
LESTER, 24/11/2025
A veces uno falla en los objetivos que se propone. Con más frecuencia de la que los mensajes Mr. Wonderful quieren hacernos creer. No es nada sencillo lograr el cien por cien de lo que uno se propone, pero, dependiendo de lo que se trate, tampoco hay que dramatizar, pues lo importante suele ser el camino escogido, el trabajo desarrollado, no tanto el éxito final. Uno tiene que luchar por algo y no siempre va a conseguir salir triunfante. Como decía William Faulkner, «la sabiduría consiste en tener sueños bastante grandes para no perderlos de vista mientras los persigues».
Desde 2004 no había fallado a mi cita anual con el maratón, salvo el año de la pandemia y el confinamiento, cuando todo quedó en suspenso, muchas vidas incluidas. Este año tenía un objetivo marcado en mi calendario desde febrero: participar en el maratón de San Sebastián el 23 de noviembre. Y como siempre que he tomado la salida de un maratón, he terminado, este año no podía ser menos. Pero fallé en el intento, ni siquiera intenté completar el recorrido. Un viaje a la India, una gastroenteritis, un gripazo y varias semanas de entrenamiento perdidas me hicieron desistir del intento. «Tu cuerpo te está avisando», me dijo mi mujer, que conoce bien mi cabezonería.

Sin embargo, como es importante tener siempre un objetivo que perseguir, cambié el chip de inmediato y mi nueva meta pasó a ser acompañar a mi amigo Edu, debutante a la estupenda edad de 57 años, para que completara sus primeros 42 kilómetros completos. No en vano le había animado yo, nueve meses antes, a que estuviéramos en la partida, junto al ayuntamiento de San Sebastián y esa maravilla que es la playa de la Concha. A los quince minutos de que se abrieran las inscripciones, ya teníamos nuestros dorsales, el objetivo del curso.

Así fue el germen de todo lo que vivimos este fin de semana, de cómo una honrosa derrota, la mía, se convirtió en una enorme victoria, la de Edu. Don Eduardo, si no lo era ya. Lo acompañé durante 27 kilómetros con algún consejo que otro, con palabras de ánimo, con lo que pudiera necesitar, excepto llevarlo a cuestas. Y le he pedido que contara la experiencia de un debutante en la categoría de veteranos-4. Ya no somos ni del grupo 1, ni del 2, ni del 3, que ambos tenemos una edad, pero no faltaron buenas piernas, una cabeza amueblada y ganas, muchas ganas. Aquí dejo su testimonio, mucho más interesante que lo que yo pueda contar:
Hay algo atávico en la locura de plantearse correr una maratón. Para los que corremos con asiduidad, correr una maratón comienza siendo una meta inalcanzable, casi inconcebible, para convertirse gradualmente en un desafío ineludible, casi en una necesidad. Es una suerte de pulsión silenciosa pero constante, que crece dentro de uno hasta que ya no puede seguir ignorándola.
De hecho, cada vez más y más corredores afrontan este reto. Las maratones se han popularizado tanto en España y en todo el mundo, que conseguir un dorsal en muchas de ellas es una misión poco menos que imposible. Hay quienes se atreven con ella incluso sin ninguna experiencia previa en distancias más cortas como la media maratón. Yo siempre le he tenido un respeto inmenso a la distancia; de ahí que sólo me haya atrevido a mirarla a la cara tras haber corrido cerca de veinte medias maratones y haber podido completar un ciclo específico de entrenamiento para la maratón sin interrupciones ni lagunas significativas.

