El baboso

Conocí al Baboso hace poco más de treinta años, justo cuando comencé mi carrera profesional. Entonces trabajaba a pie de obra y recuerdo cómo el Baboso me hacía gestos supuestamente cachondos cada vez que la topógrafa se ponía a medir las diferentes alturas del terreno y se agachaba levemente para acercar el ojo al nivel. Me hacía señas hacia las posaderas de la chica, sin esconder gestos con los brazos, sino todo lo contrario, como haciendo de agarraderas sobre unas posaderas que, todo sea dicho de paso, eran como una mesa camilla de grandes, unas nalgas de buena moza que, en un sitio tan gélido como aquel, podían excitar cualquier cosa menos la libido de los que por allí trabajábamos.

Un año después, pasé a trabajar ya en las oficinas de la dirección regional de la compañía, y conocí al Baboso de la oficina, un veterano trabajador que no se cortaba a la hora de soltar comentarios sexistas en voz alta, comentarios que la mayoría reíamos, cuando no continuábamos (no voy a ponerme santurrón y decir que “yo no…”, porque era lo más común en todos nosotros), pero todo aquello no me molestaba, sino su insistencia en hacer insinuaciones con una compañera con la que el tipo llevaba años trabajando y cuya confianza (al menos la de él sobre su subordinada) intuía que era elevada. Tanto como para poder hacer esos comentarios, en ocasiones tan salvajes que podían escandalizar hasta a alguien que acababa de salir de la universidad y que tenía a muchos colegas recién llegados de la mili, con todas las barbaridades que la juventud noventera soltábamos y estábamos acostumbrados a aguantar.

  • Se ha ido la luz, Paco, ¿y ahora qué hacemos? -soltó la chica en una ocasión.
  • Pues como no nos pongamos a follar…

No eran frases dichas a medio metro de distancia, ni entre dos personas que tuvieran una confianza mutua trabajada durante años (o un respeto consentido, que a veces, por extraño que parezca, sucede, o parece que sucede en estas relaciones con jerarquías de por medio), sino proferidas de viva voz y para que las oyéramos cuantos más, mejor.

No sé si fue la serie Los Serrano la que definió el concepto “mirada sucia” para definir esa manera de mirar que algunos tíos tienen hacia toda mujer que se cruce en su camino, pero es una noción perfecta para describir al Baboso de la mirada sucia de la planta segunda. No disimulaba a la hora de mirar los escotes de las compañeras, a veces por encima de la separación entre cubículos cual voyeur hitchcockiano, e incluso buscaba tu complicidad con su mirada. Alguna vez coincidí con él en el café matutino y con algún otro compañero, y recuerdo “perlas” repletas de elegancia y manual del buen estilo:

  • Buah, el tanga rojo de Fulanita, cómo se debe poner su novio.
  • A Juanita le mola que le den por detrás, estoy seguro.
  • A ver si se le quita la cara de “malfollá”.
  • Debe tener los pezones como galletas María Fontaneda.

En fin. Una compañera mía, buena amiga, me contó un lunes que el Baboso de la mirada sucia se había ofrecido a llevarla a su casa el viernes anterior a mediodía, pero que, lejos de acercarla a su destino, poco menos que la secuestró varias horas, la invitó a comer, le hizo varias insinuaciones y seguro que quiso ir más allá, detalles que mi compañera no me contó, quizás por miedo, por ganas de olvidar, o para que desapareciera este desagradable incidente con un veterano de la oficina, con más peso y categoría en la empresa que la pobre. En aquella época no denunciaba nadie, salvo que la situación fuera más allá, e incluso, ahora estoy convencido, ni en buena parte de esos casos.

El personaje del Baboso aparecía en cada comida de empresa algo distendida que pudiera surgir, en cada fiesta de Navidad, entrega de premios o acontecimientos en los que el alcohol reduce las distancias y amplifica las confianzas que algunos se toman. Y los Babosos se toman muchas, aunque, afortunadamente, con los años y algunas herramientas que funcionan (otras no, pues siempre existe el miedo a la represalia) el número se ha reducido considerablemente.

Un tiempo después de escribir Barra libre supe que una compañera, también buena amiga, había sufrido un tocamiento de culo por parte del Baboso en la fiesta de empresa, un gerente al que yo tenía enfilado desde hacía tiempo. Lo supo frenar, no fue a más, pero me contó visiblemente incómoda cómo este tipejo le amargó aquel día y cómo releer aquel texto, mi texto, le había hecho recordar lo bien que lo había pasado ese día hasta el cruce con el Baboso. Como para entonces yo ya tenía una responsabilidad y antigüedad importantes en la empresa (antes éramos ignorantes y cobardes, lo reconozco), me ofrecí a la chica como ayuda para iniciar una denuncia contra él, o algo más tradicional, sabedora ella de mi animadversión hacia este tipo que, además de baboso, era bastante golfete: una buena reprimenda en público e, incluso, un par de hostias bien dadas. Las que no le dio ella en su momento.

– No, por favor, no hagas nada. Ya ha pasado mucho tiempo y lo he olvidado. No he vuelto a dirigirle la palabra, ni él a mí.

Joder, pero la pobre estuvo varios años cruzándose con ese tipo y agachando la cabeza por la incomodidad que le suponía saber que el Baboso seguía danzando tan alegremente por la oficina.

Todos estos recuerdos me han venido a la cabeza estas últimas semanas al leer la información referida a Francisco Salazar y sus compañeras/subalternas en la secretaría de organización del PSOE en La Moncloa. O a los comentarios de José Luis Ábalos y Koldo sobre sus “amigas”. O lo que sale ahora de Jose Tomé o de Antonio Navarro. Qué ascazo.

Iluso de mí, creía que el machismo baboso de los ochenta, noventa y, en realidad, de los Ismael Alvarez sobre las Nevenkas de toda la vida, de siempre, se había rebajado de manera considerable, pero lo que veo en los artículos de eldiario.es es la misma mierda de siempre, lo que ellas han aguantado durante años y lo que nosotros, cobardemente, miramos para otro lado:

  • Comentarios obscenos sobre la vestimenta y el cuerpo.
  • Mensajes intempestivos con invitaciones para cenar a solas fuera del horario laboral, incluso con ofrecimientos de quedarse a dormir en casa.
  • Insistencia en el hostigamiento a sus subordinadas.
  • Un uso permanente de un lenguaje sexualizado en el entorno profesional.

Me empezó a decir sin venir a cuento que me quedara yo más tarde que el resto del equipo, que fuese a cenar con él o a tomar algo. Lo hacía de manera insistente. Y me decía que si se nos hacía tarde nos podíamos quedar a dormir en su casa. Se cuidaba mucho de no dejar por escrito ninguna mención sexual, pero era evidente lo que quería decir y él plenamente consciente de la situación en la que me colocaba”.

“Su comportamiento destilaba misoginia y baboseo en cada comentario disfrazado de broma que hacía. Su lenguaje era hipersexualizado hasta para dar los buenos días”.

Y al acoso sucede la vergüenza de denunciarlo, y la tristeza de comprobar que sus superiores miraban hacia otro lado, o que el protocolo no servía para nada. Una denunciante de la que ahora hemos sabido, notificó al partido los  “comportamientos explícitos, bromas humillantes y comentarios sobre la vida sexual, la vestimenta o el aspecto físico”.

“Llegaba por la mañana y te decía el buen culo que te hacía ese pantalón o te pedía que le enseñaras el escote. Si te veía mala cara, te preguntaba en mitad de la oficina si habías dormido poco por haber mantenido relaciones sexuales. Y nos sometía a situaciones humillantes que para muchas de nosotras fueron traumáticas”.

Paco Salazar lo niega todo, no es consciente de haberse propasado con ninguna de sus subordinadas: “No paro de darle vueltas y no encuentro un momento en mi vida donde haya hecho ninguna estupidez… no entiendo de dónde sale eso. Nunca con ninguna compañera he tenido relación ni trato, nunca jamás. Me he partido la cabeza dándole vueltas y me parece una cosa alucinante”.

El Baboso no es consciente de lo baboso que resulta y tanto asco da él como los superiores que lo mantuvieron en el puesto o que taparon las denuncias. Seguramente, si no hubieran tratado de promocionarlo hace seis meses, Paco Salazar seguiría «baboseando» alrededor de sus compañeras con la tranquilidad de saber que no iban a denunciarlo.

Una honrosa derrota, una enorme victoria

A veces uno falla en los objetivos que se propone. Con más frecuencia de la que los mensajes Mr. Wonderful quieren hacernos creer. No es nada sencillo lograr el cien por cien de lo que uno se propone, pero, dependiendo de lo que se trate, tampoco hay que dramatizar, pues lo importante suele ser el camino escogido, el trabajo desarrollado, no tanto el éxito final. Uno tiene que luchar por algo y no siempre va a conseguir salir triunfante. Como decía William Faulkner, «la sabiduría consiste en tener sueños bastante grandes para no perderlos de vista mientras los persigues». 

Desde 2004 no había fallado a mi cita anual con el maratón, salvo el año de la pandemia y el confinamiento, cuando todo quedó en suspenso, muchas vidas incluidas. Este año tenía un objetivo marcado en mi calendario desde febrero: participar en el maratón de San Sebastián el 23 de noviembre. Y como siempre que he tomado la salida de un maratón, he terminado, este año no podía ser menos. Pero fallé en el intento, ni siquiera intenté completar el recorrido. Un viaje a la India, una gastroenteritis, un gripazo y varias semanas de entrenamiento perdidas me hicieron desistir del intento. «Tu cuerpo te está avisando», me dijo mi mujer, que conoce bien mi cabezonería.

Sin embargo, como es importante tener siempre un objetivo que perseguir, cambié el chip de inmediato y mi nueva meta pasó a ser acompañar a mi amigo Edu, debutante a la estupenda edad de 57 años, para que completara sus primeros 42 kilómetros completos. No en vano le había animado yo, nueve meses antes, a que estuviéramos en la partida, junto al ayuntamiento de San Sebastián y esa maravilla que es la playa de la Concha. A los quince minutos de que se abrieran las inscripciones, ya teníamos nuestros dorsales, el objetivo del curso.

Así fue el germen de todo lo que vivimos este fin de semana, de cómo una honrosa derrota, la mía, se convirtió en una enorme victoria, la de Edu. Don Eduardo, si no lo era ya. Lo acompañé durante 27 kilómetros con algún consejo que otro, con palabras de ánimo, con lo que pudiera necesitar, excepto llevarlo a cuestas. Y le he pedido que contara la experiencia de un debutante en la categoría de veteranos-4. Ya no somos ni del grupo 1, ni del 2, ni del 3, que ambos tenemos una edad, pero no faltaron buenas piernas, una cabeza amueblada y ganas, muchas ganas. Aquí dejo su testimonio, mucho más interesante que lo que yo pueda contar:

Enhorabuena, Edu. Enhorabuena, Pablo, el otro debutante de ayer, el yerno de Edu. Aunque, con 29 años, no tiene tanto mérito (es coña, claro, 3 h. 40 m. es una muy buena marca). Me sumo a la foto con la (inmerecida en mi caso) medalla: pese a haber fallado con el objetivo inicial, cumplí de sobra con mi papel de liebre/acompañante. Qué maravilla es San Sebastián, qué gozada recorrer sus calles. Una de las ventajas de saber que no vas a correr los 42k. el domingo, es que el día previo te puedes tomar un par de cañas, dos txakolís, una docena de pintxos y una tarta de La Viña con toda la tranquilidad del mundo.

(Foto de Diego, Fred Gwynne)

Islandia (IV): la Ring Road en autocaravana

No lo dudes. Si estás leyendo este texto porque tienes idea de recorrer Islandia y no te apetece nada alquilar una autocaravana porque nunca has conducido una, repito, no lo dudes, deja tus temores a un lado y hazlo. Yo me negué durante meses, por miedo a un accidente, por dudas, por desconocimiento, por la pereza que me daba un camping, por muchas razones. Busqué alternativas con coche de alquiler, hoteles, apartamentos o granjas que alojaban huéspedes, y al final, por logística, pero también por precio, terminé, terminamos, alquilando una. Y lo disfrutamos. No nos arrepentimos ni un segundo.

