Ya que no podemos arreglar el mundo, hablaremos de lo que nos interesa: la política y los políticos, el fútbol, el cine, y todo lo que nos molesta, acompañados por unas jarras de cerveza. Bien fresquitas, por supuesto
Planes propuestos por el club de lectura, cine y documentales El club de los currelas muertos para no ver el mundial de la infamia de Catar.
8 de diciembre, ando encerrado en casa de manera voluntaria, seguramente porque he pasado mucho tiempo fuera las últimas semanas y porque en las próximas me sucederá algo parecido. Bien es cierto que la lluvia no ayuda a la hora de pensar en planes que hacer fuera, pero es que además mi cuerpo pedía sofá, manta y lectura. Y me dio por pensar en otro tipo de encierros. Uno me ha llevado a los Países Bajos, el país al que hasta hace nada llamábamos Holanda, y el otro a Argentina. Casualidades de la vida, no vayan a pensar que guarda relación con…
En 2015 visité la casa museo de Ana Frank en Ámsterdam. He estado tres veces en la capital holandesa, perdón, neerlandesa, y es una ciudad que me encanta sin que sea capaz de describir muy bien por qué. No tiene monumentos espectaculares, ni los mejores museos del continente, ni está en un enclave natural único, pero me la he pateado de arriba a abajo varias veces y la disfruto mucho. Por sus canales, por la gente, los parques, por las bicis, por la tranquilidad de algunos barrios, por lo que sea. Podría vivir allí un tiempo a pesar de las incomodidades del transporte o de esas casas estrechas sin ascensor, estoy convencido de ello.
Compré el Diario de Ana Frank en la propia tienda del museo y comencé a leerlo en el vuelo de vuelta. Conocía la historia de la niña judía encerrada durante dos años junto con su familia en la parte trasera de una casa de la calle Prinsengracht para ocultarse de los nazis, pero me hice una idea mucho más cruda de la dureza del cautiverio cuando visité la misma. Y de manera especial, cuando traté de imaginar lo que debió de ser para una niña tan vital convivir con su tío en esa pequeña habitación durante tanto tiempo. La capacidad del ser humano para sobrevivir es asombrosa, la capacidad de adaptarse a las circunstancias desfavorables puede ser infinita. El diario se interrumpe de forma abrupta y la casa museo desvela con imágenes y documentos del campo de concentración el trágico final de la niña y de su hermana. No hubo un final feliz.
De la otra punta del mundo, de Argentina, nos llegó en 2009 una magnífica y acongojante película, El secreto de sus ojos, dirigida por Juan José Campanella. Escrita por el mismo director en colaboración con Eduardo Sacheri, el novelista autor de La pregunta de sus ojos, la obra en la que se basa la película. Ahora que estamos en tiempos futboleros, uno de los protagonistas pronuncia una frase que podría valer (y de hecho vale) para muchas otras cosas, no solo para referirse a las filias por un equipo de fútbol: «El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín, no puede cambiar de pasión». Benjamín es ese actorazo con la cara de Ricardo Darín.
Precisamente un partido de fútbol da pie a uno de los planos secuencia más impactantes que yo haya visto nunca en una película, un plano en el que la acción comienza a centenares de metros de un estadio de fútbol, baja hasta la grada, se posa junto a los protagonistas y los acompaña durante la persecución posterior por el interior del estadio. Hace tiempo encontré un vídeo en YouTube que explica cómo se rodó ese plano, y como casi siempre en el cine, el engaño es de tales dimensiones que sorprende ver la casi rutinaria acción filmada en comparación con la alucinante escena que vimos en el montaje final.
Como dice esa frase, las personas viven atrapadas en su pasión, que en algunos casos y por circunstancias de la vida puede convertirse en obsesión. Hay encierros mentales y encierros físicos. Voluntarios o forzosos. El final de El secreto de sus ojos es amargo y no voy a desvelarlo. Como dije al mencionar a Ana Frank, no hubo final feliz, ¿o sí lo fue?
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Hoy hace 33 años años que falleció Fernando Martín en accidente de tráfico, y podría proponer, como todos los años, un repaso a lo que representó su figura para mí, por entonces un aficionado al baloncesto de menos de veinte años, y visualizar los vídeos que me encargué de buscar para el homenaje. Fernando I el Grande, lo titulé.
Pero voy a remitirme a otro aniversario. El 3 de diciembre de 1894 falleció Robert Louis Stevenson con 44 años de edad. Nunca tuvo muy buena salud, ya desde los tiempos de la universidad, en parte debido a la bronquitis, una tuberculosis y sin duda, su desenfrenada afición a la bebida. Falleció tras una hemorragia cerebral en la isla de Samoa, donde fue enterrado. Pese a su mala salud, fue un viajero incansable y cambió de residencia con frecuencia (Edimburgo, Londres, California, Davos, Nueva York y las islas del Pacífico Sur).
