Amnesia digital

JOSEAN, 31/07/2022

No hace mucho tiempo recibí un vídeo de broma en el que se hacían pruebas para acceder a una academia de superhéroes. Llegaba uno y le preguntaban: “¿y usted, qué superpoderes tiene?”. Y el aspirante contestaba algo así como: “me sé varios números de teléfono de memoria”, “recuerdo las fechas de cumpleaños de mis mejores amigos”. A cada afirmación, los examinadores contestaban admirados con un “¡halaaa!”, y al final, el entrevistado concluía: “sé llegar a los sitios sin usar el GPS”. ¡Admitido!, claramente.

Es una coña, pero nos hace pensar en cómo lo que parecía normal puede llegar a resultar extraordinario en el mundo actual. Según parece, el uso excesivo de la tecnología está haciendo que perdamos determinadas facultades, o no tanto perderlas, sino que se nos están atrofiando algunas capacidades por desuso. Al delegar en ese pequeño aparato que siempre llevamos encima, hemos dejado de preocuparnos por cómo llegar a los sitios, por hacer cálculos sencillos, por las fechas de cumpleaños de familiares y amigos (siempre habrá una red social que nos lo recuerde) o por memorizar datos. Siempre tendremos Google a mano para salvarnos de ese apuro y rescatar un dato histórico, el nombre de una actriz, el resultado de un partido o el tugurio aquel de Londres que tanto nos gustó. Las cosas normales sobre las que sueles tratar con colegas. Pero también las cosas serias.

Cada vez leo con más frecuencia el término “amnesia digital”, un término referido al hecho que parece contrastado de que el cerebro pierde la capacidad de retener información en el momento en que no tiene el estímulo para hacerlo, pues siempre tendrá un aparato cerca para desempeñar esa función por él. Como se preguntaba Rebecca Seal en este interesante artículo publicado en The Guardian, Is your smartphone ruining your memory? Al “subcontratar” la memoria a un aparato externo, el modo de funcionar de nuestro cerebro se altera.

Los neurocientíficos están divididos. Algunos, como Chris Bird (Universidad de Sussex), indican que siempre hemos utilizado aparatos para recordar cosas, ya fueran cuadernos, notas o post-it, alarmas, y que delegar esa tarea en un teléfono nos ayuda a concentrarnos en otras tareas y ser más eficientes. Otros, como Oliver Hardt (McGill University, Montreal), advierten de los posibles perjuicios que el hecho de prescindir de nuestro cerebro para tareas básicas puede generar a largo plazo. “Cuanto menos uses la mente, cuanto más prescindas de tus propios sistemas para desarrollar tareas como los recuerdos o la flexibilidad cognitiva, mayores probabilidades de desarrollar demencia”. La universidad de McGill elaboró un estudio en 2010 sobre los efectos del uso prolongado del GPS en usuarios que llevaban largo tiempo empleándolo y la conclusión fue que simplificar tareas que requieren cierto esfuerzo mental, como interpretar un mapa, hacía que los usuarios ejercitaran menos el hipocampo, lo que a la larga traería efectos perjudiciales sobre sus funciones cognitivas.

La tecnología no puede ser perjudicial para el ser humano y quizás el problema no sea tanto el hecho de simplificar una tarea como la ingente cantidad de distracciones que el móvil nos genera. La neurocientífica Barbara Sahakian (Cambridge) lo tiene claro, como demostró un experimento sobre comprensión lectora con o sin mensajes y notificaciones de móvil durante la lectura de un texto. Parece obvio. En la misma línea escribe Catherine Price, autora del libro How to break up with your phone, Cómo romper con tu móvil: “No estamos preparados para la multitarea. Si prestas atención al móvil, no lo estás haciendo con el resto de cosas. Y solo recordarás aquello a lo que prestas atención”. Y sobre las distracciones advertía que las notificaciones constantes del móvil (los sonidos impertinentes, que diría yo), impiden que tu cerebro realice los procesos para transferir el recuerdo del corto al largo plazo.

No tengo ni idea de neurociencia, pero todo esto me recuerda a la función de grabar en un archivo informático: la distracción es como un corte de energía en mitad del proceso de almacenamiento. O como despertar en mitad de los sueños. Larry Rosen, autor de un libro titulado The Distracted Mind: Ancient brains in a High-Tech World, algo así como La mente distraída: cerebros ancianos en un mundo de alta tecnología, indicaba que “las distracciones constantes dificultan codificar la información en la memoria”.

Sea por las razones que sean, parece claro que nuestra capacidad de memorizar se está viendo alterada. Recordamos datos de hace décadas con gran nitidez y no somos capaces de acordarnos dónde o qué cenamos el fin de semana pasado. Un estudio del ABCD (Adolescent Brain Cognitive Development) sobre 10.000 niños menores de diez años demostró que aquellos que habían estado más expuestos al uso de aparatos tecnológicos como tablets o móviles tenían un córtex más fino de lo que debería ser para su edad. El grosor del córtex está relacionado en edades más avanzadas con episodios de Parkinson, Alzheimer o migrañas.

La memoria es básica, por mucho que podamos delegar los datos relevantes a un dispositivo. Quizás en unos años puedan insertarnos un chip con los conocimientos necesarios de ingeniería, cocina, historia o lucha a la manera de Matrix, pero aún así creo que sería un error no ejercitarla. La memoria es fundamental para asentar nuevos conocimientos (por mucho que haya tutoriales que te expliquen hasta cómo atornillar un picaporte), para poder razonar, relacionar conceptos, integrar unas partes del conocimiento con otras. Para aprender. Para desarrollar habilidades.

En su día le dedicamos dos post completos a la memoria. La primera parte (Memoria: los recuerdos) estaba dedicada a la configuración de los recuerdos y a la falibilidad de la memoria (según Oliver Sacks y Elizabeth Loftus), a cómo las emociones influían en la creación del recuerdo, adaptando la realidad si era necesario. La segunda parte (Memoria: el olvido) trataba sobre la bondad del olvido, la inexistencia de una memoria colectiva o la necesidad de borrar el pasado, según otros autores (Lewis Hyde, David Rieff), o quizás más eficaz, fomentar el conocimiento del mismo “con distanciamiento metódico” (Francisco Tomás y Valiente, Matteo Orfini).

Y voy a ligar todo lo expuesto al apocalipsis digital que algunos estudiosos de la materia sugieren. El saber, el conocimiento, la Historia con mayúsculas, todo está almacenado en soportes externos. Libros durante siglos, luego diskettes, cintas, CD’s, memorias externas cada vez más potentes, servidores… la nube. Si fuera cierto lo que algunos preconizan, todo ese conocimiento almacenado en la nube podría desaparecer un día igual que se borraron para siempre los conocimientos almacenados en la biblioteca de Alejandría. O muchos de los conocimientos ya existentes se pueden perder o no reproducir jamás al no haber soportes para ello: cintas VHS, reproductores de CD’s, cambios de formatos de los soportes digitales…

Si el ser humano está perdiendo la capacidad de memorizar y almacenar conceptos, habrá que confiar en el soporte externo, en la memoria tecnológica. Ahora bien, no solo en el soporte, sino en lo que se almacena. ¿Quién lo decide, bajo qué criterios? El recuerdo está condicionado por la emoción, y el olvido puede ser necesario para avanzar como sociedad. Me resulta inevitable llevar todo este berenjenal a la llamada Ley de Memoria Democrática, cuyo proyecto acaba de ser aprobado en el Congreso.

(Continuará)

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