El nieto 141

Sala 1. Marcelo, 48 años: “Claro que estoy nervioso”, respondió al psicólogo del centro. Apenas podía permanecer sentado en la silla, tras una mesa no demasiado ancha, bajo la cual se podía apreciar el insistente movimiento de piernas hacia dentro y hacia fuera, como unas contraventanas mecidas por fuertes rachas de viento.

Sala 2. Leticia, 50 años: “No son nervios, es excitación”, expresaba con brillo en los ojos. “Estuvimos largo tiempo esperando que llegara este momento”. Se quedó mirando al vacío. “Y durante años pensamos que jamás sucedería”.

Sala 3. Soledad, 56 años: “Me invade una cierta sensación de angustia”, confesó al asistente. Bebió un sorbo de la botella de agua que le habían dejado sobre la mesa y continuó: “Por qué no decirlo, cierta tristeza por pensar que la relación que siempre hubo entre nosotros pudiera deteriorarse. Aunque hace mucho tiempo que ya lo hizo”.

Despacho principal del centro. Estela, 94 años, se dirigía a un periodista, que no cesaba de tomar notas en una pequeña libreta: “Trabajamos desde hace décadas, desde hace casi medio siglo, para que este tipo de encuentros puedan tener lugar”.

Mientras esperaba los resultados del informe, Marcelo se abría a las preguntas del psicólogo: “Siempre tuve una sensación extraña en mi familia, desde crío. No es solo que mis ojos no fueran tan claros como los de mi hermana y mi madre, o mi piel más oscura. Es… otra cosa. Como si nunca encontrara mi sitio, como si mi lugar fuera otro. Mi viejo siempre resultó esquivo, y reconozco que no fue el tipo de relación que uno suele tener con su padre”.

Leticia trataba de explicar su estado emocional: “Supe de su posible existencia por mi abuela. Fue ella la que me contó lo que ocurrió con mis padres. Siempre quise saberlo, sospechaba cosas, pero no me lo contó hasta el día que cumplí los catorce años”.

Soledad se apartó un mechón de cabello que le caía sobre la frente: “Lo traté siempre como a mi hermano pequeño. Lo cuidé, lo mimé, lo quise. Pero desde que salió de Córdoba por primera vez, cuando marchó a la universidad, sentí que se quebraba el nexo que siempre nos unió”.

Estela explicaba el proceso. Como tantas veces había hecho en los últimos años: “es prácticamente imposible sin las pruebas de ADN del niño perdido. Y, por desgracia, no son muchos los que quieren conocer su pasado, la vida que se les arrebató”.

Marcelo: “tuve una sensación extraña al llegar a Buenos Aires, como si de repente conectara con esa tierra, con esas gentes. Al saber lo ocurrido con miles de familias a finales de los setenta, quise conocer más esa parte de la historia. Bebés arrancados de los brazos de sus madres, padres torturados de los que nunca se volvió a saber, la represión militar. Mi padre siempre fue un alto cargo en el ejército y lo desplazaron a Córdoba pocos meses antes de la fecha de nacimiento que figura en mi partida. Todo ello me hizo reflexionar”.

Leticia: “según me contó mi abuela, a mi padre lo ingresaron en aquel centro de internamiento conocido como La Escuelita. Una broma macabra, un eufemismo para camuflar las torturas y desapariciones. Yo me quedé con la yaya mientras mi madre, embarazada de varios meses, trataba de sacarlo de allí”. No se le escaparon unas lágrimas al recordar ese preciso instante porque ya había derramado muchas en su vida por el mismo motivo. “No tengo recuerdos de mis padres. Yo… era muy pequeña entonces, y siempre tuve un hueco por rellenar”.

“Cuando me preguntó por el papel de mi padre durante la dictadura”, continuó Soledad, “solo supe contestarle que si tenía alguna queja acerca de cómo había vivido. Si le faltó algo, si tenía algo que reprocharnos como familia, ¡fue un afortunado que vivió cómodamente, pudo tener estudios, irse de fiesta, emborracharse sin que nadie en casa cuestionara nada! ¿Acaso tienes motivos de queja?, le decía”.

“El primer día nunca es como esperan los que se encuentran por primera vez”, añadió Estela. “Llevan años deseando decirse mil cosas y, cuando se ven cara a cara, enmudecen”.

Marcelo: “No sé si cambiaré mi vida o no, seguramente sí, aunque tampoco lo he pensado. ¿Podría replantearme algunas cosas que hice, cómo me comporté? ¿Estaba rabioso con el mundo sin saber por qué y ahora creo haber encontrado el motivo, una razón? ¿Una excusa? ¿Acaso debo reprocharme por cómo viví hasta la fecha, por la suerte que tuve?”. Miró hacia la ventana: “¿Llegaré a odiarme a mí mismo por los privilegios de que gocé, por los que nunca tuvieron mis verdaderos padres?”.

Leticia: “Solo quiero abrazarlo como al bebé que me privaron de estrujar entre mis brazos”.

Soledad: “Si este reencuentro le ayuda a alcanzar la paz que buscó todos estos años, me alegraré por él. Espero que por lo menos entienda que yo siempre lo quise como era. Fue la vida que nos tocó vivir, ninguno la elegimos. Y quizás si encuentra esa paz, pueda perdonarme. O perdonarse a sí mismo”.

Estela, presidenta de la asociación de Abuelas de la Plaza de Mayo anticipó el resultado al periodista: “Las pruebas de ADN son concluyentes. Marcelo es el nieto 141 que logramos localizar y, tras otros meses de averiguaciones, fuimos capaces de ponerlo en contacto con lo que queda de su familia, apenas su hermana mayor”. En sus ojos azules grisáceos apareció una pequeña lágrima. “La Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad ha hecho un gran trabajo. Algunas dedicamos toda una vida a ello, y días como hoy nos hacen ver que mereció la pena”.

Relacionado:

Noticia leída en la BBC sobre «el nieto 140».

Dime, Mamá

Con algo de fatiga en el cuerpo, la señora depositó boca abajo la taza y el plato que acababa de fregar. Un desayuno algo escaso, nada que ver con los que tomaba hace tiempo, pensó, pero era lo que le había recomendado el médico y trataba de seguir sus indicaciones. No al pie de la letra, cierto, porque eso suponía “adelantar la muerte” en sus propias palabras, pero sí en un porcentaje bastante elevado. Se recogió el mechón de cabello gris que le caía sobre la sien tras agacharse en el fregadero y se lo acomodó detrás de la oreja.

– ¡Javi!

La mujer estaba sola en la cocina. Y tanto en el salón como en el cuarto de estar, como en el resto de la casa, no había nadie. Pasados unos escasos segundos, una voz le respondió a través de un altavoz situado en el techo, junto al plafón que iluminaba toda la estancia.

– Dime, Mamá. Estoy en el trabajo, no tengo mucho tiempo.

– Ay, hijo, cómo eres -contestó la señora algo molesta-, solo quería que me dijeras qué tenía hoy.

La mujer sabía perfectamente la respuesta, pero simuló escuchar con atención. El sonido de la voz de su hijo, aunque fuera a través de un altavoz, hacía que el gris de sus ojos se azulara por unos instantes:

– A ver… espera. Tienes que ir al médico de cabecera a las once y veinte. No lo olvides. Y lleva tu móvil, ahí en la aplicación que te puse están los análisis que tienes que llevar.

– Muy bien, Javi, lo llevaré.

La señora se desplazaba por la casa, pero la voz se seguía escuchando a través de otro altavoz en el techo del comedor:

– Procura estar a las dos de la tarde en casa, que te va a llegar el pedido del supermercado que te encargué.

– Ay, hijo, con lo que me gustaba hacer la compra. Hablar con el frutero, con el carnicero, comprar el pan, morder el currusco…

– Es para que no tengas que cargar, Mamá. Tengo una reunión en diez minutos, no puedo hablar mucho más.

– De verdad que no entiendo cómo puedes saber lo que necesito, si ni siquiera vienes por aquí.

– Ya te lo expliqué, Mamá, por los sensores que hice instalar en la nevera y la despensa, así sabemos lo que te hace falta en cada momento.

Que sí, que muy cómodo, pensó la señora, pero todo le resultaba muy impersonal. Cada semana venía un chico nuevo con la compra, otro para la medicación, una chica para limpiar la casa, que cambiaba casi todos los meses… estaba también la de la manicura y la del pelo. Y los chapuzas para cualquier cosa que se pudiera estropear en la casa.

– Pues te dejo entonces, hijo, que tendrás mucho lío.

“Como siempre”.

– Vale, Mamá, te dejo. Un beso, te quiero.

Yo también, dijo para sus adentros, consciente de que la comunicación ya se había cortado. Entró al cuarto de baño para lavarse los dientes. Se miró al espejo, luego a la repisa, cogió el cepillo y… de repente soltó un antediluviano “¡mecachis!”. Por inercia lanzó al aire un:

– Ay, Javi. ¡Javi! Perdona que te moleste.

– Dime, Mamá -se escuchó a través de otro altavoz, este situado en el propio baño.

– Que no se olviden de la pasta de dientes, por favor, y crema de manos.

– Vale, Mamá. Las de siempre. Listo. Te dejo, un beso.

Hija, Pilar, no puedes quejarte de nada, le decían sus amigas, las pocas que le quedaban. Te tiene muy bien atendida, no te falta de nada. Tu hijo es un amor, te llega la compra, la medicación, te controla lo que necesitas, sabe el dinero que necesitas… Pocos días después de instalarle el sistema, la señora quiso presumir de “invento” ante Antonia y Tere, dos de sus compañeras de brisca de los lunes.

– ¡Javi!

– Dime, Mamá.

– Hoy necesito dinero, que voy a ir a la parroquia y hacen una colecta especial para las misiones. ¿Cuánto me queda de la pensión?

– Espera. En la cuenta de ahorro tienes exactamente mil doscientos catorce euros con veintisiete céntimos. Hace tres días hice que te dejaran en el cajetín ochenta euros junto con la medicación. Deberías tener suelto todavía.

Pilar enseñó a sus amigas los billetes que tenía en el bolso mientras disimulaba una sonrisa.

– Ay, Javi, qué desastre, pues no sé dónde lo habré dejado. Menuda cabeza la mía.

– En el monedero, Mamá. Te digo siempre que según te llegue lo metas en el monedero junto a la tele de la cocina, y que vayas sacando de ahí. Son siempre billetes de veinte.

– Ay, sí, aquí está. Muchas gracias.

– De nada, Mamá, te dejo, que ando con lío. Un beso, te quiero.

– Y yo, hijo.

Según se cortó la comunicación, las tres amigas prorrumpieron en risas, maravilladas ante lo avanzado del sistema. Claro que eso había sucedido a los pocos días de instalar el sistema. “Hace meses”, reflexionó Pilar mientras se cepillaba los dientes. Volvió a mirarse al espejo, se enjuagó la boca y se secó. A continuación fue a la salita de estar, se sentó en su butaca habitual, en la que hacía punto cuando la vista le alcanzaba, y miró al “cacharro ese del techo”.