Las autocaravanas (motorhome) que se alquilan en Islandia tienen espacio para cinco adultos de manera cómoda, quizás hasta para seis personas si son menores, pero que la convivencia funcione dependerá de lo bien avenidos que estén en esa familia. La que reservamos nosotros medía 7,3 metros de largo y 3,2 de alto, un bicho grandote. La razón de que recomiende la autocaravana para visitar Islandia es que el país está muy preparado para ello: no hay pueblos de callejuelas estrechas como en España, no hay ramas de árboles en mitad de las carreteras, ni túneles o puentes bajos, hay campings en los principales destinos y los aparcamientos junto a los lugares de visita más importantes son amplios y con espacio suficiente para los que llegamos con esos monstruos de siete metros de largo.

La única pega es que no puedes recorrer las pistas forestales, ni meterte por ciertos caminos de cabras que llevan a lugares sorprendentes del interior, normalmente volcanes. Pero hay tanto por ver en la Ring Road, la carretera que da la vuelta a la isla, que solo ese recorrido merece mucho la pena. La variedad de paisajes es sorprendente: cascadas, praderas de un verde intenso, glaciares, campos de lava, volcanes, cráteres de volcanes inactivos, pueblos de pescadores, fiordos, acantilados, playas de arena negra… Un plató de rodaje único, como decía el post de Travis.

Comenzamos el recorrido en la capital, Reikiavik, y lo realizamos en el sentido contrario a las agujas del reloj. Algunos blogs de viajes indican que no es lo más recomendable porque ves lo más interesante (en teoría) al inicio y eso hace que el final del círculo pueda no resultar tan llamativo, pero nosotros seguimos el sentido habitual. Y no estoy de acuerdo con que el interés decayera en la última parte del viaje.

Hicimos un recorrido muy parecido al que figura en la web capturetheatlas.com y es una referencia bastante válida para organizar las etapas, si bien luego, como en casi todos los viajes, merece la pena improvisar un poco y salirse de esos caminos aparentemente establecidos.

El primer día, salvo que hayas volado temprano, que no es lo habitual, se te va el día entre la llegada al aeropuerto de Keflavik, la recogida de la motorhome y la adaptación a la misma. Dónde colocas todo, cómo organizas los lugares para dormir, quién se encarga de la cocina y quién de los suministros al llegar a un camping… Si los chavales no hubieran asumido varias de estas tareas, el agradable viaje se habría convertido en una pelea continua. Porque hay poco espacio, por mucho que parezca amplia, porque resulta imposible ducharse en ese cuarto minúsculo o ayudar en la cocina o el orden cuando ya hay alguien de pie junto al fuego.

Reikiavik no tiene la belleza de las grandes capitales nórdicas como Estocolmo, Tallin, Copenhague o San Petersburgo, pero tiene su encanto. Hace mucho que dejó de ser la ciudad que definió Julio Verne en su Viaje al centro de la Tierra, hace unos 160 años, una ciudad de campesinos y pescadores que vivían en casas con césped en el tejado y que comían “sopa de liquen, nada desagradable, por cierto, y como segundo plato, una considerable cantidad de pescado seco, nadando en mantequilla agria. Había, además, skyr, especie de leche cuajada y sazonada con jugo de bayas de enebro, y para beber, un brebaje compuesto de suero y agua, conocido en Islandia con el nombre de blanda”. Intenté repetir el menú del profesor Lidenbrock, pero solo encontré el skyr, yogur que ahora tiene su fama bien ganada entre los jóvenes por su alto contenido proteínico.

El llamado Círculo de Oro de Islandia es un aperitivo de la variedad de paisajes que vas a encontrar. Junto a la enorme falla de Almannagjá, donde se observa la separación de las placas tectónicas norteamericana y euroasiática de la tierra durante kilómetros, se sitúa Pingvellir, la explanada en la que se constituyó (dicen) el primer parlamento moderno, hace unos mil años, en el lugar en el que se reunían los jefes de los doce clanes de la isla para establecer las normas que habían de regir. En el camino encuentras cascadas como la de Gullfoss, una de las más espectaculares (frase que repetirás media docena de veces), el lago Pingvallavatn o el campo de géiseres de Geysir. Puede que géiser sea la única palabra del islandés que ha llegado a los idiomas más populares del mundo. Cada cinco o seis minutos, el subsuelo eructa y exhala un chorro de unos quince metros de altura en mitad de un campo en el que hay varias pozas malolientes más.

Si continúas el camino hacia el sur, a la península de Grindavik, te toparás con una de las coladas más recientes, de marzo de 2024, sobre la propia carretera, y junto a la Blue Lagoon, una de las atracciones que recomiendan en todas las guías, pero que puedes ver desde la cafetería sin necesidad de que te peguen un sablazo. Claro que, si lo que te apetece es un baño en aguas termales de un azul turquesa no natural (mejor leer sobre su origen), adelante, el sitio es de lo más original.

Campos de lava, lagos como Kleifarvatn, otro campo de pozas hediondas como Seltún, el sur tiene paisajes de lo más variado. Y por supuesto, impresionantes cascadas, como Seljalandfoss y Skogafoss. Dormimos en el camping junto a esta última, un camping al que la palabra austero le viene grande, pero el sitio es sobrecogedor, tanto como el sonido del agua cayendo durante toda la noche. Sí, nadie “cierra el grifo de la cascada” durante la noche y el caudaloso torrente se despeña durante las veinticuatro horas del día.

Como decía al inicio, a veces conviene salirse un poco del circuito establecido y nosotros encontramos una serie de lugares atractivos a pocos kilómetros de la ruta principal. Sitios como Keldur, uno de los pocos pueblos que conserva viviendas originales de los pobladores vikingos, o Viti, el cráter de un volcán inactivo. Si quieres una piscina de agua caliente (no tanto como las termales, pero muy agradable) en mitad de las montañas, desvíate hasta Seljvallalug. Las motorhome son robustas y aguantan ese camino infernal.

Antes de llegar a las playas de arena negra, bordeando el país por el sur, conviene desviarse a una de mis excursiones favoritas: la caminata al glaciar de Solheimajokull. Parece mentira que en un simple vistazo confluyan el negro de la arena, más bien cenizas volcánicas, con el blanco del hielo del glaciar. Todo ello junto a una laguna que refleja ese contraste tan… cinematográfico: blanco, negro y una infinidad de grises.

Dyrholaey, Vik, pero sin duda, la playa más famosa del sur es la de Reynisfjara, famosa por ser considerada la más peligrosa del mundo (de ahí que esté prohibido bañarse) y porque su paisaje, junto a la pirámide de columnas basálticas, ha sido difundido ampliamente por los seguidores de Juego de Tronos. El sonido de cada ola advierte del peligro, pese a lo cual, casi todos los años engulle a algún incauto.

Este post no pretende ser una guía de viaje, hay blogs mucho más extensos y detallados, pero sí intento ayudar con algunos pequeños detalles que a mí me llamaron la atención, como el camping de Skaftafell, el mejor para nosotros. Por el enclave privilegiado, junto al glaciar de Svinafellsjokull con el que inicio este post, por las facilidades, la amplitud del espacio, la belleza del entorno, ¡por todo! Merece la pena darse una vuelta por las montañas cercanas antes de dejar el camping, las cascadas de Hundafoss y Svartifoss, y a los pocos kilómetros de salir, dar una vuelta al pie del glaciar. Si tienes tiempo, por supuesto, merece la pena caminar por el hielo de Svinafellsjokull, claramente en recesión a juzgar por el rastro sobre las laderas de las montañas cercanas.

De vuelta a la Ring Road, terminas llegando a dos de los puntos turísticos principales de la isla, que están juntos, separados únicamente por una carretera y un puente bajo el que se puede caminar: la laguna de Jokulsarlon y la Diamond Beach. El que quiera saber más de este espectacular lugar y contemplar unas fotos profesionales inigualables, le recomiendo que se dé una vuelta por el blog de mi amigo Diego, Islandia en Los viajes de Lola Flores. La única pega de este lugar es el tiempo: lo normal es que haya viento, lluvia lateral, frío gélido, fuerte oleaje… Y unos paisajes increíbles: icebergs en el lago, figuras de hielo sobre la arena negra de la playa, los famosos “diamantes”, y colores de todo tipo. Tuvimos que ir dos días, porque el primero nos estrellamos con un tiempo tan hostil que desistimos, pero, como no hay mal que por bien no venga, nos permitió disfrutar de una de las bondades de la autocaravana: guarecerse, cambiarse de ropa de inmediato y ponerse algo seco… y ya de paso, calentarnos unas latas de fabada y comer calentito. Momentazo.

Ambos sitios merecen mucho la pena, en especial con un tiempo acogedor, como el que encontramos al segundo intento, en el que nos lanzamos a la excursión en vehículo anfibio por la laguna. Cara, pero, como dijo la guía, “el paisaje es único e irrepetible”, porque los icebergs cambian de forma y tamaño cada noche. Se desgajan partes, se derriten, se mueven, y en función de la luz y el momento del día, cambian de color.

A estas alturas del viaje, cuando comienzas a subir por el este, llevas la mitad de los días, pero apenas un tercio del camino recorrido y algunas guías recomiendan volver hacia Reikiavik, pero yo aconsejo lo contrario. Parar en el pueblo costero de Djupivogur, comer en alguno de los dos cafés-restaurantes con vistas al puerto y seguir, recorrer los fiordos del este, por muy impronunciables que sean sus nombres. ¿Que termina en fjordour el nombre del sitio? Pues adelante. Así hasta llegar a Egilsstadir o a Seydisfjordour, cualquiera de los dos es un buen lugar para descansar tras un día viendo acantilados y carreteras sinuosas de costa.

En la mayoría de los pueblos hay unas piscinas municipales de muy buena calidad, alguna excelente, con agua caliente. Por mucho que haya siete u ocho grados de temperatura ambiente, y por poco que te apetezca a última hora de la tarde, date un baño largo en la piscina local. A la media hora pasarás sin problema de la de 42 grados a la de 6, y de esta, tras uno o dos minutos, yo no aguanté más, de vuelta a la de agua caliente.

Si hubiera hecho caso de algún blog o de alguna recomendación, nos habríamos perdido todo lo que hay en el norte de camino al lago Myvatn, otro de los puntos referentes del país. Como la cascada Dettifoss, la más caudalosa de Europa. En los alrededores del lago, el cráter del volcán Viti, el apestoso campo de fumarolas de Hverir o el campo de lava de Dimmuborgir, cuyas formaciones realizan cuevas, arcos y columnas de todo tipo. Los paisajes son de lo más variado, con las aguas azul turquesa del lago, las montañas grisáceas al fondo, los llamados pseudocráteres de Skytos y, si tienes suerte, como nosotros, una aurora boreal a medianoche.

Los pueblos del norte tienen cierto atractivo, en especial por su ubicación, junto a profundos fiordos que se introducen en la tierra. Husavik es el pueblo de pescadores que aparece en la peli esa infumable de Fire Saga/Eurovisión, pero es un pueblecito agradable para perderse una temporada y salir a ver ballenas en barco. Según continúas por la Ring Road hacia el oeste, te encuentras paisajes marcianos en los que Matt Damon se perdería y otra enorme cascada más, Godafoss. Llegados a este punto, comienzas a ser consciente de que te queda poco viaje, aún varios centenares de kilómetros hasta devolver la motorhome, pero la sensación de tristeza al llevar tres cuartas partes de vuelta a la isla. Pero aún hay mucho por disfrutar. Si te desplazas más al norte puedes alcanzar Hofsos, junto a otro fiordo, un pueblo con la mejor piscina de agua infinita de la isla, y según comienzas a descender al sur, pasas por Akureyri o te puedes pegar otro chapuzón en mitad de una colina unos kilómetros antes. Aquí ya se habían cansado de poner nombres, y a la cascada la llamaron simplemente Foss.

