Meter la tijera (II): el Director’s cut y el Final cut

Primera parte: Meter la tijera (I): la duración.

Lo habitual en Hollywood es que el producto final que se estrenará al gran público no haya sido el ideado por el director, sino por la productora. En el origen de los grandes estudios, el director era un empleado más que entregaba el material en bruto y las salas de montaje hacían el resto: cortaban, seleccionaban, pegaban, añadían el sonido y la música, o una voz en off que explicara lo que se ve en pantalla, ajustaban los minutos a lo deseado por el productor y lo entregaban para su estreno en salas. Fueron muchos los directores que vieron cercenadas sus obras, cuando no cambiadas directamente.

Ese corte definitivo, final cut, que dejaba insatisfechos a sus creadores (al menos ex aequo con los guionistas) es el que provocó que con los años se estrenaran o distribuyeran en vídeo los Director’s cut. Era como si los dueños de los derechos de la película siguieran queriendo ordeñar la vaca y nos dijeran: «a ver, que no es que Blade Runner se te hiciera bola, es que no viste la versión que Ridley Scott tenía en su cabeza». Aunque ha aumentado el número, tradicionalmente solo los directores consagrados tenían firmado en sus contratos el derecho sobre el final cut de la obra: Martin Scorsese, los hermanos Coen, Steven Spielberg, Stanley Kubrick, Woody Allen o el mencionado Ridley Scott.

Una sala de montaje no puede arreglarlo todo en una película. Salvo que sea una película de animación, no puede montar la escena que no se grabó en el plató, ese plano que nunca se rodó. Pero una sala de montaje sí puede mejorar lo rodado por el director, encontrar el ritmo que la historia requiere, o cambiar el orden de las escenas y, con ello, el sentido de la trama. El libro de Michel Chion El cine y sus oficios recuerda la fama de Robert Parrish como «salvador de películas», hasta el punto de convertirse en el montador mejor pagado del cine. La película El político (1949), de Robert Rossen, había tenido unos pases previos al estreno masivo con muy malas críticas, así que la solución que Parrish encontró conjuntamente con el director fue cortar sistemáticamente los principios y finales de cada escena. Las transiciones, los diálogos, que hubiera fallos de raccord, todo eso les dio igual y lograron una película en la que el público se veía arrastrado, «como precipitado de una escena a otra sin recobrar el aliento».

Los pases previos a un público seleccionado para que opinen sobre el montaje casi definitivo me han parecido siempre muy peligrosos. Es poner en manos de ciudadanos que supuestamente representan al americano medio la responsabilidad de decidir en un par de horas sobre lo que un grupo enorme de profesionales con todo su conocimiento (productores, guionistas, director, montador…) han creado tras meses de trabajo. Y todos sabemos que no se puede «democratizar» ciertas cosas, que no se puede dar el poder a las mayorías, como en las juntas de vecinos.

Sin embargo, uno de los inicios más recordados de la historia del cine se debe a uno de estos pases previos, Sunset Boulevard, aquí titulada El crepúsculo de los dioses. Billy Wilder contaba en el libro de Conversaciones con Cameron Crowe que el inicio rodado era totalmente distinto. Recordad que toda la película era un inmenso flashback contado por el propio William Holden recién asesinado. En el inicio pensado por Wilder, arranca en una morgue en la que varios cadáveres cubiertos con sábanas hablaban entre ellos. Uno de ellos es un anciano al que un infarto pilló desprevenido, otro es un niño que se ahogó en el río y el tercero es el personaje interpretado por William Holden, que comienza a narrar su historia, la de ese guionista de segunda que se introduce en Hollywood por la vía de Norma Desmond. Billy Wilder comprobó en el primer preestreno que el público se reía con la escena de la morgue. «¿Ha visto una mierda semejante en su vida?», comenta que le dijo una señora del público que no lo conocía. Abochornado, se fue a otro preestreno y sucedió algo parecido. Sabía que tenía que cambiar ese principio: «no rodé ninguna otra cosa a cambio. Simplemente, lo corté». Y con ello tuvimos uno de los arranques más desasosegantes de la historia del cine, directamente con esa imagen de Joe Gillis flotando en la piscina visto desde el fondo de la misma.

