LESTER, 12/09/2020
(Primera parte de El oso gris)
Todo era accesible con el mando de la enorme pantalla o con el móvil, y aunque llegó a examinar el “género” con la misma frialdad con la que hacía un pedido al supermercado, encargaba un libro o la lavandería, al final no llegó a contratar los servicios de ninguna prostituta. No fue una decisión moral, “en el fondo son vecinas que necesitan el dinero para que no las echen del piso”, sino el hecho de pensar que una vez que la chica se marchara, el oso gris se iba a colar para darle un abrazo.
La RBS (Renta Básica de Subsistencia) que percibía una buena parte de los habitantes se había incrementado de manera considerable en los últimos dos años, puesto que casi todos los ciudadanos mayores de sesenta años habían fallecido en los primeros meses de expansión caótica del virus y el gasto por pensiones se pudo utilizar para ayudar a la gente con penurias. Aun así la RBS no era suficiente para pagar una vivienda segura y cada mes crecía el número de personas que se ofrecían para prestar todo tipo de servicios a domicilio. Con poco éxito, pues la desconfianza se había apoderado de la sociedad y no era sencillo que se abriera la puerta de una casa a un desconocido.
“Prueba con Yangerls”, le propuso Jaime con su vehemencia habitual. Jaime era uno de los pocos contactos del trabajo con los que ocasionalmente cruzaba unas palabras al margen de lo estrictamente profesional. Era una página de chicas jóvenes, “young girls”, con las que podía mantener conversaciones intrascendentes sobre temas banales. Resultaba divertido al principio porque casi todas las que conoció estaban cortadas por el mismo patrón: alegres, de risa fácil y tontorrona, con ganas de salir del aburrimiento extremo de su encierro. Pero en lugar de terminar conversando sobre temas que a Raúl le podían interesar, siempre acababan con el tonteo y los juegos de excitación sexual. Y de vez en cuando le apetecía ese «mi momento de introspección», decía, o «de amor propio», como le replicaba Jaime, pero a las pocas semanas vio que tampoco era eso lo que buscaba.
De la manera más simple se dio cuenta de que tenía que dar un paso y abrir la puerta a alguien, daba igual quién fuera. Fue una noche que salió a echar la basura unos minutos después de la hora señalada en su turno. Cada apartamento de los veinticuatro que había por planta tenía una hora establecida para depositar los residuos en el pequeño cuarto con un triturador que había al final del largo pasillo. Raúl se dirigió allí seguro de no tropezarse con nadie, como en los meses y meses ¡y meses! previos, pero para su sorpresa se encontró a una mujer que salía del mismo. Era una chica de treintaypocos años, con el pelo rizado recogido en una coleta. No era especialmente agraciada, pero tampoco fea, vestía con una camiseta vieja y un pantalón corto, y al encontrarse con Raúl de frente se asustó.
– ¿Qué hace usted aquí? -gritó con una voz que fue subiendo de tono.- ¡Este es mi turno, aléjese! ¡Aléjese de mí, insensato!
– Disculpe -dijo Raúl.- Pensé que no habría nadie… yo… ya me marcho.
– ¡No se me acerque!
Pese a que en ningún momento la distancia fue inferior a dos metros, la joven estaba aterrorizada. El pánico se había adueñado de ella, dio un rodeo para esquivar a Raúl y se marchó corriendo y gritando a su apartamento. «Lo siento», fue todo lo que alcanzó a decir Raúl en voz baja. Volvió a su casa visiblemente contrariado y se quedó pensando en lo que acababa de ocurrir. El olor de la joven se le había quedado impregnado en las fosas nasales. O puede que ese olor no fuera cierto, sino solo su imaginación, la misma imaginación que le llevó a pensar en cuánto le habría gustado ponerle la mano en el hombro. Y tocarla. Y luego acariciarle la cara. Y soltarle la coleta, y abrazarla y que ella le hubiera correspondido a cada gesto de cariño con otro. Se imaginó desnudándola y tomándola allí mismo en aquel pequeño cuarto tan exento de morbo. En ese momento fue cuando sintió la necesidad de contactar con una de las Yangerls. «Mañana a las nueve estoy allí, guapo», contestó Jessica.
Pasó aquel día bastante nervioso. Las noticias del exterior eran desesperanzadoras. Seguía sin encontrarse la cura y las peores expectativas hablaban de una década para volver a lo que era la normalidad de principios de siglo. La reorganización de los sistemas de producción y la propiedad de todos los activos inmobiliarios habían caído en manos de empresas chinas, que además controlaban todos los sistemas de videovigilancia de las ciudades y del interior de los complejos urbanísticos como Arcadia. En las ciudades antiguas solo vivía el personal productivo de las fábricas y de los sectores de la alimentación, el mantenimiento y el transporte, inmigrantes en su mayoría. Eran los únicos que se atrevían a traer hijos a esta sociedad que carecía de un futuro claro.