Sus obras más conocidas son precisamente las que he leído de este autor, La isla del tesoro (una de las incluidas en la primera parte de aquella vuelta al mundo en ochenta libros) y El extraño caso del Dr. Jekyll y el señor Hyde. Muy recomendables ambas. Y tengo una tercera obra en casa, un relato largo o una medio novela, que devoré, me divirtió y me hizo pasar un rato estupendo. Se titula El diablo de la botella y trata de una botella a la que acompaña una bendición, pero también una maldición aún peor.
Como los derechos de autor ya están vencidos y la obra es de dominio público, la comparto como plan de tarde de sábado. Merece la pena, ¡diablos!
Planes propuestos por el club de lectura, cine y documentales El club de los currelas muertos para no ver el mundial de la infamia de Catar
Pepe Kollins es el nick de Twitter, o el seudónimo bajo el que se escondía Javier Alberdi, quien fuera editor de La Galerna durante los años de crecimiento y profesionalización de la página. Javi/Pepe lleva años en el mundo del periodismo, escribiendo (muy bien) y como editor de esta web (impresionante labor) hasta que nos dejó en marzo de 2021 para emprender nuevos proyectos. En aquella pieza coral que escribimos en su despedida (bajo el título Gracias, Kollins), dije sobre él:
De Javi aprecié su precisión, no solo en el lenguaje, sino en el uso de las imágenes para evitar polémicas innecesarias, para que nuestros textos fueran irrebatibles, para no ser tendenciosos dentro de un medio cuyo madridismo ya nos hace serlo. Pero en algunas ocasiones, muy pocas, me corrigió sobre alguna jugada: «esta imagen no es exactamente la misma jugada que esta otra», «este ejemplo de fuera de juego mal pitado tiene un matiz diferente con este otro que sí fue validado». Uno que no es profesional de esto y puede hablar con ligereza de polémicas aprecia que le hagan ver otro punto de vista, que no todo es blanco o negro, madridista o antimadridista. Me marcó una línea que siempre respeté y fueron muy pocas las veces que discrepó con mis artículos, o me instó a que modificara algo.
Ayer charlamos amigablemente en su canal de YouTube, un proyecto joven, recién iniciado hace pocos meses, y que aspira a ofrecer reflexiones, opiniones calmadas alejadas de chirincircos y gente con algo interesante que contar. Eso intenté ayer, durante nuestra media hora de vídeo bajo el título Relatos y fantasmas. Y aunque el tema era criticar «el relato» culé con motivo de la publicación del libro Reial Madrid, l’equip de Franco, al final conversamos sobre el uso no fortuito del lenguaje, el modo de crear opinión por parte de algunos medios y la génesis de ese relato. De Vázquez Montalbán y la creación del victimismo culé, o del modo tan diferente de hablar sobre los jugadores jóvenes que comienzan a despuntar. La neolengua de Orwell, tan del gusto del periodismo deportivo tan penoso que tenemos en España. Aquí dejo la charla, para quien le interese:
Ah, sí, también hablé de mi libro, que ya sé que soy un poco pesado.
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Se acaba el día y no he cumplido con mi rutina habitual reciente, un post diario, una reflexión, un plan que ofrecer. Demasiado follón, demasiadas obligaciones, demasiadas historias por hacer que me lo han impedido. En uno de los millones de correos que recibo al día, me he parado en uno que estaba leyendo en diagonal (el boletín de salud de la empresa) y mi curiosidad me ha llevado a leer un artículo sobre el journaling. Consiste en «una estrategia de autoconocimiento activo sobre prácticas reflexivas. Se trata de auto examinarse, analizando lo vivido para mejorar y potenciar el desarrollo a nivel personal y profesional«. Básicamente se trata de algo tan sencillo como coger una libreta en blanco y escribir cada día una idea, una reflexión, un pensamiento acerca de lo vivido o experimentado en el día.
Quizás no se diferencie mucho de lo que hago desde hace un tiempo, igual yo hacía journaling y no me había dado cuenta. Mi reflexión de hoy iría para la cantidad de cosas que se pueden meter en un solo día, pero no todos los días. Hoy, por ejemplo:
He hecho el test de los 2 x 6000 que suelo hacer diez días antes de correr un maratón. Los diez días que me quedan para Málaga. Eso ha sido a las siete de la mañana y he hecho unos tiempos similares a los de 2017, cuando corrí en Budapest. Estoy muy satisfecho.
He trabajado desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche, con un descanso entre las dos y media y las cuatro.