Algo parecido contaba Woody Allen en el documental/entrevista recientemente estrenado, Un día en Nueva York con Woody Allen, de David Trueba. En realidad vino a contar con total sencillez cómo fue aprendiendo a hacer películas, a filmar. Primero escribió un guion, What’s new, Pussycat?, y como lo rodado por Clive Donner le horrorizó, decidió ser él mismo quien dirigiera sus historias. Como tampoco quería estar pendiente de los compromisos de los actores, se puso él mismo a actuar, porque sabía lo que quería hacer. Pero llega su primera obra, Toma el dinero y corre, en 1969, y con un primer montaje en bruto, sin música, lo presentó en Nueva York ante una organización de soldados retirados. No se rieron ni una sola vez, les pareció espantosa. Así que Woody Allen comenzó a recortar los chistes, a suprimir escenas, hasta que el estudio le aconsejó que se dejara ayudar por un montador profesional, Ralph Rosenblum. Fue Rosenblum quien le aconsejó que mantuviera ese material, cambió algunas cosas, «un veinte por ciento de la película», afirma Allen. La clave fue añadirle música y, como por arte de magia, apareció la comedia, la gracia de todas esas situaciones previamente escritas y rodadas. Rosenblum realizó la edición de sus primeras seis películas, hasta que Woody Allen aprendió por sí mismo lo que sus historias necesitaban (y desde siempre tiene música en la sala de montaje, como confesó). Y lo mismo dice que le ocurrió con Gordon Willis y la dirección de fotografía.

Cada director tiene su estilo y el montaje puede mostrarlo en toda su magnitud o, incluso, mejorar lo rodado. En la primera parte de estos dos post sobre el montaje y la necesidad de meter tijera, mencioné a varios directores y su afición a los largos metrajes, más que a los largometrajes. James Cameron siempre ha sido un megalómano, un tipo excesivo que hace películas muy entretenidas. En Abyss (1989) había rodado mucho más material del que luego se estrenó en las salas, y eso que la versión que vi por primera vez duraba 146 minutos. La versión extendida llegaba a las tres horas y aclaraba ese final que se cortaba de manera súbita y sin explicaciones, pero resultaba algo tediosa, aburrida por momentos. Ahora es un director más que consagrado con el control total sobre su obra (Director’s cut igual a Final cut), pero en sus inicios debe al trabajo de edición una de sus películas más redondas: Aliens, el regreso (1986). La segunda de la saga iniciada por Ridley Scott duró 150 minutos, pero en la versión extendida que Cameron pretendía estrenar, los aliens tardan una media hora más en aparecer, porque el director se empeñó en hablar de la vida en la colonia y la llegada de la nave al planeta. Sinceramente creo que la versión definitiva es mejor. Es magnífica, espectacular, y el desconocimiento de esa media hora y de lo sucedido a los colonos mejora el ambiente de misterio que sucede tras la llegada de Ripley y el comando de marines.

Hay directores que con lo rodado te montan un videoclip preciosista, como Zach Snyder y sus superhéroes (Watchmen), y otros, como Martin Scorsese, que añaden una voz en off para narrar la enorme sucesión de planos que pone en pantalla. Te apabulla, te lleva de un lado a otro con velocidad, pero sabe «frenar» el ritmo, calmar la trama cuando lo necesita. Infiltrados era su película con los planos más veloces, 2,7 segundos de media, según un estudio realizado. Uno de los nuestros y Gangs of New York se quedaban por debajo de los 7 segundos de media por plano, y Taxi driver se iba a los 7,3.

Las películas de Christopher Nolan no se entenderían sin esos montajes que mezclan varias líneas temporales, que juegan con lo real y lo imaginado, o con el presente y el pasado casi de manera simultánea (Interstellar, Tenet, Oppenheimer, Origen…). Por lo visto, existe una versión de Memento montada en orden cronológico y no la he visto nunca, no me interesa. Supone romper con el misterio de la averiguación de la trama para el espectador. A todo ello, Nolan añade mucho aparato musical para enfatizar las imágenes, a veces de manera exagerada, como en Oppenheimer, para mi gusto. Juega con meter escenas en blanco y negro de manera parecida a lo que hizo Oliver Stone en JFK, otro prodigio de montaje en todos los sentidos, también en el de manipulación del espectador. El blanco y negro representa el pasado en estas dos obras, pero más bien se emplea para escenificar las suposiciones de alguno de los personajes, lo que en un momento dado dijo, pero pudo no ocurrir en la realidad.