El recorrido regala un último tesoro al viajero: la península de Snaefellsness, donde se sitúa el origen de la aventura de Julio Verne. Una vasta extensión que parece querer separarse del resto de la isla y que aglutina una belleza muy por encima de la media del resto del país, que ya era elevada. Nos encantó. Todo. La iglesia de mdera negra, el volcán de Julio Verne Snaefellsnessjokull con sus nieves perpetuas, el pueblo de Arnarstapi y sus formaciones sobre el mar, los campos de lava, las praderas, la vuelta por la costa y, finalmente, la llegada al camping. El único en el que tuvimos algún problema para encontrar una plaza, pero es que la zona es una maravilla y nosotros, para no perder las costumbres mediterráneas, nos presentamos cerca de las diez de la noche.

Día 10. Tocaba emprender el camino de regreso hacia Reikiavik, devolver la autocaravana, lamentarse por todos los sitios impactantes que no pudimos ver en el centro de la isla (¿queda para otra ocasión?), pero aún pasamos por otro de los lugares más fotografiados de la isla, de nuevo por Juego de Tronos: Kirkjufell y las dos cascadas. No he visto la serie, pero eso no me impidió disfrutar de las vistas, como de todo el país. Una maravilla, muy recomendable.

Travis – Islandia (I): un plató de rodaje único.

Josean – Islandia (II): caída y recuperación.

Barney – Islandia (III): el éxito del deporte en un país minúsculo.

Lester – Islandia (IV): la Ring Road en autocaravana.

Cómics (IV): Persépolis

Conocía la historia de Marjane Satrapi desde hace tiempo, a raíz de la película que se rodó en 2007, una historia triste sobre el cambio vivido en Irán tras la entrada del régimen de los ayatolás a finales de los setenta y la implantación plena en los ochenta. Hasta ahora no había tenido la oportunidad de leer el cómic, la novela gráfica en la que la autora cuenta su historia y narra en primera persona cómo fue esa progresiva transformación y degradación del país.

Marjane Satrapi nació en Teherán en 1969 y vivió en su país hasta 1984, cuando sus padres, asustados por lo que veían y vivían día tras día en las calles de Irán o con sus vecinos, deciden que lo mejor para su hija es que salga del país, que estudie en Europa y pueda tener una vida en libertad. La que ellos no volverían a tener. El dibujo es sencillo, en blanco y negro, un trazo expresivo, pero sin los excesos ni proezas técnicas expresionistas como las de Frank Miller en Sin City, por poner un ejemplo. No es una crítica, sino una loa, porque esos trazos sencillos resultan perfectos para lo que la autora pretende: ser funcionales, útiles para contar una historia desgarradora, que valgan para expresar las emociones desnudas de la autora. O de toda una población reprimida.

La historia que se cuenta en Persépolis es la de una niña algo deslenguada, con unos padres de mentalidad progresista y laicista, una cría que ve cómo se genera un descontento en la población con el sah de Persia, motivado por la corrupción y el excesivo culto al líder. Un líder más preocupado por la imagen que da al exterior que por su propia ciudadanía, un títere de los gobiernos ávidos de petróleo. Los fastos excesivos celebrados con motivo del 2500 aniversario de la monarquía persa (1971) fueron un factor más a sumar en el descontento general de la población. Poco le importaron entonces al sah Rezah Pahlevi las críticas por un gasto estimado en más de 20 millones de dólares de la época, pues él era bien recibido en las cancillerías occidentales y su país era considerado en el resto del mundo. La fiesta fue realizada precisamente en las ruinas de Persépolis, la capital de los persas fundada aproximadamente en el año 515 a.C. por orden de Darío I.

La familia de Marjane vive de cerca la caída del régimen sátrapa de los sahs y sin grandes preocupaciones, pero lo que no esperaban era que su sustitución por una república islámica concluyera en una sociedad tremendamente represora, especialmente con las mujeres, o con todo aquel disidente que tuviera un pensamiento distinto al de los «Guardianes de la Revolución». Persépolis se publicó en cuatro tomos, uno al año entre 2000 y 2003, y desde el principio tuvo un gran recibimiento de crítica y fue un éxito de ventas. Se calcula que ha vendido dos millones de ejemplares desde su publicación y obtuvo varios premios de prestigio, como los de Angoulême, uno de los festivales de cómics más prestigiosos del mundo, donde obtuvo los de mejor autor revelación (2001) y mejor guion (2002), el premio de la paz Fernando Buesa (Vitoria, 2003) o el Harvey a la mejor obra extranjera (Estados Unidos, 2004). Su espaldarazo y reconocimiento de masas llegaría con el estreno de la película de 2007, dirigida por la propia autora.

La edición que tengo en mi librería pertenece a Reservoir Books y se editó por primera vez en 2020, con los cuatro tomos/episodios de la vida de Marjane agrupados. Pocas veces resulta más complicado disgregar una obra de su autora como con Persépolis y Marjane Satrapi. Es ella en cada página, es la voz que todo lo narra, son sus reflexiones, con sus errores, pero, también, con su firme voluntad de salir adelante, la que trasciende. El tomo 1 no puede comenzar de una manera más explícita:

En las siguientes páginas se remonta a lo sucedido en los años anteriores, los años previos a la caída del sah, el despilfarro ante los ojos de todo el mundo, la hipocresía de occidente cuando el dictador «amigo» deja de serlo y, finalmente, el estallido de la revolución. La verdad es que la historia de los iraníes, “persas, no árabes”, como repite con la misma firmeza que el cerrajero iraní de Crash, es la de un pueblo atrapado entre satrapías, invasiones y guerras de religión. Durante varios capítulos, la protagonista ve cómo algunos de los amigos o familiares más cercanos comienzan a abandonar el país ante lo que está por venir. El capítulo acaba con las primeras purgas de ciudadanos y con el arranque de la guerra con los vecinos de Irak.

Por si todo esto fuera poco, el segundo tomo arranca con la invasión de la embajada estadounidense en Teherán, la famosa crisis de los rehenes que duró 444 días, y que ya ha sido contada en varios libros y películas. Este tomo es, quizás, el más indignante, el que va contando cómo los Guardianes de la Revolución, esa p… policía de la moral, empieza a poner normas a los ciudadanos, en especial a las mujeres, hasta convertir el ambiente en las calles en irrespirable. El velo es una puñetera imposición del hombre que debe ser erradicada, en cualquiera de sus versiones (chador, niqab, al-amira, khimar, no digamos el burka o el hijab), y ya que no hay manera de lograrlo en Irán o en Afganistán, al menos se debería frenar en esta Europa en ocasiones tan acomplejada.

Cuando escucho a tantas feministas defender el uso del mismo como un símbolo de libertad y de elección personal, me subo por las paredes. Resulta muy cómodo defender lo indefendible desde la comodidad del sillón en una casa en la que puedes opinar libremente, pero me gustaría que todas estas mujeres escucharan lo que alguien que lo ha padecido con toda su crudeza tiene que decirles:

“El significado del velo es que debes cubrirte del hombre porque eres un objeto. Pero las francesas han conseguido hacer del velo un símbolo de resistencia, cuando lo es de sumisión, por eso creo que es un problema más identitario, político”. “Nunca he estado en guerra contra los hombres, que son excelentes compañeros de viaje. Luchamos por la humanidad, por el ser humano”.

Todo el segundo tomo está embadurnado de tristeza, de tipos barbudos insoportables que escrutan cada centímetro del cuerpo o del pelo de las mujeres que se cruzan por la calle para reprenderlas, golpearlas o detenerlas. Se prohíben la música y el baile, y todo aquello que huela a libertad individual. El clima es tan irrespirable que los padres de Marjane optan por enviarla a Europa cuando apenas ha cumplido los 14 años.

El tercer tomo narra otro choque cultural, el de la adolescente que descubre una Austria en la que los supermercados están repletos de comida, en la que existe una liberación sexual y homosexual desconocida para ella, en la que se habla de comunismo, anarquismo y rebeldía con olor a porros… Para una niña venida de una sociedad ultraconservadora, la adaptación no fue nada sencilla. De hecho, ella misma considera que no se adaptó, tuvo una época más que complicada y finalmente, tomó la determinación de volver a Irán. Con 18 años y una agobiante sensación de oportunidad perdida, de fracaso.

El cuarto tomo trata del retorno a un lugar triste, decadente, sin libertades, en el que la protagonista se siente tan ajena como lo estuvo en su última etapa en Europa. Era vista como iraní en Europa y como extranjera en su país natal. El apoyo de sus padres fue decisivo para salir de la depresión y para entrar en la universidad, en la que, pese a gozar de cierta libertad de movimientos, todo tenía que hacerse a escondidas: las fiestas, la música, las relaciones…

Hay cierto humor en las situaciones absurdas, como la del taller de pintura, cuando tienen que pintar cuerpos femeninos, pero, obviamente, cubiertos con ese chador que cubre todo el cuerpo. O cuando les encargan idear un parque de atracciones con la temática de la mitología iraní, pero el proyecto se cae porque, oh, barrera infranqueable, las esculturas representan “mujeres con el pelo a la vista y el cuerpo sin cubrir”.

El libro te llega a indignar por momentos, en especial cada vez que sale un barbudo de estos. Los dibujos transmiten su dureza, su incultura, el fanatismo en el que han sido educados. ¿Cuántos millones de tíos habrán sido educados de esta manera? En un país de 90 millones de habitantes, supongo que habrá cientos de miles de desalmados así.

Persépolis concluye con una nueva “huida” de Marjane hacia Francia, país en el que estudiará, se hará una carrera y la vida que todos conocemos de ella. No ha vuelto desde entonces y, aunque no hace mucho decía que creía que moriría en el extranjero (entrevista de 2020), de un tienpo a esta parte es más optimista y cree que podrá volver cuando el régimen actual sea sustituido (entrevista de 2023). Las vueltas que da la vida, parece que uno de los que espera que caiga el régimen actual es el hijo del sah Rezah Pahlevi, quien se postula para “derrocar al régimen que tiene secuestrado al país”.

No lo sé, uno mira cómo los talibanes controlan todo el poder en la vecina Afganistán y ya duda de todo. Y la formación general en un país como Irán es muy superior a la de los afganos. La revolución “avanza” a su manera con el uso de la tecnología para el control de su población. De la femenina, por supuesto. Lo último ha sido colocar cámaras con IA para poder controlar a todas aquellas mujeres que se quitan el velo para conducir: son identificadas y reciben un SMS de inmediato en el que se les notifica el castigo, que no es otro que la confiscación del vehículo. Vaya mierda todo, qué rabia me da.

Marjane Satrapi recibió el premio Princesa de Asturias de la Comunicación y Humanidades en 2024 y tuvo un discurso curioso, un punto de vista interesante:

“Antes que nada, quería expresarles mi profundo agradecimiento por este extraordinario premio que me han concedido. Y ahora, puesto que de eso se trata, hablemos de la humanidad.

Entre lo que los biólogos denominan animales auténticos, es decir, los mamíferos, el hombre es el único que mata a su hembra. Y calificamos ese acto como bestial, siendo así que ninguna otra bestia, fuera de nosotros, lo comete. Eso es la humanidad.

Pero también hay humanos que pierden la vida a manos de sus torturadores para proteger a sus semejantes, para no denunciarlos, y sé muy bien de lo que estoy hablando. Esto también se llama humanidad.

(…)

Con esto, quiero decirles que no tengo una visión idealizada de lo humano y que yo, en mí misma, experimento esa dualidad. Acepto tanto mi violencia como mi benevolencia, esperando siempre que la segunda prevalezca sobre la primera.

(…)

El hombre por sí solo no sobrevive en la naturaleza. Sólo sobrevive juntándose con otros y creando sociedades. Y la condición sine qua non para lograrlo es la empatía.

Quizás en la educación, en vez de enseñar a nuestros hijos a aprenderlo todo de memoria y a recitarlo como loros, deberíamos enseñarles ética, civismo y sobre todo compasión y bondad. Y les aseguro que no soy de las que ponen la otra mejilla. Por una bofetada recibida devolvería diez, pero trato de no ser nunca yo quien pega la primera”.

