Un cuento progremita

LESTER, 06/03/2021

La delegada de Juventud estaba radiante. Aquella soleada mañana de martes convocó a sus compañeros de la concejalía de Cultura, así como al propio concejal, y les presentó el proyecto que la tenía tan ilusionada:

– Buenos días, compañeros y compañeras. Como os adelanté la semana pasada, estamos trabajando para ofrecer una formación en teatro e interpretación para los y las jóvenes de la localidad, que por lo que nos han transmitido otros años, es un tema que interesa a muchos de ellos y ellas. Por esa razón, se nos ocurrió a Gema y a mí que podía ser muy interesante trabajar desde el principio en una obra que fuera conocida por la mayoría de los asistentes a los cursos y ofrecer una representación para sus padres y madres al final del trimestre. Gema, por favor, cuéntales nuestra idea.

– Gracias, Carla. Sí, estamos hablando de chavales y chavalas de entre 12 y 16 años de edad, luego estuvimos pensando en una obra conocida por todo el mundo, pero que se pudiera adaptar a lo que entendemos son unos valores más adecuados al momento actual.

Alberto permanecía impasible, de brazos cruzados, con el aire ausente de siempre. A él le iba más la acción y este tipo de actividades le importaban más bien poco. Ramiro, el concejal, de largo el más veterano de los asistentes a la reunión, se incorporó levemente, apoyó los brazos sobre la mesa y preguntó de manera directa:

– ¿A qué obra pensáis meterle mano?

Gema y Carla se miraron entre ellas. Estaba claro que esperaban una reacción similar, así que se sonrieron y Carla tomó la palabra para responder con el discurso que tenían preparado:

– Antes de que digas nada, Ramiro, antes de que pongas el grito en el cielo, te repito que vamos a adaptar la obra, que vamos a hacer que incluya los valores que queremos transmitir a nuestros jóvenes: solidaridad, resiliencia, tolerancia, generosi…

Ramiro extendió su mano como implorando la respuesta:

– ¿Y esa adaptación es de…?

El Principito -respondieron ambas al unísono.

– ¡No me jodas! ¡El Principito! Con lo que estamos machacando a la monarquía, vamos a montar un show sobre ese chico “tan majo”, hijo de reyes, con derechos sobre…

– No, no, no, en absoluto, por eso queríamos explicártelo. En ningún caso será un príncipe, estamos dándole vueltas al modo de convertirlo en un ciudadano o ciudadana republicana ejemplar.

– ¡El Republicanito! -volvió a la carga Ramiro.

Ramiro era antiguo militante del Partido Comunista, “del de toda la vida”, y llevaba mal los nuevos tiempos de integración en la formación Alpedrete Se Puede, pese a que en el reparto de cargos le había tocado la concejalía de Cultura. Había militado en el PCE de finales de los setenta y principios de los ochenta, “de cuando luchábamos de verdad por la defensa de los trabajadores, en los comités de empresa, montando huelgas, piquetes… y no perdíamos el tiempo en moñadas sobre el lenguaje inclusivo o en discusiones sobre la bandera”. Ese discurso que todos en el ayuntamiento habían escuchado alguna vez estaba a punto de salir de nuevo de su boca.

– No, el Republicanito, no, sonaría ridículo…

– Si además es un tipo alto, rubio, bien formado, ¡un puto nazi! ¡Qué coño un nazi, si es como nuestro Príncipe antes de que fuera Rey!

– Ramiro, no te consiento que llames nazi a un personaje escrito precisamente por alguien que combatía contra los nazis en el frente de África. Si nos dejas, tratamos de explicarte nuestra idea -sugirió Carla.

– El simple hecho de que sea un hombre blanco responde a los estereotipos del heteropatriarcado -continuó Gema-, años y años de obras protagonizadas por hombres blancos y si me apuras heteros, así que el giro consiste precisamente en eso, en convertirlo en una mujer, no necesariamente rubia, no necesariamente alta, no…

– Os recuerdo que la obra es para adolescentes y sus padres, -interrumpió Ramiro-. Por favor, no me pidáis convertirla en mujer cis o trans, o lesbiana, que ya tenemos el escándalo montado.

– Nuestra idea va más por la vía de hacer de ella un personaje racializado.

