Lester, 7/10/18
El pasado mes de agosto disfrutamos durante cuatro días del calor arrasador de Abu Dhabi, o Abu Dabi según recomienda la Fundeu, y de entre las muchas cosas interesantes que vimos, sin duda me quedo con el Museo del Louvre de Abu Dabi, inaugurado hace menos de un año, allá por noviembre de 2017.
Como ocurre con tantas cosas en Abu Dabi y Dubái, el edificio suponía un reto casi imposible de realizar para los ingenieros que lo diseñaron. Lo primero de todo es el emplazamiento elegido, ubicado directamente sobre el mar, en la isla Saadiyat. Esta isla, cuyo nombre significa «isla de la Felicidad», pertenece al distrito cultural de la ciudad y las autoridades pretenden convertirla en un polo de atracción para el turismo mundial. Llegará un día en que el petróleo se acabe, los ingresos del país caerán de modo drástico y los Emiratos pretenden construir un futuro que en unos años reciba millones de visitantes atraídos por el turismo. Tengo dudas de que lo consigan porque el clima no es nada benigno, sobre todo en los meses de verano, durante los cuales hace casi tanto calor como en Sevilla (a juzgar por las palabras de los sevillanos).
El Museo del Louvre de Abu Dabi fue diseñado por el arquitecto francés Jean Nouvel, autor entre otros de la Torre Agbar de Barcelona y el Hotel Puerta de América de Madrid. Su construcción ha llevado la friolera de diez años. Lo que llama la atención según te acercas a visitarlo es su inmensa cúpula metálica, como el enorme caparazón de una tortuga, o como un platillo volante que se hubiera posado sobre las 55 salas del museo. 180 metros de diámetro, casi nada, como dos campos de fútbol que es la unidad de medida que todos entendemos. La estructura metálica pesa 7.500 toneladas, más que la Torre Eiffel de París, y llama la atención porque parece estar levitando sobre el museo, flotando sin puntos de apoyo visibles.
La forma de las piezas que lo componen, unas estrellas geométricas que se encajan entre sí de modo que se sustentan mutuamente, consigue un doble efecto: el juego de luz natural que pasa a través de las mismas y dibuja curiosas formas sobre el patio del museo, y el paso del aire. Resulta sorprendente que, con 45 grados en el exterior, la temperatura sea bastante agradable en el patio interior del museo, y no es por el aire acondicionado, sino por las corrientes de aire natural que circulan por él.
El museo tiene 24.000 metros cuadrados de superficie y no tengo claro el coste de construcción del mismo porque he leído cifras dispares según la página consultada, pero parece que hay un cierto consenso que lo sitúa entre los 500 y los 650 millones de dólares. A este importe hay que añadir los 400 millones de dólares que el gobierno de Abu Dabi pagará a Francia por el uso del nombre Louvre durante los próximos 30 años, y otra serie de cantidades por la cesión de obras, la realización de exposiciones temporales y el patrocinio de una sala en el Louvre de París por otros 25 millones de dólares anuales. Se habla de un proyecto de más de 1.000 millones de dólares. Será por dinero.
El Louvre de Abu Dabi no puede competir con los principales museos del mundo en cuanto a número y calidad de obras artísticas. Para hacernos una idea, el museo tiene apenas 630 piezas entre pinturas y esculturas, un número ridículo en comparación con las más de 35.000 del Museo del Prado o del Louvre original de París (más de 440.000 contando las obras almacenadas). Sin embargo, la visita guiada se organiza de un modo muy inteligente para contarnos la historia de la Humanidad a través del arte. Amena, didáctica, pasando de «caja» en «caja», o de sala en sala bajo esa cubierta aterrizada de otra galaxia.
Distintas épocas de la historia, diferentes culturas, encontrando curiosos paralelismos entre máscaras de Persia, China y Túnez, o entre pinturas realizadas en Europa, Jordania o Japón. Como contaba nuestra guía, una joven jordana, se pretende contar la historia universal destacando las influencias entre culturas de países muy alejados entre sí, lo que demuestra que en algún momento concreto a lo largo de los siglos sus caminos se cruzaron.
El museo muestra piezas tan antiguas como la Estatua de dos cabezas encontrada en Jordania y situada en el 6500 a.C., o tan modernas como la (espantosa) Fuente de luz del artista chino (artista maldito en su país) Ai Weiwei, de 2016. Leonardo da Vinci, Tiziano, Picasso, Delacroix, la madre de Whistler, o incluso un emborronado Pollock, perdón por la redundancia, en una muestra escueta, pero completa. Si algo no parecía arte, sino una vulgar provocación, nuestra guía no tenía problema en mencionarlo. Todo ello a lo largo de un recorrido repleto de referencias a movimientos migratorios, desplazamientos de poblaciones, y con ello de culturas, hasta finalizar en la sala del siglo XXI con el concepto de «aldea global».
La cesión de obras por parte del museo del Louvre de París trajo una oleada de críticas en Francia, quejas de ciudadanos indignados por la cesión de sus dirigentes a los millones de dólares de los jeques. Pues yo lo disfruté como pocas veces he podido disfrutar en un museo. Sobre todo porque pude admirar las obras con calma, con tiempo, sin agobios, con explicaciones directas de una guía con la que podíamos conversar tranquilamente.
He ido tres veces a París y nunca he intentado ir al Louvre. Por las colas, las aglomeraciones y porque no sé si es el mejor modo de disfrutar una obra de arte. Sé de gente que se ha pasado horas para ver la Mona Lisa y luego ha salido decepcionada. Un cuadrito pequeño, que ni siquiera es especialmente atractivo, y dándote codazos para tratar de apreciar durante unos segundos la genialidad de Leonardo Da Vinci. Sí he estado en la Capilla Sixtina, un sitio que debiera haber sido para mí una experiencia sublime y fue infernal, pues recibí más empujones por la espalda en quince minutos que en veinte años pegándome en la zona de una cancha de baloncesto. Los agobios de gente mirando al techo y sacando sus absurdas tablets me hicieron recordar la genial frase de Frank Drebin en una de las pelis de la saga Agárralo como puedas:
«Ojalá llegue algún día en que podamos visitar los museos de nuestro país sin encontrarnos un solo japonés».
Hay algo de fetichista o de esnob en ese modo de disfrutar del Arte. «He visto la Mona Lisa original, ¡oooh!» Durante unos segundos mientras un tipo te plantaba un móvil en la cara. Por internet podemos encontrar documentales espectaculares sobre la Capilla Sixtina, o aplicaciones para ver cada detalle de la obra maestra de Miguel Ángel. Con todo lujo de detalles, con una iluminación perfecta, con la explicación de todo, incluso de esas cosas que jamás se te habría ocurrido preguntar. Y sin japoneses atizándote en las costillas.
Abu Dabi, Dubái y los Emiratos en su totalidad ya están pensando en un mañana sin petróleo, y el Arte puede ser un foco de atracción del turismo tan importante como los parques temáticos que se han construido en la zona. En la misma isla de Saadiyat se está finalizando el museo Guggenheim y existía un proyecto para abrir una sucursal del British Museum que finalmente se ha cancelado.
Para mí, la visita fue una maravilla por todo, el edificio, el emplazamiento, la muestra en sí, la visita guiada y por haber podido disfrutar como pocas veces de la contemplación de una o varias obras de arte.