– ¡Javi, ponme a Carlos Herrera!

Al instante comenzó a escucharse el programa de radio del locutor. La anciana se quedó adormilada. No sabría decir cuánto tiempo había transcurrido cuando escuchó la voz de su hijo. Por el altavoz.

– Mamá -suave-. Mamá -más fuerte-. No olvides que tienes cita con el médico en quince minutos.

– Ay, sí, ¡gracias, hijo!

– No llegues tarde.

La mujer agarró el bolso, buscó el móvil, lo metió dentro y se calzó para salir a la calle. Apresuró el paso y miró el reloj. Estaba a tiempo, «menos mal que Javi siempre está pendiente».

Aquel mismo día por la tarde, tras lo que ella llamaba «la novela» y una leve siesta, la señora sintió la necesidad de llamar a su hijo.

– ¡Javi!

A los pocos segundos se escuchó la voz de su hijo:

– Dime, Mamá. Estoy a punto de salir a una reunión, dime rápido, por favor.

– Ay, nada, déjalo, solo quería hablar contigo un momento -respondió con fastidio.

– Ahora no puedo, Mamá. Me esperan en una reunión muy importante y no puedo faltar.

– No pasa nada, lo entiendo, ¿por qué no vienes a cenar esta noche y comentamos lo del médico?

– Qué pena, Mamá, justamente hoy no puedo, tengo una cena con clientes, con mi jefe y me resulta imposible, pero buscamos un hueco.

– Solo quería comentarte los análisis y lo que me ha dicho el doctor Medina.

– No te preocupes por eso, Mamá, me llegan tus informes al móvil y ya los he visto. Está todo muy bien y ya se ha actualizado el pedido de la medicación. Tengo que dejarte, Mamá.

– Ay, hijo, siempre estás igual. Nada, nada, hasta otro día, ya tendrás un hueco para mí.

– Mamá, sabes que me encantaría poder estar allí contigo. Mi agenda está bastante llena, pero voy a hacer todo lo posible para encontrar un momento para visitarte pronto.

– Seguro. Anda, ve a la reunión con tu jefe, que te esperan.

– Si en algún momento necesitas algo o simplemente quieres charlar, aquí estaré, Mamá.

«Sí, allí estarás, pero no aquí».

Tu lista de cosas anormales (II)

Continuación de Tu lista de cosas anormales (I)

– Porque es que tengo miedo -dijo Víctor.

– Lo sé -respondió Mario-. A ver, espabilao, ¿qué crees que tienen en común todas las cosas de la lista?

– No sé, supongo que son cosas que no me apetece hacer, que detesto, como cuando poníamos una prenda al que perdía un juego.

– Frío, frío.

– Y bueno, claramente es la lista de cosas anormales de mi amigo el anormal -afirmó Víctor de manera rotunda-. No, mejor, es tu lista de cosas anormales, Mario. Eso es. Porque en el fondo es lo que eres.

Se rieron ambos. Mario se estiró ligeramente la banda del cinturón para poder mirar de frente a su colega.

– Noooo, amigo mío, esa es la respuesta simple. Lo que todas esas cosas tienen en común es el miedo. Tu miedo.

Se hizo un silencio entre los dos amigos. Se miraron a los ojos. El ruido de las ruedas sobre la pista unido a la voz del piloto por la megafonía hacía que en aquel momento hubiera cualquier cosa menos silencio. Pero fue el “estruendoso silencio” entre ellos lo que Víctor interrumpió:

– El miércoles empiezo las sesiones. Estoy acojonado.

– Lo sé, Víctor, lo sé. Y por eso este viaje era una especie de terapia contra el miedo. ¿Qué sentiste cuando nos escondimos en la tienda de mi amiga tras huir de la policía? ¿O al día siguiente?

Víctor no respondía. Callaba, meditaba, recordaba.

– Al principio estabas temblando, el corazón se te salía por la boca. ¿Y luego? ¿Alivio, descojone? ¿Sensación de poder, de saber que puedes controlarlo, que puedes con ello?

– ¿Ahora eres psiquiatra o terapeuta emocional? -replicó Víctor con cierta incomodidad.

– ¿Y en la tienda de la casa de Ana Frank? Si vi que te temblaban las manos, cagao, por un puto marcapáginas. Estoy seguro de que hasta te habías preparado una excusa por si te pillaban o por si saltaba alguna alarma.

– Por supuesto que sí -sonrió Víctor-. Oh, sorry -puso voz lastimera-. I can’t understand why… how much is it?

– Lo del kebab era para verte pegar otra carrera con los pantalones manchados y los esfínteres sueltos, ja, ja, ja. Y lo del Van Gogh era para que sintieras que te llevaban a comisaría o que te echaran de malos modos delante de todo el mundo y ver cómo afrontabas tu miedo al ridículo. O al escándalo.

– ¿Y lo de la china, o el porro? Eso no es miedo, es desinterés.

– ¡Y un huevo, tío! Que te conozco desde chiquitito. Siempre tuviste miedo a cualquier tipo de droga o de sustancia, por si te enganchabas, por si te pillaban en casa. O por si te llegaba a gustar.

Víctor se quedó pensativo. Torció el gesto como si asintiera.

– Puede ser.

– Además, ahora te van a meter de todo en el cuerpo, vas a tener momentos malos, a lo mejor esta mierda te ayudaba, porque, ¿recuerdas qué sentiste cuando nos metimos aquello?

– Atontamiento inicial.

– Placer, reconócelo. Relajación muscular.

– Bueno, dejó de dolerme el cuerpo por todo lo que habíamos andado ese día.

– Pues acuérdate de ello cuando lo pases mal, y si necesitas eso que llaman “tratamiento terapéutico a base de cannabis”, me lo dices.

– Ja, ja, ja, me acordaré, sin duda. ¿Y la china?

– Bueno, siempre estás con eso de que “China nos va a arrasar, se va a quedar con todo y nos va a convertir en sus putos esclavos”, que te queda muy bien ese discurso alarmista cuando te dejamos soltarlo, que nos dejarías acojonados si te hiciéramos caso. Pero además, lo puse por tu miedo a engancharte con alguien y a hacerlo de la persona equivocada.

– ¿Qué dices? ¡Anda ya!

– Acuérdate de Isabel.

– ¿La mulata?, no jodas, ¿a qué viene esto ahora?

– Tenías miedo de defraudar a tus padres, de que aquello no les gustara porque son muy tradicionales y conservadores. De no hacer lo que ellos consideraban adecuado para ti. Tenías miedo de que fuera a significar más que los cuatro o cinco meses que estuviste con ella. Si a ti te encantaba, pero, dime, ¿llegaste a presentarla a tus padres? Y que conste que sé que para ti es un tema importante, porque siempre has querido dar la talla en casa y lo valoro, y lo aprecio mucho en ti.

Tras unos segundos de silencio, habló:

– No, ni siquiera llegué a contarles nunca que estaba saliendo con ella.

– ¡Pues eso! Joder, ahora eres tú y tu enfermedad, ¡es tu vida! Y tus padres y los que somos tus amigos estamos aquí para recordarte que vamos a estar siempre a tu lado.

– ¿Aunque me cepille a una china?

– ¡Sobre todo si te cepillas a una hija del Dragón Rojo, cabronazo! ¡A una que tenga carnet del partido y un chip espía, ja, ja, ja!

El avión no se había detenido aún en su camino hacia la terminal, pero el pasajero del asiento delantero se quitó el cinturón y comenzó a moverse inquieto. Sacó el móvil y desconectó el modo avión.

– Ya está, el típico cagaprisas -pronunció Mario en voz bien alta, para que se le oyera bien.

– Ssshhh… calla.

– Que me escuche, me la sopla.

El tipo del asiento delantero comenzó a teclear el móvil con prisas mientras la pantalla se llenaba de curvas y gráficos.

– Joder, mira que pone bien claro que no usemos el móvil todavía -Mario lo dijo en un tono más alto del normal-, pero nada, se ve que eso no va con algunos.

El tipo lo había escuchado perfectamente y giró la cabeza levemente hacia atrás con una mueca de fastidio.

– Seguro que tiene que mirar sus acojoinversiones en Bolsa. “Huy, ¿habré ganado diez millones para mi jefe el engominado y me subirá el bonus? O a ver si he perdido doscientos mil euros durante este vuelo y me echan el lunes” -continuó Mario con voz atiplada-. “Y a ver mis bitcoins, ¿cómo van?”, porque a este tío le pega invertir en criptos, ¿no crees?

– Calla ya, Mario -intervino Víctor-, no montemos un lío ahora. ¿Y lo del tatuaje? ¿De verdad crees que es miedo lo que hacía que me negara?

– Miedo a las agujas, me lo has contado mil veces, de pequeño le tenías miedo a todo, a ahogarte, a las peleas, incluso a las avispas. Pero es miedo sobre todo al qué dirán, al qué dirán tus padres cuando lo vean, ¿y sabes qué les vas a decir? Que no es una V de Víctor, ni siquiera un 5 por las sesiones de quimio. Es la V de aquella serie friki, la V de Victoria, porque tú vas a triunfar, chaval, y quiero que en cada sesión te mires esa huella en tu piel y recuerdes estos días en los que has podido enfrentar y superar tus miedos. Que te dolió la primera punzada y en la última estabas hasta disfrutando, mamonazo.

Víctor se sonrió mientras se repasaba la marca en el antebrazo, como palpando el levísimo volumen de la herida reciente sobre su piel.

– Y ahora cada vez que veas una aguja, y seguro que ves muchas en estos meses, acuérdate de la flojera que teníamos con aquel tatuador barbudo emporrado al que se le veía la hucha cada vez que se daba la vuelta. A tomar por culo todos tus miedos.

La mirada de Víctor cambió, adquirió un nuevo brillo. La mueca de la sonrisa pasó a ser más relajada y dijo en voz bien alta:

– Mario, este fantasma no invierte en bitcoins, le pega más la estafa esa de las NFTs -Mario le miraba con asombro, pero disfrutaba del cambio, tan perceptible, en su amigo-. Aunque en su caso veo más bien un “No Folla, Tronco”.

Ambos empezaron a reírse abiertamente, de manera algo escandalosa. Creían que el individuo en cuestión les había escuchado, si bien, como ya estaba marcando el teléfono para llamar, no lo sabían a ciencia cierta. Al otro lado del teléfono alguien respondió a su llamada y le oyeron decir:

– Cariño, acabo de aterrizar. Calculo que en unos cuarenta, cuarenta y cinco minutos estoy allí.

– ¿Lo ves? -dijo Víctor-. Está avisando a la mujer, que estará ahora mismo con “el otro” para que le dé tiempo a echarlo de casa.

– Ja, ja, ja, ja -estalló Mario-. Ojos que no ven… en el fondo es un tipo listo.