Durante esa jornada de trabajo he tenido varias reuniones productivas y un par de ellas de coña, hilarantes, de las que posiblemente darán para un post estilo Lester. Una reunión de dos horas en inglés entre españoles, un indio, una egipcia, un alemán y un par de British de acento indeterminado ha sido por momentos surrealista.
En ese hueco de mediodía, he hecho mi debut en un canal de YouTube (¡madre mía, qué apuro!). Mañana lo colgaré aquí.
Cena con la familia y un capítulo de The crown. Ni un minuto del mundial. Como todos los días, por cierto. Me enorgullezco de ello.
El día no me da para hacer journaling, reflexiones sobre lo que vaya más allá de decir que «qué día más largo». Me voy a dormir, estoy fundido.
Por cierto, el journaling tiene su propia bibliografía: el libro de Meera Lee Patel, Todo empieza aquí: Un diario para conocerte mejor.
Doce menos tres minutos. He cumplido, buenas noches.
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Leo por aquí que hoy es el Día Internacional del Vino Tinto, que de todo tiene que haber un Día, y esta ocasión merece sin duda una buena celebración. Así que el plan propuesto para hoy es una cata de vinos. No soy ningún experto en vinos, apenas recuerdo haber estado en cuatro catas (Burdeos, Logroño, Madrid y La Vid, que con ese nombre era inevitable), pero me atrae todo ese halo cultural creado alrededor del disfrute del vino. A mí me gustan o no me gustan, pero no controlo añadas, calidades, aromas a tomillo, ni olores a barrica. En ocasiones he preferido un crianza a un reserva, pero siempre, siempre he disfrutado esas catas. Buenos vinos, un poco de embutido y a veces queso, si bien tengo entendido que el queso es tramposo pues oculta aromas o tergiversa el sabor natural del vino en el paladar. De ahí la expresión popular, «que no te las den con queso».
El vino está asociado a nuestra cultura y tradiciones más arraigadas, y me encanta ver la pasión con la que los expertos hablan del mismo (sin que yo entienda nada). Está en la literatura, en el cine, en el Producto Interior Bruto y en cualquier ocio que se precie. Como decía el final de No mires arriba con el que despedimos 2021, que el mundo se derrumbe a nuestro alrededor mientras podamos disfrutar una copa de vino con los más queridos alrededor.
Esta tarde os recomendamos acudir a una buena cata de vinos o abrir una botella de un Ribera del Duero y disfrutar de una cena con los amigos o la familia. Claro que no podrás hacerlo si estás en Catar.
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Se lee de manera rápida, fluida, con una naturalidad que asombra cuando ves que fue escrito en 1945. Me refiero a la historia de Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno, la obra más popular de J.D. Salinger. El protagonista tiene por momentos lo que él mismo reprocha a otros personajes: «cien patadas». Y yo añadiría que en la boca.
En su día dije que «no puedes tomártelo en serio una vez has superado la adolescencia y sin embargo, resulta sorprendente empatizar con algunas de sus ideas cuando ya has pasado los cincuenta». Un cabrón de lo más simpático (enlace), si queréis acercaros a un personaje cuyas opiniones sobre el cine, los pijos de la universidad, los ancianos o los «maricones y lesbianas» sorprenden. Se lee en menos de lo que duran un Arabia-Argentina y un «apasionante» Dinamarca-Túnez.
Este blog de los «Cuatro amiguetes» lleva entregando textos a los lectores desde agosto de 2014. Con este post de hoy, van ya 558 textos, artículos, post o truñacos, que cada uno lo llame como quiera. Aparte de ello, los 128 con La Galerna bajo el seudónimo de Barney. Durante todo este tiempo, los «cuatro amiguetes» se mantuvieron en un anonimato a medias, pues apenas había datos personales, pero sí fotos de la familia y varias de Lester en sus maratones, aunque siempre de espaldas.
El sábado pasado el Amiguete Barney salió del anonimato, no del armario, como dijeron algunos. Ni del economato, como decía Gomaespuma. La ocasión la requería y el medio empleado fue el mejor posible: la entrevista que Jesús Bengoechea me regaló para anunciar la publicación de mi libro Volver al asfalto.
