ello armado sobre un gran guion. Sólido, robusto, divertido, con humor socarrón y acción, que requiere de la suspensión de la incredulidad, cierto, pero tan bien hecho que lo pasas por alto. Como sus pequeños fallos de guion, tan sutiles que solo los aprecias tras varios visionados. Indiana Jones era El temible burlón, El mundo en sus manos, El halcón y la flecha, Scaramouche, Los héroes de Telemark, Ivanhoe o El príncipe Valiente. Una versión actualizada y moderna de todo aquel cine, con efectos especiales mejorados.

Guillermo Cabrera Infante escogió una imagen de aquella primera película del Profesor Jones para la portada de su libro de memorias cinéfilas Cine o sardina. Y se remonta mucho más en el tiempo para hablar de los orígenes de Indiana Jones:

«Todo estaba ahí». Se refiere a Terry y los piratas (1934),de Milton Caniff, el «Rembrandt de los cómics».

«El aventurero americano, alto y buen mozo y hasta hay un chico chino cómico: el dúo de la dinamita».

«Pero todo estaba ya en Terry y los piratas, de veras. No hay más que ver una sola de las imágenes que componen cualquier tira cómica de Caniff».

(Guillermo Cabrera Infante, Cine o sardina)

El héroe, el villano, la heroína, el paisaje exótico, las peleas, la turba que observa, el Bien y el Mal claramente diferenciados. «Comienza la aventura pura», continúa el escritor cubano, «es decir, ya había comenzado hace diez minutos» y ni nos habíamos dado cuenta. Todas las películas de Indiana Jones comienzan con una pequeña aventura inicial, un pasaje de unos diez o quince minutos que funcionarían también como un corto de acción. El templo en Perú, la fiesta en Shangái, el joven Indiana Jones y la Cruz de Coronado o el Área 51 en Roswell. De un modo u otro, estos breves episodios iniciales tienen una conexión con la trama principal que se va a desarrollar durante las siguientes dos horas de metraje.

A principios de los ochenta, un joven director que comenzaba a encadenar éxitos (Steven Spielberg) comentó a su amigo George Lucas que quería rodar una película sobre James Bond. George Lucas le comentó que tenía un proyecto más interesante para él, las aventuras de un tal Indiana Smith, un personaje mujeriego y fanfarrón en busca de antiguas reliquias. George Lucas como productor y «hacedor» de ideas y Steven Spielberg para la dirección, se me ocurren pocas uniones creativas con mayor talento. Si a estos nombres añadimos los de Lawrence Kasdan para pulir el guion y John Williams para la banda sonora, lo tendríamos casi todo hecho. Resultaba imposible fracasar, solo quedaba acertar mínimamente con los actores. Se ha hablado muchas veces acerca de lo próxima que estuvo la contratación de Tom Selleck para el papel de Indiana Jones, y quizás no habría sido mala elección, pero hoy no nos resulta posible imaginar a otro. Y desde luego me cuesta pensar en algunos de los nombres que sonaron para el papel: Mark Harmon, Peter Coyote, ¡David Hasselhoff! En cuanto al papel de Marion, sin ser una gran actriz entonces, ni haber tenido una carrera exitosa después, Karen Allen aportaba a su personaje esa mezcla de mujer de mundo, fuerte y frágil al mismo tiempo, bruta o sensual si la ocasión lo requería. Sonaron otros nombres de actrices más conocidas como Michelle Pfeiffer, Barbara Hershey, Jane Seymour o Debra Winger, pero a buen seguro sus roles tendrían que haber evolucionado de manera más acorde con su caché y habrían convertido a Marion en otro tipo de acompañante del héroe de acción. Y por cierto, no veo a ninguna de ellas pegando un puñetazo como Marion, o ganando una competición de chupitos a avezados bebedores.

En realidad, Lucas y Spielberg no inventaron nada nuevo, pero tomaron ideas de aquí y de allá, y reinventaron el género de aventuras, dotándolo de un impulso que, aunque trató de ser imitado, dio como resultado obras que quedaban muy lejos de la frescura, ritmo e ingenio de Indiana Jones (La gran ruta hacia China, Tras el corazón verde, Las minas del rey Salomón). Por sorprendente que pueda parecer, el proyecto de Lucas y Spielberg fue rechazado inicialmente por todas las productoras, que veían una película arriesgada, que necesitaría un elevado presupuesto y con dificultades técnicas y logísticas que complicaban todo el rodaje (varios países, numerosas localizaciones). Solo Paramount se atrevió con la producción a cambio de que se ajustaran a un presupuesto de 20 millones de dólares. Spielberg no solo cumplió, sino que además se quedó en poco más de 18, para lo cual fue decisiva su planificación de las escenas y su manera de rodar, que permitió reducir dos semanas el plan de rodaje inicial previsto.