El tipo del teléfono se quitó el cinturón pese a que el avión no se había detenido aún, se puso en pie y se giró hacia los dos amigos:

– Sois unos graciositos, ¿no? Muy, muy graciosos. Y unos auténticos gilipollas, por si no lo sabíais.

Mientras una de las azafatas se le acercaba para decirle que no podía permanecer de pie, los dos amigos seguían riéndose de la situación.

– Y usted un maleducado, que se ha pasado por el forro todas las instrucciones de seguridad.

– Ya podía usarlo, niñato -intentó zafarse de la azafata, que trataba de tranquilizarlo y de que volviera a su asiento- . Vosotros… no merece la pena perder el tiempo con vosotros.

Mario se quedó mirándolo mientras se sentaba de nuevo y con una voz pomposa y engolada dijo:

– “Vosotros no sabéis con quién estáis hablando, niñatos”.

Media hora después, ya fuera del avión, Mario se secaba la sangre de la comisura de los labios sentado en un banco en la sala de espera de la comisaría del aeropuerto. A su lado, Víctor sacó un papel, lo desdobló y se lo mostró.

– Aprobado.

Los policías que estaban tomando declaración al individuo «de las NFTs» no fueron capaces de entender qué hacía tanta gracia a los dos niñatos que esperaban su turno.

Tu lista de cosas anormales (I)

– Diez minutos para aterrizar -bostezó Mario tras incorporarse levemente y girar la cabeza hacia su compañero de asiento-, ve despertando, dormilón.

Le dio un pequeño codazo sobre el brazo:

– No ha estado mal para solo cuatro días, ¿no te parece?

A Víctor se le escapó una media sonrisa, incluso menos que media sonrisa. Fue una mueca tirando a tímida, como si quisiera sonreír de manera más abierta, pero el cansancio o alguna preocupación se lo impidiera.

– ¿Le pegamos un repaso a la lista que hicimos? -insistía Mario-. ¿A los objetivos cumplidos y a tus estrepitosos fracasos?

El gesto de Víctor apenas cambió. Dirigió su vista al asiento delantero y jugó con el cierre de la mesita plegable en la que hasta hace nada había apoyado la última cerveza de esta escapada con su amigo de la infancia, la adolescencia y también de esa treintena que ambos habían estrenado unos pocos meses atrás. Tenía la mirada, como la cabeza, en otra parte, pero Mario no iba a privarse de este momento para proseguir con la guasa, así que sacó de la chaqueta un papel doblado en cuatro partes, lo desplegó y lo extendió sobre los ojos de Víctor.

– Cuatro de nueve, suspenso. Y en el fondo esto es como en el colegio -forzó la voz para parecer un anciano, si bien recordaba más a un tío afónico-. Si hubiera visto actitud, ganas de intentarlo, le habría dado el aprobado, señor Martín, pero su actitud no le hace merecedor de ello.

Logró que Víctor se riera en esta ocasión.

– Si has intentado replicar la voz del Sapo, la has cagado, lo tuyo no son las imitaciones.

El Sapo era un antiguo profesor del colegio, un sabio de las matemáticas apodado de ese modo por sus ojos saltones y unos mofletes que le caían a ambos lados de la boca hasta juntarse con una papada flácida. «Cómo contar a mis padres», recordó Mario un día, «que lo que me despistaba de sus clases no era no entender nada, ni tampoco Silvia, oh, Silvia, ¡era el movimiento de la papada! Me pasaba las clases mirándola y pensando cuántas libélulas cabrían allí».

– Fumarse un buen petardo fue fácil -siguió Mario señalando la lista-. El año que pasé viviendo aquí me dejó buenos amigos y no menos buenos contactos, pero fíjate, conociéndote, pensé que era uno de los… llámalo retos, que te ibas a negar de manera más rotunda. Como si te hubiera puesto una visita a los prostíbulos del Barrio Rojo.

– Bueno, me pusiste lo de la china. Y te empeñaste en mostrarme aquella prostituta del escaparate, que no era china ni de lejos. Sería tailandesa, más bien.

– Sí, claro, tú que sabrás, señor experto en orientales, erudito del Mundo Charly. Aquello fue de coña, no lo decía en serio. No quise ponerte en la lista nada como pagar a una de esas pobres fulanas de los escaparates, pero sí quería que te soltaras un poco, y la china esa a la que entraste en aquella discoteca no estaba nada mal.

– ¿La del Blue Lotto? Era coreana, de Gwangju, o algo así me dijo, no la entendía bien. Pero no había nada que hacer, esta gente transmite tan pocas emociones que no sé si pasaba de mí, si lo que buscaba en el bolso era un espray de pimienta o si estaba cayendo rendida a mis encantos.

– ¿Tus encantos, dices? Permíteme que me descojone. Te conozco de toda la vida, Víctor, y lo que quería precisamente en este viaje era que te soltaras, que no estuvieras tan retraído.

– Joder, ¿te parece poco haber cedido a esto?

Se levantó la manga de la camisa para mostrar una V en su antebrazo. Parecía un número romano más que la inicial de un nombre.

– Muy bien, tío, muy bien, ahí, según te vi salir de ese sitio tan chungo, pensé que te venías arriba y que me ibas a estampar la tarjeta con el pleno completo, pero me equivoqué. Después del “peta” y del “tatu” pensé que te iba a convencer para alguna locura más, como lo del canal cuando íbamos atontolinados del todo, pero nada, volvió a aflorar el Víctor reflexivo y buen tipo, el que nunca ha roto un plato.

– El canal da bastante asco, no me fastidies, y el frío, a ver cómo íbamos a volver luego al apartamento.

– ¡Pues a pata, coño, y helados de frío, pero no lo pienses todo tanto, no le des tantas vueltas a las cosas! Como lo de que nos echaran de un sitio público, del museo Van Gogh, no tuviste huevos de montar un numerito, tirar una papelera o el paragüero como sin querer, como si estuvieras mamado…

– Eh, eh, eh, que me atreví a mangar en la casa de Ana Frank.

– ¡Un puto marcapáginas, no me jodas! Escondido en el libro que compraste, eso no debería ni contar.

– Tres euros, ahí solo dice “robar algo”, no habla del qué.

– Pero lo suyo era que hicieras un homenaje en condiciones a esa pobre niña. Imagínatela, dos años encerrada en un cuarto minúsculo con el brasas de su tío, respirando sin hacer ruido por los continuos registros de los nazis, sin pisar la calle, tenías que haberte llevado algo digno de ser recordado.

– Pues por eso mismo, un marcapáginas. ¿Por qué es famosa la niña? Por su diario, ¿no? Pues eso, marcaré cada una de las páginas cuando lea el libro y me acordaré de esa pobre niña judía que duró dos telediarios en el campo de concentración.

– Vaya, ya me has hecho spoiler, ¡ja, ja, ja!

– Sí, como en La Pasión de Cristo, cachondo.

– ¿Y qué fue lo otro que hiciste? -Mario revisó la lista de nuevo-, Ah, sí, huir de la policía, no me negarás que no tuvo gracia.

– ¿Tú sabes que desde que lo hicimos no he salido ni un solo día tranquilo por las calles, cabronazo? Cada vez que nos cruzábamos con un coche de policía, me cagaba vivo, pensaba que venían a detenernos, que nos habían pillado con las cámaras que hay por todas las calles.

– Tranquiiiilo, mira que te lo dije, que me conozco muy bien esos callejones y tengo amigos en muchas tiendas de la zona. Ya lo hicimos una vez hace tiempo, aunque no de manera tan premeditada como ahora. Solo había que mear en el sitio adecuado, a la vista y luego correr como si te persiguiera aquella orconovia que tenías.

– Me acojonaron las sirenas de la policía y cuando me puse a correr sentí que me explotaba el corazón, qué perro eres. Y por cierto, se llamaba Diana, no me seas mamón, era bien maja.

– Pues eso, majísima, un orco, un troll de las cavernas. Tuviste huevos para huir de la poli holandesa, pero no para largarte de aquel kebab.

– Iba a hacerlo, pero, ¿tú viste el cuchillo que gastaba aquel tipo?

– Ay, el miedo, siempre los miedos.

Tras las risas se hizo un silencio. El avión posaba sus ruedas sobre el suelo de Madrid y los pasajeros sintieron el impacto del aterrizaje.

– Porque es que tengo miedo -dijo Víctor.

(Continuará…)

De avispas y mariposas

Calle 45, a la altura de la Décima Avenida, planta 14ª, 1.32 de la tarde. En ese preciso instante, una mujer de mediana edad que respondía al nombre de Cathy puso un cazo a hervir. Mientras el agua se calentaba, abrió la nevera para buscar un par de huevos, algo de lechuga un tanto pasada, un tomate y… sí, ahí estaba, al fondo, una lata de atún medio abierta que había dejado la noche anterior. Su diminuto apartamento estaba hecho un desastre. Desordenado, sucio, caótico. Cathy siempre pensó que hacía juego con el mobiliario barato que su casero se negaba a sustituir, si bien ese día se había propuesto «pasar un trapo y ordenarlo, que ya va siendo hora».

Cualquiera que se hubiera cruzado con ella en la última hora la habría visto contenta. Buscó su lista favorita de Spotify en el iPhone XIII que acababa de agenciarse y lo apoyó junto al microondas. Taylor Swift. Subió el volumen, incluso tenía ganas de bailar. Por primera vez en mucho tiempo. Lo que Cathy no podía esperar fue la sacudida que experimentó segundos después, el estruendo con el que la diminuta ventana de la cocina saltó en mil pedazos. Al principio pensó que alguien estaba disparando, lo cual no sería extraño pues no era la primera vez que se escuchaban tiros en el vecindario. Algo rebotó contra el microondas, contra un armario, contra la pared contraria y se quedó botando en el suelo. Cathy se tiró al suelo para evitar lesiones y desde allí, con la cara pegada a los azulejos de la cocina comprobó asombrada que se trataba de una bola de golf. En su trayectoria, había destrozado la ventana, había hecho una marca a la puerta del armario y «no, no, no, dime que no», la puerta del microondas y el iPhone último modelo. La pantalla estaba hecha añicos.

Calle 46 con la Undécima, 1.09 de la tarde. Nada más entrar al piso, Will dejó las llaves en la repisa de la entrada, soltó la pesada caja que llevaba en brazos y se pasó el pulgar por la comisura de los labios, por donde todavía le brotaba algo de sangre. Se lamió la llaga del interior de la boca y soltó un sonoro «Fuck!». Varias veces. Se quitó los Martinelli y apartó la caja con el pie para dirigirse a la cocina. Abrió la nevera y sacó una lata de cerveza. De las buenas, de las de selección. Se recostó en el sofá, abrió la lata y nada más darle un buen trago se la apoyó sobre la herida de la boca. No fue el alivio que esperaba, aunque la mantuvo ahí unos cuantos segundos más. Le dolía la cabeza, que echó hacia atrás mientras cerraba los ojos. En esa posición, intentó dar otro sorbo a la cerveza, pero se derramó más sobre su camisa y la tapicería que la que pudo ingerir.

