Bien sabes tú, cariño, que cuando el comandante nos informa de la altitud a la que vuela el avión, lo más normal es que yo esté dormido, si no completamente, sí al menos cercano a una plácida somnolencia. Y hoy no iba a ser una excepción. Y aunque te encuentres ahora mismo a más de seiscientos kilómetros de distancia, me acuerdo de ti cuando interrumpen de nuevo mi amodorramiento para decirnos que “vamos a atravesar una zona de turbulencias”. Porque sé que te ponen nerviosa, como a buena parte del pasaje, pero para mí esos movimientos, esos traqueteos o bandazos, son la puntilla definitiva para caer en un sueño más profundo.
Bien sabes tú, cariño, que mi vida estos últimos meses es un caos, con tanto viaje, el absorbente trabajo y todas esas preocupaciones que me agobian y que tan bien conoces. Los fines de semana apenas descansamos con los pequeños, y las inquietudes no desaparecen, así que para mí los aviones se han convertido en un remanso de paz, en esos únicos momentos de la semana en que puedo cerrar los ojos y meditar. Desconectar el ordenador y el móvil, y pensar en mí mismo. En nosotros. En el presente que me agobia. En el futuro en el que deposito mis esperanzas. De ahí que me resulte tan sencillo cerrar los ojos en mitad de las turbulencias y relajarme. Relajarme, sí, o al menos intentarlo. Sigue leyendo