A Travis le encanta todo tipo de cine, siempre y cuando haya acción, sangre o violencia suficiente. Por gustarle, le gustan incluso las películas de Rocky Balboa, no sólo la primera y la tercera, como a mí, sino todas. Una tarde aburrida de sábado tuve la suerte de ver con él Rocky IV. Y para mí, que soy buen amante del deporte, lo curioso fue descubrir en esa película de 1985 el fenómeno que desde entonces he denominado “la brecha en la ceja de Ivan Drago”.
Para el que no lo recuerde, Ivan Drago era ese gigantón ruso hipermusculado que representaba a toda la Unión Soviética en su combate contra el infiel norteamericano Rocky Stallone Balboa. El combate es desequilibrado a más no poder en sus primeros asaltos, totalmente a favor de Ivan Drago, que suelta unos derechazos que ni mi abuela con la zapatilla. Yo creo que uno solo de esos puñetazos de lleno en el rostro de un boxeador sería letal, pero hablamos de una película. Más aún, de una película americana en la que, como dice Travis, debemos hacer un ejercicio de suspensión de la incredulidad. Pero Rocky aguanta, no desfallece y aunque está a punto de tirar la toalla varias veces, hacia mitad del combate consigue atizarle un derechazo al ruso que le abre una ceja. Sangra, se duele. Y en el rostro de Ivan Drago aparece la duda. A partir de ahí, el combate cambia por completo, Rocky se rehace, conecta varios golpes seguidos, y el ruso queda cada vez más desconcertado, incapaz de detener el sino del combate. Como no podía ser de otro modo en una película realizada en plena guerra fría, el americano gana y el gigantón soviético cae estrepitosamente derrotado. Ah, y aunque no venga al caso, una especie de doble de Gorbachov se pone en pie y aplaude el discurso de confraternización del bocatorcida de Stallone. Lo destaco porque es un momento hilarante, nada más, no viene al hilo de mi argumentación.
Pero yo no he venido a hablar de cine, eso se lo dejo a Travis. Mi especialidad es el deporte. Y si traigo Rocky IV a colación es porque de vez en cuando, desgraciadamente cada vez menos, nos encontramos en el deporte de élite con el fenómeno de la brecha en la ceja de Ivan Drago. Ese fenómeno significa para mí el momento en que un contrincante claramente inferior consigue sembrar la duda en su adversario, armarse de confianza y darle la vuelta a una situación que parecía perdida.
Para mí el mejor ejemplo estuvo en la final de Roland Garros de 1999, entre Andre Agassi y Andrei Medvedev. Hasta coinciden las nacionalidades de los oponentes. El gigantón ruso le estaba pegando una paliza de campeonato al simpático guiri. 6-1, 6-2 en los dos primeros sets, derechazo tras derechazo, bolazo tras bolazo, sin apenas contestación. Como Stallone en la película, Agassi se limitaba a recibir golpe tras golpe sin apenas oponer resistencia. Pero al inicio del tercer set, Agassi le hace una brecha en la ceja a Medvedev, es decir, consigue hacerle un break. Y el ruso se tambalea. Al principio de modo leve, pero luego, a medida que Agassi se va creciendo, se achanta hasta caer claramente derrotado por 6-4, 6-3, 6-4 en los tres últimos sets. Para quien viera el partido completo como yo, no es que reviviera el espíritu de Balboa sobre la central parisina, es que el fantasma de Iván Drago se apoderó completamente de Andrei Medvedev.
Pero estas cosas pasan en el deporte. Recuerdo otro ejemplo impresionante en un deporte que me encanta, pero que no tengo muchas oportunidades de ver: el rugby. En el mismo año del ejemplo de Roland Garros, en 1999, se enfrentaban en el campeonato del mundo la selección de Francia y los todopoderosos e imbatibles All Blacks de Nueva Zelanda. A mediados de la segunda parte, los favoritos, los tremendos All Blacks, dominan claramente a Francia por 24-10. De repente, Lamaison consigue con un drop abrir una brecha de duda en la defensa neozelandesa, y a partir de ahí se viven 20 minutos de locura en los que, incluso los que no somos aficionados a los franceses, jaleamos los espectaculares ensayos de los galos, uno detrás de otro. Una épica remontada ante una defensa que hasta entonces en el torneo había sido infranqueable. El marcador final fue de 43-31 para los franceses, una auténtica barbaridad, uno de esos momentos de la historia del deporte que uno no se puede perder. Estoy seguro de que hasta los que no saben de rugby disfrutarían con un partido así, con esa lucha, esa entrega y ese convencimiento tan, tan… Tan Balboa.
Un último ejemplo, también muy lejano ya en el tiempo. Concretamente en los cuartos de final de la UEFA del 96. En aquellos años la UEFA era un torneo de gran prestigio, no como la Europa League de ahora, puesto que jugaban los segundos, terceros y cuartos clasificados de las principales ligas. No como en la actualidad, en la que estos equipos participan en la mal llamada Liga de campeones, y dejan para la Europa League los clasificados del quinto lugar hacia abajo en las principales competiciones nacionales. Pues bien, en 1996 había un súper equipo por encima de todos, el AC Milán. Venía de jugar 3 finales consecutivas de la Copa de Europa, y sorprendentemente había perdido la del 95 ante el Ajax. Al no haber ganado tampoco el calcio, se tenía que conformar con jugar la UEFA. Pero era el mismo equipo que goleó 4-0 al Barça de ese dream team que nunca fue tal en la final de Atenas del 94. En los cuartos de final le tocaba jugar contra un equipo francés a priori asequible, el Girondins de Burdeos, que venía de clasificarse tras jugar la Intertoto, porque ni siquiera había tenido una buena posición en la liga francesa del año anterior. Y en el partido de ida, en San Siro, ocurrió lo normal: el Milán se impuso por 2-0 sin apenas esfuerzos. El partido de vuelta sobraba. El Milán no recibía más de dos goles en un partido desde hacía una eternidad. Pero los jugadores milaneses cometieron el error de relajarse y permitir que los franceses les abrieran una brecha en la ceja al principio del partido de vuelta. Y la brecha se agrandó a medida que pasaron los minutos. Jugadores de una gran mediocridad como Dugarry (mediocridad que fue bien valorada en Can Barça, por cierto) se fueron creciendo frente a los Weah o Desailly y terminaron por darle la vuelta a la eliminatoria con un 3-0 que nadie, ni los propios seguidores franceses podían haber soñado. Fue la puesta en el escaparate internacional de un tal Zinedine Zidane.
Es el deporte. A veces pasan estas cosas. Pero creo que cada día ocurren menos, por ese afán de los organismos deportivos por querer controlarlo todo, hasta las celebraciones. Robotizar a los jugadores y privarnos de las emociones. Y es un error. En los tres ejemplos mencionados hubo un punto de locura en las gradas y en las canchas de juego. La brecha en la ceja de Iván Drago representa la aparición de la duda en los favoritos y la inyección de confianza en los que se creían derrotados. Ojalá el mundo del deporte no pierda nunca ese punto de locura exagerada.