Varios «fuck» más y un lamento por un día en el que nada había salido bien. Acababa de quedarse sin trabajo, la policía le había inmovilizado el coche, se había llevado un buen guantazo de un indeseable y para colmo no era capaz ni de tomarse una fucking beer tranquilo. Recordó que en los momentos de estrés en el trabajo solo le relajaba el golf. Soltar unos cuantos swings con la madera. Había varios lugares relativamente cerca del trabajo a los que podía acudir a «soltar unos bolazos», ya fuera en campo abierto, como le gustaba, o en alguna nave cercana a la zona financiera. El caso era liberar tensión, sentir el sonido del driver sobre la bola y ver el recorrido de la misma, bien sobre un césped verde primorosamente cuidado, o impactando contra la red de protección. En cada golpe movía decenas de músculos y eso era lo que Will sentía que necesitaba en ese preciso instante. Así que metió unas treinta bolas en una cesta, sacó la bolsa de palos del armario, se la colgó al hombro y salió del piso. Mientras esperaba el ascensor, se le ocurrió coger la alfombrilla de entrada, la enrolló y la metió en la bolsa. De camino a la azotea del edificio pensó que iba a cometer una locura, pero total, qué importaba ya nada a esas alturas.

Y qué altura tan maravillosa, pensó, qué poco he salido aquí. Allí, entre salidas de refrigeración, tuberías, antenas y cuadros eléctricos buscó un buen sitio despejado, miró la orientación del sol y desenrolló la alfombrilla, en la que situó la primera de las bolas y un tee. Como si de una calle de un campo de golf se tratara, apuntó hacia el espacio entre las hileras de edificios, por donde a esas horas pasaban un montón de coches. Tomó aire y ¡Buuum!, soltó con rabia el primer golpe. Descargó toda la furia contenida de las últimas horas y la bola salió recta a casi ciento ochenta kilómetros por hora. «Ha cogido calle», sonrió de manera sarcástica mientras intentaba averiguar el destino final de la bola. Quiso escuchar los efectos de su golpeo, un bocinazo, una frenada de dos coches, un impacto… Pero con el estruendo de Manhattan resultaba imposible. Satisfecho, más relajado, Will puso otra bola, se giró unos treinta grados y apuntó de nuevo. Hacia un edificio situado a unos doscientos metros.

Calle 49, entre la Séptima y la Octava Avenida. 11.40 de la mañana. Un ciclista baja la calle a toda velocidad. El chaleco amarillo reflectante ondea sobre un uniforme completamente negro: camiseta de manga larga, pantalón corto, calcetines, zapatillas, gafas oscuras… todo es negro excepto el casco. Y el color de piel de Sam, aunque no sea políticamente correcto mencionarlo. Su aspecto parece el de un mensajero profesional, salvo que no luce ningún distintivo en su vestimenta ni en la bici con la que se desplaza con agilidad. A una velocidad inapropiada para el trasiego de la zona. Cuando el coche que le precede señaliza el giro a la izquierda para enfilar Broadway, Sam se mueve ligeramente a la derecha para no tener que frenar y perder velocidad. Se acerca de manera peligrosa a los coches aparcados a la derecha. Sam sabe que asume un riesgo, tanto que si se abriera en ese momento la puerta de algún coche se lo llevaría por delante. Que es exactamente lo que ocurre con un Honda plateado cuyo conductor intenta salir de manera impetuosa.

Pese a la calidad de los frenos de la bici, el choque es inevitable. Sam salta por encima de la puerta, aunque consigue caer con habilidad y que el impacto contra el suelo se amortigüe ligeramente con la mochila que lleva a la espalda. La sorpresa de Sam es similar a la del conductor, que baja del coche y trata de ayudarlo. Estás bien, cómo te encuentras, te ayudo, suéltame, imbécil, es que no miras antes de abrir, y tú a qué velocidad ibas, tarado. Pese a que le había puesto la mano sobre el hombro para ayudarlo en su incorporación, el ciclista se suelta, lo aparta con desdén. Se mira la rodilla, la flexiona con dolor, analiza la quemadura del asfalto, no sangra, bien, no te has roto nada, sigue, joder, no llegues tarde. Lo siguiente es analizar la bici, recogerla del suelo y ver que todo funciona. El conductor le ayuda, o lo intenta, pero Sam lo aparta de nuevo, ya enderezo yo el puto manillar, parece que no me has destrozado nada. Gira un par de veces ambas ruedas sobre el aire y farfulla: “siempre igual, los putos ejecutivos que vais a vuestra bola y no miráis nada”.

A un centenar de metros aparece un coche de policía y “el ejecutivo que va a su puñetera bola” le dice a Sam que tienen que rellenar un parte, o que quizás deban llamar a una ambulancia para confirmar que no se ha hecho nada, pero Sam le dice con malos modos “no way, man”, que se pira. Se quita la mochila, abre la cremallera, comprueba que el contenido está bien, vuelve a cerrarla y se la pone a la espalda con celeridad para salir en bici lo más rápido posible. Espera, no puedes irte así, deja que la policía, que me sueltes, que no voy a dejarte ir, que me sueltes he dicho… El puñetazo en la boca fue el final del forcejeo. Cuando Will se repuso del golpe, el ciclista ya se había fugado como alma que lleva el diablo. Subió al coche y quiso arrancar para ir a por él, pero a su lado se había situado el coche de policía. Bloqueando cualquier posible salida. Will miró hacia la acera, donde un grupo de gente había presenciado toda la escena. Sí, lo sabía perfectamente antes de que se lo dijera el agente: estaba aparcado en una zona prohibida. Yes, Sir, solo iba a esa tienda, pensaba parar dos putos minutos.

Tienda de telefonía móvil de la calle 49, 11.42 de la mañana. Laurie no se fiaba de la clienta que acababa de entrar en la tienda, pero bien sabía ella por algunos miembros de su familia lo inadecuado que era formarse una opinión de las personas por su aspecto, así que trató de atenderla con la amabilidad acostumbrada. La clienta sospechosa comenzó pidiendo información sobre un móvil de gama media, uno de esos coreanos, o mejor, ¿cómo es esa marca china que dicen que son tan buenos?, pero las sospechas de Laurie aumentaron cuando vio que preguntaba sobre modelos cada vez más caros.

Por encima del hombro de su clienta, Laurie vio que algo pasaba en la calle, que un grupo de unas veinte personas se había congregado en la puerta de la tienda y que miraban algo, como una pelea o un accidente de coche. O ambas cosas. La curiosidad, ese fuerza motora capaz de superar cualquier cansancio o debilidad, hizo que numerosos clientes de la tienda comenzaran a salir por la puerta. Laurie avisó a su compañera, voy a bajar la rejilla de cierre, como dice el encargado que hagamos cuando haya follón en la puerta, que ya sabes que en esos momentos suelen pasar… Sí, cosas, como que suene la alarma de robos porque alguien acaba de pasar el arco de seguridad sin pagar. El sonido de la alarma es insoportable. A Laurie no le da tiempo a bajar la rejilla del todo, la clienta sospechosa se agacha con agilidad y sale de la tienda con el bolso apretado fuertemente contra el costado. Shit, shit, shit, suelta Laurie, que intenta retener a la mujer, pero la rejilla ha bajado demasiado y tiene que esperar a que suba de nuevo para salir a la acera. Demasiado tarde, ha huido, es una puta gacela. Señor agente, acaban de robarnos, intenta decir, aquella chica que huye por allí, pero los agentes solo tienen ojos para el tipo del coche mal aparcado, un tío que grita mucho a los agentes, que está fuera de sí, y tiene la camisa por fuera y sangre en la boca.

Me gusta creer que en este inmenso avispero que son las ciudades modernas las vidas de sus habitantes están mucho más relacionadas de lo que nos creemos. Y es un avispero no solo por el movimiento frenético de los habitantes de la colmena de Cela, sino por los aguijones que todos portan para sacarlo a relucir en las situaciones de peligro. Al narrador omnisciente le gusta imaginar que hay una especie de justicia poética o karma que premia o castiga nuestras acciones. Por supuesto, en esta historia que acabo de pergeñar, no es casualidad que el segundo bolazo de Will destrozara el iPhone que Cathy acababa de robar en la tienda. Como tampoco lo es que el primer bolazo, el que cayó en mitad de la calle 46, impactara contra la luna delantera de un coche, cuyo conductor pegó un volantazo y se llevó por delante a un ciclista con aspecto de mensajero de nombre Sam, que nunca llegó a entregar su paquete. Al registrar sus pertenencias para identificar el cadáver, la policía encontró un paquete de cocaína y dos sobres con varios fajos de billetes.

Fiel a la tradición

Nunca pensé que la Navidad fuera a resultarme de utilidad para parir nuevas historias, pero se ve que en estos últimos años me he aficionado a la misma, o me he servido de la misma como excusa para crear un relato en «este marco temporal». Eso ha sonado como el discurso del Rey, un marco temporal, o institucional o incomparable. Comencé en su día con la recuperación de unos Microrrelatos de Navidad que había presentado a algunos concursos (sin premio).

Un par de años después hice lo mismo que el sábado pasado: recoger las hojas caídas de los árboles que tengo en el jardín, y de mis pensamientos de una soleada mañana de diciembre surgió una historia, La hoja del ciprés rojo. Sobre el paso del tiempo, la música y los rituales navideños que por circunstancias toca variar.

Estos últimos años me he presentado al concurso de relatos convocado por La Galerna, que unen al encorsetamiento de la Navidad la norma de meter otro elemento en la narración: el Real Madrid. En mi caso, ambos elementos están íntimamente relacionados por el Torneo de Navidad de baloncesto que se celebró durante más de cuarenta años, así que con esa excusa escribí el primero de ellos, trasladando la historia de un par de niños y su abuelo (el otro elemento que no debería faltar nunca en las Navidades) al momento mítico de la historia de este Torneo: la rotura de tablero de Arvydas Sabonis. El relato se tituló Lituriaga y aunque esto de los relatos es como lo de los hijos y no está bien tener un favorito, yo lo tengo.

Un año después me fui a aquella tarde del 5 de enero de hace un porrón de años cuando se jugaron los seis minutos del partido suspendido entre el Madrid y la Real Sociedad la misma Tarde de Reyes en que medio Madrid se iba a la cabalgata unos minutos después. Tres recogepelotas llamados Martín, Gastón y Brahim que no serían los Reyes Magos de nadie, sino tres chavales de barrio que vivirían aquel momento inolvidable. Y para este año casi puedo decir que he pasado de la Navidad y del Real Madrid para contar la historia de un amor interrumpido o aplazado, que nunca se sabe. Decía Woody Allen que le gustaría reencarnarse en la yema de los dedos de Warren Beatty, y con esa frase en el recuerdo le puse el título a mi historia. Espero que os guste.

La yema de los dedos (enlace a La Galerna)

Diciembre de 1995. El marido de Laura no entendía por qué ese empeño de su mujer en acudir a media tarde al Palacio de los Deportes de Madrid, a ver un partido entre las selecciones de Australia y de Cuba, cuando a él lo que de verdad le apetecía era ver a su Real Madrid del alma un par de horas más tarde.