En esa entrevista cuento mucho de mí. Tanto tiempo alejado de esa exposición, y ahora lo casco todo. Pero es que no siempre tiene uno la inmensa fortuna de publicar un libro. «Un momento, un momento», dirá algún lector habitual de los que no me conoce personalmente, «pero el que corría los maratones era el Amiguete Lester. De hecho, lo del proyecto de Volver al asfalto ya se contó aquí hace algo más de un año». Y es cierto, y también lo hice en La Galerna:
Durante la presentación del libro el pasado lunes 14, el presentador del evento, de nuevo el maestro Jesús Bengoechea, contó cómo nos conocimos. Jesús había leído algunos de mis textos en Twitter, pero le había llamado la atención que unos eran de fútbol (normalmente del Real Madrid), otros de economía y algunos otros de carreras o de cine. Se decidió a escribirme directamente tras leer el artículo de Barney Stephen Hawking era del Madrid al día siguiente de su fallecimiento. Escribió al que creía que era el responsable de la cuenta de Twitter, y le pedía que por favor le pusiera en contacto con Barney, con el que escribía sobre fútbol, que era al que le interesaba para su página. Como contó el lunes, su sorpresa fue al encontrarse un caso inverso al de Carmen Mola: no eran tres escritores que pergeñaban textos al alimón, sino uno solo que escribía por los cuatro. Dos cincuentones que nos conocimos por Twitter, y de ahí surgieron varios cafés, muchos correos y guasaps para definir ideas y artículos, algunos eventos, y una amistad sincera.
Pues sí, y le agradezco profundamente sus palabras, pero me parece hasta cierto punto sencillo. Él mismo escribe sobre fútbol, política, música o cine, y tiene una novela hilarante, Alada y riente, que leí el pasado verano y recomiendo fervientemente. Yo he sido siempre muy aficionado a practicar todo tipo de deportes, no solo las carreras, como he contado varias veces por aquí, y de ahí surgió Lester, un tipo que además escribe relatos o trata de sacar punta a todas las historias que pasan a su alrededor, ya sean en un spa, con la Filarmónica de Londres o con un refugiado ucraniano.
Pero no soy menos aficionado a seguir el deporte por televisión, a cabrearme con lo que me indigna, como este Mundial de Catar, o a disfrutar de las grandes hazañas. Y ese es Barney.
Claro que uno tiene que ganarse la vida haciendo lo que sabe, ese economista que aparece en la entrevista y que publica de manera recurrente en Linkedin, y de ahí nació Josean, el único sin nombre anglófono precisamente porque quería ser leído en lugares más serios.
Lo que menos conocen mis amistades es mi afición al cine, una afición que nació de pequeño con esas visitas a las salas con mi padre y hermanos en aquellos maravillosos programas dobles, y que he mantenido a base de ver centenares de películas o leer muchos libros sobre la materia. Bastantes de ellos centrados en los guiones, en contar historias, porque en el fondo todo trata acerca de lo mismo. Ese es Travis, un guionista en potencia (¡productores, estoy disponible!), y confieso que es quizás el personaje que más disfruto cuando escribo. También es el que logra menos lecturas, qué le vamos a hacer.
La velada resultó, al menos para mí, entrañable, divertida, cercana, quedará para siempre en mi memoria por el resultado, por el cariño de tanta gente y por lograr juntar a mi familia, amigos y gente más querida. Tuvo prácticamente todo lo que quiero en la vida: la familia, el deporte, los amigos del colegio y la universidad, los colegas del fútbol y el baloncesto, buena música… Y lo celebramos en el antiguo cine Cid Campeador, actualmente Pangea – The Travel Store.
Este va a ser el único post en toda la historia pasada, presente y seguramente futura del blog, en el que me expondré tan abiertamente. No me interesa publicar con mi nombre, le tengo cariño a los «cuatro amiguetes» y pienso seguir empleándolos. Para mi sorpresa, este blog que empezó sin pretensiones se lee desde muchos sitios, por mucha gente que no me conoce de nada, y trataré de mantener esa separación entre personajes porque me viene muy bien para diferenciar las temáticas:
Ayer mismo me escribió Ana, una buena amiga, y su mensaje me encantó, tanto, que tengo que compartirlo: «Mis felicitaciones por todos esos años de escribir en el blog, por continuar con esa afición a cuenta de horas de sueño y por entretenernos contándonos muchas historias, anécdotas, vivencias, etc. siempre con ese toque de humor que las caracteriza. La publicación de este libro es un pequeño reconocimiento a todo eso, ¡te lo mereces!». Jo, gracias, Ana, dejadme todos que disfrute mi momento onanista de éxito y… (respiro profundamente) eso me servirá para seguir dando caña.
Los que siguen habitualmente el blog habrán detectado que los textos se han espaciado en las últimas semanas. Llevaba muchos meses cumpliendo con el rigor de uno a la semana al menos, y en el último mes y medio han sido cada nueve o diez días. Entenderéis que he tenido mucho lío con las presentaciones, aparte de un ritmo de trabajo infernal. Pero mañana comienza el Mundial de la infamia y no pienso dedicarle ni un minuto al mismo en el blog (ya lo he criticado abiertamente antes), así que el nuevo reto será ofrecer a los lectores cada día ¡y durante los próximos 30! un plan alternativo a partidos tan «atractivos» como el Catar-Ecuador en mitad del desierto, en un estadio construido sobre los cadáveres de no menos de 800 trabajadores, perdón, esclavos. Habrá días que escriba 200 palabras y una recomendación, y otros que pueda extenderme a las 1500, pero algo habrá, seguro.
