«El verano pasado comentaba con mi mujer lo barato que es estar a gusto, en un estado muy parecido a la felicidad. Fueron exactamente 2,50 euros. El precio de dos cañas en un chiringuito al borde del mar».
Así terminaba la entrada En busca de la tranquilidad y me refería al estado de placer que suele rodear el hecho de tomarse unas cañas con tu gente en un lugar agradable. Pero la cerveza en sí era pésima, malísima, porque aquel momento tuvo lugar en Malta y durante nuestros diez días en aquella isla la cerveza que nos servían casi de modo exclusivo era un pis de gato marca Cisk, normalmente en lata, y no siempre fría. Una vez mi mujer pidió que le trajeran otra porque la suya tenía menos fuerza que un estornudo de Stephen Hawking y le cambiaron el pis de gato por orín de cobaya. Insípida, sin cuerpo ni fuerza, calentorra,… pero nos dio casi igual, nada iba a estropear ese momento en un chiringuito en la playa de Ghajn’ Tuffieha.
No pretendo con esta entrada sentar cátedra sobre la mejor o peor cerveza del mundo, ni disertar sobre sabores, matices y aromas del exquisito líquido derivado de la cebada y el lúpulo, sino hablar de algo tan etéreo (y básico en nuestras vidas) como es el hecho de «tomar unas cervezas» y ya de paso, recordar algunas memorables (o no) que me vienen a la memoria.
Apenas voy a hablar de sabores, no solo porque no soy ningún maestro cervecero, sino por no dármelas de entendido, como ocurre con todo hoy en día, ya sea cerveza, vino o gin-tonics, y que luego me pase como a los del experimento de Mikel López Iturriaga: que algunos «entendidos» no tenían ni puta idea y se tragaron la cerveza de marca blanca del súper como si fuera una selecta especialidad artesanal de importación.
Y no voy a cometer la osadía de atacar las marcas blancas justo el mismo día en que un análisis de la OCU ha determinado que las mejores cervezas son Ámbar, Estrella Galicia y ¡Hipercor Lager! Vamos, la que todos pedimos habitualmente.
En un pueblo burgalés en el que habitualmente veraneaba teníamos un cántico con el que inaugurar aquellas míticas merienda-cenas a base chuletillas de cordero, vino y cerveza, que rezaba (nunca mejor dicho) con música del Confío en ti, Señor:
La cerveza me da vida,
confío en San Miguel,
La cerveza es eterna,
con ella privaré.
Dichoso el maravilloso jugo de cebada…
Nunca acabamos la estrofa porque la cerveza o el vino de bodega de pueblo comenzaba a rular, las fuentes de chuletillas a salir listas para chuparse los dedos y lógicamente la inspiración desaparecía.
Recuerdo una cerveza mítica, que fue la que nos tomamos en Salzburgo, en un monasterio de monjes agustinos llamado Augustine Bräustübel. Seguro que me sobran diéresis o me faltan letras, pero era algo así. Me llevé un posavasos, como suelo hacer en todos aquellos sitios de los que me llevo grandes recuerdos, porque así cuando estoy en casa, a veces los saco y rememoro aquellas sensaciones. Es una chorrada, lo sé, pero es MI chorrada.
Cuando llegas al monasterio, con una puerta grande y pesada como un comercial de Jazztel, piensas que te has confundido y que no puedes entrar en ese remanso de paz en el que estarán los monjes rezando maitines o vespertinas, o lo que toque. Pero si pasas ese momento de apuro inicial y bajas la larga escalinata, te encuentras todo el bullicio y jaleo, como si en ese sótano se celebrara una fiesta clandestina: puestos de salchichas, quesos y salamis, tres enormes salones con distintos ambientes y sobre todo un surtidor de cerveza estupendo. Tienes que acercarte a unas estanterías, coger una jarra, lavarla, enfriarla en la fuente, y pedir que te sirvan. Medio litro, un litro, lo que puedas. Es una cerveza turbia, sin el dorado de la lager tradicional, y tan buena como traicionera, ¿verdad, cariño?
Hay otra fábrica de cerveza de los Agustinos en Múnich, si bien yo probé esta cerveza en Berlín. Un litro entero tras acabar el maratón de aquella ciudad, aquel día que gané a Gebreselassie. Se trataba no tanto de recuperar la deshidratación propia de la carrera como de quitarme el mal sabor de boca de la cerveza que me dieron nada más traspasar la meta.
Estaba tocado, visiblemente perjudicado, como pude ver en el vídeo de meta, y me tumbé en la explanada frente al Reichstag a estirar y recuperarme del esfuerzo. Allí me lancé a por una cerveza que ofrecían de modo gratuito, pero que tuve que dejar porque al primer trago de esa insípida botella supe que mi nulo alemán no me había engañado: «alkoholfrei» significaba eso, si quieres alcohol, a freír monas. Y bien que me quité el sabor, porque me apreté muy a gusto un litro de cerveza de los agustinos, acompañado de un cazuelón de lo más insano de las especialidades muniquesas: salchichas blancas, salchichas rosas, salchichas rojas, codillo, choucroute, mortadela,… Aquel día sometí a mi corazón a una segunda prueba de esfuerzo, casi tanto como en la final del Mundial de Sudáfrica.