  • Es por el niño -contestó Laura-.
  • Pero si solo tiene seis años -replicó Javier airado.
  • Le encantará este ambiente, como me gustaba a mí cuando era niña y mi padre me llevaba a los partidos.

El pequeño Javi miraba embobado a la cancha, el calentamiento de los jugadores, el movimiento acelerado, los estiramientos, los chicos recogepelotas. Luego se giraba hacia las gradas superiores y al poco público que había en aquellas horas previas al gran partido del día, el que enfrentaba al Real Madrid contra un equipo brasileño del que nadie sabía gran cosa. El niño fijó su atención en las banderas. Estaba en esa edad en la que su curiosidad lo llevaba a tratar de conocer “todas las banderas de todos los países del mundo”, como solía decir.

  • Mis favoritas son las que tienen estrellas, como esas -dijo mientras señalaba las de Cuba y Australia, que colgaban de lo alto del pabellón.
  • Bueno, nuestro escudo no tiene estrellas, pero el equipo está repleto de ellas -le contestó socarrón su padre.

Laura había puesto un empeño especial en comprar las localidades en la cuarta fila detrás del banquillo visitante. Su marido no lo sabía, pero el corazón de Laura palpitaba de modo acelerado. Miraba el calentamiento de los jugadores sin pronunciar palabra. Luego observó al equipo técnico del teórico visitante. El entrenador llevaba un traje elegante y junto a él había otros tres miembros ataviados con un chándal azul brillante con unas letras rojas ribeteadas de blanco: CUBA. El más alto de los tres se dio la vuelta con cierto disimulo, pero su vista no recorrió las gradas. Buscó directamente en la cuarta fila.

Era él. Era ella. Leonardo Quiroga clavó su mirada en los ojos de Laura, cuyo corazón casi se le escapa por la boca. Javier y Javi no advirtieron la mirada prolongada que mantuvieron ambos, pues estaban entretenidos con un animador que lanzaba peluches a la grada, pero de haberse girado a su izquierda habrían percibido cómo su mujer y madre había volado metafóricamente del asiento. A 1983.

LAURA: recuerdo aquel día como si fuera ayer. Era la Ciudad Deportiva y nuestros asientos estaban algo más elevados que ahora. No éramos más que unas adolescentes en busca del autógrafo de Fernando Martín.

Leonardo se quedó petrificado, pero trató de disimular mirando hacia el público, al techo, a las banderas, aunque cada pocos segundos volvía la vista a los ojos de Laura.

LEONARDO: recuerdo la primera vez que encontré tu mirada entre el público. Fue en un balón que salió por el lateral y que intenté alcanzar con un salto. Salió hacia tu sitio y trataste de esquivarlo. Sonreíste.

LAURA: yo ya me había fijado en ti durante el juego. Tu elegancia de movimientos, el brillo de tu piel, aquellas patillas de época que me resultaron tan encantadoras. Y un pelo fuerte y oscuro que desde el principio quise estrujar con fuerza entre mis dedos. Me miraste avergonzado tras el rebote del balón en nuestros asientos. Y te disculpaste con el público, pero cuando te girabas para regresar al juego, tus ojos volvieron a mí.

LEONARDO: al acabar el partido, tus amigas fueron al banquillo del Madrid. Me reí con sus gritos de “Fernando, Fernando”, como si fuera un cantante pop. Tú fuiste la única que se acercó a nuestro banquillo, donde no iba nadie, y me pediste una firma en tu carpeta de estudiante.

LAURA: tengo grabado tu mensaje palabra por palabra. “Para Laura, con cariño”. Y en la segunda hoja: “Te espero en Casa Rodri, enfrente del Hotel Continental. Me escaparé a las once y media”.

LEONARDO: arriesgué mucho al huir de la concentración del equipo. En aquellos años estábamos muy vigilados por el delegado del gobierno, que nos acompañaba en cada viaje al extranjero. Me descolgué por el patio interior de la lavandería. Fue una locura.

LAURA: no sé qué hacía en aquel bar a las once y media. Claro que fue una locura, lo sé. No sé qué buscaba, quizás una aventura, quizás me había enamorado.

LEONARDO: nunca te lo dije y jamás lo sabrás, pero al principio solo quería utilizarte. Ganarme tu confianza, que me invitaras a tu casa y cuando no te dieras cuenta, llevarme unas medicinas para mi madre. O dinero, o material escolar para mis sobrinos. Todo aquello que nos faltaba en La Habana.

LAURA: me empeñé en llevarte a un lugar de salsa, en que bailaras conmigo como si todos los cubanos fuerais unos artistas solo por el hecho de ser cubanos. Y tú, con tus dos metros de altura, te movías con una torpeza que acabó de lograr que cayera en tus brazos.

LEONARDO: recuerdo todo lo que hicimos aquella noche como si fuera ayer mismo.

LAURA: “te voy a enseñar el Madrid que no conoces”, te dije.

LEONARDO: jamás se me olvidará la cara de tu amiga cuando le pediste que nos dejara pasar la noche en su casa.

LAURA: y vaya noche, nunca la olvidaré.

LEONARDO: tuve que irme muy temprano, tenía que volver al hotel antes de que en la concentración advirtieran de mi escapada. Todos los integrantes del equipo estábamos avisados del castigo si alguno se fugaba.

LAURA: no quería que te fueras. Me miraste fijamente. Con ternura, con tristeza en la mirada. Nuestros dedos se rozaron por última vez, ¿puedes creer que aún tengo la sensación de tu tacto en la yema de los dedos?

LEONARDO: me costó mucho separarme de ti. Hallé tanta bondad en ti que me olvidé de mis intenciones iniciales. Aún lloro con la despedida.

LAURA: no volví a saber de ti. Te fuiste, tu equipo volvió y no supe nada más de ti. Escribí varias cartas a la Federación Cubana de Baloncesto, pero imagino que no te llegarían.

LEONARDO: ¿por qué no me buscaste? ¿Por qué no me pediste que me quedara? A la mañana siguiente, al volver al hotel antes de que amaneciera, me sorprendió el delegado del gobierno. Y al regresar a Cuba me retiraron el pasaporte y me prohibieron salir del país durante una década. ¿Por qué no volví a verte?

LAURA: no contestaste nunca a mis cartas, así que dos años después viajé a La Habana con unas amigas. Fue una pesadilla recorrer La Habana e imaginar tu rostro en cada esquina, en cada persona con la que me cruzaba, en cada cancha de baloncesto improvisada en las calles. No sé en qué pensaba, pero quería encontrarte, aunque no supiera muy bien con qué vana ilusión.

LEONARDO: si en aquel momento nuestras vidas se hubieran cruzado de nuevo, todo habría sido distinto. Pedí permiso a la Federación para fichar por un equipo belga que se había interesado por mí, pero me lo denegaron. Albergaba la esperanza de volver a Europa y comenzar una nueva vida. Te habría buscado sin dudarlo.

LAURA: pero mi vida tenía que seguir.

LEONARDO: tendría que permanecer en Cuba, así que traté de olvidarte. Me retiré del baloncesto, me casé, tuve dos niños y ahora entreno a los más jóvenes.

LAURA: lo habría dejado todo por ti. Me casé, tuve un niño maravilloso, pero nunca dejé de pensar en aquella noche.

LEONARDO: cuando me dijeron que volvíamos al Torneo de Navidad del Real Madrid, mi vida entera se trastocó, los recuerdos volvieron a mi mente, aquel ambiente mágico… Sé que era una locura pensar que volvería a verte.

LAURA: no volví a un torneo de Navidad hasta que supe que participaba la selección de Cuba. Fue una locura pensar que volvería a verte, pero…

Y aunque las yemas de sus dedos no volvieron a juntarse, Laura y Leonardo se lo dijeron todo sin cruzar una sola palabra.

Sonó el pitido que anunciaba los tres minutos para el inicio del encuentro.

La semana que viene quizás

LESTER, 22/08/2022

– Hola, Miguel.

– Hola.

– ¿Qué tal ha ido la semana?

Debido a su timidez, Miguel no se mostraba muy hablador hasta que su madre se marchaba.

– Vengo en tres horas, cuando termines -le dijo su madre mientras le plantaba un beso en la frente.

– Termino en dos y media, Mamá, pero ven cuando puedas.

– Pero es que no me dejan salir antes, es cuando tengo permiso, vendré en cuanto pueda.

La madre llevaba uniforme de trabajo. Dejó al niño sentado junto a la anciana que le había saludado al entrar, dijo adiós con la mano y se marchó de forma apresurada.

– Me he terminado el último libro que me dejó -indicó Miguel una vez que se cerró la puerta de la sala.

– ¿Qué te ha parecido?

– Me ha gustado mucho, me lo acabé en tres días. Me gustó todo, menos el final. No creo que el capitán Nemo merezca morir después de todo.

– ¿Y cómo sabes que ha muerto? El libro no lo cuenta.

Miguel miró a «la señora de la butaca de al lado» y como cada semana, le pareció que el gris de su mirada se azulaba por momentos, de manera especial cuando hablaban de algún libro, como si un brillo iluminara unos iris cansados y los hiciera recuperar algo de vida.

– Ya, pero se intuye, el Nautilus desaparece en el remolino y se supone que el mar se lo traga con toda la tripulación.

– Pues por eso mismo te he traído esta semana La isla misteriosa. No quiero contarte nada, pero si te ha gustado el capitán Nemo, te gustará saber lo que ocurrió con él y con todos sus compañeros del Nautilus.

Estas conversaciones comenzaron unos dos meses antes, cuando Miguel visitó por primera vez aquella sala gris en la que la mujer y otra serie de «gente mayor» aguantaba unas horas de espera con paciencia. Mejor dicho, con resignación. Miguel quería utilizar el móvil de su madre para pasar el rato, pero la madre lo necesitaba durante la jornada. Protestó porque su madre tampoco le dejó llevar la Play, porque «puedes molestar a las demás personas de la sala».

– Venga, que no será mucho tiempo, se te pasará volando.

En ese momento preciso fue cuando la señora de pelo cano se ofreció a ayudar al chaval, que no tendría más de once años.

– Ten, te puedo dejar este libro. El protagonista se llama como tú.

Miguel miró el libro con extrañeza, «un libro con mi nombre en la portada», luego con escepticismo, pero finalmente accedió a ojearlo porque vio que entre las letras, cada seis u ocho páginas, había como un cómic, unas viñetas que contaban la historia. Le impresionaron unas escenas de peleas a caballo, otras con un sable sobre los ojos del protagonista y se quedó intrigado por saber qué ocurría con los tipos que cruzaban un río en una balsa. Y además, «qué otra cosa podía hacer para matar el tiempo».