Entre hoy y mañana decidiré el título entre Planes alternativos al Mundial de la infamia o crear una serie de textos a modo de club de lectura y homenaje a esos trabajadores fallecidos: El club de los currelas muertos. Se admiten votaciones.
Muchas gracias a todos por estar ahí, al otro lado.
– Tomen, aquí tienen. Bajen por esas escaleras y nada más llegar a la zona de piscinas, verán un cartel en el que les indica todo el circuito. No es necesario hacerlo en el orden que figura, sino que pueden ir a su aire por las instalaciones. Tienen hora y media, según su reserva.
Las toallas que nos entregó eran duras como una alfombra y pesaban como una ídem, tanto que me abstuve de hacer la broma de golpear a mi mujer con la mía, no fuera a provocarle un hematoma considerable o a tirarla por las escaleras. Y a ver cómo explicas luego que estabas haciendo bromitas con una toalla. Lo cierto es que la desenrollabas y estaba suave, pero la primera sensación era la de llevar un ariete como para romper una de las paredes de cristal del SPA. Y pesaba… cuando te la ponías sobre los hombros (y más cuanta más agua y rato pasabas) parecía una manta zamorana reforzada con protección antibalas.
A todo esto, el look del spa se completa con un bañador en pleno noviembre, las chanclas que sacaste el día de antes del fondo del armario y a las que sacudiste la arena de playa para no formar barro en ese sitio «megasnob» y un gorro de baño que no había manera de que me quedara bien. Apretaba como si me hubieran plastificado la cabeza y no era capaz de ponérmelo de manera adecuada: si me lo bajaba todo lo que daba de sí, me tapaba las orejas y no escuchaba más que el zumbido de las máquinas y el murmullo de las voces de los bañistas aparentemente relajados. Si me lo dejaba en la parte superior del tarro, las orejas se me quedaban fuera ¡y hacia fuera!, tan ridículas como el Mudito de Blancanieves.
– ¿Por qué me miras así? -me preguntó mi mujer.
– No te miro de ningún modo, es que el gorro me tira de la frente, las cejas, los párpados y los pensamientos. Me he mirado al espejo y parezco uno de esos actores recién salido de una sesión de botox.
Sonrió y me miró con la cara de «no me vas a fastidiar mi tarde de relax», así que comenzamos. Lo primero que proponía el circuito era una cosa llamada pediluvio, que consistía en un paseo de unos ocho metros en el que tenías que pisar sobre unas piedras de río colocadas intencionadamente hacia arriba. Que digo yo que puedes encontrar placer en pisar cuchillas si eres fakir de profesión, pero es que a mí me dolían, se me clavaban en la planta del pie y me recordaron lo incómodo que era caminar por ciertas zonas del río del pueblo, en lugares cercanos a «la presa» donde los guijarros parecían agujas puntiagudas. Por si la incomodidad no fuera suficiente, de repente unos chorros de agua helada empezaron a brotar a la altura de la espinilla. «¡Coñññño!», se me escapó, «qué necesidad».
La verdad es que no pillamos el punto al pediluvio, así que seguimos a la piscina de chorros, una piscina en la que cada tres o cuatro metros había unos cañones de agua como los que usan los antidisturbios para disolver manifestaciones. Esto del spa es sencillo: te vas moviendo de uno a otro, le das a un botón y te pones debajo del chorro, que se supone que te da un masaje en las cervicales, los hombros o las lumbares. La realidad es que alguno de los chorros lleva tanta fuerza que por momentos piensas que te va a sacar de la espalda los lunares, las verrugas y hasta los tatuajes para los que los llevan. Pero en general es agradable, como las camas de masaje.
No sé a quién se le ocurrió meter unas camas en la piscina, pero fue un genio, seguro. Lo que ocurre es que cada vez que alguien tiene una idea genial, llega otro y la joroba: al apretar el botón de marras, comenzaban a salir unos chorros a borbotones de debajo de tu culo, omoplatos, muslos, costillas, etc., que hacían imposible que te mantuvieras cómodamente tumbado en la cama. Si hasta tienen unas agarraderas para que no te vayas flotando sobre la sexagenaria que ocupa la cama a tu lado. Hay profesionales del spa y yo no lo soy. Mientras yo me estresaba intentando no salir de la cama de chorros, había «profesionales del spa» que tenían el rostro totalmente relajado mientras los chorros masajeaban sus flácidas caderas y lorzas. El «masaje vibrador» dura apenas un minuto y, bueno, sirve para echarte unas risas. También para soltar un cuesco si tienes gases acumulados, que con tanta burbuja pasa desapercibido.
