Entre el crazy weekend y el forever young

LESTER, 29/04/2022

Ahora que han pasado unos días puedo decir que fue divertido. Intenso, pero divertido. Pudimos quedarnos en casa tranquilos y descansar, o pudimos optar por los planes B: tener un incidente diplomático internacional con un refugiado ucraniano, beber más de la cuenta en una boda, correr un medio maratón al día siguiente, jugar al baloncesto, celebrar un cumpleaños con una dieta hipercalórica o quedarnos atrapados en un “escape room”. Pudimos no hacer nada o pudimos tratar de llegar a todo. Que fue lo que hicimos.

“Forever Young”, siempre joven, que cantaba Alphaville allá por los ochenta:

Let us die young or let us live forever / Vamos a morir jóvenes o vamos a vivir para siempre

We don’t have the power, but we never say never / No tenemos el poder, pero nunca digas nunca

Sitting in a sandpit, life is a short trip / Sentado en un cajón de arena, la vida es un viaje corto.

La semana pasada fue mi 52º cumpleaños, nada que ocultar, como ya he hecho otras veces desde los “felices 45”, y pude decir que NO a varios de los planes que surgieron para comenzar a aceptar la edad que tengo, o… en esa guerra contra la edad opté, optamos, si incluyo a mi santa, por decir que SÍ a todo.

Youth’s like diamonds in the Sun / Los jóvenes son como los diamantes al sol

And diamonds are forever / Y los diamantes son para siempre

So many adventures couldn’t happen today / Así que muchas aventuras podrían no suceder hoy

Pero como decían los concursantes del Un, dos, tres… y nosotros mismos: “Hemos venido a jugar, ¿no?”.

Todo comenzó el viernes a última hora de la tarde, cuando el refugiado ucraniano llegó a nuestra casa. O comenzó un poco antes, cuando se solicitaron familias de acogida para los refugiados que estaban llegando a España procedentes de Ucrania y nos apuntamos en la lista. A nosotros no llegaron a pedirnos que acogiéramos a nadie de manera oficial, pero nuestros vecinos, que fueron más rápidos y seguramente más hábiles, tenían a una familia (madre e hija) acogidas en su casa desde hace un mes y medio. Las ucranianas pidieron a nuestra vecina que si conocía a alguien que pudiera acoger a un chico durante tres o cuatro días, y dijimos que sí, aunque este fuera uno de nuestros peores fines de semana de los últimos tiempos para ello.

La madre ucraniana no hablaba inglés y la niña (16 años, la llamaré Dayana) lo hacía con poca fluidez, pero podíamos entendernos. Dayana nos contó que el chico había logrado salir del país, que vivía en una zona que estaban bombardeando y que iba a pasar unos días por Madrid antes de su destino final en Ámsterdam, donde se juntaría con su madre. La verdad es que no preguntamos nada, ni pedimos documentación, ni tratamos de hacer más averiguaciones, dijimos que lo recibiríamos encantados y punto. El viernes por la tarde-noche, bajo un diluvio universal, apareció el chico ucraniano (al que llamaré Andrei para la ocasión) acompañado de Dayana.

  • Esta será tu habitación, aquí está el baño, la clave de la wifi, unas toallas, la cocina… lo que necesites, nos dices.

Andrei hablaba un inglés bastante solvente y nos lo agradeció efusivamente. Un chico bien majo, todo hay que decirlo. Las mujeres son mucho más espabiladas que nosotros para todas estas cosas y desde el principio, ya desde antes de que Andrei entrara en casa, mi santa me dijo:

  • Para mí que este chico es el novio de Dayana.
  • ¡No creo!, nos están pidiendo un favor para un chaval y tenemos esa habitación disponible, no creo que pase nada.

El “chaval” me sacaba una cabeza. Pues bien, no había transcurrido ni media hora cuando Andrei se nos acerca y nos dice:

  • Disculpad, ¿tenéis algún problema en que nos quedemos a pasar la noche aquí?
  • ¿Los dos???
  • Sí, claro.