– Puedes quedártelo hasta que lo leas y me lo devuelves la próxima vez que coincidamos -la sonrisa de la mujer arrugaba aún más su rostro, pero la hacía más venerable, más cercana-. Era de mi hijo y se lo iba a llevar a mi nieto esta tarde, pero no te preocupes, que le llevo otro. Le encantan y siempre llevo alguno encima.

Una semana después, Miguel confesó haber leído el libro del tirón, al principio solo las viñetas, pero como quería entender la historia, acabó leyéndolo entero. Le contó que su propia madre se sorprendió al verle devorar un libro, algo que llevaba años sin hacer.

– Decía Umberto Eco -dijo la señora-, que el libro pertenece a la misma categoría que el martillo, la rueda o las tijeras: una vez inventado, no se puede mejorar.

Así fue como comenzaron estas conversaciones entre dos personas que apenas se conocían, que no coincidían en casi nada, una mujer que superaba de largo los ochenta años y un preadolescente en un lugar en el que ninguno de los dos quería estar.

– Hay que ser muy fuerte para aguantar como lo hizo Miguel Strogoff, para no contar la verdad ni siquiera a Nadia.

Miguel quedó fascinado por la historia del correo del zar, pero sobre todo por los viajes que Julio Verne planteaba en sus libros, así que en las siguientes semanas, la mujer le dejó Viaje al centro de la Tierra, Cinco semanas en globo, De la Tierra a la Luna, La vuelta al mundo en ochenta días

– ¿Sabe?, llevo varias semanas hablando con usted y todavía no sé su nombre.

– Es cierto, pero como pasaba con Miguel Strogoff, a veces no es necesario contarlo todo. Es más, no voy a decírtelo, sino a plantearte una adivinanza. Es el mismo nombre de una mujer decidida que aparece en una de estas novelas. Te doy una pista: valiente, tenaz, de las que no tiemblan ante las dificultades y persigue su empeño sin rendirse.

Una semana después, Miguel volvió con la respuesta:

– Se llama María, como la hija del capitán Grant.

– Pues si así te parece, a partir de ahora seré María.

Miguel le devolvió el ejemplar con 20 000 leguas de viaje submarino y se quedó contemplando la portada de La isla misteriosa. La conversación sobre Nemo le había dejado con ganas de iniciar la lectura y al igual que las semanas anteriores, el tiempo en la sala se le hacía hasta corto.

– No entiendo el odio del capitán Nemo hacia el mundo, por mucho sufrimiento que le hubieran hecho pasar. Pero aun así, no creo que mereciera morir.

– ¿Y por qué crees que se comporta con esa crueldad con los que no pertenecen a su tripulación, a su reducido mundo?

Miguel se quedó pensativo, dudaba acerca de la respuesta.

– No lo sé, no sé si actúa así por venganza o porque cree que el mundo es injusto.

– Es que no lo es -le dijo María-, y no todo el mundo se comporta de ese modo. El mundo no es justo, claro que no, mira tu situación y dime si es justo que alguien de tu edad tenga que pasar por esto.

El azul de la mirada de la mujer había vuelto a un gris más tristón, como el que solía mostrar justo hasta el momento en el que Miguel entraba cada jueves en la sala. Pero aquel jueves parecía diferente. Entró una enfermera, se acercó a Miguel, miró su reloj, anotó varios datos en el cuaderno y le retiró la vía que tenía puesta en el brazo. Poco después apareció su madre por la puerta.

– Venga, Miguel, nos vamos.

Miguel estaba serio, pensativo. Cogió el libro y se giró para despedirse de María:

– Muchas gracias, y hasta la semana que viene, María, ¡nos vemos!

– Hasta la semana que viene, Miguel. Quizás.

Elvis sobre tórax

LESTER, 23/01/2022

Leningrado, marzo de 1967

Cuando llamaron a la puerta de la casa de Ruslan a última hora de la tarde, poco antes de la cena, se temió lo peor. Sus temores se vieron confirmados cuando divisó a través de la mirilla a dos tipos altos con largos abrigos grises al otro lado de la puerta. Nada bueno podía presagiar aquella visita. A su mujer, Nadia, se le encogió el corazón.

– No, por favor, Ruslan, dime que no.

Ruslan abrió la puerta y dejó pasar a los dos funcionarios del Estado. Se identificaron sin apenas mediar palabra, «Sergei Nikolaievich», «Yuri Shalimov», y comenzaron a registrar el piso. No les llevó mucho tiempo encontrar lo que buscaban. En el pequeño despacho de trabajo, decenas de estanterías con lo que parecían pequeñas carpetas con documentos no muy gruesos, de apenas medio centímetro de grosor, ocupaban todas las paredes.

– Con llevarnos una caja ahora será suficiente. Aquí hay pruebas para llenar un camión entero.

Nadia comenzó a llorar, mientras Ruslan trataba de tranquilizarla. Shalimov precintó la habitación con una cinta adhesiva con el símbolo de la policía.

– Usted se viene con nosotros -indicó a Ruslan. Luego se dirigió a la mujer-. Y a usted y a los suyos, más les vale no entrar en esa habitación. Volveremos mañana con un equipo para llevarnos todo.

La historia de Ruslan

A finales de la década de los cuarenta, el joven Ruslan estaba cerca de finalizar su formación como ingeniero de sonido en la Universidad Politécnica de Leningrado. Apenas dos años antes había tenido que tomar una decisión trascendente para su vida. Tras muchos años compaginando los estudios de música en el conservatorio con la ingeniería, había tenido que asumir que carecía del talento suficiente para desarrollar una carrera musical, así que se volcó en obtener el título de Ingeniería con un expediente brillante. Pero su afición a la música no había menguado y seguía tocando el clarinete como aficionado con una banda de antiguos alumnos del conservatorio. Gracias a contar con uno de los mejores currículos universitarios como ingeniero, fue autorizado a salir del país en varias ocasiones, siempre con el motivo de asistir a ferias y congresos internacionales sobre innovaciones técnicas en el campo del sonido.

En uno de aquellos viajes, a principios de los cincuenta, acudió a Berlín Este, donde, tras las interminables sesiones sobre ondas de radio, amplificadores y antenas, fue invitado a una fiesta en una casa particular en la que, para su sorpresa, descubrió la música occidental: el jazz, el blues, ¡el rock and roll! Acostumbrado a las orquestas sinfónicas y las piezas clásicas, aquella música, de la que había oído hablar a algunos paisanos, le pareció revolucionaria. «Lo que daría por llevar esta música de ritmos frenéticos a Rusia», comentó a un joven ingeniero búlgaro presente en aquella fiesta. Sin embargo, tenía bien claras las prohibiciones estalinistas que pesaban sobre esa música considerada «capitalista». «Una mala influencia para la juventud», según publicó el Pravda tras la aprobación de la censura en 1948.

El gusanillo de Duke Ellington, Ella Fitzgerald o Carl Perkins anidó en su cerebro y en el viaje de vuelta a la Unión Soviética pensó que «la música no puede hacer ningún mal a nadie», así que decidió que, aunque fuera de forma contraria al régimen, no habría nada malo en procurarse unas copias de esa música cada vez que tuviera ocasión. Aprovechó sus conocimientos y los viajes al extranjero para copiar discos enteros que lograba introducir al país junto con todo el material técnico que traía de las ferias. El mayor problema que encontró fue procurarse el material necesario para las copia, el vinilo, puesto que por entonces los derivados del petróleo escaseaban y eran muy caros.

La historia de Nadia

La familia de Nadia era natural de Jarkov, una de las mayores ciudades de Ucrania, pero a principios de los años treinta, cuando estalló la hambruna en el país, el terrible Holodomor que se llevó por delante a varios millones de camaradas, emigró a Rusia en busca de una vida mejor. Nadia tenía solo tres años cuando se instalaron en Leningrado, en un piso minúsculo en el que vivió con sus padres hasta que terminó la universidad. Allí estudió Enfermería, una carrera que le procurara un trabajo seguro y en el menor tiempo posible, puesto que la familia seguía viviendo estrecheces económicas y apuros para completar tres comidas diarias. Nadia aprobó sin demasiadas dificultades y en el concierto que se celebraba a finales de junio, durante el festival de las Noches Blancas, conoció a un joven sonriente llamado Ruslan. Nadia entró a trabajar en el hospital militar de la ciudad y apenas seis meses después se casaron en una ceremonia discreta con pocos invitados.

Cuando unos pocos años después Ruslan trajo a casa sus primeras copias de artistas de jazz, Nadia se asustó. No entendía el idioma, ni el alocado ritmo, ni muchos menos el entusiasmo de su marido, y además era consciente del peligro de tener esos discos en su poder, pero al ver la felicidad en su rostro no pudo menos que asentir y pensar que, ciertamente, «la música no puede hacer ningún mal a nadie».

La cabeza de Ruslan era un torbellino de ideas, tenía una vitalidad que procuraba disimular para no llamar la atención, pero un día llegó emocionado, incapaz de disimular su alegría.

– He encontrado la alternativa al vinilo -dijo entusiasmado-. Mira que he probado con varios materiales para copiar los discos, pero unos son muy frágiles y se rompían, otros son escasos, o caros o muy gruesos, y resulta que la solución era muy sencilla. Mira.

Le mostró una radiografía de un pie. De frente y de perfil. Estaba recortada de modo circular y la puso contra la luz.

– Mira. ¿Ves el microsurco? ¡Es perfecto! -puso la radiografía en el pequeño tocadiscos que tenía en el salón y colocó la aguja sobre el metatarsiano de aquel pie-. ¡Escucha!

Ruslan se puso a bailar cogiendo de las manos a Nadia, que sonreía y bailaba con él sin ningún sentido del ritmo, de un ritmo que no era capaz de comprender.

Durante los años siguientes, Nadia procuraba sacar del hospital las radiografías que eran desechadas por los médicos. Al tratarse de un material inflamable, las normas obligaban a su destrucción casi inmediata, pero Nadia consiguió «salvar» unas cuantas de la quema. Al principio un par de ellas, luego media docena, una docena… Era difícil ocultar más bajo el uniforme de enfermera sin levantar sospechas. Durante los siguientes quince años, Ruslan copió decenas, cientos, miles de discos, al principio para su propio disfrute, pero posteriormente, para intercambiarlos en el mercado negro por alimentos o ropa. Louis Armstrong por un paquete de mantequilla o cinco litros de leche, Buddy Holly a cambio de un nuevo abrigo para el duro invierno.

La historia de Sergei

Sergei Nikolaievich era lo que podría considerarse «un ciudadano ejemplar», «un funcionario modelo», al menos en lo que aparentaba, en su comportamiento o en el modo de actuar. Sergei era lo suficientemente inteligente para saber lo que el sistema requería de él y en su cometido cumplía de manera sobresaliente, pero en su vida privada hacía pequeñas concesiones que trataba de mantener ocultas. Sabía hablar inglés y había leído varios de los libros prohibidos en su país, libros que requisaba en casas de disidentes a los que no tenía más remedio que detener. En cada ocasión procuraba hacerse con un ejemplar durante el trayecto a la comisaría. Solo uno, que leía y destruía inmediatamente.

