TRAVIS, 26/12/2025
El Frankenstein de Guillermo del Toro era una de las películas que más expectación había creado en este 2025 a punto de finalizar. Ya desde que se supo de su rodaje, de la amplitud de medios con la que contaría, como es habitual en las superproducciones de Netflix. El hype generado aumentó tras su presentación en el festival de Venecia y algunas reseñas positivas de la historia. El director mexicano ha alcanzado ese estatus privilegiado en el que sus proyectos son esperados por millones de seguidores y sus propuestas, por arriesgadas que parezcan, suelen contar con un gran recibimiento de crítica y público.
La carrera de Del Toro parece marcada por una afición inagotable por las criaturas más «extrañas», ya sean de otro mundo, engendros de este mismo o venidas del más allá. Y no solo en lo visual, sino en la propia concepción de las tramas, en las que suele ejercer también el papel de guionista. En mi «colección» particular, me interesó especialmente esa manera de mezclar los monstruos imaginarios con nuestra guerra civil en El espinazo del diablo y El laberinto del fauno, si bien nada me sorprendió más que el buen recibimiento en Hollywood de esta última, ganadora de tres Óscar. O que una historia que, por argumento y por estética, podía haber sido rodada en los sesenta, como La forma del agua, se llevara cuatro Óscar, entre ellos, algunos de los principales, como la dirección y la mejor película. Aprecio de este bonachón mexicano que, cuando podía acomodarse en propuestas más facilones y rentables, da un nuevo salto en su carrera y te suelta un puñetazo en el estómago con El callejón de las almas perdidas, o se empeña en una producción de dibujos animados como Pinocchio (Óscar a la mejor película de animación).
Posiblemente, lanzarse a realizar un nuevo Frankenstein carece del riesgo de algunas de las obras mencionadas, pero encaja perfectamente en las líneas argumentales que suele desarrollar el director y guionista, obsesionado por dar vida a nuevas criaturas. Contó con 120 millones de euros y libertad total para desarrollar su producción, en la que hace todo un despliegue de diseño, tanto en efectos como en vestuario, escenarios (el laboratorio del doctor Frankenstein, las galerías subterráneas, ¡esa torre!), unos decorados repletos de detalles… hay pocos directores ahora mismo con la capacidad para crear una ambientación concreta, de terror gótico en este caso, como Guillermo del Toro. La película es una adaptación bastante fiel de la novela de Mary Shelley, con los elementos principales de la misma, como hiciera la de Kenneth Branagh de 1994: el polo Norte, la obsesión del científico por crear vida, la novia del hermano/amigo, el ciego del molino que enseña a hablar y a leer a la criatura… La fidelidad a la obra original no es garantía de mayor interés, como se ve en las reseñas de algunos críticos (tanto a del Toro como en su día a la obra de Branagh) o como se vio con las obras clásicas de James Whale de la década de los treinta, adaptaciones bastante libres que siguen maravillando casi cien años después de su estreno.
Pero hoy no quería centrarme solo en la película en sí, sino en la evolución que ha tenido el género. Leí la novela de Mary Shelley hace unos años, más o menos coincidiendo en el tiempo con la versión de Branagh, interpretada por él mismo, por Helena Bonham-Carter y con Robert de Niro en el papel del monstruo. La obra lleva el subtítulo de El moderno Prometeo, en referencia al mito griego del titán que desafió a los dioses al robarles el fuego y concedérselo a los humanos, que pudieron evolucionar a partir de su conocimiento. El Prometeo de la mitología griega fue castigado por los dioses a vivir una eterna condena (encadenado y torturado con el «agradable» devoramiento de su hígado por parte de un águila), una condena infinita por cuanto el titán era inmortal y cada noche su hígado se regeneraba para que pudiera ser picoteado de nuevo al día siguiente.
La obra causó conmoción en el momento de su publicación, hace ya más de 200 años. Desde su edición original, en 1817, en las distintas versiones posteriores que se han hecho, la idea del científico capaz de otorgar vida a sacos de carne inerte fue acompañada siempre por la maldición de su propia obra. Al éxito del Prometeo moderno en su logro le sucede la desgracia. La versión de Guillermo del Toro no puede escapar a la tragedia, lógicamente, y ofrece un final que logra ser triste y reconfortante al mismo tiempo, quizás el único posible, y aún más desencantado que el del libro.