Su última obra es Mujer. Vida. Libertad (2023), coescrita y dibujada junto a otras autoras y dibujantes extranjeros, entre ellos Paco Roca, autor de Arrugas y El abismo del olvido. Se trata de un homenaje a Mahsa Jamini, la pobre joven asesinada en una comisaría tras una detención de la policía islámica por llevar el velo mal puesto. Porque estas cosas, por desgracia, siguen ocurriendo.

Anteriores episodios:

Una declaración impostora e impostada

Recojo el guante que deja el amiguete Josean sobre las falsificaciones para hacer una confesión ante los lectores habituales de este blog. Con algo de pudor, bien es cierto, pero allá va: siempre he querido colar una falsificación. Un documento inventado, una trola gorda, bien gorda. Y luego lograr que se hiciera viral, como se dice ahora. A modo de broma, no con ánimo de obtener algún tipo de beneficio ilícito, pero sí colar una trola bien gorda, absurda, ver cómo se la tragan esos “crédulos interesados” del anterior post, cómo la convierten en dogma durante tres o cuatro días, una semana a lo sumo, para luego, yo mismo, desmentirla. Desmontarla, mostrar a esos believers que están dispuestos a tragarse todo que hay que tener un poco más de espíritu crítico.

Este blog cumple hoy 11 años, casi nada, y desde el primer momento siempre he tratado de mantener el rigor en todos los asuntos tratados: contrastar los datos, revisar varias fuentes, no fiarme de la memoria, que a veces juega malas pasadas… y que nadie pudiera reprocharme que «eso es falso», o que «te has inventado esa parte». Incluso, o, sobre todo, en temas que tocan la fibra, como el fútbol o la política. Sin embargo, sucede que a veces apetece hacer bromas con algunos asuntos y ver las reacciones que genera. Guiado en parte por el «Si non e vero, e ben trovato»: no es cierto, pero lo he contado bien. Bonito. Así colé alguna falsedad en un post de cine (Libros de atrezzo, aunque al final se desvelara) o algun gazapo fake en Una furgoneta del siglo XIII.

No han sido las únicas bromas. Hace un par de años, publiqué una broma en X/Twitter sobre el supuesto borrador de notas del asesor jurídico del Barça para Joan Laporta antes de su publicación. Para mi sorpresa, unas 60.000 personas leyeron ese texto, bastante burdo, con un post-it pegado, con una letra atropellada, la mayoría de ellos, difundiéndolo como la coña que era, pero algunos me preguntaron: “¿Pero esto es cierto?”. ¡Coño, cómo va a ser cierto, si se ve a la legua que es una coña!”.

Pero es el peligro de las redes sociales. En otra ocasión junté la cabecera del Marca con un titular absurdo en la línea pastoral del periódico (alabar hasta los pedos de Guardiola y criticar todo lo que se refiera al Real Madrid) y este sí se lo creyeron la mayoría de los lectores. Unas veinte mil personas. Tuve que desmentirlo pocas horas después ante la cantidad de comentarios indignados con el periódico del atlético Gallardo.

Son bromas sin maldad alguna, pero no me gusta que se propaguen demasiado, así que enseguida aviso de la falsedad, como aquellas veces. Antes de que se vayan de las manos, que lleguen más allá de lo que a uno le gustaría. Eso me recuerda una vieja historia que me sucedió en mi anterior trabajo, hace más de veinte años, y de la que hoy me río con ganas. Se publicó una controvertida nota del presidente del grupo acerca de un asunto que iba a generar reacciones, muchas charlas de pasillo y múltiples interpretaciones. Cogí ese comunicado e hice algo parecido a lo de Laporta: cambié unas pocas palabras, añadí otras de mi puño y letra endureciendo el lenguaje y el toque final, un post-it pegado. Se suponía que eran los cambios del responsable de comunicación del grupo al mensaje inicial del presidente. Una broma que no pensaba que fuera más allá de mi media docena de colegas más cercanos. Pero alguno de ellos, pese a que les dije que no lo circularan, lo hizo, y llegó a más gente, y a más, y… Un día estaba en el baño y coincidí «meando» con el Director de Recursos Humanos. Se puso a mi lado y me dijo:

– Hombre, no sé si has sido tú el autor de ese escrito que está circulando por ahí, pero, por si acaso fueras tú, o lo conocieras, me gustaría decirle a ese artista dos cosas: la primera, que es muy peligroso hacer estas bromas, hay que tener mucho cuidado o no hacerlas directamente.

Tragué la saliva mientras deseaba terminar el chorro de orina cuanto antes.

– Y la segunda, me gustaría felicitar al autor en persona porque me he descojonado vivo. Es buenísimo, qué cabrón el que lo haya hecho.

Creo que solo supe contestar algo así como «se lo diré al autor», pero me cuido mucho desde entonces de hacer estas bromas en el mundo de la empresa. Y no será por falta de ganas. Aun así, me di cuenta de lo incómodo que es llevar, aunque solo sea una coña y por unos días, la carga de esa «falsedad». No me imagino lo que debe ser esa gente que lleva toda una vida basada en una mentira. Lo pensaba hace poco mientras veía la película Marco, una fenomenal recreación de Eduard Fernández de Enric Marco, el falso superviviente de Mauthausen, el hombre que vivió durante décadas dando charlas acerca de cómo había sido su vida en el campo de concentración nazi. El impostor al que Javier Cercas dedicó un libro entero.

Sus mentiras se desmontaron cuando un historiador, uno de esos expertos «buceadores» en archivos y documentos históricos, comenzó a ver que lo fundamental no cuadraba en la vida de este impostor: las fechas, el origen, el motivo que lo llevó al campo… Los nazis dejaban un soporte físico y documental de todas sus tropelías y esa manipulación fue clave para desmontar la mentira que fue la vida de este hombre. Quizás por todo esto veo un peligro cada vez más evidente en el mundo que nos va a tocar vivir en los próximos años y es precisamente la falta de soporte físico de la mayoría de los documentos. Sé que existe una firma digital, un registro informático de cada dato, de cada fecha, que la tecnología blockchain permitirá mantener esa trazabilidad del «documento», pero, si se pueden falsificar documentos del siglo XIV, no tengo ninguna duda de que cambiar un registro en un servidor es infinitamente más sencillo.

Y luego está el peligro de las redes sociales, de los believers que comentaba en el anterior post, los tipos que quieren creer algo porque encaja con sus valores o sus intereses. Hay granjas de bots expandiendo mentiras por las redes sociales y millones de creyentes de las mismas que no van a hacer el mínimo trabajo de averiguación acerca de la posible veracidad. Tipos que se las tragarán, las difundirán, retuitearán, amplificarán y contarán por todos los medios a su alcance. Como aparece en la cita de Mark Twain con la que inicio este post:

«Es más fácil engañar a la gente que convencerla de que ha sido engañada»

El sesgo de confirmación funciona a toda máquina en este inframundo moderno de las redes sociales, las noticias rápidas y los titulares tendenciosos. El sesgo de confirmación es ese convencimiento en toda aquella información, lectura, escucha o dato que concuerda con las creencias propias, para, de ese modo, confirmar o dar por contrastado nuestro pensamiento. El componente emocional juega un papel relevante en este llamado sesgo, «pensar con las tripas», y así podemos observar a diario cómo hay personas que creen firmemente todo lo que dicen sus líderes «espirituales» (pueden ser políticos, culturales, deportivos, periodísticos) al mismo tiempo que descartan esas mismas teorías si son expresadas por alguien a quien desprecian. Vivimos en una sociedad fuertemente polarizada y en la que ha crecido exageradamente la «posverdad», esa palabreja que hace referencia, según la RAE, a la «distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales».

Y aparte de las redes sociales o el desastre de la mayor parte de los medios de comunicación, advierto otro peligro para los años venideros: la expansión de la Inteligencia Artificial. Porque se alimenta de la popularidad de lo que ya existe en las redes y los medios, no del documento base original, y pesa más la estadística de un dato previamente difundido que su validez. La información tiene más posibilidad de transformarse en verdad para la IA si es popular que si es real. Copilot, Chat GPT, Perplexity, Meta AI y demás herramientas son estupendas, pero me pregunto cuántos de sus usuarios se quedan en la primera respuesta o contrastan la misma.

Por la parte que me toca como responsable del blog, trataré de mantener el rigor… y alguna vez colaré una falsedad. Gorda, bien gorda.

Cómics (III): Maus

Maus llegó a mi conocimiento de una manera poco convencional, pues no lo hizo por la propia obra en sí, de la que no sabía nada, sino por el reconocimiento de un premio de prestigio como el Pulitzer. En 1992, la novela gráfica de Art Spiegelman (Estocolmo, 1948) consiguió un galardón especial del jurado de los Pulitzer por el tratamiento tan original que dio a su relato sobre el holocausto judío y la supervivencia de su padre en ese horror. Lo hace de una manera muy poco convencional, pues emplea animales con forma humana, y lo envuelve todo con un humor amargo que se mezcla con la tristeza que empapa toda la historia. Fue el primer cómic que obtuvo este prestigioso premio, una distinción a la que, desde este año, le acompañará Feeding ghosts, de Tessa Hulls.

Maus se publicó en tiras cómicas entre 1980 y 1991 en la revista Raw, y, como libro, en dos partes: Mi padre sangra historia (1986) y Y allí empezaron mis problemas (1991). Los judíos son representados con forma de ratas y sus captores, los alemanes, lógicamente son gatos. Los polacos son cerdos, los franceses aparecen como ranas y los norteamericanos son perros. Esa equiparación judío-rata podría parecer un arranque desafortunado, algo que provocara el rechazo inmediato del lector, pero precisamente el origen de esa equiparación viene del propio nazismo y de la brutal campaña de deshumanización que iniciaron los líderes del partido hacia este colectivo. El libro comienza precisamente con la famosa frase de Hitler:

«Sin duda los judíos son una raza, pero no humana»

Adolf Hitler

Los judíos eran comparados con ratas y con parásitos que transmitían enfermedades, y esa deshumanización fue fundamental para que un pueblo culto y formado como el alemán apoyara una barbarie que comenzó mucho antes de los campos de exterminio: con el arrinconamiento en guetos, la pérdida de derechos de los judíos, la consideración como ser inferior. En su momento generó mucha polémica y el propio autor dudó acerca de si su elección era una manera adecuada (o afortunada) para tratar una historia como la de los prisioneros de Auschwitz, como manifiesta en el propio libro, pero siguió adelante, entre otras razones, porque le parecía imposible dibujar con hombres y mujeres algunas de las escenas que quería contar: las cámaras de gas, los cuerpos amontonados, la extrema delgadez… la violencia de los captores.

Maus desarrolla dos tramas diferenciadas en dos momentos y dos lugares bien distintos:

  • La relación de Art con su padre Vladek a principios de los ochenta en Estados Unidos, mientras le pide que le cuente historias acerca de Auschwitz, su madre, el hermano al que no conoció pues falleció allí y cómo logró sobrevivir. Nos muestra una relación difícil debido al carácter del padre: egoísta, tacaño, cutre, arisco, pero también machista y racista, como nos mostrará en algún episodio. Da la impresión de que salió de Auschwitz, sí, pero Auschwitz nunca salió de él.
  • La propia vida en Polonia a finales de los treinta y principios de los cuarenta: la llegada de los nazis, la manera de escapar en un primer momento para poder mantener su tren de vida, los guetos, los escondrijos tan inverosímiles para sobrevivir unos meses más y, finalmente, el internamiento en Auschwitz. La lucha por la supervivencia.

Podría haber una tercera línea argumental, que es la del propio autor, Art, y sus dilemas internos. Primero, para superar el suicidio de su madre Anja en 1968, un episodio que no oculta y que le atormenta, como cuenta en la breve historia de tres páginas que incorpora a la propia novela, Prisionero en el planeta infierno, y en segundo lugar, las conversaciones con su psiquiatra y con su mujer acerca de si debe continuar con esta obra o no. El dilema moral al que se enfrenta y el modo escogido para hacerlo. El propio autor se contesta con una frase de Samuel Beckett, para, a continuación, decir: «sí, pero la dijo».