Ramiro apreciaba los esfuerzos de Carla y Gema, valoraba sobre todo su juventud, entusiasmo y empuje, pero sin embargo las temía por su ausencia total de formación y lo sencillo que resultaba manejarlas, llevarlas por donde la corriente dictara o hacia donde las modas, especialmente las del lenguaje, las dirigieran. Todavía recordaba la que se montó cuando Carla se lió con un «ex-jarrai» e invitó a su grupo de vascos radikales a tocar en las fiestas del pueblo. La oposición pidió su cabeza por unas letras inadmisibles y solo se salvó por el hecho de que la contratación se hizo casi a precio de saldo y dentro de un pack completo en el que se incluían varios grupos de música alternativa de diferentes provincias. «Fue un error. Lo siento, me he equivocado, no volverá a ocurrir. Si esto os sirve en otros casos, espero que valga esta vez», fue su manera de zanjar el asunto en el pleno municipal.

– ¿»Racializada» significa negra?

– Qué bruto eres, Ramiro -respondió Carla-. Estamos pensando en una joven empoderada de origen magrebí, que sabes que en el pueblo ha crecido mucho la comunidad del norte de África. Además, pensamos que encaja perfectamente porque, te recuerdo, es allí donde se desarrolla el libro original.

Alberto intentó mediar en la situación, sobre todo porque vio que el gesto serio de Ramiro se había distendido. Sin duda alguna, su cerebro empezaba a valorar la idea.

– Ramiro, si te parece, vamos a dejar que nos expliquen el planteamiento. A mí me suena bien, una magrebí en el desierto del Sáhara cuestionando a un europeo repleto de prejuicios, no tiene mala pinta.

– Si te vas al libro original -continuó Carla aprovechando la tregua-, es una crítica al modo de entender el mundo de los mayores. Está el vanidoso, el millonario que no sabía para qué quería acumular tanta falsa riqueza, el rey que exigía obediencia y sumisión, el borracho… Podemos visibilizar muchos temas y llevarlos a nuestro terreno.

Ramiro permanecía en silencio. En el equipo de gobierno del ayuntamiento valoraban su capacidad e integridad, así como su visión realista de la situación, pero quizás por la edad, por esa negatividad o desencanto que mostraba, y sobre todo por esos prontos ocasionales, se había ganado a pulso fama de cascarrabias. Seguramente su cabeza estaba imaginando la representación que le proponían las dos jóvenes. El libro original de Saint-Exupéry le había parecido siempre una gilipollez supina, un cuento mucho más infantil e infinitamente menos profundo de lo que sus seguidores pretenden, pero era consciente de que no lograba que su afición a Gramsci o Gorki calara en los jóvenes que le acompañaban en el partido. «El comunismo es mucho más que ponerse un mechón morado y un candado en la nariz, es rebeldía intelectual frente a un sistema individualista e insolidario», solía decir. A sus propuestas culturales de los últimos tiempos, los ciclos sobre Bertolucci y Eisenstein, no había asistido nadie, ni siquiera sus «camaradas» más cercanos. Por el contrario, Carla conectaba bien con la gente más joven del pueblo. Sus propuestas resultaban ciertamente banales a Ramiro, muy simplonas, pero tenía que reconocer que lograban el seguimiento de la gente, la asistencia de jóvenes y mayores, y de paso conseguía lo que llamaba «llevarlos a nuestro terreno». En otras palabras: adoctrinar, dejar el mensaje progresista en cualquier manifestación artística o cultural, por intrascendente que pudiera parecer a priori.

– Ahora tenemos una reunión del equipo de gobierno y os tengo que dejar -dijo Ramiro cuando salió de su meditación- , pero os diré lo que vamos a hacer. El lunes me traéis el guion completo de lo que pretendéis representar y yo os lo apruebo o no. Os lo diré en la misma mañana.

– Pero, Ramiro, eso es censura, no puedes cortar nuestra libertad de… -respondió Gema.

– Claro que puedo, ya lo creo que puedo. No todo vale y no quiero sorpresas, ¿entendido?

A la semana siguiente, las dos jóvenes presentaron su proyecto a Alberto y a Ramiro. El guion tenía poco más de treinta páginas encuadernadas con el título La princesa del desierto. A Ramiro le gustó, «tengo que reconocerlo, no suena monárquico, sino poético y nos pone inmediatamente en contexto». Hicieron una lectura acelerada de los principales aspectos del cuento. El viaje entre planetas de El Principito se había convertido en un deambular de la joven magrebí en patera entre islas occidentales que le denegaban la entrada con argumentos peregrinos.