A finales de los cincuenta fue invitado a una cena en casa de uno de los miembros del ayuntamiento. Al acabar, uno de los invitados comenzó a tocar el piano que había en el gran salón. Para sorpresa de todos los asistentes, pasó de una conocida pieza de Chopin a aporrear con fuerza el teclado, de manera casi violenta. Sergei no pudo evitar que se le movieran los pies al ritmo de esa canción.

– ¡Jerry Lee Lewis! -exclamó el hombre del piano-. ¡Great balls of fire!

Fueron pocos los que aplaudieron tras los tres minutos frenéticos de piano, al principio tímidamente, después con algo más de fuerza. El dueño de la casa se dirigió a todos los invitados y les dijo:

– Es mi sobrino, que acaba de llegar de Inglaterra, donde ha estado unos meses. Al parecer allí escuchan estas cosas, una locura propia de los anglosajones -sonrió y se dirigió al improvisado pianista-. Solo espero que no me hayas dañado el piano.

Los invitados sonrieron y la fiesta continuó. Pero Sergei tenía curiosidad por conocer esa música, así que se acercó al joven, el cual le habló fascinado de los movimientos musicales que había en Estados Unidos y el resto de Europa. Durante los años siguientes, Sergei visitó en numerosas ocasiones el mercado negro, de manera casi furtiva, donde logró hacerse con varios discos, impresos sobre radiografías. Los Beatles, Elvis Presley, los Beach Boys, microsurcos sobre cráneos, tórax o fémures. La policía conocía la existencia de estos discos de «rock&roll» y llamaron al movimiento Bones’n’Ribs, huesos y costillas, o Bone Music.

Sergei tenía una pequeña colección casera de discos oculta en casa, nada que pensara que era especialmente peligroso, porque al fin y al cabo, «la música no puede hacer ningún mal a nadie», y esta prohibición no iba a durar eternamente.

La historia de Yuri

Yuri Shalimov había nacido en Omsk, una ciudad del interior. Dejó allí a su familia cuando se enroló muy joven en la academia de policía de Moscú, donde vivió varios años y ejerció su trabajo durante los tiempos más duros de la represión estalinista. Su fidelidad al régimen y su absoluta falta de escrúpulos hicieron que fuera promocionado de manera rápida en el cuerpo de policía. Se casó y tuvo dos hijos, todo muy «soviético»: Dimitri, aficionado al ajedrez, y Elena, cuyo interés se decantó por el ballet y el violín.

A principios de los sesenta fue trasladado con su familia a Leningrado, una ciudad que estaba viviendo un cierto movimiento aperturista al exterior, quizás por su cercanía al Báltico y el mayor contacto con gente de los países cercanos. Las órdenes recibidas eran claras: controlar y reprimir cualquier influencia cultural, musical o política que pudiera venir del extranjero. Las autoridades locales tenían localizados a los disidentes, pero se les permitía vivir bajo cierto control siempre y cuando no trataran de reunirse, crear un movimiento o difundir sus ideas. Yuri era mucho menos tolerante y se hizo famoso por el número de registros en casas particulares y detenciones.

Tiempo después, le asignaron como compañero a Sergei, un tipo del que no llegó a fiarse completamente. En una visita que hizo vestido de paisano a uno de los mercados de la ciudad, un domingo, se encontró a Sergei hablando con uno de los comerciantes de artículos.

– Ah, hola, Yuri -dijo, visiblemente incómodo. Llevaba un maletín en el que había guardado sus adquisiciones y trató de salir del paso como pudo-. Estoy investigando lo de la música esa, los discos de contrabando que están por todas partes. Creo que estoy cerca de localizar el origen de los mismos.

La única manera que Sergei encontró para disimular fue enseñarle el disco que acababa de comprar.

– Mira, es ingenioso. Una radiografía, pero aquí en la esquina figura un código del hospital y las últimas letras del paciente. Creo que podremos encontrar de dónde viene.

Marzo de 1967, en casa de Ruslan y Nadia

Ruslan cogió unas pocas pertenencias, se despidió de Nadia y se marchó con los agentes. Nadia no volvería a verlo hasta cinco años después, cuando terminó su condena en un campamento de trabajo de Siberia. Ella misma fue condenada como cómplice necesaria y pasó tres años en una cárcel de mujeres en Sverdlovsk.

La noche de la detención, Sergei llegó a su casa, metió en una caja todos sus discos y los quemó a las afueras de la ciudad.

Yuri llegó tarde a casa tras rellenar todo el papeleo y se acostó junto a su mujer, a la que apenas le contaba nada de su trabajo. A la mañana siguiente, sábado, los chicos estaban en casa. Dimitri estaba con un compañero de colegio jugando al ajedrez y Elena estaba ensayando al violín con una amiga. Tenían la puerta cerrada, pero Yuri pudo escuchar perfectamente lo que tocaban. Unos acordes algo apresurados mientras una de las niñas cantaba:

«Eleanor Rigby, picks up the rice in the church where a wedding has been…»

FIN

Si alguien quiere conocer la historia de Ruslan Bogoslowski, le dejo un par de enlaces:

Música de huesos

Discos grabados en radiografías

A mi me pareció una maravilla: imaginación frente a la censura. Pasión frente a represión. Odio añadir a mi relato «basado en hechos reales», pero es así, al menos la parte principal y el protagonista de la historia. El resto es pura ficción.

Una mirada incrédula

Ralph Pace, Estados Unidos

LESTER, 05/12/2021

Esta mañana he salido a correr y, como las últimas veces que lo hacía, mi cabeza se ha puesto a contar las mascarillas que me encontraba tiradas por el suelo. Doce kilómetros, diecisiete mascarillas. Hace un par de semanas conté veintidós, a casi una por cada quinientos metros. Lamentable. Las mascarillas han sustituido a las latas de Coca-cola en el paisaje de la «cerdidumbre» humana. Con toda la «cerdeza» lo digo. Hace años, cuando iba a la montaña con amigos, daba igual la altura a la que nos encontráramos que siempre encontraba una lata de Coca-cola metida entre dos piedras, o tirada en medio de unos matorrales.

El lobo marino de la foto observa incrédulo ese objeto extraño (y bastante asqueroso) que aparece ante sus ojos y se pregunta cómo coño habrá llegado hasta allí. Exactamente igual que hago yo con cada p… mascarilla arrojada al suelo por tipos incívicos, maleducados y (dejo un margen a la duda) despistados. El lobo bucea en California, yo me muevo por Las Rozas, pero la «cerditud» está en todas partes.

La foto obtuvo el primer premio en la categoría de Medio Ambiente del prestigioso World Press Photo. Estuve viendo recientemente la selección de fotografías que componen la exposición de fotoperiodismo que ha venido a Madrid y que se exhibe en el Colegio de Arquitectos. Algunas son impresionantes por lo llamativo, como esta sobre una plaga de langostas en África oriental:

Luis Tato, España. Tercer premio de Naturaleza

Pero yo me he interesado por otras fotos, menos espectaculares, sin duda menos llamativas, pero con una historia detrás que me apetecía inventar, narrar. Imaginar.

Historia 1: Recogiendo a Papá

Valery Melnikov, Rusia. Primer premio Temas de Actualidad.

Eran las tres de la mañana cuando el joven Vlado lo comprendió todo. Horas antes, su hermano Nikol le había dicho que le acompañara «a un sitio». Siempre le decía lo mismo, y aunque Vlado sabía que la mayoría de las veces era más para buscar problemas que para ganar algo de dinero con el que comprar la cena, en esa ocasión decidió acompañarlo. Su tono era grave, como todas las conversaciones que Nikol y su madre habían mantenido en los últimos días.

«Toma». Le ofreció una pala al llegar al cementerio. Vlado se negó a recogerla puesto que se temía alguna de las locuras de su hermano. «Cógela, idiota, tenemos que llevarnos a Papá. Nos vamos de aquí». No hizo falta decir mucho más. Con la escasa luz de la luna cavaron durante casi dos horas. La tierra estaba congelada, dura como el cemento tras dos años y medio en el mismo sitio. Les dolían las manos, casi en carne viva, pero lograron desenterrar el ataúd y meterlo en la furgoneta. Al abrir el portón trasero, Vlado observó que el interior estaba repleto de maletas, algún mueble, las fotos de las paredes de casa. «Nos vamos esta misma noche», le dijo.

Volvieron a casa, recogieron a su madre y salieron rumbo a Armenia. Nagorno-Karabaj iba a ser un infierno. De nuevo.

Historia 2: La casa a cuestas

Lorenzo Tugnoli, Italia. Primer premio Noticias de Actualidad

Tuvo que saltarse varias barreras de seguridad, derribar una de las pocas puertas que quedaban del edificio y trepar por los escombros de las escaleras, con gran riesgo en cada una de las acciones, pero Abdullah no quería dejar de intentarlo. La explosión del puerto de Beirut tres días antes había arrasado todos los edificios cercanos, incluido aquel en el que él y su familia tenían un modesto apartamento. No hacía ni cinco años desde que lo habían adquirido con los ahorros que lograron sacar de Siria antes de que decidieran huir de allí.

«He tenido suerte», contaba a Walid, el compatriota que iba a alojarlos temporalmente mientras se resolvía su situación. «Estamos todos vivos. Mi mujer estaba visitando a su prima en la otra parte de la ciudad y los niños estaban en la escuela, así que puedo decirlo. Alá cuidaba de mí y de mi familia. No he perdido nada, aunque lo haya perdido todo».

Abdullah había decidido que tratarían de rehacer su vida en Europa. No sabía muy bien en qué país, si en Grecia, Francia o Alemania, pero tenían que intentarlo. No podían volver a Alepo y nada los retenía ya en el Líbano, así que les tocaba reunir sus pocas pertenencias y salir de nuevo con la casa a cuestas. Lo tenían todo listo, pero antes de eso Abdullah quiso visitar por última vez su antigua casa en busca de recuerdos, algunas pertenencias que llevar consigo. Libros, fotos, alguna joya de familia, documentos que pudieran necesitar, como el título de ingeniería… y si algo quedaba medio en pie y sin destrozar, quería llegar a la mesilla en cuyo cajón guardaba un sobre con los pocos ahorros de toda una vida. El suelo temblaba bajo sus pies.

Historia 3: La pregunta que no respondió

Angelos Tzortzinis, Grecia. Tercer premio Proyectos a largo plazo

Idrissa se quedó mirando a la nada. Se apartó del grupo junto con la pequeña Ndeye y ambos se sentaron a descansar. Ofreció un poco de agua a su hija y trató de cerrar los ojos. No es que el campamento de Moria hubiera sido un hogar maravilloso, pero al menos era algo parecido a un hogar. Con sus cuatro cosas, unas mantas de abrigo, algún producto de higiene, la mochila de su hija con los cuadernos de la improvisada escuela del campamento y amigos en la tienda de al lado.

– ¿Y ahora dónde vamos, Papá?