El amor, las hormonas, la situación desesperada de las familias, el diluvio en la calle, un kiki emotivo… pasaron mil cosas por nuestras cabezas en cuestión de segundos, pero supimos responder que no. Una de las normas no escritas en nuestra casa a nuestros hijos es que los novios o novias respectivas son bienvenidos, pero no para… en fin, eso. No quiero levantarme un domingo a desayunar y encontrarme a un tipo con los calzoncillos medio caídos preparándose un café en mi taza favorita, no, lo siento, llamadme carca, pollavieja, lo que queráis. Tengo unos hijos maravillosos y todos pertenecemos a “este mundo”, pero la casa es un recinto sagrado, así que contestamos a Andrei y Dayana que no. Que se quedaran la tarde-noche juntos si querían, viendo una peli, cenando, pero de dormir nada.

  • ¿Lo sabe tu madre? -preguntó mi mujer a Dayana.
  • Eeeeeh, sí -dijo la niña con evidente rubor. Estaba mintiendo como una bellaca. Ucraniana, pero bellaca.

El caso es que pasaron dos o tres horas en casa, charlando, picando algo, pero cerca de las doce, la hora de Cenicienta, pero también la hora tope que les habíamos puesto, se encerraron. En la habitación de mi hijo, que ahora estudia fuera. Ejem, eeeeeh, ¿cómo se gestiona esto? La niña es menor, el chico no sé si lo es o no, porque puede que tenga los diecisiete años que decía, pero, ¿y si no lo es? ¿Es un delito en España por aquello de la edad del consentimiento sexual? ¿Y yo, tendría algún tipo de implicación en ese delito?

Ese pensamiento lo tuve después, porque en aquel momento mi cerebro trataba de montarse su propia película romántica sobre los últimos momentos de pasión de una joven pareja de refugiados ucranianos antes de separar sus vidas rumbo a Holanda y Estados Unidos, pero no, quita, quita… me di un guantazo a mí mismo, mi mujer me sacó de la ensoñación y me dijo que iba a llamar a la vecina y a la madre, y que yo, mientras, fuera a sacarlos de la habitación.

Llamé a la puerta, Dayana, tu madre está aquí, ha venido para llevarte a casa. El timbre de casa también sonó en perfecta sincronía. Cuando me abrieron la puerta de la habitación, la chica estaba en pijama y con zapatillas de andar por casa. Lo tenía muy claro desde el primer minuto: ella había venido para quedarse.

La escena del vestíbulo, con las ucranianas discutiendo en su idioma, nosotros hablando en inglés con la madre (que negaba con la cabeza al no entender nada), luego en español con mis vecinos, y después en inglés con los chavales para decirles que cada mochuelo a su olivo, fue digna de una comedia de Berlanga, que finalmente se saldó con una frase mítica de mi vecino, quien, a falta de un fluent English, soltó: “ñakañaka a un hotel”. Ja, ja, ja, ja,… si su objetivo era que lo entendiéramos nosotros, pero no los ucranianos, consiguió todo lo contrario. Pero funcionó. Seguía diluviando y en el fondo nos dio algo más de lástima: “familia de desalmados españoles arroja a una tormenta a una refugiada ucraniana en pijama”. “Ucraniana coge una pulmonía al ser expulsada por su familia de acogida”. Se me venían titulares así al coco.

Dayana se subió a la habitación visiblemente contrariada, pero bajó con una sudadera sobre el pijama, les dejamos un paraguas y quedamos en que se verían al día siguiente temprano. Porque al día siguiente nosotros teníamos una boda y no íbamos a estar en casa en todo el día. ¿Dejamos a Andrei con la casa a su entera disposición? ¡Pero si le conocemos de tres horas y ya nos ha puesto la cabeza como un bombo! Nada, muchacho, mañana te vas a pasar el día con tu amiga, hacéis turismo por Madrid y sobre las siete, ocho de la tarde, que habremos vuelto de la boda, te llamamos y te vienes por casa.