Pero ya que he mencionado Múnich, no puedo pasar por alto uno de los sitios más divertidos que he visitado en ese país de gente normalmente educada y silenciosa, gente que parece que solo se suelta en estos tugurios (o cuando salen como reses en estampida por Mallorca): la cervecería Hofbräuhaus. Es una cervecería-cantina-restaurante enorme, con capacidad para unas 6.000 personas en sus distintos ambientes: comedor ruidoso, comedor de mesa corrida más ruidoso, patio ajetreado, mesón con espectáculos tiroleses estruendosos y rincón romántico de parejitas. Silencioso, íntimo. Coñazo. Por supuesto me pimplé una jarra de un litro, mimetizándome con los bávaros de mi entorno, si bien… comprobé que los bávaros bárbaros se pedían una segunda jarra cuando ya habían finalizado todas las viandas. Reconozco que en eso no les igualé.
Parece que los alemanes son los mayores bebedores de cerveza del mundo, sin contar a mis compañeros del fútbol, claro. Pero no, los alemanes figuraban en 2013 en el puesto 4 del ranking de consumo de cerveza per cápita del mundo (101,7 litros por persona y año), justo por detrás de ¡Panamá! (105,9), ¿Namibia? (108,6) y los destacadísimos number one, los checos, con 147 litros por barba al año.
Es llegar a la República Checa y aprender la palabra «pivo», cerveza, el primer día. Sienten verdadera devoción por la Pilsner Urquell, que consumen a hectolitros, pero tampoco tengo un recuerdo especial de esas cervezas. Es tanta la devoción que sienten los checos que junto a la Torre de la Pólvora, en el balneario de Bernard, ofrecen baños curativos a base de cerveza. ¡Puagh!, ¿cabe mayor guarrería y desperdicio? Sí, la chocolaterapia, cagüenmicalavera, consistente en pagar un pastón porque te unten de chocolate como haces tú con las tortitas del Vips. Pura guarrería, como mucha nouvelle cuisine.
Hace años había una publicidad de Carlsberg que anunciaba «probablemente, la mejor cerveza del mundo». Nunca me lo pareció, ni siquiera cuando la probé en su lugar de origen, Copenhague. Pero sí creo que tiene un mérito para mí y es que se trata de la cerveza más cara que jamás he tomado. Y disfrutado.
Fue otra vez después de un maratón y me soplaron 14 euros al cambio por un litro que me supo a gloria. Acompañado de una hamburguesa de 400 gramos y una fuente de patatas fritas, seguramente la base de toda recuperación post-maratón que se enseña en cualquier libro de running. El sitio merecía la pena, sin duda. Se trataba de un vagón de tranvía literal, encastrado en una placita en mitad de la ciudad, y su nombre es Sporvejen, para el que quiera buscarlo. Al terminar la cerveza, y vistos los precios de las bebidas alcohólicas en esos países, entendí mejor la publicidad: «es tan cara y te bebes tan pocas, que cuando lo haces te parece, probablemente, la mejor cerveza del mundo».
Ya comenté el verano pasado el problema que me pareció que tenían en los países nórdicos con el consumo de alcohol, quizás más los suecos. Los finlandeses eran más de vodka y los que se mamaban con latas de cerveza de medio litro, lo hacían con unas que eran de la marca de mis zapatillas de hace 25 años: Karhu. El alcohol tiene tantos impuestos y resulta tan caro que me tomé pocas cervezas por allí y casi todas eran de importación. Nada destacable.
Encuentro muchos más posavasos en casa, algunos de cervezas que no recuerdo ni dónde me he tomado. Recuerdo muchas pintas en Escocia, donde nació el relato de esos amiguetes titulado El clan de los MacArrash y la traducción infame del «y creo que he bebido más de cuarenta cervezas hoy». Recuerdo muchas más pintas aún en Irlanda, en donde forma parte de su cultura, y recuerdo lo mucho que les gustaba en Estados Unidos la Coronita mexicana, una cerveza para mí deleznable. Tanto como una que probé en Canadá que se llamaba Roots y que luego descubrí que estaba hecha de corteza de cerezo, raíz de regaliz y anís o algo parecido. Que me pasaran esa guarrería por cerveza debería estar considerado por los organismos internacionales entre los delitos de lesa humanidad.
Termino ya con una cerveza que no me gusta, pero que supone una visita obligada en Dublín: la fábrica de cerveza tostada Guinness. Para los amantes del líquido elemento y la amistad bien entendida alrededor de unas jarras de cerveza, el hecho de que las guías de viajes recomienden fervorosamente un lugar de celebración de la birra por delante de cualquier pinacoteca o monumento histórico-artístico solo hace aumentar mi enorme simpatía por los irlandeses. No se me borró una estúpida sonrisa de la cara mientras degustaba una Guinness en el mirador circular de la Fábrica junto a mi eterna compañera de cervezas.
¡Nos vemos en la próxima!
Me gusta!!! Buen provecho cervecero!!!
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Me encanta la cerveza!! Durante una temporada pensé seriamente fabricarla artesanalmente en casa. En el Corte Inglés vendían un pack con todos los instrumentos necesarios, pero mi ángel bueno me susurró que iban a terminar en el trastero haciendo compañía a otros artilugios… En mi librería tengo una botella de cerveza belga WATERLOO Triple Blond, conmemorativa del segundo centenario de la batalla que terminó con la ambición de Napoleón. En la etiqueta se muestra una carga salvaje de la caballería británica. «The beer of Bravery»… No digo más…
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