La obra resulta contundente, precisa y profusa en las explicaciones, sin obviar las cámaras de gas, los barracones, las literas repletas de cuerpos hacinados, los trenes o las explicaciones sobre los zulos que utilizaban las familias para esconderse en el gueto. La casa de Ana Frank en Ámsterdam (una visita que merece la pena hacer cada vez que vayas por allí) te viene de inmediato a la cabeza, si bien, algunos de los alojamientos de Vladek y Anja resultaban aún más complejos y pequeños. Alguno, aún más inhumano, como el basurero. O las célebres chimeneas de Auschwitz, la manera de salir física y (valga la metáfora) espiritualmente de aquella pesadilla.

La historia avanza como el propio nazismo en Europa durante aquellos años, y la sombra de la esvástica se cierne sobre las familias, como algo que ya «está ahí» y se va a llevar por delante a esas familias adineradas, de cuyas tragedias vamos sabiendo a medida que la historia se desarrolla.

Nada más comenzar la obra, olvidas de inmediato que estás leyendo una historia de «gatos y ratones», o de hombres y mujeres tras una máscara, igual que en tantas películas de Disney o en la Rebelión en la granja de Orwell. Es todo tan real, tan humano o inhumano, como lo que hemos visto en La lista de Schindler, El pianista, La zona de interés, en exposiciones, visitas o en tantos documentales sobre la época.

De hecho, la catalogación de la obra por el New York Times provocó una divertida polémica del autor con el diario en el que confiesa estar encantado de aparecer en su lista de best-sellers, pero que «el deleite se convirtió en sorpresa, sin embargo, cuando advertí que aparecía en el apartado de ficción». La carta es una delicia que descubrí recientemente (gracias, Jorge Corrales) y que merece la pena leer si sabes inglés.

«Ficción significa que la obra no es factual, verídica», dice Spiegelman. Luego habla del terreno fronterizo que separa la ficción y la no ficción, de todos los detalles que da acerca de los campos de concentración o de cómo construir un búnker, y que se estremecería de pensar que las memorias de su padre en la Europa de Hitler y los campos de exterminio fueran clasificados como ficción. «Entiendo que dibujar a las personas con cabezas animales puede plantearles problemas de taxonomía. ¿No podrían considerar añadir una categoría especial de «no ficción de ratones» en su lista?».

Finalmente se registró en el apartado de no ficción para el editor, que mencionó otras fuentes como «Memorias, historia» en Pantheon Books o la biblioteca del Congreso de Estados Unidos, donde quedó incluida en esa misma categoría de no ficción.

Sea lo que sea, una obra de no ficción con ratones, o con personas que llevan máscaras para distinguirse por razas o especies, como hacían los propios nazis con los brazaletes, es una aproximación veraz y casi en primera persona de lo que sucedió. El autor nos devuelve a la «humana» realidad en algunos episodios cuando muestra las fotos de su padre en el campo o del hermano al que no conoció, el pequeño Richieu, que falleció en el campo, como toda la familia de Vladek. Solo sobrevivió Anja, con quien se reencontraría tiempo después de la guerra, tras varias vicisitudes por Polonia, Austria o Suecia.

La novela gráfica de Art Spiegelman no sorprende por su crudeza, ya vista en otros formatos, sino por su similitud en varios puntos con otras famosas obras ambientadas en los mismos escenarios. El hombre en busca de sentido, de Víctor Frankl, y Si esto es un hombre, de Primo Levi, vienen a la mente del lector de inmediato, por lo que cuentan sobre la deshumanización de los judíos que tan bien lograron los nazis, el adormecimiento de las emociones, la lucha feroz por la supervivencia, incluso con el semejante, o cómo la humillación contribuía a rebajar aún más una autoestima que ya estaba por debajo de los barrizales polacos. También coincide con ambos textos en que los prisioneros tenían una sola motivación para sobrevivir y no lanzarse contra la alambrada, que no era otra que volver a ver a los suyos, a su mujer, a su hijo, a lo poco que les aferraba a este mundo.

He buscado en el libro de Víctor Frankl algunas frases y parecían calcadas o resumidas por Spiegelman en Maus: «Por lo general, solo se mantenían vivos aquellos prisioneros que, tras varios años de tumbos de campo en campo, habían perdido todos sus escrúpulos en la lucha por la existencia (…). Los que hemos vuelto de allí gracias a multitud de casualidades fortuitas o milagros -como cada cual prefiera llamarlos- lo sabemos bien: los mejores de entre nosotros no regresaron».

«Fruto de las convicciones personales que más tarde mencionaré, la primera noche que pasé en el campo me hice a mí mismo la promesa de que no me lanzaría «contra la alambrada». Esta era la frase que se utilizaba en el campo para describir el método de suicidio más popular: tocar la cerca de alambre electrificada».

La historia de los campos de concentración y exterminio es terrible, una lacra que la humanidad no olvida y no debe olvidar. Hacen bien los judíos en recordar su historia y su sufrimiento, y son perfectamente conocedores de que el primer paso para que una brutalidad así sea posible es desposeer al enemigo de su condición humana. Lo sabe muy bien Ariel Sharon, igual que los ministros y partidarios de su gobierno, quienes tratan de desposeer de tal condición a los gazatíes, sin derechos, sin agua, sin comida, sin sanidad, para luego, con la excusa de la guerra contra los terroristas de Hamás, justificar el exterminio de toda una población. Parece mentira, pero no es algo que haya pasado hace ochenta años, sino hoy, ayer, la semana pasada.

Capítulos anteriores:

Cómics (I): Pyongyang.

Cómics (II): El abismo del olvido.

Relacionados:

Watchmen (I): la novela gráfica.

V de Vendetta (I): la novela gráfica.

¿Qué pasó con…? (VI)

A finales de los ochenta, un escándalo de corrupción pasó a ocupar las principales portadas de los medios y nos dejó a todos con la boca abierta: «¿me estás diciendo que el hermano del vicepresidente de gobierno tiene un despacho en una sede oficial de la delegación del gobierno en Andalucía para recibir empresarios y ejercer «labores de representación»? ¿Pero esto qué coño es?».

La bola de nieve, o de mugre, comenzó a crecer, ocupó horas en radios y televisiones, centenares de páginas en los periódicos, diálogos bochornosos en el Congreso, y acabó con una serie de investigaciones por cohecho, fraude fiscal, prevaricación, malversación de fondos y usurpación de fondos que terminaron en los juzgados. Todo ello provocó la dimisión de Alfonso Guerra en enero de 1991, hoy «rehabilitado» para buena parte de la opinión pública por su defensa de un socialismo muy diferente al de Pedro Sánchez. Es curioso que tuvieran tanto parecido a la hora de colocar a sus hermanos en puestos en la administración.

La última etapa del gobierno de Felipe González salió a escándalo diario y no recuerdo bien si el caso Guerra fue el detonante que llevó a un adelanto electoral en 1993 y a la posterior derrota en las urnas en 1996 tras una legislatura breve y agotada. A los casos Flick y Filesa sucedieron el caso Seat, la utilización de los fondos reservados, el caso Ibercorp, los GAL, el caso Urralburu, la huida de Roldán, el fraude del BOE, los «agujeros» de la Expo 92… Aquello era insoportable.

Muchos comenzamos a saber aquellos años qué era eso del «tráfico de influencias», hoy algo tan archiconocido que no hay semana que no nos encontremos un posible escándalo relacionado con esta práctica tan nuestra. Por momentos parece que no hay político que no tenga un hermano, primo, novio o novia, cuñao o amigo de largas veladas al que buscar acomodo a cuenta del erario público. El escándalo de Juan Guerra nos hizo saber que había quienes ejercían una labor de… ¿cómo lo llamamos, comercial, de intermediación, asesoramiento, lobby? ¿Facilitador? ¿Acelerador de proyectos? ¿Directamente, un conseguidor?

El caso adquirió tal relevancia que no se libró de una aventura del gran Francisco Ibánez en el mismo año 1991: Mortadelo y Filemón contra El atasco de influencias. Unas influencias que ejercía un tal Juanito Batalla, un parecido claramente indisimulado del hermanísimo. Era un personaje grotesco, cutre, casposo, al nivel de las fotos en calzoncillos de Luis Roldán, pero resulta que, en ocasiones, el humor es la mejor vía para contar una mierda putrefacta como aquella.

Y sin embargo, después de todos los juicios, tras la dimisión de Alfonso Guerra, ¿en qué quedó aquello? Pues sorprendentemente para la mayoría, Juan Guerra fue absuelto de todas las acusaciones por delitos de corrupción, como los casos Litomed y Comasa, o como el caso Fracosur, por el que fue inicialmente condenado, pero absuelto posteriormente por la Audiencia de Sevilla. En cuanto al que más morbo generó, el juicio por la usurpación de funciones en la delegación de gobierno, fue inicialmente condenado, pero el Tribunal Supremo lo absolvió en 1995.

Solo fue condenado por delito fiscal (que no es poco, ni mucho menos) por un importe de 42 millones de pesetas, unos 253.000 euros, un delito por el que, además, se le condenó a dos años de cárcel, pena que fue suspendida en 2002 tras una larga serie de recursos y apelaciones.

Juan Guerra desapareció durante décadas para la opinión pública y no he encontrado mucho acerca de cómo vivió esos años, pero supongo que no le faltaría de nada. Volvió a aparecer en una entrevista en televisión en febrero de 2022, en 7TV Andalucía y lo hizo para reivindicar su inocencia. Dice que pasó años terribles de persecución de los medios y que lo suyo fue «una operación de caza». Tenía entonces 80 años y una de las frases que dejó me viene a la cabeza con lo que estamos viendo desde hace meses en el mundo de la política: «hay que seleccionar bien a las personas cuando le vas a encargar algo de importancia». Eso pensaba Pedro Sánchez con Ábalos, y Ábalos con Koldo, supongo.

Pasan los años, pero algunas prácticas permanecen: el hermano de Sánchez, el novio de Ayuso, la mujer del presidente, el hermano de Ayuso, las parejas de Pablo Iglesias, las ex de Ábalos… También los juicios sumarísimos en la plaza pública. Normal, cuando todos los apegados, perdón, allegados, terminan de un modo u otro cobrando del erario público.

También a principios de los noventa, concretamente en 1992, una aparición fugaz en un programa de televisión nos sorprendió a más de uno. Y de dos. A varios millones. Un chaval de origen francés, Jordy Lemoine, de apenas cuatro años, se presentaba en un programa como «el cantante más joven del mundo». Fue un espectáculo inenarrable. El niño no tenía gracia, no cantaba, apenas se movía, ponía cara de no saber qué hacía allí, y a algunos nos dio por preguntarnos si no iban a retirar la custodia a sus padres. Le habían puesto una gorra torcida, habían «sampleado» su voz en una mesa de mezclas y le habían dicho que diera tres pasos de bebé con cierto ritmo. La canción vendió millones de discos por todo el mundo, unos seis millones de copias, según se comentó. «Dur, dur, d’etré bébé», algo así como «duro, duro ser bebé».

Los llamados talent show deberían estar vetados para niños por debajo de ciertas edades. No sé cuál, pero llama la atención ver los llantos de algunos niños cuando no son escogidos por sus cuatro quejíos flamencos mal dados porque en su lugar han elegido a gente enormemente preparada que lleva años pateándose escenarios y giras por todo el país en busca de una oportunidad. Gente con talento y mucho curro por detrás que observan anonadados cómo los aplausos van para unos críos cuyo mayor atractivo es su edad.

El problema no son los Jordys de la vida, sino los padres. Los padres de este niño francés eran una compositora y un productor musical. Entre ambos compusieron esa merdé, la mezclaron de manera conveniente con ritmos pegadizos y se dedicaron a explotar al chaval por el mundo. A los pocos meses del pelotazo sacaron un disco, Pochette surprise, y, apenas un año después, en 1993, otro, Potion magique. Había que explotar la fórmula antes de que se agotase. Hicieron una buena fortuna y trataron de repetir la fórmula: en 1995 publicaron un tercer disco, La Récréation, con el que se estrellaron. Hay público para mucha bazofia, pero no para tanta.

