Inflación (I): deflación, estanflación, reduflación y otros conceptos

(Fuente: Cinco Días)

JOSEAN, 12/05/2022

Llevábamos varios años con una curva de incremento de precios bastante estable, hasta el punto de que la inflación no era un problema demasiado relevante para los sucesivos gobiernos de España y el resto de países occidentales, pero en los últimos meses el Índice de Precios al Consumo se ha disparado de tal manera que han saltado todas las alarmas. La tasa más alta en treinta y tres años. La inflación desbocada abre los telediarios y se ha situado en el top-5 (¿quizás top-3?) de los principales problemas para el gobierno, pues afecta al bolsillo de los ciudadanos, al crecimiento de las empresas, a las inversiones, a la evolución del PIB… a todo. Como indica este artículo de Expansión, todas las magnitudes económicas han caído con fuerza:

No hay manera. Parecíamos salir del bajonazo en el que nos sumió la pandemia y entre el alza de los precios de la energía, la guerra de Ucrania y la crisis de suministros, tenemos un nuevo frenazo a una economía que no termina de arrancar. Este post no pretende otra cosa más que aclarar algunos conceptos o mencionar otros que solo aparecían en los libros de economía, pero que nunca pensamos que llegaríamos a ver en la vida real. Por cierto, es inflación, no «inflacción», como siguen diciendo algunos periodistas en las tertulias. Por mucho que les suene a «acción de inflar» los precios, no, por favor, no lo digan más. Cada vez que un periodista dice «inflacción», un escalofrío recorre el cuerpo de cientos de miles de economistas en el mundo.

La inflación alcanzó un máximo del 9,8 por ciento en marzo, una aberración que pensamos que no veríamos jamás, pero «al menos» la inflación subyacente se quedó en el 3,4 por ciento. La inflación subyacente es ese indicador que no tiene en cuenta las variaciones de precios de aquellos productos más volátiles o inestables, como la energía o los alimentos no elaborados. Las medidas aprobadas por el gobierno para reducir el precio de los carburantes tuvieron sus efectos sobre la inflación, que se moderó levemente hasta el 8,4 por ciento, pero en cambio, la inflación subyacente siguió su avance un punto más, hasta el 4,4 por ciento.

Siendo un indicador más estable para medir el impacto real sobre los precios, el dato se ha disparado hasta su nivel más alto en décadas, concretamente desde 1995. Se espera una subida de tipos de interés en breve, con lo que eso supone para unas empresas y administraciones fuertemente endeudadas.

Debido a todo lo anterior, se prevé un año de dura conflictividad laboral, puesto que los sindicatos piden o exigen ligar el incremento de los salarios a la inflación, mientras que las patronales proponen desligarlos de la misma y vincularlos a la productividad.

Los llamados «efectos de segunda ronda»: se suben más los salarios, los empresarios trasladan el incremento al precio de sus productos, suben los precios, se vuelve a solicitar incremento salarial, etc.

En la universidad nos enseñaron (y la verdad es que he desaprendido muchas cosas) que una inflación moderada o controlada era positiva para el crecimiento económico, o que al menos no lo perjudicaba. O que podía ser signo de crecimiento. Una de las teorías, de Solow y Swan (1956), indicaba que el dinero perdía valor como consecuencia de una inflación moderada, lo que llevaba a que los individuos destinaran su ahorro o parte del mismo al consumo, a la compra de productos o servicios, lo que redundaba en el crecimiento económico del país. Dependiendo del país analizado, un porcentaje bajo de inflación podía ser positivo, o al menos, un indicador de crecimiento económico. Por añadidura, la inflación actual está produciendo un impacto positivo en las maltrechas arcas públicas, al menos en el corto plazo, puesto que se ha incrementado la recaudación por IVA (precios más altos, más base imponible sobre la que repercutir el impuesto) y por IRPF (al no actualizar las tablas de Hacienda, los ciudadanos ven incrementada la carga fiscal).

Ahora mismo estamos viviendo algo que solo conocíamos por los libros y que pensamos que no veríamos en países occidentales: la estanflación. Este «palabro» es el resultado de la unión de estancamiento e inflación, y la he leído recientemente en noticias referidas a Estados Unidos, ni más ni menos. El dato de inflación en Estados Unidos alcanzó el 8,5 por ciento en el mes de marzo, su tasa más alta desde 1981, un dato muy negativo que se vio acompañado por la cifra de caída del PIB en el primer trimestre del 1,4 por ciento.

Y si hablamos de este concepto que, de prolongarse en el tiempo, conduce a un empobrecimiento tremendo de la economía de un país, no podemos dejar de hablar de la deflación. La deflación es una inflación negativa, y como no me gusta hablar en estos términos (me recuerda a aquello de la ministra de la «tasa de crecimiento negativa»), es preferible decir lo que es: una disminución de precios. Que tampoco es nada bueno para la economía del país, ni para sus ciudadanos, pues es un signo claro de estancamiento de la economía. El ejemplo más claro es el de Japón, que entró en una tendencia deflacionista a mediados de los noventa y se mantuvo así durante algo más de dos décadas. En estas situaciones no muy habituales se juntan causas o factores de carácter real (brecha de producción, envejecimiento de la población y menor demanda), monetarios (la situación de los bancos tras el estallido de la burbuja inmobiliaria a principios de los noventa, escasez de crédito) o de política económica (desajustes entre política fiscal y monetaria). Pero Japón daría para varios post y carezco del conocimiento necesario para afrontarlo, así que simplemente lo menciono de pasada.

La elevada inflación de los últimos meses nos ha traído un concepto nuevo, o que al menos desconocía, que es la reduflación. No es un término aceptado por la RAE y viene del inglés shrinkflation, unión de shrink (encoger, reducir) e inflation (inflación). Aquí lo mezclamos por las bravas: reducción más inflación igual a reduflación. Con un par. Consiste en vender una cantidad menor de un producto por el mismo precio que anteriormente llevaba el paquete de similar tamaño. Por ejemplo, quitar cincuenta gramos a una bolsa de patatas fritas, o 100 gramos a un paquete de macarrones, pero que ambos envases sigan costando lo mismo. No deja de ser una trampa para el consumidor, que desembolsa el mismo importe que anteriormente por una cantidad menor, un quince o veinte por ciento menos de producto.

Es completamente legal, pues al final, el paquete lleva los 250 gramos que anuncia, o los 400 que pone en la bolsa, aunque el precio sea el que anteriormente se pagaba por 300 y 500, respectivamente. Estrategias de las grandes compañías que recuerdan a aquello de: «yo no me entero si me sube la gasolina o no, porque siempre echo dos mil pesetas». Pues eso, un engaño autoimpuesto para no percibir que las subidas de precios nos están crujiendo.

Dejamos para la segunda parte dos conceptos modernos, bastante recientes, uno de ellos que ya ha salido en un post anterior, la greenflation o inflación verde, y la ukrainflation, de la cual esperamos un final que todavía no llega.

(Continuará)