Tras la piscina nos encaminamos a las zonas de calor. Y de frío, mucho frío. Puedes optar por pasar unos minutos en la terma romana o en la sauna, la diferencia es que en una te arde la respiración y te quema todo, y en la otra sudas muchísimo y huele a eucalipto. Cuando entramos en la sauna había allí dos tipos. Nos sentamos en uno de los bancos de piedra, que ardía como el infierno y no intentamos apoyar la espalda. Por ser unos azulejos de brasa incandescente y por el temor a perder del todo las verrugas y lunares que sin duda quedaban colgando tras los chorros antidisturbios de la piscina. Uno de los dos tipos que estaba allí no paraba de toser. Muy desagradable, con flema y todo. Yo cerré los ojos para intentar relajarme, pero era imposible con ese tío al lado, que no paraba de toser, exhalar y hacernos sentir cómo le subía el gargajo desde el píloro hasta la nariz.
– Qué lento pasa esto -dijo el tipo a su colega.
Se había puesto de pie para mirar un reloj de arena que había junto a la puerta, supongo que para medir el tiempo recomendado de estancia en la sauna. De repente veo que el tío empieza a golpear la parte superior del reloj ¡para que la arena baje más rápido! ¡Joder, pues salte, lárgate y déjanos tranquilos! Si es que se puede estar tranquilo a noventa grados centígrados, claro. Se marcharon ambos y nosotros aguantamos unos cinco minutos más. La idea tras la sauna es meterte sin pensar en la piscina de agua helada, así llamada porque la han traído del Ártico, supongo. La primera sensación, en los tobillos, es de «¡buaaaah, yo ahí no me meto!». El segundo pensamiento es «imposible» y el tercero; «qué necesidad».
Si eres capaz de meterte más allá del ombligo lo tienes casi hecho. Y con la espalda ya puedes decir que lo has logrado del todo. Solo tienes que pensar que has pagado un pasta por ese disfrute masoquista. Aguanta. Aguanta ahí. Piensa en otra cosa: la declaración de la renta, una lavadora de ropa sucia, Rociíto llorando, qué sé yo. Esto está más frío que un abrazo de suegra.
Lo logramos, y tras cuatro o cinco minutos que se nos hicieron eternos, salimos para pasar un rato (este sí) de relax en el jacuzzi. Agua caliente, por fin, un banco en el que poder sentarte sin nada que te mueva, y unos chorros de agua burbujeante y relajante. Con el pibón que me acompañaba, pensé por un momento que estaba a solo un cadenón de oro y un par de Mama Chichos de sentirme como Jesús Gil y Gil en Las noches de tal y tal, sin duda uno de los mayores esperpentos de la historia de la televisión.
Por mí podríamos haber permanecido ahí el resto del tiempo, pero como siempre decimos, «hemos venido a jugar» y aún nos faltaban varias zonas por probar, así que pasamos a la zona nazi: las duchas de contraste. ¿A quién si no a un neo-Hermann Göring se le pudieron ocurrir estas duchas? La primera, llamada «ducha tropical», comienza con un potente chorro sobre tu cabeza como si fuera una cascada en mitad de la selva, pero justo cuando ya te sientes como Tarzán y estás a punto de soltar el grito, el agua varía a fría, y de ahí a gélida, y termina con un baño de nitrógeno líquido que te revienta la cabeza. «Su Pu…Adre», que es el significado real de SPA, no os dejéis llevar a engaño.
Volvimos a la sauna o a la terma para recuperar algo de calor corporal, y probamos el «cubo de agua helada». Vamos, que no voy a decir que no supiera a lo que iba. Que estaba avisado. Que ahí no puedo quejarme de publicidad engañosa. Que sí, que reconozco que me hizo gracia ver que el agua caía de un cubo como los de las pelis del Oeste. «Allá vamos… ¡uuuuaaaaaaahhh! Su Pu… Adre!».