El montaje es clave para el acabado formal de una película, pero puede convertirse en algo obsesivo si el director ha rodado mucho material, como ocurría con Stanley Kubrick, por ejemplo. Otros directores son muy precisos a la hora de rodar, como Clint Eastwood y Steven Spielberg, y suelen rodar el material justo que precisan, no sé si por la claridad de sus ideas o por evitar un Final cut diferente al Director’s cut que tienen en mente. Billy Wilder contaba que «normalmente, la toma que uno escoge es la buena», y habla de la broma que le gastaron a George Cukor, un director bastante exagerado con las repeticiones en el rodaje. En lugar de positivarle ocho tomas distintas de un rodaje, le llevaron a la sala de montaje la misma toma ocho veces, y el director, tras verla hasta la extenuación, dijo: «Creo que la mejor es la número tres». El montador bromista le responde: «A mí me gusta más la siete». Discutieron y volvieron a verlas vaaaarias veces más hasta que el aburrimiento los llevó a confesar que le habían pasado la misma imagen repetida.

Una misma imagen puede servir para una cosa o la contraria en función de a qué lo enfrentes, con qué planos la intercambies. Es el famoso «efecto Kuleshov» (en homenaje a su artífice, el cineasta ruso Lev Kuleshov), un curioso fenómeno que explicó con su sorna habitual el maestro Alfred Hitchcock.

En una sala de montaje se pueden tomar muchas decisiones fundamentales como esta manipulación a la que se refiere Hitch y, con ello, alterar la propia percepción de lo representado por los actores. O te puedes cargar directamente a un personaje, como ocurrió con Mickey Rourke en La delgada línea roja (Terrence Malick) o recortarlo hasta que pierda casi todo su sentido, como el de Sean Penn en El árbol de la vida, del mismo director. ¿Realmente había sentido en esa película? Tim Roth no llegó a aparecer en la película de Quentin Tarantino Érase una vez en… Hollywood, y yo me habría cargado todo lo relativo a Bruce Dern porque no aportaba nada al avance del guion. Son las cosas de Tarantino, que quiere meter tantas cosas y a tantos colegas que el ritmo se resiente por momentos (muy pocas veces en toda su filmografía). La versión que tenía prevista se extendía hasta las cuatro horas de duración en lugar de los 165 minutos que se estrenaron. Su manera de montar las imágenes y jugar con el desorden del tiempo, como en Reservoir dogs, Kill Bill o Pulp Fiction, también forma parte de su sella de identidad.

Otras veces es la productora la que necesita cambiar lo ya rodado, como sucedió con Kevin Spacey en Todo el dinero del mundo (Ridley Scott), cuando comenzaron sus líos judiciales en Estados Unidos. La productora decidió volver a rodar todas las escenas en las que aparecía Spacey por razones comerciales o para evitar críticas y lo sustituyó por Christopher Plummer. No tengo ninguna duda, aunque no la haya visto, de que es otra película, por mucho que se haya rehecho plano a plano.

Y tengo que dejar para el final una de las mejores decisiones que he visto que se tomaron tras el montaje inicial de una película: Rogue One. La escena final en la que aparece Darth Vader y enlaza el robo de los planos de la Estrella de la Muerte con el inicio del Episodio IV, (La guerra de las galaxias para mi generación, o Una nueva esperanza, como se la denominó después) es un añadido que se rodó unas semanas después de la versión oficial. Y fue una puñetera maravilla cuando lo vimos en el cine, fue cuando todo encajó como un guante. Porque a fin de cuentas, eso es el montaje, el pegamento que une todo el material y le da sentido.