– Son como conejos -decía Jaime. Sus opiniones se radicalizaban a medida que transcurría el encierro-. He escuchado que acuden a centros de manipulación genética y fuerzan los partos múltiples. Tres, cuatro, cinco niños de golpe. Cada familia de africanos o de sudamericanos tiene entre ocho y diez niños. ¿Te acuerdas de esos documentales de tortugas que tenían miles de crías de golpe? Pues recuerda que lo hacían porque la mayoría moría antes de las veinticuatro horas. A eso juegan estos salvajes.
La letalidad del virus en las grandes ciudades hacía que algo más de un tercio de los niños muriera antes de cumplir los dos años. Ante un panorama tan desolador, el propio Raúl se había convencido de que jamás traería un niño a este mundo, pese a que durante mucho tiempo esa fue una esperanza que compartía con Valeria. «Tendremos cuatro niños. No, mejor cinco, seis, ¡ocho! Los que me pidas. Los quiero con tu cara, con tu sonrisa,…», recuerda que le dijo apoyado en su pecho.
Quedaba menos de una hora para que llegara Jessica, así que preparó una mesa para dos con algo de comida ligera y puso un vino blanco a enfriar. El sitio no daba para grandes lujos, pero preparó la mesa lo mejor que pudo y eligió el lago de Sankt Wolfgang como paisaje de fondo. No sabía cómo comportarse en estos casos, así que tiró por lo que recordaba como parte del ritual de cortejo y seducción. Llamaron al timbre. Se le aceleró el pulso. La cámara del exterior dio el «OK» a la prueba del iris. Suspiró y abrió la puerta.
– Hola, Jessica.
– Hola -era pelirroja, atractiva, seguramente no llegaba a veinticinco años-. Si no te importa me voy a dar una ducha primero. Para tu tranquilidad, sobre todo. Vengo del área E y aunque no debería haber problemas, siempre lo hago. Si no te importa, claro.
– Por supuesto que no -dijo Raúl.
Una mujer… No podía controlar el grado de excitación, aunque apenas hubiera cruzado dos frases con ella. Estuvo a punto de entrar al baño, pero pudo contenerse y se sentó a esperarla mientras descorchaba la botella de vino. Tras cinco minutos finalizó la ducha y el secado de desinfección, y Jessica salió del baño con un camisón casi transparente.
– Disculpa, no me apetece cenar nada -dijo Jessica sin cambiar de gesto-. Yo he venido solo a echar un polvo.
«No pasa nada», respondió Raúl, pero claro que pasaba. El polvo fue magnífico y la pelirroja tenía un cuerpazo estupendo, pero tanto «no, en los labios no», «es que prefiero que no haya besos», «mejor así»,… tanta impersonalidad molestaba más que lo que le agradaba su olor. Apenas habían pasado cinco minutos del acto cuando Jessica le apartó el brazo, se levantó de la cama y comenzó a vestirse.
– ¿Qué haces, ya te vas? Pensé que te quedarías toda la noche.
– ¿Toda la noche? No, ni lo sueñes. Esto es como la coca o contratar la línea del móvil: el primer servicio es gratis, pero una vez que te enganches hay que pagar.
Raúl la miraba incrédulo.
– Además he quedado dentro de treinta minutos en otro bloque. Es un «amigo» habitual. Pero tú ya sabes cómo localizarme, así que… tú mismo. No me mires así, tengo una hija pequeña y… necesito algo de apoyo. Por trescientos me quedo una noche completa, pero de verdad que hoy ya no voy a poder.
Raúl se quedó muy tocado durante unos días, pero el viernes siguiente estaba de nuevo con Jessica. Y el sábado. Y así hasta cuatro semanas seguidas sin importarle la tarifa. Pero la satisfacción fisiológica le duraba mucho menos que el vacío emocional que le quedaba al marcharse. Un domingo, a la media hora de que «huyera» tras una noche completa, Raúl sintió el abrazo del oso gris y fue incapaz de despegarse del sofá durante cuarenta y ocho horas seguidas tras las cuales se juró no volver a llamarla, ni volver a acudir a Yangerls.
Frecuentó otras páginas de contactos en las que la conversación de cierto interés primaba sobre la superficialidad o las citas rápidas. En Matchco no había interés por contactar en el mundo real con esa gente interesante que se ocultaba tras un avatar digital que alteraba incluso la voz de las personas. El anonimato virtual era la mayor virtud de la web. Analizaba la vida del avatar que uno se creaba y le buscaba compañía en base a sus gustos.