A esas alturas de la tarde-noche yo ya estaba entregado, «venga, que me echen lo que sea, y que me lleven directamente a la cámara de gas después». Todavía nos quedaba una más, que no sé si era la ducha sueca, la escocesa o los chorros de contrastes. Consistía en unos chorros con dos temperaturas (los dos extremos en la escala Celsius de frío y calor, seguramente), que comienzan en los tobillos y van subiendo por el cuerpo: rodillas, caderas, lorzas, pecho, hombros, finalmente otro chorro sobre la cabeza. Dudo que eso de que por la derecha te abrasen y por la izquierda de hielen, o a la inversa, no vayáis a pensar en interpretaciones político-ideológicas, sea muy sano, pero ahí aguanté como un campeón. Excepto en los chorros del pecho, lo confieso. Tenía un pezón rojo y escaldado y el otro tieso y congelado, así que cuando vi que iban a cambiar los chorros de temperatura me giré como si estuviera bailando la Macarena para que cada pecho siguiera recibiendo el chorro con la misma temperatura, «que ya está bien, que qué necesidad».
– Anda, cariño, que tengo un moco colgando y un par de quemaduras de tercer grado, vamos a la última piscina a relajarnos de verdad, a flotar un poco y dejarnos llevar.
– Vale, pero, ¿sabes que tienen también una piscina de agua salada? Que por lo visto se flota mucho mejor en ella, si te parece probamos primero ahí y ya acabamos en la piscina normal.
Porque había una piscina normal, sin elementos de tortura, pero parece que había que ganarse el derecho a usarla tras pasar «la prueba de la sal». A ver cómo lo explico, sí, la sensación es curiosa, se flota más y tal, los labios se te quedan salados como tras morrear una copa de tequila, pero… no te metas ahí si tienes heridas en el cuerpo. Y ocurre que los que practicamos ciertos deportes como el fútbol o el baloncesto tenemos el cuerpo lleno de rasponazos, magulladuras, heridas que todavía no han hecho costra y a las que la sal le sienta como el ácido sulfúrico. De nuevo me dije a mí mismo, «aguanta, aguanta, que tu mujer está disfrutando de ese momento de flotabilidad mirando al techo, pero, joder, cómo pica la hijadep… de la sal». El momento de relax se acabó cuando una pareja con obesidad mórbida pasó a veinte centímetros de mí, flotando muy ufanos. El hombre tenía unos pechos peludos que para sí los quisiera Sabrina Salerno. Por el tamaño, no por los pelos, que se me entienda.
– Yo me salgo, me voy a la última piscina.
Y ahí ya sí, me hice un par de largos a ritmo megalento esperando que la circulación volviera a su sitio y que la epidermis recuperara su tono habitual. Salimos al poco rato del SPA (recordad, no es Salus Per Aquam, sino…), con la toalla que para entonces pesaba ya medio quintal, y en mi caso además con un hambre feroz, y me dijo mi mujer:
– Qué gustazo, ¿no? ¡Qué bien te quedas después de un baño relajante!
Tendría mucho que decir acerca de mi idea del relax, pero yo solo quería ducharme ya, secarme, vestirme y tomarme un chuletón con una botella de vino. Fue entonces cuando me di cuenta de que en algún lugar había perdido la llave de la taquilla.
Hace años, casi cuatro décadas, viajábamos un par de veces al año con mi padre al volante desde Madrid hasta la Costa del Sol. Casi seiscientos kilómetros. En casa éramos ocho y viajábamos sin aire acondicionado, cinturones de seguridad, por supuesto que sin airbags, ABS, control de tracción o cualquier avance tecnológico en la conducción, sin tablets o móviles para entretenernos y por unas carreteras que en muchos tramos eran nacionales de doble sentido.
Hoy hago un recorrido similar entre tres y cuatro veces al año. Con un coche confortable y seguro, buena música, climatizador y todo el recorrido por autovía. Ha cambiado todo menos una cosa: el límite de velocidad. Los 120 kilómetros por hora son la barrera infranqueable desde tiempos inmemoriales, so pena de multazo, pérdida de puntos y hasta retirada de carnet.
Acabo de volver de unas vacaciones por el centro de Europa. He conducido por Holanda, Bélgica y Alemania, y cada uno tenía una normativa diferente de velocidad. Holanda y Bélgica cambiaban solo en lo relativo a la velocidad en ciudades y algunos tramos interurbanos. Buena parte de las autopistas holandesas tenían un límite de 100 km./h. entre las seis de la mañana y las siete de la tarde, y de 130 km./h. el resto del día. Las autopistas alemanas no tienen límite de velocidad durante muchos kilómetros. Quise pisarle al coche, pero al llegar a 160 me dijo mi mujer (mucho más juiciosa que yo, sin duda) que aflojara, que no era necesario probar el coche. Supo que íbamos a esa velocidad porque lo comenté en voz alta, porque lo cierto es que apenas se notaba la diferencia entre esa punta y los 120-130 a los que habitualmente nos movíamos. El coche de alquiler tenía todo tipo de elementos de seguridad: me corregía la trazada si no había puesto el intermitente, me frenaba el coche cuando iba con el control de crucero si estábamos a menos de cierta distancia del vehículo que nos precedía, avisaba de los coches que venían por ambos laterales con unas luces… “Podría echarme una siesta”, llegué a decir en un momento dado.
