Una noche con la Filarmónica de Londres, por Lester

– Cariño, estás guapísima.

– ¿Tú crees? ¿No voy demasiado arreglada?

Estaba estupenda, como siempre. A mí en el fondo me da igual lo que se ponga, porque bien sabe que me pone con cualquier trapo, y sin ellos, más. Pero su preocupación era porque íbamos a uno de esos lugares a los que no estamos muy acostumbrados a ir, el Auditorio Nacional, y quería ir bien, a tono con la solemnidad del sitio. Por momentos recordé ese párrafo de Groucho Marx con el que comienzan sus Memorias de un amante sarnoso:

Este libro fue escrito durante las prolongadas horas que pasé aguardando a que mi esposa acabara de vestirse para salir. En este sentido, si nunca se hubiese puesto nada encima, jamás se habría escrito este libro.

– Cariño -le dije-, por primera vez en mucho tiempo, vamos a ser de los más jóvenes del lugar.

Y para allá que fuimos, librando una noche de sábado de las obligaciones familiares, «niños, haceos una pizza». Cena frugal en un restaurante cercano, y a las diez y media de la noche estábamos listos en nuestros asientos para presenciar el concierto de la orquesta Philharmonia de Londres, que resulta que no es la misma que la Orquesta Filarmónica de Londres, mundialmente famosa por las grabaciones de las bandas sonoras de Lawrence de Arabia y El señor de los anillos.

– ¡Pero qué burro eres! -estará diciendo mi madre ahora mismo. Lo sé, la frase llevaba toda la intención del mundo de provocar exactamente esa reacción.

Toda esta presentación es para advertir al lector de que no somos grandes entendedores de música clásica, pese a lo cual reconozco ya desde el inicio que el concierto nos encantó. Los abonados al Auditorio son mis padres, que aquella noche no podían asistir y nos cedieron sus entradas. Como ya conté en otra entrada (Madre, no hay más que una), mi madre es y ha sido toda la vida profesora de piano, con un finísimo oído para la música clásica, y una vastísima cultura musical a la que se sumó mi padre tras años de adiestramiento. Como no podía ser de otro modo, mi santa madre ha lamentado siempre que ninguno de sus hijos siguiéramos sus pasos al teclado del piano:

– ¡Pero qué burros sois! -nos decía cuando nos veía volver de nuestras trifulcas futboleras.

Opinión que sin duda empeoraba cuando intentaba engancharnos a «su» música:

– ¿Pero es posible que no os guste el sonido de un violín tocado con sensibilidad?

– Sí, si en Los Celtas Cortos suena de miedo. ¡Y la flauta travesera también!

Nuestros asientos estaban situados en el coro, es decir, de frente al público y a la espalda de los músicos. Muy cerca de ellos, tanto que hasta le podía dar una colleja al tipo imberbe de los timbales. No deja de ser curioso el modo en que desde esa privilegiada atalaya se aprecian los detalles de los artistas, sus rituales y manías, los guiños que se hacen entre los diversos miembros de la orquesta antes y después, pero también durante el concierto.

Los músicos comenzaron a salir al escenario. Los había de todas las edades y entre algunos de ellos se veía la complicidad creada tras años de ensayos. Una de las arpas estaba liada con un trombón, de eso estoy seguro. También me fijé en dos clarinetes de avanzada edad, de enorme panza y nariz roja de bebedor escocés, que se quedaron mirando los movimientos de colocación de sus partituras de «la rubia del chelo», una hermosa joven que apenas rozaba la treintena, con su melena graciosamente recogida, y un vestido negro con un escote que quitaba el hipo. Los clarinetes se miraron entre ellos, resoplaron con el lenguaje universal del «está tremenda», y se azoraron al cruzarse su mirada con la mía en el coro, testigo mudo de sus gestos, pero yo les respondí con un resoplido similar al suyo y el lenguaje universal del «está tremenda».

El último en salir al escenario fue el director de la orquesta, un tipo llamado Esa-Pekka Salonen, natural de Helsinki, gélido cual finlandés (y ya sabemos que los finlandeses están locos), y fácilmente distinguible porque tenía flequillo de «director de orquesta», como los telones de un teatro antiguo. Todo el que haya acudido alguna vez a un concierto de música clásica, o al que lo haya visto por la tele, o al que no vea más que el concierto de Año Nuevo desde Viena, todos en definitiva, sabemos que los directores de orquesta tienen un punto histriónico de sobreactuación, de gesticulación exagerada para que el público comprenda que el tío de la vara es más importante que esos músicos que desgranan con brillantez las notas que plasmaran unos genios compositores un par de siglos atrás. En el caso de Salonen, yo creo que más que dirigir el concierto con la batuta lo hacía con el flequillo, que se movía enérgicamente a la derecha (para azuzar a «los vientos») y algo más suave a la izquierda (para controlar a «los cuerdas»).

