Pulp Fiction cumple un cuarto de siglo, por Travis

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En mayo de 1994, el entonces semidesconocido director, guionista y actor Quentin Tarantino se hacía con la Palma de Oro en el Festival de Cannes por su segunda película, Pulp Fiction. Su propuesta, transgresora y gamberra como pocas, se llevó el galardón por delante de otras películas más típicas de lo que suele ser este festival de vanidades y meñiques enhiestos como A través de los olivos, del iraní Abbas Kiarostami, Quemado por el sol, del ruso Nikita Mikhalkov, el nuevo sopor de colores de Kieslowski, Rojo, y la cuota tradicional oriental, ¡Vivir!, del cineasta chino Zhang Yimou.

Visto con la perspectiva que dan los veinticinco años transcurridos, creo que el premio fue un acierto. Supongo que el jurado tendría fuertes discusiones a la hora de elegir entre las tradicionales obras aptas para estómagos cinéfilos más o menos pedantes y esta Pulp Fiction irreverente de Quentin Tarantino. El jurado de aquel año estaba formado por personas tan dispares del mundo de la cultura como la actriz francesa Catherine Deneuve, el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, el compositor argentino Lalo Schifrin o el británico de origen japonés Kazuo Ishiguro (Premio Nobel de Literatura en 2017), y parece ser que para que el premio fuera a los matones de Tarantino resultó fundamental que dicho jurado estuviera presidido por una eminencia en este noble arte cinematográfico como es Clint Eastwood, alguien que puede valorar una obra diferente de un autor diferente y dar lecciones desde su punto de vista como director, actor, músico o productor de grandísimas obras.

Hubo numerosos aplausos, pero también abucheos y críticas del público asistente a la gala en el Palacio de Festivales y Congresos de Cannes, lo que provocó la respuesta del director en forma de peineta:

Hoy en día me parece un gesto totalmente impropio e inadecuado, pero recuerdo que cuando le vi hacerlo, y pese a saber poco de él, pensé: «este tío me cae bien». Le estaba dando una patada en sus mismísimos genitales ¡y en su casa! a esa crítica esnob que presume de disfrutar tostones infumables que provienen de países exóticos.

El propio nombre del director, Quentin Tarantino, sonoro, rotundo, poco habitual, parecía predestinarle como director, igual que si te llamas Martin Scorsese o Howard Hawks. Además, con esa cara de loco solo podía parir locuras maravillosas o bodrios absurdos, pero por fortuna han predominado las de la primera categoría. El título de su segunda película, Pulp Fiction, resultaba tan atractivo como el de la primera, Reservoir dogs, por no sé qué extraña razón, ya sea intriga o curiosidad, un hecho insólito que ocurre con la mayoría de su filmografía al margen de su posterior calidad: Jackie Brown, Death proof, Inglourious Basterds, Django unchained, Kill Bill,…

Fuimos muchos los que acudimos en masa hace veinticinco años a ver esa peli de título raro y montaje desordenado, de pistoleros con traje negro que hablan de hamburguesas antes de liarse a tiros, de atracadores de cafeterías de tres al cuarto y de boxeadores que saldan su deuda con mafiosos tras atacar con una katana a dos violadores que están de la olla. No solo vimos esa película, la escuchamos. Saboreamos cada canción, las que conocíamos y las que descubríamos a medida que avanzaba el metraje contemplando cómo encajaba cada pieza en su correspondiente escena con una perfección asombrosa. Desde el potente Misirlou de Dick Dale & The Del-Tones hasta el Surf Rider de los títulos de crédito finales, obra de The Lively Ones.

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Me compré la banda sonora, me compré el guion (y lo leí y subrayé varias veces), puse en mi habitación el mítico póster de Uma Thurman fumando en la cama con el peinado del Príncipe Valiente, me compré la banda sonora de Reservoir dogs, me regalaron otra recopilación de temas musicales seleccionados especialmente por Quentin Tarantino,… En resumidas cuentas, me subí a la moda tarantiniana que se abrió con el exitazo de Pulp Fiction.

En cierto modo, creo que la figura del bueno de Tarantino se nos hizo cercana a los aficionados al cine al conocer su historia y ver cómo había llegado hasta la cima del éxito a una edad tan temprana (31 años por entonces). No era el típico director al uso que había estudiado en una prestigiosa escuela de cine, sino que era un aficionado más, un tipo que había trabajado durante años en un videoclub y que había engullido más cine que el que muchos veríamos en varias vidas. Pero, sobre todo, el suyo era un tipo de cine sin reglas en el que valía cualquier propuesta, desde empezar con la definición de diccionario del término «pulp» hasta dibujar un cuadrado en el aire o alterar el orden lógico de las escenas sin razón aparente.

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La película contó con un presupuesto modesto, de unos ocho millones de dólares, de los cuales cinco fueron para los actores, que cobraron muy por debajo de su caché habitual. Fue un éxito rotundo y la recaudación se elevó por encima de los doscientos millones de dólares, aunque su éxito no fue solo de taquilla, sino también como influencia para otros directores y guionistas, como una especie de «vale todo lo que propongas siempre y cuando lo hagas con pasión, con emoción y por supuesto con respeto a todo aquello que homenajeas», ya sea el wéstern, el cine negro, el blaxploitation o las pelis orientales de karatekas.

La película consiguió siete candidaturas a los Óscar, en las categorías consideradas más importantes, aunque solo se llevó el de mejor guion, escrito por el propio Quentin en Ámsterdam con la colaboración de su antiguo compañero de videoclub, Roger Avary. Es un guion tan sólido y brillante como poco convencional, con grandes ideas y diálogos, pero también totalmente heterodoxo, repleto de ideas muy locas que pasaban por la cabeza de un Quentin no sabemos si algo «fumao», ideas que sorprendentemente pasaron el filtro de la producción, y que, más sorprendente aún, lograron la complicidad del público. Y nuestras sonrisas, aunque el origen de las mismas esté en la cabeza reventada de un pobre chaval, en las discusiones acerca de limpiar los sesos de la tapicería, o en una inyección de adrenalina en el corazón de una yonqui a punto de morir de sobredosis.