La verdad es que no abogo abiertamente por la ampliación del límite de velocidad, quizás porque la DGT nos ha bombardeado durante años con las consecuencias de la velocidad excesiva en la carretera, pero me genera dudas la conveniencia de mantener este límite. Por poner un ejemplo, ahora que hay tantos radares, ya sean visibles o camuflados, tardo casi media hora más en mi coche moderno y ultraseguro que hace veinte años al volante del Citroen BX al que pisaba todo lo que daba el motor. Llegaba con la espalda empapada por el calor, los oídos que me zumbaban por los ratos con la ventanilla bajada y cansancio. Una locura, seguro, no digo que no, pero tardaba media hora menos que en la actualidad. Y media hora menos en la carretera es media hora menos de peligro. Ahora mismo conducir un coche moderno una distancia de más de quinientos o seiscientos kilómetros tiene mucho de piloto automático de los aviones. No sacas una novela para leer durante el camino, pero la ciencia ya trabaja para que sea posible hacerlo en un plazo breve de tiempo.
La duda que tengo desde hace tiempo es: ¿la alta cifra de siniestralidad se debe al exceso de velocidad en las autovías y autopistas? Y creo que la mayoría responderemos que no. Las estadísticas indican que tres de cada cuatro accidentes mortales se dan en vías secundarias. Y ahí sí que influye el exceso de velocidad. Sin embargo, los radares de la Dirección General de Tráfico se concentran en las autovías y las autopistas, luego parece que prima la recaudación sobre la seguridad de los viajeros. Algunos radares son más peligrosos que dejar circular a doscientos por hora, porque obligan a todos los coches a frenar precipitadamente y los conocedores del radar de marras se lo saben y frenan, pero muchos de los que vienen por detrás se comen ese súbito parón. Supongo que eso no preocupa a los directores de la DGT, que, quizás, tengan un bonus por el número de multas que imponen.
Respecto a la preocupación por la seguridad, cada año se actualiza el estudio sobre los puntos negros existentes en las carreteras españolas y sistemáticamente salen los mismos lugares, los mismos cruces con poca visibilidad, tramos mal señalizados, asfaltados o peraltados en los que se concentran las tragedias. Pero leo muchas más noticias sobre la inversión en nuevos radares (de tramos, en helicópteros, móviles, etc…) que sobre las medidas correctoras que se van a implantar en los puntos negros para evitar todos esos accidentes.
Así que insisto: ¿debería revisarse el límite de velocidad en autopistas y autovías? En Alemania me adelantaron varios coches a más de doscientos kilómetros y no tuve sensación de riesgo. En España hay varias carreteras en las que los conductores se ponen muy por encima de la velocidad permitida, como en algunos tramos de autopistas de peaje. Una aberración cuando el resto de conductores circula a la velocidad permitida, o «apenas» 15-20 kilómetros por hora por encima. Lo que ves en Alemania es que los conductores tienen una educación al volante mucho más desarrollada que en España (y mejores carreteras por lo general). Los coches se organizan en función de la velocidad desde los carriles de la derecha hasta el central, que por lo general está vacío. Lo que no ves en estos países es a anormales adelantando por la derecha, la izquierda, cruzándose sin hueco o atravesándose por las carreteras sin la mínima distancia de seguridad.
La educación. Mucho más importante que el efecto coactivo de las sanciones. Igual que las jóvenes generaciones parecen haber aprendido a conducir sin alcohol en el cuerpo, al contrario que la nuestra, en la que se ponía en duda nuestra «masculinidad» por negarnos a conducir con varias copas de más, debería fomentarse la educación vial, la inteligencia al volante, el aprendizaje de determinados valores cuando te pones a los mandos de un artilugio que puede resultar mortal. Quizás de ese modo podría plantearse subir ese «soporífero» límite de velocidad.
Por cierto, recuerdo que el límite de velocidad sí se cambió una vez en épocas recientes. Concretamente, durante el gobierno de Zapatero, en 2011, cuando se rebajó de 120 kilómetros hora a 110 para fomentar el ahorro de combustible durante un período de pocos meses. Siempre pensé que alguien tenía un familiar que se dedicaba a la venta de señales temporales de tráfico. Sorprende que en los tiempos actuales de la «sostenibilidad» a toda costa y los planes de ahorro energético no se haya planteado. Quizás se deba a que en 2011 el precio de la gasolina estaba a un prohibitivo 1,30 euros/litro y la inflación se había desbocado a un insoportable 2,4 por ciento