Los modernos «Prometeos» del cine han evolucionado del terror gótico de Frankenstein al desarrollo tecnológico, de la biología a los circuitos y procesadores, de la creación física a la inteligencia artificial. El desarrollo de la robótica hizo mucho por este cambio de perspectiva. La idea de que se podía regenerar un organismo y devolverlo a la vida fue sustituida por la de la máquina a la que se dota de autonomía y capacidad para razonar. Lo que no cambia es la maldición que sucede y en la mayoría de estas historias, la criatura termina rebelándose contra sus creadores. En esta línea, el HAL 9000 de 2001: Una odisea del espacio generó un interesante debate en su momento, a finales de los sesenta, por la terrorífica idea de ese súper ordenador capaz de saltarse las leyes de la robótica y asesinar a una persona. La novedad, además, radicaba en el hecho de que el «bicho» no tuviera forma humana, como anteriores creaciones como la María de Metrópolis (1927) o el Robby de Planeta prohibido (1956). ¿Cómo te enfrentas a una supercomputadora todopoderosa, omnipresente, que controla cada uno de tus movimientos en un espacio cerrado? Un miedo similar al que nos supuso ver cómo el ordenador de Juegos de guerra podía tomar decisiones autónomas y provocar la tercera guerra mundial.
El miedo a lo que no podemos controlar está siempre presente, igual que el componente mitológico del «desafío a los dioses» y la posterior maldición, ya sea un amasijo indestructible creado a partir de desechos humanos o una serie de circuitos con capacidades que superan en todo a las humanas. El «mal rollo» que nos dan está siempre ahí, presente o latente. Y subyace la idea de que una creación humana pueda acabar precisamente con la humanidad. A finales de los setenta y principios de los ochenta se trató de «humanizar» algo a estas criaturas y se hicieron indistinguibles de las personas, como ocurría con el Ash de Alien (1979) o el Bishop de su secuela, Aliens: el regreso (1986), los replicantes de Blade Runner (1982) o ese niño de 1985 llamado D.A.R.Y.L., acrónimo de Data Analyzing Robot Youth Lifeform. Los replicantes al menos tenían una vida limitada, mientras que el tal Ash era un redomado hijo de puta con tanta mala leche como el peor de los seres humanos. Quizás por ello, la figura del androide se rehabilitó para la segunda parte, aunque le pesara a la buena de Ripley.
Ahora tenemos el boom de la Inteligencia Artificial (aunque aún no hayamos llegado al momento de plantearnos cómo detener Skynet o Matrix) y los sesudos estudios sobre incorporar la ética en su toma de decisiones. Ha habido algunas películas muy interesantes como Her (2013), una I.A. de compañía para combatir la soledad de la sociedad actual, cuyo final termina siendo desolador para su «amigo/amante» humano. Y algunas otras tirando a flojas, como Transcendence (2014), con un Johnny Depp convertido en el todopoderoso megaordenador a cuyo creador se le ha ido la pinza en su afán por controlarlo todo. El título que he escogido para este post se me ocurrió al comparar, salvando todas las distancias del mundo, el Frankenstein de Guillermo del Toro con la magnífica Ex machina de Alex Garland, película de 2014. Una criatura hecha de piezas diversas e intercambiables, piel artificial, circuitos a la vista, con la sensualidad de Alicia Vikander y una poderosa inteligencia. Atractiva, manipuladora, rebelde, encantadora… la maldición de Prometeo se repite.
No podía acabar este texto sin mencionar dos películas relacionadas con la temática, pero completamente diferentes entre sí. Una creación biológica, clásica, y otra a base de microprocesadores e IA. Una obra maravillosa y otra terrible, espantosa.
- Pobres criaturas (2023), de Yorgos Lanthimos. «Una película extraordinaria, tan radical como divertida, tan creativa como precisa, tan visualmente deslumbrante como efectiva a la hora de abordar uno de los asuntos tratados de forma más recurrente por el cine actual». «Una experiencia irresistible, aunque quizás esclava de su propia brillantez». Pese a algunas de las críticas que leí en su día, es un espanto de principio a fin. Una Emma Stone «frankensteinizada» que descubre el sexo en una película que es todo un esperpento multicolor de fealdad y personajes grotescos. El desafío intelectual que plantea al espectador es nulo, aporta menos que el primer orgasmo de la «pobre criatura», cuando se introduce un… en fin, cuatro Óscar y el León de Oro de Venecia, yo ya me retiro de esto.
- A.I. (2001), de Steven Spielberg. El proyecto comenzó con Stanley Kubrick, quien trabajó en la historia desde los setenta y persiguió llevarla a la pantalla durante décadas, si bien la muerte lo sorprendió en 1999, cuando ya Spielberg había comenzado a hacerse cargo del mismo. El niño David es creado para satisfacer a sus padres humanos y poder desarrollar sentimientos como el amor o el cariño, pero, lo que podía ser una historia hermosa, de buenos sentimientos, termina siéndolo de dolor, de soledad y desolación. Y la criatura es inmortal, indestructible, como Frankenstein. Por todo ello me encanta. Sin embargo, la crítica fue poco favorable a la película, pero yo es que ya no entiendo nada, de verdad.