La naranja mecánica (II): la película

TRAVIS, 19/12/2021

A finales de 1970 se inició el rodaje de La naranja mecánica en Londres, adaptación de la novela de Anthony Burgess de la que se encargaría el director norteamericano Stanley Kubrick, un rodaje que se prolongó por espacio de seis meses. El estreno mundial se produjo el 19 de diciembre de 1971 en Nueva York, hace ya medio siglo, y una de las cosas que más me ha sorprendido al volver a verla estos días es pensar que el conservadurismo actual dificultaría o recortaría de manera notable una obra así. Los productores se autocensurarían, estoy convencido. Ya el propio Stanley Kubrick tuvo que hacer cambios sobre la novela original para lograr que se pudiera estrenar y aun con ello hubo numerosos países que la prohibieron durante años e incluso décadas. La ultraviolencia explícita, la falta de moral de los personajes o las escenas sexuales, violaciones incluidas, provocaban entonces y siguen provocando a día de hoy incomodidad, desasosiego. El famoso inicio de la peli no engaña a nadie e indica por dónde van a ir las dos horas y cuarto de metraje:

La cámara se aleja con un travelling, de manera inversa a un zoom. Podríamos pensar que tiene un significado metafórico de alejamiento de la violencia, pero creo que se debe más bien al gusto del director por mostrar esos planos panorámicos con el gran angular, enorme profundidad de campo, con simetrías inquietantes y los personajes en el centro de la acción.

Puro estilo Kubrick. Sus planos referentes, como los de El resplandor:

El one-point perspective que Kubrick utilizó como nadie, trazando con escuadra y cartabón:

Y por supuesto, los famosísimos de 2001: una odisea del espacio:

La adaptación

Del guion se encargó el propio Stanley Kubrick. Como ya mencioné en el post dedicado a la novela, la edición norteamericana se publicó sin el capítulo 21, y cuando se reeditó en 1986 en Estados Unidos, el propio Burgess escribió una introducción en la que decía que «La naranja americana o kubrickiana es una fábula; la británica, o la mundial, es una novela». Nunca estuvo satisfecho por el resultado, en especial porque ese recorte supuso cambiar el final pensado por el propio autor.

La película de Kubrick separa perfectamente las tres partes de la novela (Álex y sus drugos cometiendo tropelías, la terapia Ludovico y la vuelta a la sociedad) como si fueran tres capítulos de cuarenta y cinco minutos. Casi exactos. Y durante los mismos Álex va pasando prácticamente por todas las situaciones y vicisitudes de los protagonistas bajo el prisma tan personal del director. Toma elecciones estéticas y argumentales, pero casi todas ellas son fieles al espíritu de la novela.

En el artículo Las palabras y las películas del propio Kubrick, publicado en la revista británica Sight & Sound en 1961 (y a la que he tenido acceso gracias al cuadernillo de Cahiers du Cinema), explica lo que entiende que debe ser una adaptación literaria:

«Creo que para hacer una películas, el libro ideal no es una novela de acción, sino por el contrario una novela que trate principalmente de la vida interior de los personajes. Le daría al guionista un listado preciso con lo que piensa o siente cada personaje en cada momento de la historia». Para ello, pocas novelas como esta, narrada en primera persona por un tipo que expresa cada una de sus sensaciones o motivaciones, aunque esta sea la excitación por la sangre («le brotó la sangre, hermanos míos, y qué hermosa era», «soltaba sangre como una clase muy especial de fruta jugosa»). Continúa Kubrick: «El estilo es lo que un artista utiliza para fascinar al lector, la manera en que le comunica sus sentimientos, sus emociones y sus pensamientos. Eso es lo que ha de ser dramatizados y no el estilo. El guion debe encontrar su propio estilo, como si agarrara el contenido. Y al hacer eso podrá subrayar otra cara escondida de la construcción de la novela. Puede ser tan bueno como la novela, o no; a veces, en cierto modo, puede ser mucho mejor».

A mí me parece una estupenda adaptación de una novela parcialmente cercenada, pero ya coincidimos Reggie y yo en Mucho mejor la peli que no debería estar incluida en ese listado de «30 películas mejores que la novela en la que se basaron». El estilo de Kubrick es artificioso, ahonda en la irrealidad de la historia, los decorados son exagerados y las interpretaciones sobreactuadas (vaya padres, o ¡ese Deltoid!), pero es exactamente lo que es la novela: pura exageración. Una de las primeras escenas, la del intento de violación por parte de la pandilla de Billyboy, se desarrolla en el escenario de un teatro abandonado y los movimientos de los personajes, incluidos los de la chica a punto de ser violada, parecen una coreografía, una danza más que un intento de fuga.