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Se le criticó esa banalización de la violencia, y puedo entenderlo, pero es que no deja de resultar gracioso que en una peli de matones sin escrúpulos resulte tan relevante para la trama cada vez que el personaje de Travolta va al baño:

  • La primera vez dice claramente «me voy a cagar» en la cafetería y es entonces cuando sucede el atraco a la cafetería.
  • La segunda vez está hablando consigo mismo frente al espejo («ahora te vas a casa y te haces una buena paja») mientras Mia Wallace está a punto de morir en el sofá del salón.
  • La tercera vez está jiñando y leyendo pulp cuando el personaje de Butch se lo carga a tiros.

Algunos diálogos son largos porque Tarantino se recrea en ellos, en la supuesta brillantez de lo que cuentan, aunque en algunas películas lo logra mejor que en otras. En Pulp Fiction está más medido que, por ejemplo, en Death Proof (algún speech infumable) o que en momentos puntuales de Malditos bastardos o Kill Bill. El problema es que Tarantino se gusta tanto a sí mismo hablando de series B o masajes en los pies que  por ejemplo cuando Jules y Vincent llegan a la puerta de los chavales ¡que se van a cargar! no han terminado su diálogo y se van al final del pasillo para terminarlo, prosiguen dos o tres minutos más hablando de temas intrascendentes, y entonces y solo entonces vuelven y entran al piso. Es un tortazo a las reglas clásicas, pero funcionó. Y por cierto, ya que hablo de los masajes a los pies, recomiendo este vídeo sobre el fetichismo del director acerca de los mismos:

La película tiene 154 minutos de duración, es larga para lo que cuenta y quizás podía haber durado menos, pero como se disfruta cada frase, cada canción o cada imagen casi irreal, se te olvida que por momentos puede resultar lenta. Aunque muchos la calificaron de rompedora o novedosa, en realidad Tarantino lo que hace es reinventar, mezclar y utilizar los cientos de influencias cinematográficas y musicales que pasan por su cabeza. El baile de Mia y Vincent está basado en Ocho y medio de Fellini, los matones de Código del hampa hablan de las proteínas de un buen filete después de cargarse a John Cassavettes, y el MacGuffin del maletín ya se había visto en El beso mortal o en Belle de Jour de Buñuel.

Respecto al contenido del maletín con brillos dorados circulan por Internet teorías muy divertidas, como que contiene los diamantes robados en Reservoir dogs, pero mi favorita es la que dice que en el interior del mismo guarda el alma de Marsellus Wallace. Esta teoría cuenta que el mafioso pactó vender su alma al Diablo y por esa razón tiene una tirita en la nuca, que es por donde se la debió extraer Lucifer. La relación con el maletín viene porque la combinación para abrirlo es el número 666.

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En realidad Tarantino contó tiempo después que el actor Ving Rhames se había hecho un corte afeitándose la cabeza y que al director le pareció que hacía más intrigante su personaje, así que le pidió que no se la quitara. Ya está, es como el globo naranja de Reservoir dogs y las teorías imaginativas de la gente, no hay más.

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Tarantino tiene sus fetiches, sus gustos particulares y se recrea en ellos, como cuando el personaje de Butch (Bruce Willis) elige el arma con el que se va a cargar a los tipos de la tienda que están sodomizando a Marsellus Wallace. Nos muestra sucesivamente un martillo como en The toolbox murders, un bate de béisbol como en Los intocables de Eliot Ness, una sierra eléctrica homenaje a La matanza de Texas y finalmente se decanta por una katana al estilo de las pelis de samuráis que tantas veces ha reconocido que le encantan. ¿Sería la katana de Hattori Hanzo que luego aparece en Kill Bill? Igual que la marca de cigarrillos de los protagonistas o las hamburguesas Big Kahuna, elementos que se repiten en la filmografía de Tarantino.

 

Como curiosidades de la película están los actores inicialmente pensados para los papeles principales, hoy impensables como Michael Madsen o Daniel Day Lewis para el papel de John Travolta, o Michelle Pfeiffer o Meg Ryan para el que recaería en Uma Thurman. ¿Daniel Day Lewis con Meg Ryan haciendo el bailecito? No quiero imaginármelo, no, por favor. La película consiguió en el momento de su estreno el récord Guinnes por el mayor número de fuck y derivados en el metraje, 265, pero la marca le duró solo un año al ser superada por el Casino de Martin Scorsese. Y años después sería superada de nuevo por los más de 500 fuck de El lobo de Wall Street del mismo Scorsese.

El festival de Cannes hizo las paces con el director hace muchos años y reconoció su inmenso talento cuando le designó presidente del jurado en 2009. Quentin Tarantino es un enamorado del cine, de todo el cine existente y esta semana ha presentado su última película en Cannes, Érase una vez en Hollywood. Cine sobre el cine dentro del cine, yo ya estoy babeando solo con lo que he visto en el tráiler:

He leído ya algunas críticas muy favorables y luego está la de Carlos Boyero. En su estilo.

Veinticinco años ya de Pulp Fiction, todo un clásico. Un cuarto de siglo también de Forrest Gump, Ed Wood, El rey León, Cadena perpetua o Balas sobre Broadway. Cómo pasa el tiempo. De todas ellas habló el amiguete Barney esta semana en La Galerna, os lo recomiendo (enlace a Aquellos maravillosos años: 1994).

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