– A un pueblo aquí cerca, en la isla también. Mucho más bonito, ya lo verás, donde vamos a tener mucho más espacio tú y yo.

– ¿Ya no podremos volver a casa?

– No, se ha quemado todo.

– Y en el sitio al que vamos, ¿va a estar Mamá?

Idrissa estaba exhausto, tenía los pies doloridos de tanto clavarse los guijarros del camino, ya que caminaba con unas zapatillas casi sin suela, de tan desgastadas que estaban. Tenía los ojos cerrados, pero las lágrimas humedecieron sus párpados y comenzaron a caer lentamente. Llevaba toda la vida contestando a las preguntas de la curiosa Ndeye, y sin embargo, hacía meses que no era capaz de dar respuesta a la cuestión más trascendente que jamás le había planteado.

Historia 4: Orgullo yanqui

Gabriele Galimberti, Italia. Primer premio Retratos

Will miró «su obra» con orgullo y le pidió a su mujer que le hiciera una foto en la que se apreciara bien.

– Súbete al techo de la camioneta, Karen. Sin miedo, resiste. Necesito que cojas algo de altura, para que se vea bien en perspectiva.

Había tenido una visión unos días antes: sacaría todas sus armas de fuego, les pasaría la revisión anual que solía hacer para asegurarse de que todas estaban en perfecto estado y listas para ser usadas, y luego dibujaría la silueta de Estados Unidos con todas ellas repartidas por el césped del jardín.

– Carolina del Sur es un sitio maravilloso para vivir -contaba a sus amigos cuando venían a visitarlo-. El suelo es barato aquí y no solo tienes todo el espacio del mundo para tener un jardín fantástico o una casa enorme, sino que además es el paraíso de la libertad en donde puedes comprar las armas que necesites para proteger a tu familia y tus pertenencias.

Ese día tocaba sesión de tiro. Se iría al bosque cercano con sus colegas Jack y Randy, dispararían miles de veces, competirían por la mejor puntería contra siluetas humanas en la distancia y luego abrirían unas latas de Budweiser. «Cheers! That’s life!».

– Me encanta -le dijo a Karen cuando vio cómo habían quedado las fotos con su obra de arte.

He seleccionado solo cuatro historias, pero allí había muchas más. Al acabar la exposición me compré el libro de la misma, con las mejores fotos acompañadas de textos que ayudaban a situar la acción.

El conflicto de Nagorno-Karabaj se ha reabierto y en muchos aspectos no se ha avanzado nada desde hace cuarenta años. Familias enteras cuyas vidas dependen de las decisiones de los gobiernos de Armenia y Azerbaiyán.

El Papa visitó ayer mismo la isla de Lesbos, una anomalía más que no sabemos cómo resolver en este Occidente supuestamente civilizado. Veinte mil personas que vivían en un campamento pensado para tres mil, varios años de «problema sin resolver», de pasarse la patata caliente entre instituciones y finalmente un incendio.

La situación económica del Líbano va a mantener durante décadas al país en la ruina más absoluta. La explosión «solo» contribuyó a agravarla aún más. Un país de poco más de seis millones de habitantes que acogió a más de un millón de refugiados sirios y que ahora se enfrenta a una reconstrucción que no puede pagar.

Tres historias que acaban con familias desplazadas en busca de una oportunidad. La cuarta historia está relacionada con el tiroteo múltiple que hemos conocido esta semana en Michigan, en Estados Unidos, el país de las oportunidades. Un imbécil de quince años se ha cargado a cuatro compañeros de instituto. Solo tuvo que coger algunas de las armas de los imbéciles de sus padres, ir a clase y ponerse a disparar. Pero no he venido hoy a cuestionar uno de los derechos fundamentales del país, uno de los pilares de su sólida democracia.

Tengo una mirada incrédula, o descreída más bien, tanto como la de un lobo marino que contempla atónito nuestras grandes hazañas.

Siete años en «Cuatro amiguetes y unas jarras»

15/08/2021

Hoy se cumplen siete años del inicio de este proyecto (más bien realidad) que estaba destinado a tener apenas un año de vida. «Buenos días a todos los que estáis ahí, al otro lado». Aquellas fueron las primeras palabras el 15 de agosto de 2014 en la Declaración de intenciones de este blog, unas palabras dirigidas a no se sabe muy bien quiénes, a esos lectores anónimos que se han ido sumando a este blog de manera paulatina, por el boca a boca, o el boca a oreja, mejor dicho, porque algún día un post les llamó la atención en Linkedin, Facebook, Twitter, o les llegó por Whatsapp, o porque alguno de los «BeBés» (Brasas Blogueros) le insistió con que «tienes que leer esto» o «esto otro ya lo explicaba yo en un post».

La idea inicial era probar doce meses, ver qué salía de aquello y esperar la aceptación de los lectores, pero lo cierto es que la recepción fue muy positiva, tanto que acabamos de completar los siete años de existencia. Durante ese tiempo han salido de la «batidora» de ideas 492 posts, más otro centenar en otros medios (fundamentalmente La Galerna), dos libros publicados con objetivos de crowdfunding para los proyectos solidarios de Lester en Bolivia y Ecuador, diversas colaboraciones con varios amigos que han querido aportar puntos de vista diferentes sobre algunos temas, entre cuatro y cinco mil lecturas mensuales (dejando aparte las de otros medios), más de mil comentarios (siguen pareciendo pocos, animaos más, dad un poco de cera), algunas «monetizaciones» que han ido a ONGs conocidas… pero por encima de cualquier otra consideración, estos siete años han traído dos cosas más: una enorme satisfacción para los cuatro amiguetes y (esperamos) diversión o buena información para los lectores. Y desde luego como aprendizaje es único. Uno relee algunos de los primeros posts y aprecia una evolución clara. Quizás se pierde algo de frescura al no soltar lo primero que viene a la mente, pero se gana en precisión. Del mismo modo que en el uso del lenguaje.

Para hacer caso a algunos amigos que pedían que la web tuviera un índice en el que buscar textos antiguos, está ya disponible en Índice, a la izquierda de la pantalla de entrada. Todos los artículos ordenados por tema y autor/amiguete. También existe la opción del buscador a la derecha de la pantalla, por palabras, «Martin Scorsese», «relato Escocia» o «teatro culé». Funciona, lo digo por ese amigo que me dice siempre que busca algo concreto de hace tres o cuatro años y no es capaz de encontrarlo.

Siete años ya, pero esto no termina aquí, queda mucho sobre lo que escribir, varios proyectos por concluir y mucho aprendizaje a las espaldas. Dentro de la labor de divulgación (y entretenimiento) de este blog, planteamos un pequeño ejercicio resumen de lo expuesto: que cada Amiguete deje aquí una recomendación ajena, otra propia, de un texto al que le tenga especial cariño y por la razón que sea haya tenido pocas lecturas, y un proyecto que se pueda contar.

TRAVIS

Recomendación: sobre todo dos poscast, La Órbita de Endor y Todopoderosos. El primero es pura información, extensa, exhaustiva, hasta límites increíbles (podcast de seis horas a veces), análisis de una película o un autor desde todos los puntos de vista. El segundo, Todopoderosos, dura «solo» dos horas y aporta buen humor a la vez que información. En cuanto a otros blogs, me quedo con los análisis de Cinemelodic.

Una recomendación propia: me curré bastante La película de las pelis del desván, mezclando personajes de varias películas, dando rienda suelta al guionista que llevo dentro y no llegué ni a treinta lectores. ¿Tan friki era?

Un objetivo: tanto Barney de manera recurrente como Lester y Josean han realizado sus publicaciones en otros medios, pero sé que la mía está por llegar, y espero que sea pronto. En un medio de tirada importante, en eso estoy, no voy a adelantar nada.

LESTER

Recomendación: el podcast de La Cultureta, de Onda Cero. Habrá quien pueda pensar que en ocasiones pueden resultar pedantes o con esa soberbia cultureta que se estila en este país, pero a mí me gusta escucharlo incluso cuando soy un completo ignorante en los temas que plantean: determinados autores, etapas históricas o músicos. Cuando sé algo del tema… entonces lo disfruto aún más. En cuanto a webs, sigo Zenda Libros menos de lo que me gustaría, pero a veces encuentro artículos en los que evadirme un buen rato.

Una recomendación propia: Los muertos salen a hombros, creo que Jardiel Poncela definió a la perfección una de nuestras principales características, no sé si como pueblo, nación o como condición humana.

Un objetivo: los proyectos no se cuentan hasta que están acabados, por superstición, por evitar preguntas insistentes o porque sí o porque no, pero solo puedo anticipar que por supuesto que hay un nuevo libro entre manos.

BARNEY

Recomendación: evidentemente, no hay mejor web, ni mejor escrita («Madridismo y sintaxis» es su máxima), para hablar de fútbol y baloncesto que La Galerna, donde me han acogido desde hace ya tres años. En el mundo de los podcast, el trabajo de Richard Dees en El Radio destripando las malas artes de la prensa es impagable.

Una recomendación propia: los post con más lectores son siempre los de fútbol, y me atrevo a decir que aquellos que atacan al Barça más que los que alaban al Real Madrid, pero uno es amante del atletismo y de casi todo el deporte en general, y escribió con especial cariño un recuerdo nostálgico imposible (porque no lo viví) de los Juegos de México de 1968.

Un objetivo: nada me gustaría más que escribir el libro definitivo sobre el caso Soule y los manejos de Ángel Villar al frente de la Federación de Fútbol, pero me temo que esa investigación no se va a hacer nunca. Van pasando los años y el escándalo se va tapando, hasta que llegue un día en el que se le dé carpetazo y no veamos un Moggigate como el que se vivió en Italia. Así que mientras llega esa oportunidad, quizás entre en el mundo del podcast, que ya en su día hubo un planteamiento de unos «colegas».

JOSEAN

Recomendación: mi amigo El Economista Salvaje dejó de publicar su blog, y para mía fue una pena, puesto que me sirvió para conocer algunos temas que nunca me habían interesado. También ha sido una pena el reciente fallecimiento de José María Gay de Liébana, que publicaba artículos muy interesantes y plenos de sentido común en El Economista. En Linkedin, el Newsletter semanal de Javier Esteban Beyond the Hype aporta información útil y de calidad.

Una recomendación propia: hay dos post con mucho curro detrás que fueron los dedicados a la ausencia de seguridad jurídica, de plena actualidad con todos los cambios regulatorios del sector eléctrico.

Un proyecto: sobrevivir, que la vida no me da para más. Sobrevivir a todo el estrés, a todos los cambios legislativos, contables, fiscales, informáticos… aguantar hasta la jubilación, aunque cada día nos la pongan más lejos. ¿Acaso hay algo más importante?

Lo dicho, seguimos con el blog. De momento, de momento… de momento, otro año más al menos. Lo mismo que decimos cada año.

Y ya sabes, si quieres colaborar con una buena causa, aquí dejamos un enlace de una ONG de la que hemos hablado mucho y bien en este blog: Ayuda en Acción/colabora