Lo que ocurre es que las horas de las bodas… sabes cuándo empiezan, pero no cuándo terminan. A las doce estábamos en la iglesia dispuestos a presenciar la boda con la novia más guapa que se ha visto en años, por lo menos desde hace veinticinco. Era una de esas bodas muy esperada y querida, de las que parecía que nunca iba a celebrarse por culpa de la pandemia que todo lo paró, pero el gran día (para ellos) llegó. Novia radiante y feliz, novio súper atento con todos los invitados, y tras las fotos de rigor, nos fuimos rumbo al «peazofinca» en el que se celebró el cóctel-banquete-baile-sarao, etc. Yo no quería pasar mucho tiempo de pie, puesto que al día siguiente tenía carrera, pero esa intención, en una boda, es tan de ilusos como la de aquellos que escriben a Scarlett Johansson por Instagram o Twitter con la esperanza de que les conteste.

  • ¿Y cómo es que te has apuntado al medio maratón de Madrid mañana, con una boda de por medio?

Fue una pregunta que me hicieron varias veces a lo largo del día, y como bien dije, todo formaba parte de mi carrera contra la edad (recordad ¿Por qué corremos los cuarentones?, que ahora debería actualizar con los cincuentones): demostrarme a mí mismo que todavía podía salir e irme a hacer deporte de intensidad al día siguiente. En las resacosas mañanas de domingo previas a los partidos de fútbol de birria, perdón, de barrio, hay un gran libro de pequeñas historias. De chavales cuyo sudor huele a cubata con whisky de garrafón, de aquel Juan que trabajaba en una disco hasta las ocho de la mañana y venía del tirón o de jóvenes con toses de fumador compulsivo que piden la UVI nada más empezar y luego aguantan la hora y media de partido dando cada carrera como si fuera la última de sus vidas. Podía haber dicho que NO a la boda, o podía haber dicho que NO a la carrera, pero «hemos venido a jugar, ¿no?».

Si antes de empezar a zampar, nos pusieran en una mesa todo lo que nos íbamos a comer y beber, a buen seguro que contestaríamos: «ni de coña». Pero oye, empiezas canapé a canapé, minihamburguesita por aquí, caña, chuminadas de pitiminí y fuá, caña, rollitos teriyaki, copa de vino blanco, y cuando te sientas a la mesa ya estás entregado: ponme el milhojas de hojaldre, el salmón, más vino blanco, solomillo, vino tinto, tarta nupcial, una copa de cava, vamos con todo y vivan los novios y los padrinos, que hemos venido a jugar.

Nos lo pasamos fenomenal, cómo no, y a partir de las seis de la tarde, mis esfuerzos irían orientados a no cansarme demasiado (Dios no me llevó por el mundo del baile, pero sí pasé muchas horas de pie) y a no volver a beber una gota de alcohol. Logré esto último, pese a que los impresentables de mis kolegas me ofrecieron unos trescientos gintonics y cuatrocientos cubatas. Lo más que lograron es que sobre las ocho de la tarde me apretara una cerveza sin alcohol, que había que hidratarse, y pensé que mi cuerpo soportaría el uno por ciento de alcohol de ese brebaje infecto. Con lo que no contaba era con que esos mismos impresentables compañeros iban a ofrecer un gintonic detrás de otro a mi mujer con la alegría con la que se ofrece bidones de agua a los ciclistas antes de un puerto de montaña. Y mi mujer también había venido a jugar, así que la cosa se complicó para salir de allí.

  • Cariño, que tenemos a un refugiado ucraniano esperando que volvamos a casa -le recordé.

La frase habitual en estos momentos suele ser «una retirada a tiempo es una victoria», mas la triste historia del meloso ucraniano me parecía más convincente para la ocasión. El caso es que lo estábamos pasando en grande, así que ni carrera del día siguiente, ni ucraniano, ni abstinencia de alcohol, ni nada. No salimos de allí hasta cerca de las once y al final llegamos a casa sobre las doce. Ah, sí, que teníamos a un ucraniano en espera, casi se nos olvida. Avisamos a los vecinos, se presentó en casa, charlamos un rato sobre lo que habían hecho durante el día y todos al sobre. La preparación adecuada para una carrera.