Los padres de Jordy pensaron que el éxito iba a durar para siempre y se habían metido en inversiones millonarias, como una atracción infantil con la imagen de su hijo, con la que se pegaron un batacazo económico descomunal y perdieron la mayor parte de su fortuna. Los padres se separaron poco después y el chaval desapareció, recuperó a duras penas el anonimato. Volvió a la escuela, como corresponde a un niño que tendría por entonces siete años y no se volvió a saber de él en Francia hasta que apareció en un programa de famosillos que cantan, supongo que una especie de Tu cara me suena o algo así.

Lo último que se sabe de él es que vive en Inglaterra y tiene una banda de rock, Jordy and the Dixies. Venderá muchos menos discos, pero estoy convencido de que vive más feliz. Es curioso, hoy, que se celebra Eurovisión, encuentro cierto paralelismo con nuestra representante, Melody. Con apenas diez años se hizo famosa en 2001 con El baile del gorila por su desparpajo y por la manera de moverse. Fue número uno en varios países, estuvo nominada a los Grammy Latinos y vendió millones de discos. Luego intentó mantenerse en el mundo de la música, pero no tuvo éxitos destacables. Los que no sabíamos nada de ella, nos la rescataron nuestros hijos en Tu cara me suena, en la edición de 2014, «Papá, ¿conoces a una cantante que se llama Melody?». Una diva poderosa, o algo así dice su canción de ahora. Apenas tiene 34 años, Jordy tiene 37, pero ambos parecen haber vivido ya varias vidas.

Futbolero e inspector de Hacienda

A nadie le apetece una inspección de Hacienda. Y eso que en este capítulo me referiré a la incomodidad que supone una inspección realizada a la empresa en la que trabajo, no quiero ni imaginarme lo que puede ser sufrir una en tus propias carnes de persona física sin apenas más ingresos que los de tu nómina.

Aquella mañana acudimos a la sede central para grandes contribuyentes de la Agencia Tributaria, justo enfrente de esos Nuevos Ministerios que tienen poco de “nuevos”. La mañana era fría y allí acudí acompañado por dos colegas de trabajo: Gabriel, mi brazo derecho en la empresa, y Ramón, el responsable fiscal del grupo. Por aquel entonces (¿y cuándo no?), la Agencia Tributaria estaba a la caza de grandes fortunas y el organismo aparecía con bastante asiduidad en la prensa. Messi y Cristiano Ronaldo tenían casi tanta presencia en los medios por las investigaciones de Hacienda que por sus goles o hazañas sobre el terreno de juego. Actores, futbolistas, empresarios, políticos… nadie se libraba de sus tentáculos. Justamente acababa de pronunciar la palabra “tentáculos” cuando en el control de seguridad de la entrada al edificio me pidieron el DNI.

– Coño -me dije-, voy a controlarme, que seguro que graban a todos los que los ponemos a escurrir.

En la planta cuarta nos esperaba un amplio equipo de la inspección: Aquel día estaban todos muy sonrientes, enormemente amables y educados, como un equipo de cirugía refractiva antes de pegarte un sablazo. Ya habría tiempo de enseñar los dientes.

– Hola, soy Manuel -nos saludó el más veterano de todos mientras extendía la mano derecha-, seré el jefe de la inspección durante el tiempo que dure.

Nos presentó a los dos equipos que se iban a lanzar a nuestras yugulares contables durante los siguientes doce meses: Chelo, Montse, Julio, un informático, Alejandro… no logro recordar todos los nombres. El tal Alejandro era un auténtico cabrón, bueno, no quiero pasarme, era un tipo bastante desconfiado. Y bueno, un auténtico cabrón, como veríamos después. En aquella presentación todo muy cordial, muy correcto, y nos llevaron a una amplia sala. Con los inspectores de Hacienda me pasa lo mismo que me sucedía cuando era un chaval que acudía a mis primeras entrevistas de trabajo y había un psicólogo al otro lado de la mesa: joder, que me pone nervioso que a cada gesto o frase haya un tío (o tía, para esto sí empleo el lenguaje inclusivo) que anote mis palabras o el significado de mis ademanes.

¿Hablé de más, de menos, en aquella reunión de cortesía? ¿Captaron la directa de mis palabras cuando les dije que “Hacienda somos todos, menos mi vecino de dos casas más allá, que es diputado en el Congreso”?

El inspector nos pidió colaboración a lo largo de todos los meses durante los cuales la inspección iba a permanecer abierta:

– Vamos a fijar un día a la semana, unas veces en nuestra oficina, otras en las vuestras, pero, sobre todo, os pedimos la máxima colaboración en la entrega de documentación para que esto vaya rápido y no sea necesario ampliar los plazos máximos.

“¿Más de doce meses? No jodas, si para evitar eso precisamente tenemos la trituradora de documentos funcionando a pleno rendimiento”. En aquel momento se me ocurrían muchas frases así, pero me las guardé hasta ese momento de la inspección en que ya cogimos cierta confianza mutua. Para que una inspección sea llevadera tienes que lograr ese buen clima de entendimiento con ellos y eso a veces surge cuando les invitas a tomar un café.

– Venga, Chelo, Lourdes, ¿bajamos a tomar un café? -les dije un día en nuestras oficinas-, así estáis menos tiempo hurgando en nuestros papeles.

Lo normal era que hiciéramos esa parada sobre las once de la mañana, pero hubo un día que andaban muy liadas y declinaron nuestra invitación:

– Sois las primeras funcionarias de este país que rechazan un café -les solté.

Tardaron un tiempo en entender nuestro particular sentido del humor, pero lo cierto es que la interacción fue bastante positiva para ambas partes, tanto que Chelo, la mayor, me respondió:

– Tranquilo, tengo varios compañeros que mantienen bien alta la media nacional de cafés de la administración.

El humor siempre ayuda, y el trabajo avanzó con una fluidez deseable para todos. Con el que metí la pata hasta el fondo fue con Manuel, el inspector jefe.

– A ver si me dejáis tranquilo a Cristiano Ronaldo, Manuel -le comenté en una ocasión antes de empezar la jornada-, que el pobre se está descentrando con tanta inspección, con las peticiones de cárcel y eso, y en un mes tenemos eliminatorias de Champions.

Me miró de soslayo y respondió:

– Si hubiera pagado lo que le dijimos desde el inicio, no tendría ahora estos problemas.

– Pero, desde el desconocimiento, pregunto, sea Ronaldo, Messi, Shakira, o quien sea: ¿unos ingresos por un anuncio rodado en las Seychelles para una empresa americana, que le paga una agencia de Singapur, y con los derechos de imagen cedidos a otra empresa con sede en Bahamas, de qué modo tiene que liquidar en España y por qué concepto?

Nunca profundizamos en estas conversaciones lo que a mí me habría gustado. Además, ahí estaba mi compañero Gabriel al quite para pedirme que no insistiera: “me da que este tío no es del Madrid precisamente”. Su intuición se corroboró un día que acudimos a sus oficinas, concretamente el día después de que Ronaldo marcara de chilena el golazo aquel en Turín:

– ¿Viste ayer a Cristiano, Manuel? Vaya chicharro, al final, la rabia por tanta inspección ha servido para que saliera a reventar a los italianos.

En aquel momento subíamos de una planta a otra porque la sala de reuniones de otras veces estaba ocupada. Íbamos por las escaleras, pero el inspector se paró, se giró y me dijo muy serio:

– ¡Qué pesaos estáis los madridistas, parece que no habéis visto un gol de chilena en vuestra vida!

Glups, definitivamente no parecía simpatizante del Madrid.

– La reunión tendrá que ser en mi despacho -nos dijo-, porque no hay una puta sala libre en todo el edificio.

Entramos al despacho, nos sentamos en la pequeña mesa de reuniones que tenía y “¡bingo!”, allí estaba la prueba: un calendario del Atlético de Madrid en la pared, tras el escritorio en el que se sentaba a diario. Y un banderín del Atleti colgando del monitor del ordenador.

“Con menudo hooligan he debido dar”, pensé. Don Manuel, Manolo, como vi que le llamaban sus compañeros, no era mal tío, simplemente era más seco que la mojama. En especial cuando salía el tema fútbol, que a partir de ese día traté de obviar. Castizo, madrileñazo de generaciones, con padres y abuelos colchoneros que sin duda habían contribuido a que no hiciera la elección adecuada en la infancia.

Según fuimos conociendo datos de su vida, supimos que estaba en sus últimos años de carrera profesional, que había compartido promoción con algunos tipos que dejaron pronto la inspección y se metieron en la política, “y se forraron a base de olvidar lo que sabían los muy…”. Siempre se cortaba antes de soltar la palabra “sinvergüenzas”, pero era muy evidente que le dolía especialmente ver cómo algunos excompañeros de carrera habían contribuido a cambiar las normas para favorecer a otros que les habían retribuido con generosidad.

Ni siquiera cuando hice alguna broma sobre el despacho de Montoro, los conocimientos fiscales de Montero o la inspección al banquero que murió en el acto conseguí sonsacarle algo. Solo una vez, cuando apareció el nombre de un inspector de Hacienda en excedencia entre los beneficiarios de las tarjetas black:

– Ese tío siempre fue un capullo integral

Y no dijo más. Quizás porque lo había dicho todo. Recuerdo otra salida suya cuando le planteé una cuestión acerca de un negocio que habíamos comenzado recientemente, “para la próxima inspección, Manuel”, un negocio de cientos de miles de pequeñas operaciones de céntimos que se gestionaban a través de una app de uso en los móviles:

– Imagina que son diez céntimos por operación, que se supone que llevan el IVA incluido -levantó las cejas como diciendo “que se te ocurra lo contrario”-, vale, luego dos céntimos para Hacienda, uno para el banco que pone la plataforma de pago, otros dos para la empresa que desarrolla la app, que está ubicada en la isla de Jersey, uno y medio para pagar el propio coste del servicio y el resto para nosotros. Y todo esto, unas diez mil veces al día.

Me miraba como si no quisiera escucharme más, como si se estuviera cagando en todos los desarrolladores de la nueva economía, así que, cuando lancé mi pregunta:

– Con todo esto, y con la poca calidad de la información que recibimos nosotros mismos para liquidar, ¿cómo nos vais a inspeccionar estas facturas y qué soporte esperáis que os facilitemos?

Su respuesta no pudo ser otra:

– Mira, quedan tres o cuatro años para eso, y para entonces yo ya me habré jubilado, ¡que se lo coma el siguiente!

Sentí envidia, quizás porque en el fondo yo sienta algo similar a él, una infinita pereza por estas nuevas tecnologías y los millones de céntimos que vuelan entre países y empresas. “Solidaridad en la pereza” podría haber sido el título de este capítulo. Pero he preferido llevarlo por el lado del fútbol porque fue decisivo para el cierre de la inspección. Los servicios de inspección suelen tener una cifra en la cabeza que esperan “encontrar” en los inspeccionados: diferencias de criterios, cambios normativos mal aplicados, interpretaciones interesadas… por lo general, hay más de diferencias por la regulación que por fraude o evasión.

– Mira, Lester -me dijo Manolo al comienzo del undécimo mes-, si aceptáis esta regularización que os proponemos, damos carpetazo a todo, cerramos aquí y hasta dentro de un tiempo. Si optáis por firmar en disconformidad, seguimos con la inspección abierta, ampliamos la petición de información y entonces, al tribunal vamos con todo, también con lo que ya habíamos dado por válido.

– Ya, pero es que creo sinceramente que nuestra interpretación es defendible -razoné-, que tenemos argumentos que lo soportan, aceptar en conformidad ese ajuste tendría un impacto relevante en nuestras cuentas.

– No es tanto para un grupo como el vuestro, estoy seguro, es un palo, pero entra dentro de lo aceptable.

Un palo nunca entra dentro de lo aceptable. ¿Acaso te lo pareció el de Juanfran?

Joder, fue una metedura de pata, lo sé, pero es que, como estábamos en su despacho, la foto del jugador del mes en su calendario del Atleti era la de Juanfran, “nuestro héroe” particular de la Undécima en Milán. El inspector se llevó la mano al pecho como si le hubieran dado una puñalada.