Esa irrealidad de la novela y de la película es perfecta para enmascarar la violencia de lo que se narra. Kubrick emplea la cámara lenta, la ultra rápida, el zoom, el travelling, la retroproyección, el picado y el contrapicado, todos los elementos a su alcance que alejan la historia del documental, lo envuelve todo con la música y satura la pantalla de colores y elementos geométricos. Es brillante en todo, también en el alejamiento de la veracidad.

Los cambios

El personaje de Álex en la novela tiene solo quince años, mientras que el actor Malcolm McDowell contaba veintisiete cuando rodó la película. Las niñas que Álex lleva engañadas a su casa, a las que posteriormente droga y viola, tienen diez años en la novela, mientras que en el filme de Kubrick tienen un aspecto algo más crecido y menos infantil, y el sexo es consentido. Esta es la, ejem, transformación de la niña de diez años:

Los personajes son unos tarados mentales, verdaderos psicópatas y, sin embargo, uno ve la película o lee la novela y es capaz de encontrar un punto de humor en ellos, no sé muy bien por qué. La temida crítica cinematográfica Pauline Kael definió el filme como «comedia de ciencia-ficción porno-violenta», y se cabreaba porque afirmaba que «los directores nos llevan a aceptar la violencia» con naturalidad, como parte del ser humano, que es uno de los grandes temas de la novela. Como la posibilidad de reconducirla o si es lícito alterar la voluntad del hombre para inhibir sus impulsos más primarios.

Otra elección importante a la hora de trasladar la novela a la pantalla fue la reducción del uso del nadsat, porque podía hacer incomprensibles los diálogos, o resultar demasiado incómodo o cargante para el espectador. Se utiliza de manera ocasional y en contextos que hacen que se pueda seguir la trama. Algunos cambios respecto al libro aportan al ambiente febril y enrarecido de la película, como los cuadros eróticos de «la loca de los gatos» o la escultura con la que Álex da muerte a la mujer, que en el libro era una estatua de plata, y aquí… pues eso, algo que da bastante juego al director.

La película finaliza en el capítulo 20 de la novela, con la frase de Álex: «sí, ya estoy curado». El capítulo 21 es el que le da un cierto aspecto moralista a toda la historia. Álex ha madurado, comienza a trabajar y elige la bondad por propia voluntad. Entre otras cosas, descubre que le cuesta esfuerzo ganar el dinero y decide no derrocharlo como anteriormente a sabiendas de que podría robar para mantener sus caprichos: «Es que no me gusta arrojar porque sí los golis que me he ganado duramente«. Puede seguir robando o asesinando, o violando a mujeres, pero elige comportarse de otro modo. Ha madurado, «la juventud debe partir», aunque solo tenga dieciocho años y se muestra aburrido de la violencia, cansado. Se imagina a sí mismo formando una familia, con una débochca (mujer) con la que tener un hijo. «Ahí estaba vuestro Humilde Narrador Álex volviendo a casa, del trabajo a un bueno y caliente plato de cena, y ahí estaba esa ptitsa (muchacha) que le daba la bienvenida y lo saludaba como si lo amara«.

Sinceramente, no veo este posible final para la película, salvo que Kubrick (que lo dudo) lo resuma con ese plano final en el que Álex practica «el viejo unodós» con una joven desnuda rodeado de gente vestida de etiqueta, como de boda. Me chirriaría el capítulo tal como fue escrito, no creo que la mayoría de los espectadores viéramos con buenos ojos a un Álex rehabilitado y felizmente casado con una mujer a la que respetara. Lo entiendo en la novela porque Burgess quería llegar a la elección voluntaria del Bien y el abandono del Mal, no como consecuencia del atroz proceso de tortura ejercido por el estado sobre sus ciudadanos, sino como decisión consciente, razonada, meditada. He sido un hijo de puta, pero he comprendido. En su lugar, la película termina cuando Álex sonríe sádicamente y afirma estar «curado», y todos entendemos qué significa eso para el psicópata.

Reacciones al estreno

La crítica estuvo dividida entre quienes la consideraron una gran película y quienes se escandalizaron por su ausencia de valores morales de ningún tipo. Varios países la prohibieron, pero fue un éxito completo en todos aquellos en los que fue estrenada. En Reino Unido, tras varios crímenes cometidos por jóvenes que copiaban la estética de los personajes, las críticas se amplificaron y hubo voces exigiendo su prohibición. Algo que ocurre periódicamente, me vienen a la cabeza peticiones similares tras Asesinos natos, Pulp Fiction y ahora con El juego del calamar.

