14 horas sin móvil, por Lester

Adicción al móvil

Un día de la semana pasada salí de casa poco después de las seis y media de la mañana. Cuando estaba llegando a Madrid, me di cuenta de que no llevaba el móvil encima, «¡qué putada!», pensé, y nos hemos hecho tan dependientes del cacharro que por una fracción de segundo me planteé volver a casa a por él. «¡Qué cojones, podré sobrevivir!»

Volví a casa sobre las ocho y media de la tarde, lo que significa que estuve unas catorce horas sin móvil, y, ¡oh, sorpresa!, no me pasó nada, llegué sano y salvo. Tal como lo digo suena a terapia al estilo de las que pasan personas con problemas de alcoholismo o ludopatía: «Hola, me llamo Lester, y llevo catorce horas sin mirar la pantalla del móvil». Algo de eso hay en el fondo: dependencia, adicción, necesidad, ansiedad en ausencia del estímulo, es decir, mono.

Entré al gimnasio de sonámbulos del que ya he hablado aquí alguna vez y al no tener nada que escuchar, pues el móvil ahora es nuestro teléfono, cámara de fotos, GPS, MP3, agenda y entrenador personal, pude fijarme más en los detalles de lo que me rodeaba. Los tatuajes de los malotes de las pesas, las espantosas conversaciones de las brujas, los vídeos de tipas siliconadas en los monitores, la música a todo meter por los altavoces,… Dicen que a las personas sordas o ciegas, al estar privados de uno de los sentidos, se les agudizan los demás. Pues creo que eso fue lo que me pasó, porque normalmente me abstraigo en mi mundo con los cascos, escuchando noticias o podcasts frikis, y ese día advertí que mis sentidos estaban potenciados como si fuera Spiderman tras el aguijonazo de la araña. Veía con más claridad, escuchaba voces desconocidas y conversaciones totalmente intrascendentes sobre vecinas o batidos proteínicos, y olía a Nubetóxica con mayor intensidad. Las fosas nasales se dilataron al aspirar el hedor del sudor trimestral de la señora y como un Rexona que no abandona, su recuerdo me persiguió a lo largo de toda la jornada.  

Llegué a la oficina y, al subir al ascensor, hice el gesto instintivo de sacar el móvil del bolsillo, gesto que repetiría varias veces a lo largo del día, como si de un vaquero presto a desenfundar se tratara. ¡Error! Ahí no había nada. Me pasó en la cafetería de empresa, en el baño, en una reunión de trabajo, en diversos momentos del día. Se ha convertido en un gesto tan instintivo como colocarnos el flequillo, hurgarnos la nariz o como pueda serlo para Rafa Nadal sacarse la goma del calzoncillo del orto.

Al no tener el móvil con el que abstraerme de la realidad practicando el buceo en el trivial mundo del guasap o el sensacionalista de los titulares de noticias, me sentí un poco como el protagonista de Una cuestión de tiempo al final de la peli, cuando decide seguir el consejo de su padre y fijarse en los detalles que no había percibido la primera vez que vivía una situación: el peinado de su compañera, el mensaje en una camiseta, una sonrisa amable, las zapatillas de colores de algunos yogurines,… Bien es verdad que al haber pertenecido a esa generación que tuvo su primer móvil cerca de la treintena, y datos al rebasar los cuarenta, no soy el típico tío que va todo el día por la calle, la oficina o la cafetería enfrascado en su mundo virtual de la puñetera pantallita, pero reconozco la influencia de estos cacharros en nuestro comportamiento diario, muy superior a la que nos gustaría reconocer.

El móvil es un arma de distracción masiva. Hace tiempo que le quité el sonido de los avisos, casi al principio de los tiempos, porque eso de que te suene un ring o un toc-toc-toc cada vez que entraba un guasap o un correo era un puto infierno que te impedía concentrarte en cualquier cosa. Odio cuando mis compañeros tienen el sonido activado en las reuniones de trabajo, que a veces se convierten en un concierto en el que puedes ver los distintos timbres escogidos: la flecha, la moneda, los nudillos sobre la puerta, el timbrazo, la tecla de piano o el gorgorito-los-cojones.

Adicción al móvil 2

También desactivé hace tiempo los avisos de correos o guasaps pendientes de leer, porque si mirabas la pantalla y leías «38 mensajes de 9 grupos diferentes» o «14 correos electrónicos recibidos» terminabas entrando a leerlos. En mi caso, cuando el número supera los cincuenta sabes que alguien ha muerto o que se está buscando una fecha para una cena o un cumpleaños. Aquel día fue diferente y me pude concentrar mejor en mi trabajo. Hubo gente que intentó localizarme y no lo consiguió a la primera, pero oye, ¡descubrieron el teléfono fijo!

– Te he llamado al móvil y no me lo has cogido.

– Claro, me lo he dejado en casa, pero mira, como no me muevo de mi chiringuito me puedes encontrar en este aparato ultranovedoso llamado teléfono fijo. Funciona igual que el móvil, con la única diferencia de que no lo puedo coger cuando estoy meando.

– Cualquiera diría que te lo has dejado aposta.

– Pues no ha sido así, pero descuida, que a partir de hoy voy a hacerlo una o dos veces por semana.

Fui a comer con un compañero de trabajo, algo rápido porque seguíamos con mucho follón en el curro, pero en la conversación surgió una duda acerca de un dato. Lo de siempre, un resultado de fútbol, un actor en una peli, el nombre de una tía buena en la misma peli (o en la ofi o en el restaurante o por la calle), o si el gato de Schrödinger era negro y traía mala suerte, o no lo era y lo freímos con las putadas que le hicimos en el Adicción al móvil 3interior de la caja. La conversación normal entre compañeros.

Pues en lugar de confiar en mi memoria, va mi compañero, desenfunda el móvil y con los dedos grasientos de patatas fritas se puso a buscar la respuesta en San Google. Ah, San Google, el buscador que evita los antiguos conflictos familiares con tu «cuñao»:

– Que sí, que me acuerdo perfectamente, que el Atleti iba ganando tres a cero al Madrid cuando el árbitro pitó aquel penalti y expulsión.

Antes le decías lo normal, no tienes ni puta idea, forofo patético, o le soltabas un guantazo por bocazas, pero ahora ambos sacáis el móvil, gugleáis y resolvéis el conflicto. Hasta ese punto ha influido el móvil en nuestras vidas, hasta ese nivel le ha restado emoción.

Pero lo mismo que digo en público que se puede vivir 14 horas sin el móvil, también soy capaz de reconocer que tiene enormes ventajas, y no me refiero solo a lo que habría sido la reciente avería que padecí en mitad de todo el meollo del centro de Madrid de no haber llevado un móvil encima, sino por lo que vendría al llegar a casa, poco antes de la medianoche.

El móvil yacía tranquilo en el baño, aún con batería. No sé cuántos mensajes y llamadas perdidas tenía, tampoco eran excesivas. Nadie había muerto, no se me había olvidado ningún cumpleaños, seguían sin acordar la fecha de una cena, mi vida podía seguir. Pero dos horas después el móvil se activó como en sus mejores días y se disparó con cerca de dos centenares de guasaps: el Liverpool acababa de endiñarle cuatro goles al Barça y aunque solo sea por esas gozosas horas de disfrute cabroncete para el que los españoles estamos mejor dotados que ningún otro pueblo en el mundo, aunque solo sea por el deleite que nos provoca el hundimiento ajeno, merece la pena llevar el móvil encima.

 

Cara Lester

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