– ¿Has oído lo que le pasó a Fran? -le preguntó Jaime cuando le contó que estaba entretenido conversando con gente un tanto excéntrica en esas páginas-. Pues que se enamoró de una de esas chicas tan intelectuales, taaaan atractivas en su coco y al final la convenció para quedar un día en su piso. La chica no quería, estaba reticente, por lo visto, pero al final quedaron. Pues… pareja no, pero desde entonces tiene un amigo estupendo para ver pelis antiguas y partidos de cuando existía la Champions.
Raúl no daba mucha credibilidad a la historia, pero se sonrió. Tenía la sospecha de que detrás de algunos de esos perfiles digitales operaba algún tipo de inteligencia artificial capaz de mantener conversaciones sin que se notara la ausencia de una persona real, un ser humano. Las máquinas podían replicar el humor, pero no era normal encontrar tanta afinidad ni tanta memoria sobre detalles concretos, así que Raúl empezó a contradecir sus palabras de anteriores conversaciones para ver si «la máquina» o el avatar le corregía. Cuando veía que estos perfiles repetían sus palabras de semanas anteriores con demasiada precisión sabía que se encontraba ante una máquina. Y volvía a embargarle la tristeza.
«Solo quiero que me abraces toda la noche». Leyó la frase casualmente en un perfil de Matchco y pensó que la droga de la que hablaba Jessica era potente. Contactó con su autora. O autor. Sin necesidad de más conversación. Resultó ser una joven menuda que le dejó las cosas claras desde el principio: «Nada de sexo, solo quiero que me abraces toda la noche». Y eso hicieron. Raúl se pasó toda la noche despierto abrazado al cuerpo de la joven. Sintió una erección al principio, «lo siento», pero fue capaz de apretar su cuerpo contra el de ella. Con cariño, con cuidado. La rodeó con ambos brazos y se sintió reconfortado, como hacía meses que no se sentía. Lloraba sin lágrimas.
A la mañana siguiente Raúl se levantó temprano y le preparó un desayuno. La chica tenía una mirada triste que se posaba sobre la falsa ladera de un volcán hawaiano. Se tomó el zumo de naranja, pero apenas probó la bollería ni el café. Parecía a punto de llorar.
– ¿Me llamarás?
«Sí, claro que pensaba hacerlo», pero sin esperar la respuesta, la chica se levantó apresurada y se largó. Raúl se quedó pensativo. Si él se había sentido intrigado por esa joven solo por una frase, tenía que ser capaz de hacer que alguien quisiera conocerle por lo que él fuera capaz de poner como lema o descripción en su perfil.
«Me gustaría pasar el resto de mis días con alguien que no me necesite para nada, pero que me quiera para todo».
Se atribuyó la frase de Mario Benedetti, «al fin y al cabo, ya nadie lee poesía», y se creó un nuevo perfil bajo el nombre de Tyler. Fueron varias las personas que se interesaron por ese Tyler de aspecto desastrado, pero en apenas unos minutos descartaba iniciar contacto con ellas: «¡qué bonito!, ¿lo has escrito tú?», «me encanta, desearía ser esa persona» y por supuesto varias con «te querría para todo y varias veces al día».
Ahí estaba el mensaje, lanzado a las redes con la misma esperanza con la que el náufrago lanzaba la botella a la inmensidad del mar. Esa persona, quienquiera que sea, lo encontrará y sabrá interpretarlo, pensó.
Llevaba varios días con problemas para conciliar el sueño. Las dos de la mañana. Se levantó a beber agua y se encontró en la pantalla con el aviso de que tenía un mensaje:
«Qué buen insomnio si me desvelo sobre tu cuerpo».
Alguien más conocía a Benedetti. Miró el nombre del perfil que le contestaba de esa manera: Marla. Era la señal que estaba esperando. Contactó con ella en ese preciso instante, para qué esperar al día siguiente. Tras unos segundos recibió un mensaje de respuesta: «¿Dónde vives?».
Una hora después sonó el timbre. Hacía tiempo que no estaba tan nervioso. ¿Sería un bromista, otra niñata, una anciana solitaria? La revisión del iris… y la puerta se abrió.
– Hola, Tyler.
– Hola, Valeria.
Como todos los lectores asiduos de este blog sabéis, si queréis colaborar por una buena causa a través de una ONG contrastada, es posible hacerlo mediante microdonaciones en este enlace: Ayuda en Acción/colabora
Acongojonante.
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