La obra llevaba más de un año en cartel en el Reino Unido cuando Stanley Kubrick comenzó a recibir amenazas de muerte para él y para su propia familia en su residencia a las afueras de Londres. Fue entonces cuando el propio Kubrick solicitó la retirada de la película de las carteleras, y consiguió que la distribuidora lo hiciera y no la reestrenara durante más de dos décadas. Desconozco el nivel de las amenazas, pero el veto del director en el Reino Unido se mantuvo hasta el fallecimiento del propio Kubrick en 1999. Eso ha sido hace dos días, como quien dice.

La película estuvo prohibida por la censura en España, pero en 1975 se estrenó en la Seminci de Valladolid. Precisamente acaba de estrenarse (17 de diciembre en TCM) un documental que narra la aventura de su estreno en «una de las ciudades más conservadoras de España», como cuenta el propio Malcolm McDowell.

La naranja prohibida. Lo recomiendo, se emite en abierto, y ahí podemos encontrar las cartas de los responsables del festival de cine de Valladolid a la Warner, las respuestas de esta, las exigencias de Kubrick y las hilarantes contestaciones de los órganos censores. La fama que precedía a la película provocó largas colas de estudiantes y una expectación como pocas veces se había visto en la ciudad. No hay que olvidar que estábamos en los últimos estertores del franquismo (abril de 1975), en la etapa del cine del destape en la que se podía ver algo más de una teta en pantalla como muestra de «apertura» del Régimen. La película se estrenó en Madrid a principios de 1976, pero exclusivamente en versión original, y solo puede exhibirse doblada dos años más tarde.

Curiosidades

  • La música de Ludwig van. El gran Ludwig van, oh, hermanos míos, porque apenas se habla de Beethoven. La banda sonora es fantástica, con obras fundamentalmente de Rossini y Beethoven perfectamente engarzadas con las imágenes. El compositor Walter Carlos (ahora Wendy Carlos) modificó varias de las piezas con ayuda de un sintetizador, lo que produce un sonido para la obra entre futurista y clásico, perfecta mezcla para unos decorados que comparten ambos estilos. Algunas de las alteraciones del sintetizador sirven para marcar el tempo de los personajes, lo ralentiza o lo acelera, como en la famosa escena en la que emplea la Obertura de Guillermo Tell, que por sí solo es un videoclip de un minuto entre divertido y perturbador. El tiempo real que aparece en ese minuto es de unos veintiocho minutos.
  • En la escena de las dos jóvenes que conoce en la tienda de discos aparece un disco con la banda sonora de 2001, Una odisea del espacio.
  • El diseño de ese estrambótico vestuario es obra de una debutante, la italiana Milena Canonero. A lo largo de su carrera ha ganado cuatro Óscar al mejor diseño de vestuario: Gran Hotel Budapest (2014), Marie Antoinette (2006), Carros de fuego (1981) y Barry Lyndon (1975), del propio Stanley Kubrick. Malcolm McDowell contó que Stanley Kubrick encontró en el maletero del coche del actor unas coquillas para protegerse sus partes, puesto que era practicante de cricket. Al director le pareció que podían darle ese aire entre retro y futurista si lo llevaban por encima del traje.
  • La canción Singin’ in the rain que Álex canta mientras golpea al escritor y desnuda a su mujer fue una improvisación del actor, al que Kubrick le pidió que cantara algo porque la escena había quedado muy sosa. A Kubrick le encantó, «es la canción que define la euforia para Hollywood». Le gustó tanto que compró los derechos de autor y la utilizó dos veces más en la película: para que Álex se delate en su segunda visita al escritor (un gran acierto) y en los títulos de crédito finales.
  • El culturista que ayuda al escritor que ha quedado en silla de ruedas tras la paliza de los drugos es ni más ni menos que David Prowse, el actor que interpretaría a Darth Vader tras la máscara (v. Goodbye, Lord Vader).
  • El perfeccionismo extremo, enfermizo más bien, de Kubrick le hizo famoso entre otras cosas por el número de tomas que obligaba a hacer a los actores. David Prowse acabó exhausto tras repetir más de treinta veces la escena en la que lleva al escritor con la silla de ruedas por las escaleras. La escena de los periodistas en el hospital se repitió 74 veces, y la escena inicial del intento de violación de Billyboy tuvo tantas tomas que la actriz inicialmente elegida abandonó el rodaje, harta de tanta «incomodidad».
  • La película estuvo prohibida en España, pero en 1973 se rodó y estrenó una producción de José Frade, con dirección de Eloy de la Iglesia, titulada Una gota de sangre para morir amando. La película tiene tal cantidad de escenas similares que fue apodada «La mandarina mecánica».
  • La película no disimulaba referencias a la obra de Kubrick, que aparecía mencionada en una escena, y fue distribuida en mercados anglosajones como Clockwork terror. La protagonista era Sue Lyon, la actriz de Lolita en la versión de Kubrick.
  • Del doblaje español se encargó Carlos Saura y de la traducción, el escritor Vicente Molina Foix. El mismo equipo de El resplandor. Yo personalmente detesto la voz española de Álex, no me gustó nada.
  • El suero que inyectan a Álex antes de la terapia Ludovico está en el bote 114. Las supersticiones o manías de Kubrick. En ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, el CRM-114 es el aparato de seguridad que bloquea las comunicaciones con el B-52, y en Eyes Wide Shut el personaje de Tom Cruise visita el pasillo C, cámara (room) 114. Descubrimiento vía Cahiers du Cinema.

