LESTER, 28/05/2021
Hoy he vuelto a correr. Puede que no parezca gran cosa, pero si tenemos en cuenta que llevaba desde el 31 de diciembre sin poder hacerlo, es una gran noticia. Casi cinco meses, el período más largo de inactividad desde hace… buf, muchísimo, seguramente desde el siglo pasado. En estos casi cinco meses ha pasado un poco de todo: comenzamos confinados por el positivo de mi hijo, luego Filomena, después caímos todos con Covid a finales de enero y sobre todo una lesión en el talón que llevaba meses dándome guerra y que me ha obligado a parar más tiempo del que esperaba. Según el médico es una calcificación en la planta del pie, y por esa razón me dolía cada vez que pisaba, incluso andando en casa. Podía terminar afectando al talón o degenerando en una fascitis plantar. Qué bien, pues nada, paciencia, varias sesiones de fisio y descanso absoluto.
He probado a correr veinte minutos en una cinta porque el impacto es mucho menor que el asfalto y ha ido bien, sin molestias. Muy suave, empezando a 6 min/km. y acabando a 5.30 min/km. Una sonrisa de satisfacción al acabar los veinte minutos sin dolor. A lo que resulta imposible acostumbrarse es a esto de respirar (o jadear) con la mascarilla. Las últimas semanas he estado tratando de coger algo de fondo con la bici o haciendo spinning en el mismo gimnasio, con un monitor argentino psicópata al que uno de los días le dije: «no, si el problema no es de piernas, es de los infartos que vas a provocar con ese puñetero estrés y respirando nuestras flemas a través de la mascarilla».
– Dejáte llevar… escuchá cómo la música te sheva…
Vamos a ver, la música ni te lleva, ni te «sheva», lo que hace es estresarnos y meternos en unos ritmos brutales que a alguno le va a dar un disgusto. Pero está bien, me ha venido bien para ir soltando piernas y empezar a pensar en volver a los entrenamientos. Si todo va bien y la planta del pie me respeta, y las cifras de la pandemia siguen mejorando, el 26 de septiembre espero estar en la salida del maratón de Madrid, que ya nos han aplazado dos veces. Con todo lo que ha ocurrido en los últimos quince meses, esta es la menor de las preocupaciones.
Estos días se han cumplido siete años de mi marca personal en maratón, en Copenhague, mayo de 2014. Y los problemas para apoyar el pie en el suelo me han hecho recordar la verdadera historia de La Sirenita de Hans Christina Andersen, mucho más aterradora que la edulcorada versión de Disney:
“Deberás sufrir atrozmente, y cada vez que pongas los pies en el suelo sentirás un terrible dolor”
Esto es lo que le dice la Hechicera de los abismos, qué maja la criatura. La joven sirena no pierde solo su voz, sino que además no logra recuperar a su amado y será castigada con una fascitis plantar. Bueno, en el original dice que sentiría como si pisara cristales cada vez que apoyara el pie en el suelo, un dolor terrible al que sin embargo llega a acostumbrarse porque en el fondo, creo que la sirenita tenía alma de maratoniana.
Copenhague es una ciudad plana, a nivel del mar, con un clima muy agradable en mayo, y además tuve un invierno perfecto de forma física y ausencia de contratiempos, así que podía enfrentarme confiado a la prueba. El maratón empezaba y terminaba en una zona alejada del centro, al otro lado del puente Langebro que atravesamos nada más salir. En el kilómetro 2 pasamos frente al ayuntamiento, por donde pasaríamos dos veces más a lo largo de la carrera. Pasamos junto al castillo de Rosenborg en Kongens Have, y por varios parques más, pues una de las máximas del equipo de gobierno municipal era que cada habitante de la ciudad debía vivir a menos de quince minutos a pie de una playa o un parque. Copenhague es una ciudad típicamente nórdica: agradable para pasear, bonita de ver, limpia, tranquila, llena de bicis… y en la que la gente se pilla unas cogorzas monumentales.
Seguí a buen ritmo toda la carrera, acompañado primero por un danés que me siguió hasta el medio maratón, donde le esperaban sus amigos, y luego siguiendo a “mi sirena particular”, una danesa con trenzas rubias que braceaba con gran energía. Al igual que mi mujer había quedado en verme en varios puntos de la ciudad, Sigrid (la llamaré así aunque no se pareciera en nada a la novia del Capitán Trueno) tenía a un grupo de familiares que la esperaban en distintas partes del recorrido. Cada vez que los veía, pegaba unos ininteligibles gritos de guerrera escandinava que a mí me recordaban al alemán, no solo por el sonido, sino también porque era imposible discernir si se estaban saludando mutuamente o echándose la bronca.
La única cuesta de la carrera estaba situada cerca de la mitad de la carrera, cuando cruzamos un puente para pasar al otro lado de una autopista. No hubo más hasta el último kilómetro, una gozada. Como una gozada fue recorrer los siguientes cinco o seis kilómetros junto al canal principal de la ciudad y la salida al Báltico. Así llegamos al kilómetro 27, en el que estaba la estatua de la Sirenita del cuento de Andersen. Que esta m… sea uno de los mayores atractivos de la ciudad según las guías turísticas te demuestra que las guías se elaboran copiando lo que dicen las guías anteriores. No tiene gran valor artístico, su creador no es especialmente conocido ni destacado y apenas se sabe que fue regalada a la ciudad hace más de un siglo por su mecenas, un empresario de la cerveza.
Durante las horas que dura un maratón me dejo llevar por mis pensamientos más absurdos, así que imaginé que la sirenita miraba lánguida hacia los barcos que entraban al puerto con la esperanza a buen seguro de llevarse un fornido marinero al catre. No necesariamente iba a ser su amado príncipe, que según el cuento ya se había casado con otra. Por esa razón la estatua tiene una mezcla confusa de cola y piernas, puesto que en esa indefinición el maestro cervecero que la encargó quiso jugar con el anhelo de piernas y entrepierna de la criatura, y con el no menos esperanzador deseo de abandonar el olor a pescado.