Menos de seis horas de sueño, pero allí estuve, en la salida. Como un campeón, forever young y toda esa autopatraña. Había muchas ganas de correr de nuevo por Madrid y se notó en el espectacular ambiente que hubo, no solo de corredores, más de treinta mil, sino de público. Mucha más gente animando que en septiembre, cuando me arrastré en el maratón. Tenía los gemelos más cargados más que el saco de un mantero huyendo de la policía, así que corrí toda la carrera con el móvil y un metrobús. Por si acaso, porque no sabía hasta dónde aguantaría. No se me dio mal, aunque no tenía frescura de piernas, pero disfruté del ambiente y de un día maravilloso.

Corrí razonablemente bien hasta el kilómetro 15, más o menos donde nos separábamos de los valientes del maratón y aquí pongo el único pero a la organización: justo en ese punto había una banda de rock, muy buenos, muy cañeros, ¡pero no la pongáis en ese sitio! El momento en el que se separan ambas carreras y los mediomaratonianos aplaudimos y deseamos suerte a los de la carrera completa es uno de mis favoritos del Mapoma, pero este año apenas se pudo apreciar. Traté de acelerar el ritmo los últimos kilómetros, pero me fue imposible, forever young, pero no de piernas. Me llamó la atención la cantidad de carteles con el «nuevo» patrocinador oficioso del Barça.

Llegué a la meta en 1 h. 47 m., dos por encima de lo previsto, ¡ese solomillo extra con patatas!, y mi móvil me advirtió de otro de los eventos del finde: a mis compañeros de la liga municipal de baloncesto les faltaba un jugador para el partido. Pues queda una hora, no sé si… hemos venido a jugar, ¿no?

Me fui para allá y tengo que agradecer a la policía municipal de Madrid que con las calles cortadas por el maratón me fuera imposible salir de la ciudad, porque era una locura que solo podía acabar en lesión. Llegué media hora tarde, cambio de zapatillas, e intenté incorporarme a la pachanga, pero no me daban las piernas, hice un salto de menos diez centímetros y desistí de intentarlo, así que pasamos al plan B del que me iban advirtiendo mis compañeros: «llegas a pagarte una ronda de cervezas». Cosa que hice gustoso bajo un sol radiante.

Jarra veloz y a buscar a la familia para ese plan que me tenían preparado como la mejor dieta de recuperación post-carrera: hamburguesas contundentes, cerveza y brownie de chocolate.

  • Y antes de que te relajes, nos vamos a un escape room.

Un escape room temático de Rebelión en la granja, casi nada. Para el que no lo haya probado nunca, consiste en que te encierran en una o varias salas, te describen el objetivo del juego y te dan un tiempo para desentrañarlo, descubrir las claves y poder salir. Ni móvil, ni reloj, ni agua, ni un baño por si lo necesitaras, ni mucho menos un sofá para descansar, un crimen, vamos. El caso es que yo ya no sé por qué había tan poca luz al principio, ni dónde estaba la salida, ni cuántas contraseñas tenía que descifrar, ni cuántos candados me quedaban por abrir, ni si el juego estaba ideado por un psicópata y no saldríamos vivos de allí. «Me duele tó…, pero hemos venido a jugar, pues venga, sin quejas». Tardamos un poco en cogerle el punto, pero fue muy divertido, todo hay que reconocerlo.

Se acababa el día y ni nos acordábamos de que teníamos de nuevo al ucraniano con su chica en la casa de al lado. Pasó a la nuestra y tuvimos el mejor momento de charla con él en todo el fin de semana. Allí descubrimos que al día siguiente volaba de vuelta a Ámsterdam, y digo de vuelta porque no había salido escopetado de Ucrania, ni estaban cayendo bombas en su casa, como Dayana nos había contado, porque Andrei había salido del país con su madre casi dos meses atrás. El único que quedaba en Ucrania era su padre, en Lutsk, en la parte occidental del país, «la más segura», nos dijo.

Andrei estaba muy agradecido por que le hubiéramos dado un sitio donde dormir (la verdad es que hicimos bien poco y lo siento), y nos regaló una botella de vino. Mi estado a esas horas de la noche era tal que le pegué un buen meneo. A la botella, quiero decir.

Pues sí, así acabó el crazy weekend, normalmente son más tranquilos y no recomiendo hacer muchas de las cosas que hicimos esos dos días. O todo lo contrario, porque al fin y al cabo, a este mundo hemos venido a jugar, ¿no?

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