– Reconozco mi sorpresa, esto suena interesante, abre bastantes posibilidades.

– Hemos trabajado intensamente en el libro -respondió Carla henchida de orgullo-, llevamos varias semanas leyendo y releyendo el maravilloso relato y…

– Vamos a ver, no os vengáis arriba, que se lee en cuarenta minutos, que no es Bakunin precisamente.

– ¿Vaqué? Mira, Ramiro, hemos trabajado mucho en el proyecto, reconoce que para una representación infantil y juvenil es una obra perfecta que nos permite dejar ciertos de mensajes a los y las jóvenes del pueblo.

– Recuerda que casi todos los capítulos de El Principito -continuó Gema-, terminaban con «Las personas mayores son decididamente muy, muy extrañas». Espero que te parezca bien nuestra idea, pero queremos cambiar «las personas mayores» por «los europeos».

– El hombre de negocios millonario no tiene tiempo para atender a la joven de la patera porque tiene que contar su fortuna, que amasa y protege con esmero. El borracho que se avergüenza del tipo de vida que lleva representa el modo de mirar hacia otro lado de Europa. El rey solo anhela nuevos súbditos que incorporar a su reino. Al hombre del farol se le va la vida en sus obligaciones absurdas, sin sentido, y no tiene tiempo precisamente para aprovechar el tiempo. Vamos a cambiar el farol por algo diferente, todavía no sabemos qué, si un móvil o Netflix, pero algo que represente esta sociedad capitalista deshumanizada.

Ramiro cerró el guion sin esperar a la última página. El ceño fruncido que caracterizaba su gesto se había relajado. Esbozó lo más parecido a una sonrisa que era capaz de hacer y dijo:

– Adelante, tenéis mi aprobación. Buen trabajo.

Las dos jóvenes saltaron eufóricas de sus asientos y se abrazaron. Gema recibió el abrazo y un morreo de Alberto, con el que estaba liada, como todos sabían en el ayuntamiento, y Carla se acercó a Ramiro para propinarle un fuerte beso y un achuchón. Sus senos se apretaron contra el cuerpo de Ramiro, que no hizo nada por apartarse. No en vano, había visto esas «domingas» en múltiples manifestaciones de la joven, cuando las mostraba en reivindicaciones de las que siempre había dicho entre sus más cercanos: «no sé si es una protesta de alto contenido intelectual, pero desde luego Carla tiene unas tetas espectaculares».

Al final del trimestre se representó La princesa del desierto. El centro cultural estaba lleno. Unas doscientas personas abarrotaban la sala y otras veinte o treinta ocupaban los pasillos o permanecían de pie. El colectivo magrebí del pueblo había acudido en masa, no en vano una de las suyas interpretaba la obra. También estaban los vecinos de toda la vida, el ala más conservadora, que además había acudido con padres, hermanos y abuelos.

Con lo que Ramiro no contaba era con los cambios que tras los ensayos se habían incorporado al guion. Carla y Gema encargaron la adaptación teatral a un tipo que les habían recomendado del comité central del partido, uno de esos sujetos «con ideas propias y espíritu transgresor», como decía en su propio perfil en redes sociales. Ramiro tampoco había previsto dos elementos que no supervisó en su día, puesto que fueron incorporados después: la música y los dibujos. Para la música se escogió un grupo marroquí tradicional que cantaba en árabe. Carla y Gema no sabían ni lo que decía, pero les sonaba bien. Lo que ocurrió fue que el sonido del árabe, con sus jotas, erres fuertes y haches aspiradas, sonaba un tanto brusco por los altavoces y los más pequeños de la localidad comenzaron a reírse. Los marroquíes y argelinos que habían acudido a la representación consideraron aquello una falta de respeto y pidieron silencio de manera un tanto brusca, lo que no sentó bien a algunos familiares de los niños que se habían carcajeado. El ambiente se tensó aún más cuando uno de los versos de la canción, que mencionaba al profeta, se mezcló con las risas de un grupo de niños pequeños que estaban jugueteando por las butacas. Gritos de «respeto», contestaciones airadas y numerosos «chsssst» entre el patio de butacas.