Volví a encontrarme a Sigrid tras atravesar el parque del Kastellet, “¡¡schtrutsesmaien!!”, gritó a los suyos mientras seguía moviendo los codos a derecha e izquierda, y seguí a buen ritmo dispuesto a enfilar ya el último tercio de la carrera. Al igual que la mayoría de maratones, el recorrido contaba con varios grupos de música en los márgenes de la carrera, pero en mi retina se quedaron dos: un grupo de sexagenarias danesas que bailaban samba ataviadas como mulatas brasileñas (¡lo juro, lo vi!), y una banda de rockeros fumetas que parecían haber salido del barrio de Christiania. Para el que visite Copenhague durante tres o cuatro días, la visita a Christiania es curiosa. No diré recomendable, pero sí curiosa si estás por ese lado del canal y has ido a visitar, por ejemplo, la iglesia de Christian, con una torre en espiral desde la que se contemplan las mejores vistas de la ciudad. Christiania es un barrio donde no rigen las leyes de la Unión Europea, de hecho tiene un cartel a la entrada en el que pone que estás abandonando territorio comunitario. Demasiado hippie y “alternativo” para mi gusto, pero una curiosidad más.

El cielo amenazaba lluvia y yo enfilaba sin mayores contratiempos los últimos tres kilómetros, una vez que perdí de vista a Sigrid. Para mi sorpresa, la carrera atravesaba directamente los jardines del palacio de Borsen y el recinto del palacio de Christiansborg, lugares en los que había poco público. Pero entre ese poco público estaba mi fiel seguidora en estos eventos, que me dio los últimos ánimos necesarios para completar la carrera. Hice los últimos dos kilómetros más rápidos que he hecho nunca en un maratón, a ritmo de 5m. 10s., que para los expertos en esto no es gran cosa, pero para mí es algo parecido a un poderosísimo sprint. Pasé eufórico la meta marcando un tiempo de 3 horas, 37 minutos y 56 segundos, mi mejor marca de siempre, y justo en ese preciso instante comenzó a diluviar.
Uno de los aspectos incómodos al acabar las carreras es recuperar tu bolsa de ropa, estirar y cambiarte lo antes posible. Pues bien, nosotros tuvimos que hacinarnos en una carpa minúscula en la que al ponerte una camiseta seca le dabas tres codazos a los de los lados, o los recibías, y cuando te agachabas para ponerte el pantalón de chándal te encontrabas junto a tu cara con el culo pelado de otro corredor. Qué más dará, en esos momentos uno tiene una mezcla de satisfacción por el deber cumplido y de dolor en todo el cuerpo, que ni aunque se tirara un pedo te importaría. Como ya expliqué en una entrada anterior, al acabar la carrera me apreté la cerveza más cara de toda mi vida, en el Sporvejen, un tranvía reconvertido en hamburguesería. Un litro de cerveza y una hamburguesa enorme, creo que es lo que «recomiendan» todos los manuales de recuperación del maratón.
Cuento todo esto porque ya estoy pensando en salir de nuevo a correr por las calles, a trotar sobre el asfalto. Hay ganas. Quedan apenas cuatro meses para el maratón de Madrid y llego muy justo, parto con cinco kilos más de los que debería tener, pero estoy con muchas ganas. Para cuando eso ocurra (si finalmente ocurre), habrán pasado más de dos años desde el anterior (San Petersburgo), aquel en el que ya expliqué cómo no se debía preparar una carrera de este tipo. Esta vez, dado que parto con un cuerpo como el de Isco, me planteo aplicar la filosofía de las ganancias marginales que hizo famosa el entrenador del Sky Team de ciclismo, David Brailsford. Este entrenador afirmaba que si éramos capaces de mejorar al menos un uno por ciento en cada uno de los detalles, las ganancias acumuladas eran exponenciales. La aerodinámica, la técnica, la alimentación, el vestuario, incluso hacía viajar al equipo con unos colchones y almohadas determinadas porque de ese modo inapreciable podía mejorar el descanso de sus ciclistas. Sea por estas ganancias marginales, sea por la calidad de Chris Froome y Bradley Wiggins, el caso es que los resultados fueron espectaculares, tanto en Tours de Francia como en oros olímpicos.
Así que ese es mi plan para los próximos cuatro meses: mejorar la alimentación, descansar más y mejor, fortalecer isquios, tobillos y gemelos, tratar de mejorar la técnica de carrera, más entrenamientos de calidad… y dejar las cañas por si de verdad tienen alguna influencia sobre la pérdida de peso. He leído teorías en ambos sentidos, pero más de los partidarios de no tomar alcohol durante los períodos de recuperación de una lesión que de los runners cerveceros.
Esta es mi última caña hasta el 26 de septiembre. Veremos si lo cumplo.
Pues yo me voy ahora mismo al parque a ver si en una hora ando tres kilómetros. Es la diferencia de ser de una generación o de la siguiente. Pero siempre con el ánimo a tope.
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Exacto. El ánimo es lo fundamental, lo demás viene rodado.
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Por si te sirve, yo cuando tengo principio de fascitis plantar intento alternar en los entrenamientos con dos pares de zapatillas diferentes. Hasta ahora solo ha llegado a pararme una fascitis, la primera y espero que la última.
Lo de dejar la cerveza (con moderación) por entrenar, no puede ser bueno para la preparación psicológica de una maratón. Ya tenemos una edad y no tenemos que batir el récord del mundo. Si la tripa rebota un poco corriendo, ni caso.
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