– No me jodas, no me jodas, que todos estamos deseando llegar ya al final de esta inspección, a ver si la vamos a liar ahora y tenemos que pedir una prórroga.

– Me temo que eso nunca ha sido lo vuestro, Manuel, que luego vienen los penaltis, y ahí, como en los tribunales, tenemos mejores tiradores.

Por mi cabeza pasó ofrecerle que nos apostáramos la inspección al resultado del próximo derbi Madrid-Atleti, que se jugaba unos días después. Tocarle la fibra con su lema “Nunca dejes de creer”, que es en vuestro campo y esas cosas, pero me pareció demasiado temerario. Sin embargo, la sola referencia a una prórroga y penaltis, le hizo reflexionar y concluyó:

– Mira, lo mejor será que cerremos con lo que salga del cuadro que está revisando Alejandro con Gabriel, y que ambos aceptemos lo que salga. Es un dato objetivo.

– Me parece bien. Cualquier cosa mejor que los penaltis.

El Real Madrid ganó 1-3 al Atleti. Y firmamos en conformidad poco después.

Kokuselei (III): las gentes de Turkana

Último post del año y, como en anteriores ocasiones, tenía que dedicárselo a la buena gente que hemos conocido en los proyectos en los que hemos colaborado. En los dos post anteriores sobre la misión de Kokuselei he manifestado mi admiración por todo lo que he visto, pero, también, mi sorpresa ante la situación de abandono que sufría la población de Turkana por parte del gobierno de Kenia. Una región sin apenas carreteras, sin agua, sin más electricidad que la que procuran los paneles solares comprados por particulares y ONG, y sin apenas acceso a la sanidad y la educación, cubiertas por misiones como la comunidad misionera de San Pablo Apóstol de Kokuselei, Nario Kotome o apoyada por algunas ONG como Ojos de Turkana. El apoyo de empresas y de asociaciones como la Fundación Sacyr es fundamental para que esto se mantenga o, mejor aún, se amplíe su influencia.

La única actividad económica (por llamarlo de algún modo) en la zona es el pastoreo, fundamentalmente de cabras. Hay algunos pastores de camellos, pero son mucho menos habituales. Algunos pequeños negocios o minitiendas se han establecido en los núcleos de población que concentran algo más de gente (Kataboi, Kalokol, Nachukui…), pero para encontrar algo parecido a una tienda o un mercado hay que acudir a ciudades como Lodwar, cuya población es de unos 60.000 habitantes según el último censo (¡de 2009!).

Este tercer post estará dedicado a las gentes de Turkana, cuya antigüedad es tanta como la de toda la humanidad conocida, si bien, la evolución en esta zona hostil para el hombre parece que quedó anclada en el Neolítico.

El «Turkana boy»

Se trata de uno de los homínidos más antiguos jamás descubiertos, de 1,6 millones de antigüedad. Los hay más antiguos, como los restos de homínidos descubiertos en Etiopía o en Sudáfrica, pero el esqueleto encontrado en esta zona es el más completo y el que se halla en mejor estado de conservación. El niño de Turkana o de Nario Kotome fue descubierto en 1984 y se trata de un esqueleto de un niño de unos once o doce años, de un metro y sesenta centímetros de altura. En la actualidad se encuentra en el Museo de Historia Natural de Nueva York y en su lugar original quedó un relieve que pudimos ver en una de nuestras visitas.

El monumento tiene poco más que el relieve, una placa y algo que me llamó mucho la atención: un monolito. Todo ello en mitad de la nada. El monolito recuerda inmediatamente a 2001: Odisea en el espacio y a ese apartado titulado El amanecer del Hombre, que recoge el momento en el que el simio da ese salto evolutivo y comienza a utilizar huesos como herramientas o armas.

Las mujeres turkana

Si alguno recuerda el monólogo El Cavernícola, cuya versión española interpretaba Nancho Novo, en él se desarrollaba la idea de los hombres cazadores y las mujeres recolectoras llevada al mundo actual, a situaciones de nuestra sociedad moderna. Me acordé del mismo en Turkana por la separación tan clara de roles que existe en la sociedad: los hombres son pastores y las mujeres se dedican al cuidado de la familia y la manyatta, la choza familiar. Puesto que los hombres desaparecen durante largas temporadas para pastorear el ganado, ellas llevan todo el peso de la casa, de los niños, que no son pocos, y de la criatura que llevan en su interior, porque el número de embarazos permanece muy elevado.

Las mujeres turkana son duras como ellas solas, caminan largas distancias hasta el dispensario o el punto de atención de la clínica móvil para ser atendidas, y para que sus niños sean vacunados o se controlen sus percentiles y niveles de nutrición. Suelen llevar al más pequeño en las propias telas con las que cubren sus cuerpos y, si necesitan llevar algo más, lo soportan sobre la cabeza. Los collares que llevan alrededor del cuello tienen los colores propios de su familia, del clan al que pertenecen, y solo cuando «completan» el matrimonio, con la aportación del marido de una dote consistente en un buen número de cabras, se les coloca un anillo metálico alrededor del cuello y otro en el tobillo. No todas lo llevaban, como vimos.

La poligamia existe por una razón de supervivencia y de colaboración entre todos los miembros de la comunidad. Como el hombre está pastoreando el ganado durante una larga temporada alejado del hogar familiar, la mujer suele necesitar ayuda con los críos o la llevanza del hogar, así que es habitual que elija junto a su marido a esa «segunda esposa» que forme parte de la familia. Nuestros esquemas europeos se resquebrajaban cuanto más conocíamos de la sociedad turkana.

Nos sorprendió que, en una sociedad que tiene que vivir al día, procurando lo básico para satisfacer las necesidades de los suyos, haya encajado tan bien la religión católica, cuyas «recompensas» no se obtienen precisamente en el corto plazo, ni siquiera en este mundo. Quizás sean los valores como la parte de la ayuda al prójimo, o a los más necesitados, o quizás se deba a algo mucho más sencillo como el cariño extremo de las misioneras, la caridad que muestran en cada uno de sus actos, una cercanía a la que es imposible decir que no. La mezcla de misa católica, bautizos y mujeres turkana es otro de esos vídeos que no puedo evitar compartir:

Niños

Hay niños por todas partes. Ya no nos sorprendía nada, pero que las familias tuvieran seis, ocho o más niños en un entorno tan hostil para los más pequeños era algo bastante habitual. La naturaleza no deja nada al azar y supongo que este elevado número está relacionado con las probabilidades de supervivencia. El plan de vacunación y el control mensual de los menores de seis años han logrado que las cifras de mortalidad infantil se hayan reducido de manera considerable, con lo que parece, según nos dijo Rocío, que las familias están ajustando y reduciendo la natalidad. «Reducir» significa estar todavía en unas tasas tres o cuatro veces superiores a los estándares occidentales.

Me sorprende otra pregunta que nos han hecho muchos amigos y familiares a la vuelta: «sí, no tienen nada, pero, ¿verdad que los niños están felices?». Pues no lo creo, o no lo sé, o no me atrevo a decirlo. Otra cosa bien distinta es que, pese a carecer de lo más elemental, sepan disfrutar con lo que tienen, o hacer una fiesta con la novedad del día, ya sea lo que van a comer, un globo o la visita de unos tíos blancos que vienen desde España. Alguien que les muestra un móvil, se hace una foto con ellos y se la muestra porque, por no tener, no tienen ni espejos, y la mayoría no saben ni qué aspecto tienen. La clínica móvil, una broma del enfermero, o que ese día hay partido en el campo de fútbol. Saben jugar, reír, disfrutar con lo que tienen, aunque luego te digan que están «hungry» y que les des unas chuches. No sé si son felices o no, pero lo que sí sé es que carecen de muchas de las gilipolleces que hacen infelices a tantos niños en occidente.

Los jóvenes

Todos esos niños, aquellos chavales que aguantaron una infancia muy dura y superaron las elevadas tasas de mortalidad infantil hace poco más de una década, son ahora adolescentes o jóvenes en una zona en la que apenas hay trabajo u oportunidades. La mayoría de ellos se defienden en inglés, pero fueron muy pocos los que tuvieron los recursos económicos para acceder a la escuela secundaria (unos 40 euros mensuales, se puede financiar a través de la Fundación Emalaikat) y menos aún los que llegaron a la universidad. Conocimos a algunos de los universitarios, un profesor, otro de los sanitarios, incluso a un gigantón que vivía en Suecia y estaba esos días en Kokuselei pasando sus vacaciones (no recuerdo los nombres de todos ellos). Había estudiado algo relacionado con la alimentación, pero no sabría decir si era más algo como Tecnología de los Alimentos o un técnico agroalimentario, nos lo explicó regular. Medía un metro-noventa, estaba fuerte y tenía una constitución más robusta que el resto de veinteañeros de la zona. De Kokuselei a Estocolmo, a trabajar en una empresa de tomates, y de vuelta a Turkana, vaya cambio.

La misión también realiza esfuerzos para concienciar a los chicos de la importancia de aprender un oficio, de estudiar para poder aportar algo a la comunidad: mecánica, jardinería, carpintería, albañilería… Con tantas necesidades en la zona y tanta escasez, si hay algo que sobra es mano de obra. Por desgracia, el interés que tienen por el deporte, y el fútbol en especial, no es el mismo que comparten por ese aprendizaje tan necesario. El peligro que afrontará la zona en los próximos años es lo que en realidad podría ser una oportunidad de crecimiento: la llegada de Internet y los móviles. Apenas ha llegado y ya vimos a muchos chavales enganchados a la pantalla del que tenía un móvil. Tik-toks en cadena, uno detrás de otro, vídeos chorras que poco pueden aportar en la zona.

Tuve la oportunidad de jugar al fútbol con los jóvenes de la zona, la mayoría de ellos descalzos, de maravillarme con su velocidad y dureza, y de comprobar la nobleza con la que jugaban. No solo se respetaba al árbitro, sino que al acabar el partidos, los chicos escuchaban atentamente el discurso de sus entrenadores sobre los valores del juego, lo que habían hecho bien y la pequeña reprimenda cuando alguno se había revuelto. Esta vez sí, puedo decir que colgué las botas: se quedaron allí.

Los voluntarios también preparamos unas «olimpiadas», una competición con carreras, salto de longitud y salto de altura, con podio y entrega de medallas. Medallas de carreras de Madrid, Las Rozas, Villanueva del Pardillo, sansilvestres y campeonatos escolares traídas desde España. Los chicos pasaron una gran jornada y nos prepararon este vídeo que comparto:

La historia de Peter

Peter es el enfermero con el que más tiempo trabajé en el dispensario y la clínica móvil. Un gran tipo. Desde el primer día me maravilló su dedicación, el cariño por los niños y por su trabajo, y su sonrisa. Venía todos los días andando desde su casa en Riokomor, a unos diez kilómetros en coche, unos siete por los caminos de cabras por los que venía. Me contó su vida a través de varias conversaciones que tuvimos y me sorprendió saber que había sido pastor de cabras durante muchos años. Hasta que decidió ponerse a estudiar. Por eso creo que era mejor contarlo en un pequeño vídeo y con su propia voz:

Volveremos. Estoy seguro.

Kokuselei (I): la zona.

Kokuselei (II): el voluntariado.

Kokuselei (II): el voluntariado

¿Qué puede hacer un voluntario en un lugar como Turkana? Por lo que vimos en nuestras experiencias previas en Bolivia y Ecuador, el primer riesgo al que se enfrentan los voluntarios en terreno es el de estorbar o molestar, quedando a un lado la posible ayuda que se quiera prestar a los profesionales que llevan años trabajando en la zona. Si uno va con ese pensamiento en la cabeza, ya tiene mucho ganado. Si, además, toma las precauciones suficientes para no enfermar y evitar convertirse en una carga para los trabajadores locales, mejor aún. El resto es sencillo, conviene ir con la mente abierta, atender a las explicaciones de los que viven allí y conocen el terreno y su población, escuchar y siempre, siempre, ofrecer una mano. Para lo que haga falta, por muy fatigado que puedas estar. Uno no es jardinero, ni electricista, ni pintor, ni enfermero, pero son tantas las necesidades que atender, que esa colaboración siempre será bienvenida.