Salió rápidamente al escenario «la princesa del desierto», el público apaciguó sus ánimos y cesaron los gritos cruzados entre ambos lados. Una niña con chilaba y el hiyab tradicional musulmán comenzó a hacer preguntas al narrador de la historia, el aviador que se había perdido en el desierto. La representación transcurría de manera aparentemente fluida, si bien, cada vez que la niña pronunciaba la frase «los europeos son decididamente gente muy extraña», se oía algún «joder» en el público. Ramiro vio entre los espectadores a algunos de los vecinos de toda la vida, «Pilar, la de la tienda de chuches, Emilio, el del banco, Adriana, la de la farmacia, Antonio, ese facha nostálgico». Antonio estaba sentado pocas filas delante de Ramiro, que le veía murmurar con su mujer y revolverse incómodo en el asiento. «Joder con el adoctrinamiento», se oyó en alto una de las veces.

El segundo elemento que no había controlado Ramiro era la representación de los dibujos, una de las señas de identidad de la obra original de Saint-Exupéry. Para La princesa del desierto los dibujos se proyectaban sobre el fondo blanco del escenario. Carla y Gema escogieron a un amigo de un amigo que tenía un conocido con facilidad para los trazos. Talento poco, pero tenía la habilidad suficiente como para que se entendieran sus dibujos. Y entre él y el director decidieron incorporar cambios como que el rey que exigía pleitesía no era un rey, sino un obispo, y en la pared aparecía un dibujo de una cruz. El obispo resultaba antipático, autoritario, casi inquisitorial, y la sombra de la cruz crecía con cada una de sus frases, en contraposición con la media luna que aparecía en el horizonte cada vez que la niña que hacía de princesa hablaba. Una niña que transmitía calma, paz, curiosidad. Antonio y otros vecinos comenzaban a murmurar cada vez más alto.

El director decidió incorporar otro cambio e hizo que otra de las islas-planetas estuviera ocupada por un policía pertrechado con casco, escudo y una porra. El policía recibía de muy malos modos a la niña, blandía la porra, profería gritos para impedir que se acercara a su isla y de una patada apartó la barca. Algunos niños que estaban en el grupo de los magrebíes se asustaron por la violencia que mostraba el policía, pero el escándalo fue mayúsculo cuando en la pared se proyectó una esvástica. «Esto es demasiado», se oyó en voz alta. Antonio se levantó de la butaca y se marchó con su familia, junto con otras tres o cuatro familias. Entre esas personas estaba Fructuoso, policía municipal de toda la vida, un buenazo al que conocía todo el pueblo y que había acudido a la representación con sus nietos. Mientras salía del teatro, Antonio se cruzó con Ramiro, al que le dijo: «tendrás noticias mías, esto es intolerable».

Alguno de los padres del colectivo magrebí soltó en voz alta «¡cerrad al salir!», a lo cual alguno de los que abandonaban el teatro contestó «¡cállate, moro!». Ramiro empezaba a ponerse nervioso y se sumó a los que pidieron silencio al resto del público. Las controversias no terminaron ahí. Carla y Gema habían decidido sustituir el famoso dibujo de Saint-Exupéry del sombrero que no es tal sombrero, sino una serpiente que devora un elefante.

– Demasiados símbolos fálicos -pronunció Carla en la reunión con el director, mientras preparaban la obra-. Aparte de que es una imagen que puede impresionar a los más pequeños y pequeñas, y crearles un trauma, es evidente que la serpiente tiene una connotación de dominación machista. No olvidéis que una de las formas de denominar al pene en inglés es one-eyed snake. Y en cuanto al elefante y su trompa colgando… demasiado obvio.

Tras una tormenta de ideas entre los tres, en la que se descartó la idea de una babosa o una cochinilla para el elemento femenino que querían incorporar al dibujo, concluyeron con lo que finalmente apareció en pantalla: una ballena buceando en el interior de una copa menstrual. La sorpresa para los padres que presenciaban la obra fue morrocotuda, por mucho que el diálogo de los personajes incorporaba una explicación sobre el papel de las mujeres por un mundo sostenible y su preocupación por el medio ambiente. «¿Eso qué es, Mamá?», se repitió en varias filas. Se levantaron otras tres o cuatro familias de las primeras butacas, algunas con niños muy pequeños que no entendían nada de lo que estaba ocurriendo, críos que no paraban de preguntar por todas esas cosas raras que estaban viendo sobre el escenario, «¿qué es una copa mistral, Papá? ¿Y un tampax?». Hacia la mitad de la obra apenas quedaba la mitad de los espectadores, familiares y amigos de la protagonista, varios colegas de Carla, Gema y del grupo municipal, y algunos pocos vecinos más que permanecían con sus hijos.