Los músicos pensaban sin duda que los atriles con las partituras les servían de barrera ante el público inquisidor, esa audiencia exquisita que en ocasiones acude a los conciertos con el meñique levantado dispuesto a criticar el excelso trabajo de los miembros de la orquesta. Pero no podían escapar a las miradas de los que estábamos en el coro, contemplando la sucesión de pentagramas y el curioso modo de pasar las páginas de cada uno de ellos. Los percusionistas aprovechaban algún movimiento en el que no eran requeridos, al igual que los instrumentos de viento, y los que más dificultades tenían eran todos aquellos instrumentos de cuerda, arpas, contrabajos contrabajoso esfuerzo (perdón por el chiste fácil), y más aún aquellos con un arco en la mano (violines, violas, chelos).

A uno de los violines más jóvenes le habían hecho una novatada, de eso estoy seguro. En mitad del segundo movimiento de la pieza de Beethoven, al pasar la página, se encontró en los pentagramas con una foto de una mujer como Dios la trajo al mundo, mirada lasciva y en posición sensual, una hermosa valkiria que el joven no fue capaz de quitar con el nerviosismo del momento. El violín de su derecha esbozó una sonrisa, pero el novato fue capaz de recomponerse y tocó toda esa parte del concierto de memoria o disimulando, con la foto bien visible para nosotros, pero sin perder la compostura. El gran público del meñique levantado no apreció el despiste.

Me sorprendió el número de intérpretes en el escenario, más de setenta en un recuento rápido, pero más me maravilló la extraordinaria sincronización de todos ellos. Tocaron en primer lugar una pieza de Beethoven, el Concierto número 5 en Mi bemol mayor, como todos sabemos, Opus 73, popularmente conocida como «El Emperador». Yo no hablo de otra cosa con mis colegas, que si El Emperador de Salonen es más atinado que cuando lo dirige von Karajan, que si El Emperador de Zubin Mehta logra la «mehta» imposible del virtuosismo, que si…

Bromas aparte, El Emperador es una obra de imponente construcción, sólida y perfecta en su desarrollo sinfónico. Atrapa desde el comienzo con una brillante cadencia del solista (el pianista Pierre-Laurent Aimard) sobre un gran acorde del tutti. Que conste que todo este párrafo lo he copiado literal del folleto para no hacer el ridículo con mi modo de expresar la imponente perfección de la composición y la interpretación musical. «La obra posee nobleza en la expresión, aliento poético y carácter épico». ¡Como Aragorn!

Fue una maravilla de principio a fin. El piano destaca como instrumento solista en la composición, aunque mis momentos favoritos fueron los de todos los violines, violas, violonchelos y demás extrayendo finísimas notas de las cuerdas de los instrumentos. Jamás podría hacer algo similar al arte de estos músicos. Si acaso, sería capaz de emular al de los platillos. Le estuve mirando un buen rato, porque el noventa y cinco por ciento del tiempo no hacía nada. Se limitaba a lanzar miraditas a su colega de los timbales, a señalar con el mentón al director o al trombón con pinta de cosaco ruso, y solo cuando llegaba su turno, cogía los platillos, los estrellaba con ímpetu y a otra cosa, mariposa. Estaban liados, eso es seguro. Me quedé pensando en el tipo de vida que llevaba el muchacho, una especie de intruso recorriendo el mundo acompañado de sus platillos, sin ser un virtuoso como sus colegas. Berlín, Tokio, París, Madrid, Los Ángeles,…

– ¿Y tú a qué te dedicas, muchacho?

– Estrello los platillos una vez cada diez minutos, y con esa excusa recorro el mundo.

La mejor definición de genio, sin duda. Durante los inacabables aplausos de la pieza de Beethoven (merecidísimos), el pianista Aimard, que tenía pinta de haber dormido poco y mal las tres o cuatro noches anteriores, se largó del escenario. Los aplausos continuaron tanto rato que se vio obligado a salir de nuevo y regalarnos un bis, cosa que hizo de mala gana. Yo creo que se había ido al lavabo atacado por una incontrolable diarrea, y lo pienso no solo por su cara desencajada al tener que volver, sino porque llevaba los faldones de la camisa por fuera del pantalón. El bis que interpretó fue penoso, lo peor de la noche, una sucesión de notas lentas y desacompasadas interpretadas con poca gana. De hecho, cuando acabó, el público no sabía si aplaudir o no. Pero lo hicimos, sobre todo para que se pudiera ir tranquilo al baño.

