LESTER, 24/07/2022
“Futbolcentrismo”, toma ya. No falla con el colectivo de inventores de “palabros”, términos que ni siquiera están en la RAE (otro organismo machista, sin duda) pero que suponemos que ayudan para describir una situación conflictiva o un problema de gravedad que merece ser analizado. Al leer el término pensé que podía referirse al peso que tiene el fútbol para muchas personas en esta vida, que lo sitúan en el centro de su jornada diaria, gente que organiza sus semanas en función del día que juega su equipo, pero enseguida comprobé que no, que significaba algo muy distinto.
El “futbolcentrismo” representa el uso abusivo de este deporte en los patios de los colegios, algo que, por lo que leo, debería ser erradicado porque “en el patio existen unos usos de poder y sumisión que se practican diariamente”, según Sandra Molines, profesora de Florida Universitària, y supongo que experta en género, como María Gijón, con quien arranco este post. Que es un tipo de experto que encuentro cada vez con más frecuencia, como en este otro artículo, Patios igualitarios frente al futbolcentrismo, en el que tres arquitectas han diseñado una alternativa para el uso de los patios “con perspectiva de género”:
“Cuando observamos un patio, generalmente hay un grupo dominante (mayoritariamente masculino) que ocupa el espacio central con modalidades de juego expansivas e invasivas respecto a las otras actividades…”. Con todo lo que se ha hecho para promover el fútbol femenino, incluso de manera forzada, dándole más espacio en las noticias y portadas que el interés real que despierta entre los aficionados, y ahora te llegan estos grupos a decirte que hay que reducir o suprimir el fútbol en los patios porque es una actividad exclusiva de niños.
Yo no soy experto en género, pero sí en patios, faltaría más, que me he formado en varios y luego he asistido expectante al cambio de normas con los recreos de mis hijos. Hay que suprimir el fútbol, claro que sí, un balonazo puede ser un principio de violencia de género, como parece que se da a entender, y la no participación en el partido es un principio de exclusión social, pues “la propia configuración del juego hace que las personas que no juegan queden relegadas a los extremos y lo más lejos posible”. Ya puestos, suprimamos también el juego de polis y cacos, porque generaba situaciones de buenos y malos, de delincuentes y represores en el que unos queríamos jugar el papel de los que se evadían y en otros se perpetuaban roles de dominación en los que podían atrapar a sus víctimas.
Prohibamos canciones como aquella de la comba que decía que “al pasar la barca, me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero”, pues vuelve a caer en el estereotipo de las ventajas asociadas a la belleza física y no al intelecto para la consecución de objetivos en la vida.
Prohibamos el juego del churro, por supuesto, y no solo porque el que no se agachaba ejercía el papel secundario de “madre”, sino porque invitaba a los chavales (y chavalas, claro) a someter y oprimir a sus compañeros, lo que generaba patrones de dominación y violencia que solo podían acabar en acoso escolar.
El balón-prisionero, en mi colegio denominado balontiro, no solo ocupaba un amplio espacio del patio, marginando a los que no querían jugarlo, sino que además incitaba a emplearse con saña para atrapar a pelotazos a los compañeros, y en ocasiones, con dos pelotas en juego, terminaba con balonazos directos a la cara o al cuerpo que no eran otra cosa que preludios de agresiones y bullying.
Estas expertas en género proponen alternativas de una gran belleza, “que los patios incluyan zonas de naturaleza, con árboles, sombras, no un mero patio de cemento”… Creo que esta mujer ha visto pocos patios del centro de las ciudades, pero es que además, ¡dos árboles han sido toda la vida los postes de una portería! Sandra Molines opina que “el patio podría ser la mejor de las aulas del cole, pero para ello se debería educar en esos espacios”. ¡Pero que los chicos quieren desfogarse, correr detrás de un balón, meter unas canastas, jugar al frontón aunque sea con la mano, una pelota de tenis y en cualquier pared del colegio, déjalos tranquilos durante el recreo! “Cuando no se educa conscientemente en la igualdad, se educa inconscientemente en la desigualdad. La formación es la herramienta necesaria para poder detectar el sexismo en las escuelas”, afirma.
El colectivo de arquitectas Equel Saree plantea repensar “los espacios y las ciudades desde el feminismo y la participación comunitaria”, ya que la supuesta segregación por género en los juegos provoca “el sedentarismo de la mayoría de niñas, que charlan y pasean alrededor de la pista, con consecuencias negativas para su salud, su autoestima y su desarrollo físico y cognitivo”. Siempre he dicho que todas estas consideraciones sobre una supuesta inferioridad de las niñas y las mujeres en las que caen estos colectivos que piden cambiar las normas o regular todo lo ya regulado por el sentido común, me parecen de un machismo exacerbado, pero no sé si se dan cuenta de ello. En uno de estos artículos, Sandra Molines propone “espacios para el juego tranquilo, como pintar, cantar, juego simbólico e imaginativo, música, lectura, juegos de mesa, etc”. Insisto en que les falta algo de patio. En mi colegio podíamos desarrollar habilidades pictóricas (los baños siempre fueron una escuela rupestre al estilo de las cuevas prehistóricas), jugar al ajedrez o a las damas (desconozco cómo se interpretarían estos juegos con una perspectiva de género, pero seguro que mal) y los que querían leer, tenían una zona oculta y algo alejada para ello. De hecho, allí fue donde vi por primera vez descubrí a unos compañeros que me enseñaron revistas especializadas en anatomía femenina. Siempre hubo espacios en los patios, no sé por qué tanta manía con regularlos.
Entre las alternativas propuestas, se habla también de ping-pong, bádminton (¿¿¿en un patio escolar???) y colpbol. Reconozco que he tenido que buscar qué era esto del colpbol. Leo con estupor que es “un deporte de equipo que supere las limitaciones educativas de los deportes tradicionales”, “que fomente la máxima participación posible de todos los jugadores”, “que reduzca al mínimo las diferencias individuales”, en definitiva, “un deporte que evita el incremento de las desigualdades”, que “se convierte en un agente socializador con una gran carga de beneficios socioafectivos asociados”.


Anonadado me quedo. Toda mi puñetera vida jugando al fútbol o al baloncesto, tratando de mejorar mis habilidades individuales por el bien del equipo y resulta que lo que tenía que hacer era reprimirlas, pasarle la pelota y la responsabilidad a otro. Empiezo a pensar si todo esto no consistía en una guerra contra el fútbol, sino en algo mucho más cercano al adoctrinamiento.
Hace un par de años leí algunos artículos sobre el fútbol infantil, de chavales menores de ocho años, en el que colectivos de padres pedían que se suprimieran los marcadores porque los niños encajaban mal las derrotas. En algún foro leí a otros que proponían que los goles se celebraran conjuntamente por ambos equipos, el que había marcado y el que recibía el gol, porque los niños tenían que entender el componente lúdico del juego y celebrar cuando se alcanzaba el éxito, el gol, aunque fuera en tu propia portería. Pocas veces he leído una gilipollez tan gorda. Por supuesto que los que perdíamos nos íbamos a casa cabreados, llorando, escocidos, incómodos, rabiosos, de todo, pero aquello era un acicate más para mejorar, para progresar y hacerlo mejor en el siguiente partido. Y si exagero un poco, pero creo que no demasiado, parece que ahora hay que hacerlo todo tan plano y tan sencillo que el verdadero objetivo no es otro que coartar la decisión individual de destacar, de mejorar. De tomar la iniciativa.
Dejadme el fútbol tranquilo, coño. Y los patios repletos de futbolistas en potencia (de ambos sexos, claro).