Otras referencias de los Cuatro amiguetes

Barney.- «La naranja mecánica» fue el apelativo que se dio a la fantástica selección holandesa de principios de los setenta, aquella comandada por Johan Cruyff y en la que jugaron Neeskens, Resenbrink o Johnny Rep entre otros. Un gran equipo comandado por Rinus Michels que llegó a dos finales de mundiales (Alemania 1974 y Argentina 1978).

Josean.- La naranja mecánica de Kubrick figura entre las películas más rentables de la historia, pues tuvo un coste de unos dos millones y medio de dólares y obtuvo una recaudación superior a los cuarenta. No se acerca a la rentabilidad de Garganta profunda, conocida en algunos círculos como la más rentable de todos los tiempos.

Lester.- Quizás quienes sí entendieron el final del libro antes que muchos fueron los miembros del grupo musical Los Nikis, quienes a mediados de los ochenta sorprendieron con la canción La naranja no es mecánica, con frases como «oh, hermanito, se acabaron los delitos», «la ultraviolencia siempre acaba mal» o «Álex, no lo intentes de nuevo, deja a los mendigos vivir en paz».

A (bored) man on the moon, by Travis

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Una película sobre la conquista del espacio puede ser buena, mala, realista o inverosímil, pero lo que no puede ser nunca es aburrida. Cualquier posibilidad, trama o historia que se plantee o sitúe en ese espacio más allá de la atmósfera terrestre tiene que ser forzosamente entretenida, angustiosa y repleta de dificultades, y por esa razón suelo ver todas aquellas películas que se desarrollan en ese ámbito, ya sean de ciencia ficción o basadas en hechos reales. Sigue leyendo

Escenas de cine «semanasantero» que no son las que esperabas encontrar, por Travis

No sé si son los guionistas o los productores americanos, pero alguien debería decirles que conviene que se asesoren antes de cometer tropelías como la de Misión imposible 2, en cuyo inicio, durante la Semana Santa sevillana, Anthony Hopkins y Tom Cruise contemplan con estupor esa mezcla de procesiones y fallas, con gente vestida de sanfermines entre el público, y el primero pronuncia una frase que pertenece a la antología del disparate cinematográfico: Sigue leyendo

Happy birthday, Mr. Kirk Douglas! (Travis)

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«Me llamo Kirk Douglas. Tal vez hayas oído hablar de mí. Si no,… búscame en Google. Soy el papá de Michael Douglas y el suegro de Catherine Zeta-Jones. Hoy cumplo 90 años y, en mi caso, llegar a esta edad no es solo especial sino milagroso».

Bueno, pues han pasado 10 años más de ese mensaje, y hoy cumple 100 uno de los más grandes, Sigue leyendo