El lío definitivo se montó tras la otra decisión que tomó el trío de cambiar el dibujo original del cordero encerrado en una caja.

– ¡Eso es terrorismo contra los animales! Además del zorro y las gallinas, evidente parábola de un machista irredento a la caza de mujeres.

La representación comenzó con la imagen de la caja. La niña habló de que los animales debían ser libres y vivir en la naturaleza a su aire, porque eran nuestros hermanos. Cuando el aviador le respondió que los animales también servían para alimentarnos, la princesa del desierto comenzó a llorar y soltó un discurso sobre el terrorismo carnívoro y el daño medioambiental que el consumo de carne supone al planeta.

– ¡Matar a un corderito es una salvajada!

En ese momento todas las filas de espectadores marroquíes, argelinos, mauritanos o de donde fueran se levantaron de los asientos y comenzaron a gritar airadamente.

– ¡Es la fiesta grande del Islam!

– ¡Aid Al Adha, la Fiesta del Sacrificio! ¡Respetad nuestra cultura!

El padre de la niña que protagonizaba la obra subió al escenario, cogió en brazos a su hija y le dijo en árabe algo que no hacía falta entender. «¡Es nuestra tradición! ¡No estamos dispuestos a que nos insulten de esta manera!», prorrumpió dirigiéndose al escaso público que permanecía. Los pocos espectadores que quedaban trataron de poner paz y tranquilizar a las familias, Carla subió al escenario para tratar de hablar sobre el valor de la tolerancia en el relato y en nuestras vidas, pero nadie la escuchaba porque el griterío del patio de butacas era ensordecedor. Ramiro ni siquiera trató de mediar en la situación. Estaba muy mayor para estas cosas. Se quedó en su butaca observando la situación, las protestas de las familias, los llantos de Carla y Gema, las risas del director y sus colegas, y las caras de pánico de los pocos niños que quedaban en el teatro.

Al día siguiente, el vídeo que alguno de los vecinos había grabado se hizo viral: la esvástica y el policía, el obispo cabrón y la cruz, las protestas de los vecinos,… Varios medios de comunicación acudieron a la localidad y comenzaron a publicar cifras que todos los habitantes desconocían: porcentaje de inmigrantes sobre el total, incremento de la inseguridad, estadísticas sobre robos con violencia, ataques a comercios, pintadas racistas,… Mucho ruido, tanto, que el alcalde convocó una rueda de prensa en el propio ayuntamiento para leer una declaración institucional de apoyo a las familias y de respeto a la policía local. A continuación, Ramiro tomó la palabra:

– Lo siento otra vez. Me he equivocado de nuevo. No volverá a ocurrir. Y no volverá a ocurrir porque presento mi dimisión irrevocable.

Apenas le quedaban dos años para jubilarse. Algo haría con su vida, pero desde luego sería lejos de los focos de este mundo que cada día entendía menos.

Como todos los lectores asiduos de este blog sabéis, si queréis colaborar por una buena causa a través de una ONG contrastada, es posible hacerlo mediante microdonaciones en este enlace: Ayuda en Acción/colabora

2 comentarios en “Un cuento progremita

    • ¿Puf? ¿Cómo interpreto esas tres letras? ¿Son un acrónimo quizás? Parodia Única y Fantástica, por ejemplo. Aunque me temo que los tiros no van por ahí, sino por Patraña Unívocamente Fallida, o «¡Progremita Usted, Facha!». En el fondo no era más que un divertimento basado en situaciones que, lamentablemente, se han dado: atacar a la Iglesia católica o la policía, hablar de la bondad del Islam y lo progresista que es el velo islámico, protestar con el único argumento de enseñar las domingas o contratar grupos radikales que insultan a cualquiera o exaltan a ETA. Y buena parte de ello con dinero público. Esto no es más que una parodia de todo eso, que no deja de ser una triste realidad que sucede con cierta frecuencia, puf. O mejor en esos casos, ¡puag!

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