El segundo riesgo es el de meter la pata con la población a la que pretendes ayudar, por choques culturales o sociales, por clasismo, creencias o prejuicios, por repartir regalos a diestro y siniestro como si fueran ayudas caídas del cielo y no una recompensa por un trabajo bien hecho, o por caer en la tentación de prometer lo que luego no se va a poder cumplir… Es complicado y algunos de los ejemplos que nos dio Ayuda en Acción en su día, o Rocío en Kokuselei, nos han sido de gran utilidad. Como el peligro de dar los números de teléfono.

Por último, y no menos importante, en los últimos años han proliferado las agencias que ofrecen eso definido por algunos medios como «volunturismo», experiencias inmersivas en una cultura local en la que haces poco, pero vuelves con una pila de selfis con niños pobres, pero sonrientes. Huyo de ello como de la peste. Si uno viene a Turkana a currar, viene a currar. A sudar, a esforzarse, a agotarse, a dejarse los cuernos, a ser puntual con las actividades que te propongan, a decir que SÍ a todo. A comer lo que haya y beber cuando se pueda. A saber que hay bichos por todas partes y que te van a picar. A dormir en un lugar que podrá ser más o menos cómodo, pero es el que hay y conviene ser consciente de que esa cama es infinitamente mejor que la de los habitantes locales. Por cierto, el alojamiento de Kokuselei en tiendas de campaña nos ha parecido estupendo, igual que la comida (¡gracias, Frida!). Hubo quien mencionó la palabra glamping y todo. 

El mismo año en que fuimos a Ecuador, leí este artículo de Iñaki Alegría, pediatra y fundador de la ONG Alegría sin Fronteras: Consejos que habría agradecido antes de ir «de cooperación». Uno puede estar de acuerdo con algo más de la mitad del artículo, pero no con el resto. En cualquier caso, son interesantes varias de las aportaciones o sugerencias que realiza:

  • Es necesaria una buena formación técnica y profesionalidad.
  • Nada de postureo, influencers, youtubers… El objetivo es trabajar en un proyecto, no conseguir likes.
  • No ir de Rey Mago repartiendo regalos y caramelos por todas partes.
  • No pensar que en un mes (o en quince días) vas a cambiar su mundo. Ni en tres meses, ni en cinco años, añadiría.
  • Ir sin cámara de fotos ni móvil. Luego explicaré por qué no estoy de acuerdo con esto.

Me gusta creer que la palabra «Voluntario» no significa solo un ofrecimiento de esa índole, es decir, altruista, fruto de una elección propia y no forzada, sino que, además, tiene la misma raíz de la palabra «voluntad», en latín «querer». La voluntad de ayudar, de querer aportar tus conocimientos, habilidades o tu actitud a un proyecto. Con la voluntad como motor de tus actos, como impulso para levantarte cada mañana aunque hayas pasado una noche toledana o te haya despertado el gallo de las cinco menos cuarto (¡qué puntual el cabr…!), el voluntario podrá ser útil al proyecto.

Y una vez aclarado todo esto, puedo volver a preguntar como al inicio qué puede hacer un voluntario en un lugar tan árido como Turkana. Si fue mucho o poco, la «jefa» lo sabrá. Rocío nos explicó al inicio de las dos semanas las tareas que se realizan en la misión y planificó la organización que tendríamos para esos días, qué trabajos se hacen a diario, cuáles eran extraordinarios y qué objetivos se planteaba para nuestra estancia. Y salieron muchas colaboraciones interesantes.

  • Sanidad: fue mi lugar favorito. No solo el dispensario del propio Kokuselei, que abre a diario y atiende las urgencias y a todas las parturientas que llegan, sino la «clínica móvil». El equipo de Kokuselei sale todas las semanas con su furgoneta a los poblados cercanos para controlar el estado de salud de las mujeres embarazadas y el peso, la altura y los niveles de nutrición de todos los niños de 0 a 6 años. Es una tarea que pueden hacer los trabajadores locales perfectamente, sin necesidad de voluntarios, pero la escasez de personal y la cantidad de personas atendidas hacen que les venga muy bien nuestro apoyo. Nosotros solo les ayudábamos a hacerlo más rápido y, en mi caso, aprendí a rellenar los infumables formularios del Ministerio keniano. «Pues hoy volvemos mucho antes», me dijo Peter la primera vez que salimos con la furgoneta. Así podrían volver al dispensario, donde siempre había alguien a quien atender. Aparte de romper con sus rutinas, les ayudábamos a controlar la ingente cantidad de niños que aparecían de cualquier lado y les servimos también para procurarse unas risas a nuestra costa, pues el momento favorito de los trabajadores locales venía cuando nos daban las cartillas con los nombres de los niños y nos pedían que dijéramos en voz alta los mismos para dárselo a las madres. Y sí, nuestra pronunciación turkana deja mucho que desear, como vimos por las risas de las mujeres de la zona.
  • Formación: en la época de noviembre y diciembre, las escuelas están de vacaciones, pero abren para los chicos que quieran seguir y, aunque parezca imposible para los estándares occidentales, acuden en masa. Por dos razones: el propio refuerzo educativo y porque les dan de comer en la escuela. Hay tal cantidad de chicos en la zona que los profesores están desbordados, por eso nuestra ayuda les vino muy bien, aparte de que los chavales atienden mejor por la novedad de ver a unos «musungus» o mzungus dándoles clase. Un voluntario se puede encontrar de repente reforzando sus conocimientos de trigonometría, dando un taller sobre el cuerpo humano (impresionante el trabajazo de Marian) o una clase de experimentos de física sencillos (bien, Mabú, genial, el profesor reconoció que le encantaron). La población local tiene muy claro que la educación es una posible salida para los jóvenes, como han visto en algunos de los casos de los propios chicos de allí, los contados casos en los que han logrado llegar a la universidad.
  • Mecánica: lo bueno de estos equipos de voluntarios «multidisciplinares» es que hay expertos en muchas áreas y en nuestro caso contábamos con el manitas Paco, que logró arreglar una de las bombas de agua que llevaba varias semanas averiada y que servía para abastecer a una treintena de familias. Aparte de ponerse con el equipo soldador, montar a base de radial los tableros de baloncesto, los postes del voley, lo que hiciera falta.
  • Informática: en nuestro equipo también venía una informática, Patri, que se ocupó de poner a punto los ordenadores donados por la Fundación para la misión. Algunos ordenadores se quedarán en la oficina, pero otros irán a los chicos que continúen sus estudios en la universidad. Un trabajazo el de la benjamina del equipo. Por cierto, igual que decía Iñaki Alegría en su artículo que no hay que enviar medicamentos caducados a estos países, algo bastante habitual por lo visto, también sería conveniente que los ordenadores llegasen en condiciones de uso o con unos mínimos, pero entiendo que será un problema de las licencias de uso.
  • Mantenimiento de las instalaciones: la misión es grande, tiene varios edificios comunes para las actividades y hay mucho que arreglar, que mantener. Cada vez que quedaba un hueco, nos dedicamos a labores de poda (¡Eva y sus tijeras de podar siempre a punto!), o a asuntos que fueron surgiendo como montar, lijar y barnizar las camas que irían a la residencia del profesorado. «Yo tenía una granja en África», decía Karen Blixen por medio de Meryl Streep al principio de Memorias de África. Bueno, no es lo mismo, pero yo tengo tres árboles plantados en África. Volveré a verlos, sin duda.
  • Acondicionamiento de las instalaciones: la misión de Kokuselei no para nunca, siempre está con algún proyecto en marcha para atender a todos los habitantes, así que nos tocó trabajar en la biblioteca, cuya reforma terminó estos días, que servirá también de sala de juegos (Laura, Eva, Mabú, Orieta, Patri, Marian, yo mismo). Limpieza, pintura, quitar la maleza, plantar árboles… Todo aquello para lo que se nos requiriera. Paco se puso con la pista de voley y Pilar concluyó lo que llamamos la «Capilla Sixtina» de Kokuselei, la decoración de una sala para los niños junto al dispensario. El resto de dibujos corresponden a Laura y Patri, y, en el resto de la sala, permanece la decoración del anterior grupo de voluntarios de Sacyr.
  • Clasificación de los medicamentos: llegan muchas donaciones desde España y algunos envíos puntuales y desorganizados desde el Ministerio (¿de verdad es necesaria tanta medicación para la diabetes en un lugar como este en el que no hay casos?), y nos dedicamos a clasificarlos y retirar los que ya hubieran caducado, o a poner en un lugar preferente los que vencían en el próximo semestre. Como he comentado en varias ocasiones, siempre había algo que hacer.
  • Actividades durante las vacaciones de los chicos: Rocío siempre tenía algo en mente para cada grupo de edad y nos iba organizando para ello. El «equipo de costura» se puso a arreglar los uniformes escolares y otros nos pusimos con la tarea de lavado y clasificación.
  • Montamos unas divertidas y competidísimas olimpiadas, con carreras, saltos de altura y longitud, entrega de medallas y una alta participación. Ayudamos en la graduación de los más pequeños en Saint Mary con los uniformes, e incluso pudimos participar en los partidos de fútbol y voley con los chicos de allí. El deporte aleja a los chavales de algo tan peligroso como lo que vimos en Lodwar, críos de diez o doce años totalmente sedados o agilipollados por esnifar cola en pequeñas botellas de plástico. Por increíble que parezca, en esta zona hay algunos problemas de adicción al alcohol, que destilan en algunas chozas.
  • Clasificación del material donado: llevamos unos ciento ochenta kilos entre los nueve voluntarios, material muy útil para las labores de poda (guantes, tijeras), ropa, material deportivo, escolar, juegos… Amigos, familiares y empresas como Ontime Logística y Sacyr donaron diverso material de gran utilidad para nuestras tareas allí. Distribuimos una parte, dejamos organizado el resto para lo que Rocío considere y trajimos unas artesanías «de estraperlo» en las maletas para que la ONG Emalaikat pueda venderlas en España.

Se pueden hacer muchas cosas y siempre quedará la sensación de que es insuficiente. Un voluntariado técnico enfocado en un proyecto concreto quizás podría ser más útil para la misión en algunos momentos, pero no es incompatible con las tareas de los grupos de voluntarios de Sacyr que acudimos a la zona. Una última cosa podemos hacer: al contrario de lo que decía Iñaki Alegría sobre evitar las fotos, podemos dar a conocer este maravilloso proyecto.

Difundirlo, explicarlo, quitar miedos o dudas a los que las tengan. Convertirnos en «embajadores» del proyecto. Cada grupo de voluntarios ha generado una corriente de interés a su paso y la difusión en redes es fundamental para dar a conocer aquellos proyectos por los que merece la pena apostar. Cuña publicitaria aquí para el Gratitude Bootcamp que nuestra hija Raquel lleva trabajando en la India desde hace tiempo, un proyecto que no sería viable sin la difusión y la transmisión por redes o por la vía tradicional del boca-oreja en un café. Tengo decenas de fotos con «niños pobres, pero sonrientes», pero la mayoría quedarán para mí, igual que quedan para siempre (y no grabados) los momentos que pasé con decenas de niños tarareando el Crowd chant de Joe Satriani en la clínica móvil bajo una acacia en Ekuruchanait, o con el We will rock you de Queen y varios niños de Nameriek dando las palmadas con una coordinación envidiable y tarareando el estribillo igual de mal que yo.

Dar a conocer proyectos como este pueden servir para movilizar a otros, para incorporar ideas y mejoras a los siguientes grupos de voluntarios de la Fundación Sacyr o para planificar proyectos concretos. Y, también, para algo más duradero y útil, como puede ser una colaboración sostenida en el tiempo, que no quede en quince días maravillosos.

Como los últimos post de Travis versaban sobre las terceras partes (del cine), estos textos sobre Turkana y Kokuselei no podían ser menos y concluirán con una tercera parte.

Kokuselei (I): la zona.

Kokuselei (II): el voluntariado.

Kokuselei (III): las gentes de Turkana.