Con la reelaboración de guion por parte de Kasdan, fueron cambiando algunos de los elementos previstos en la trama inicial de Lucas. Indiana Smith evolucionó a Indiana Jones por el parecido con el personaje interpretado por Steve McQueen en Nevada Smith (1966), y su vestimenta fue rescatada/plagiada/homenajeada de la que exhibía Charlton Heston en El secreto de los incas (1954).

Una referencia que siempre me pareció curiosa fue la de la escena inicial con la gran bola en el templo inca, una idea pergeñada en The prize of Pizarro, una historieta del Pato Donald y sus sobrinos con dardos envenenados, trampas mortales y una inmensa bola en un callejón sin salida.

Lawrence Kasdan escribió escenas tan potentes que quedaron para posteriores entregas, como el capítulo inicial de El templo maldito, un duelo de envenenamientos, disparos y puñetazos en mitad de un cabaret en Shangái. Para esa escena, el personaje de Jones adquiere ese aspecto de Bond que siempre quiso reflejar Spielberg en el personaje, si bien las circunstancias de la acción lo llevaron por selvas, precipicios, callejuelas estrechas en El Cairo o cabalgadas a caballo. Por cierto, ya que menciono El Cairo, me resulta difícil imaginar hoy una escena como la del disparo al árabe de las virguerías con la cimitarra. Políticamente incorrecto. Si George Lucas ha sido capaz de añadir efectos y rediseñar una escena de La guerra de las galaxias para que pareciera que Han Solo se defendía en la cantina de Mos Eisley, cuando toda nuestra generación sabía que ¡Han disparó primero!, ¿qué no habría planteado en estos años de corrección política para evitar que un blanco «invasor» se cargara a un musulmán con ese uso desproporcionado de la fuerza?

El personaje perdió casi todo lo que tenía de mujeriego, aunque no totalmente. De hecho, en cada entrega contaba con una nueva compañera de aventuras. Según Cabrera Infante, «a Indiana Jones (la película y su héroe) no le interesa el sexo nada. Ni siquiera el amor amorfo o la cópula. La única escena vagamente sexual de la cinta comienza por una tortura alimenticia». Se refiere, naturalmente, a la escena con Kate Capshaw tras la truculenta cena de El templo maldito. «Aquí ya hace rato que habría tenido lugar una tórrida escena de sexo y exceso con James Bond». No estoy de acuerdo, al principio de la primera entrega, vemos a una estudiante seducida por su apuesto profesor, al que pone algo más que ojitos, seguramente la misma estudiante que figuraba en la escena recortada. Según supimos años después, cuando los agentes norteamericanos acuden al apartamento del profesor Jones para pedirle colaboración, este se encuentra en bata porque tenía a una estudiante en su lecho. O las palabras de Marion en Nepal sobre lo jovencita que era cuando la sedujo por primera vez. O la escena con la estupenda Dra. Schneider en Venecia de La última cruzada, divertida y sensual al mismo tiempo. Como los guiños de humor con su padre (impagable Sean Connery) acerca de los ronquidos de la joven belleza austriaca.

Verán que apenas he hablado de la cuarta entrega, El reino de la calavera de cristal. A ver, no es tan nefasta como algunos escribieron, lo que ocurre es que no resiste la comparación con las tres primeras. Y salvajadas como las de South Park no ayudaron.

Pero es una película entretenida que valoraríamos de otro modo si no la comparásemos con sus predecesoras. Diecinueve años (de 1989 a 2008) habían transcurrido desde La última cruzada y el desgaste físico del actor no contribuyó a un guion más flojo que los anteriores. Pero hete aquí que ¡quince años más tarde! Harrison Ford y Paramount se han atrevido de nuevo con el reto de un nuevo Indiana Jones, aquel arqueólogo del sombrero y el látigo. He querido verla antes de que nadie me contara nada y antes de que ningún «ejperto» me la destripará. Pero de eso hablaré en el próximo post, tataratá, tatará, tatarataa, tatararará… no me la quito de la pelota desde anoche.

(Continuará…)

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