Durante el descanso, mi mujer y yo aguzamos el oído para ver qué opinaba la cofradía del meñique enhiesto, y comprobamos que nuestro oído musical no debía de ser tan malo, pues todos sin excepción criticaban la última pieza del pianista y alababan la interpretación de El Emperador. Vi al periodista Rubén Amón entre la gente y estuve tentado de acercarme y decirle algo:

– ¿Futbolero y melómano? ¿Hoy no tienes siete preguntas que hacer, por ejemplo sobre el flequillo del director?

La segunda parte del concierto era ni más ni menos que el archifamoso poema sinfónico Así habló Zarathustra, de Richard Strauss. ¡El de 2001, Odisea en el espacio, la parte de los monos! El primer minuto y medio es impresionante. El resto también, pero ese principio sería sin lugar a dudas la banda sonora de mi despertar a las seis de la mañana antes de irme a entrenar para un maratón: un rayo de sol, una nota débil, el despertar perezoso, una nota más aguda, una nueva llamada de la alarma, el movimiento entre sábanas, se van incorporando instrumentos, saber que tienes que levantarte, poner los pies en el suelo, se va incorporando toda la orquesta, y finalmente, golpearte el pecho como los monos de la peli de Kubrick al ritmo del tipo de los timbales, a punto de salir a entrenar, ¡eres Rocky, una p… máquina!

Reconozco que a la hora de entrenar, esta pieza me pone tanto como el Gonna fly now de Rocky Balboa. Conté 95 músicos sobre el escenario, una barbaridad. Como una barbaridad es la coordinación de todos ellos y lograr que suene tan perfecto y espectacular como sonaba. El director movía la batuta y su flequillo acortinado al ritmo de Strauss, con impresionante despliegue gestual y postural.

El arte del contraste, la contraposición de las tonalidades, el juego de motivos y la fantasía en el despliegue de colores y detalles de increíble virtuosismo orquestal -con intervenciones solistas del violín de estremecedora belleza y brillantez en La Canción de la Danza-, convierten Así habló Zarathustra en un maravilloso espectáculo sonoro que asombra al oyente en cada audición. Mejor si entrecomillo este último párrafo, ¿no? Copiado directamente del folleto de Ibermúsica. Acojonante, en mis palabras, seguramente menos técnicas.

Pasamos una gran noche en el Auditorio. Aplaudimos como el que más, vibramos con cada nota, nos admiramos con la perfección de la orquesta, y seguro que disfrutamos más que los esnobs del meñique levantado y el sentido crítico idiotizado. Así fue nuestra gran noche con la Filarmónica de Londres o con la orquesta Philharmonia, que para mí tanto da. Muy recomendable para expertos y profanos como nosotros, gente que pensaba que no hay mejor pianista que Chico Marx, ni mejor intérprete de arpa que su hermano Harpo.

 

6 comentarios en “Una noche con la Filarmónica de Londres, por Lester

  1. Me gusta. Los conciertos y la música son así.
    La próxima vez habría que llevar a Barney porque debe ser interesante saber qué le parece un concierto de música clásica a un tipo como él.
    PD. Repasa lo de «Philarmonia» y «Filarmónica».

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  2. Yo también soy un patán musical. Tengo cero oido para la música clásica. Pero es cierto que el ambiente hace mucho. Hace unas semanas estuve una semana trabajando en París. El viernes venía mi mujer a pasar el fin de semana y tenía toda la tarde libre mientras la esperaba. Como llovía a mares me refugié en la iglesia de la Madeleine, con la suerte de que había un concierto. Satie y Beethoven. No exagero al decir que estuve 2 horas embobado. Yo, que no aguanto ni 5 minutos escuchando nada anterior a Elvis Prestley. Siento una envidia horrible de algunos amigos que se extasían con las cantatas y composiciones para órgano de Bach. A mí me dejan frío.

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  3. Creo que Lester tiene que ir más a los conciertos para disfrutar hasta llegar ……al éxtasis musical .
    Cuando eso ocurre ,no hay nada igual.Y doy gracias a Dios por tener ese privilegio

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  4. Nada, confirmo lo dicho en alguna otra ocasión: Este blog está adquiriendo un nivel cultural que para los que somos de conciertos de «Los Toreros Muertos»…

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