Los que han corrido muchas, suelen decir que lo duro de la maratón son los cuatro meses previos de entrenamiento; el día de la carrera es la celebración y el disfrute de dicho esfuerzo. Y tras haber concluido mi primera maratón, puedo decir que estoy de acuerdo. Una maratón requiere de cuatro meses de entrenamiento intenso, cuatro o cinco días a la semana. Días de series cortas, días de series largas, domingos pisando el asfalto a las 6 de la mañana para correr 30 kilómetros, haga sol, lluvia, frío o nieve. Apetezca o no apetezca. Tiradas largas, larguísimas, en soledad. Semana tras semana. Y dos días a la semana del temido gimnasio, al que casi todos los corredores odiamos cordialmente. Momentos en que la cabeza te pregunta qué demonios estás haciendo, qué necesidad tienes de estar machacándote para conseguir una meta que a nadie le importa. Bueno, a nade excepto a ti. Porque a ti te importa. Y mucho. Te importa ponerte a prueba, te importa saber si eres capaz de superar un desafío tan extraordinario. Te importa crecer al hacerlo. Y te importa, te importa mucho, vivir la experiencia de cruzar la meta tras todo ese proceso, vivir esa experiencia y atesorarla hasta el fin de tus días.


La carrera es dura, claro. Es una celebración, pero una celebración luchada a pulso. Los primeros kilómetros uno intenta no pensar lo que todavía queda por correr. La mente, enfocada en encontrar el ritmo que nos debe llevar a la meta según el objetivo que cada uno se haya fijado. Y en disfrutar del ambiente. Y de la euforia íntima, inexplicable y mezclada con nervios, de que por fin ha llegado el gran día.
A partir del kilómetro 10 la carrera se hace más seria. La concentración se impone. Mantener el ritmo. No malgastar energía. Seguir a rajatabla el plan de nutrición (geles de carbohidratos, sales). Hidratarse bien, sin esperar a tener sed.
Del km 20 al 30 la carrera comienza a endurecerse. Las piernas ya no están frescas y poner una delante de otra cada vez cuesta un poco más. Pero todavía hay fuerzas y todavía estamos en territorio conocido. Hemos hecho entrenamientos con esta distancia y contamos con esa experiencia previa para confiar que el cuerpo responda. Según nos vamos acercando al km 30, algunos corredores comienzan a andar, otros a estirar tratando de alejar los temibles calambres. Definitivamente, esto ya no es un juego.


A partir del km 30, comienza la cuenta atrás. Y la ansiedad de no saber cómo va a reaccionar tu cuerpo. Es territorio inexplorado. Uno se vuelve un poco cholista, y comienza a pensar en kilómetro a kilómetro. Sólo importa completar el próximo kilómetro, lo demás no existe. Todos los maratonianos dicen que la maratón comienza a partir del kilómetro 30, y hablan del famoso muro, también conocido como “el hombre del mazo”, que te golpea inmisericorde a partir de los kilómetros 30-35. El cuerpo ha agotado las reservas de glucógeno y comienza a tener que tirar de grasas. La sensación, dicen, que ello produce es un súbito agotamiento, una falta de energía que te mata.
Por suerte, porque seguí fielmente mi plan de nutrición, o tal vez porque mi plan de entrenamiento tuvo muchas sesiones de “fast finish”, es decir, tiradas largas en las que uno tiene que acelerar el ritmo en los últimos kilómetros (y los “últimos” kilómetros pueden ser quince kilómetros), yo no experimenté ese muro. Los últimos kilómetros fueron duros, pero no tanto por falta de energía como porque las piernas comenzaron gradualmente a ponerse duras, hasta competir en flexibilidad con las de una estatua de mármol.

Y ahí es cuando el juego mental cobra toda su importancia. Cuando todo tu cuerpo te pide a gritos que hagas cesar ese sufrimiento. Cuando la cabeza te dice que pares. Ahí es cuando has de vencer esa tentación de autocompasión, ese “pity party” que dicen los americanos. Tu voluntad tiene que imponerse a tu propia mente. Tienes que decirle: “grita todo lo que quieras, que no vamos a parar hasta la meta. Porque podemos. Porque sé que podemos. Y porque un poco de dolor ahora no va a arruinar algo por lo que he luchado tanto.” Y la mente, que es muy lista, comprende el mensaje. Y se acalla. Y deja de quejarse. Y comienza a ayudar. Y le dice al cuerpo: “aguanta, aguanta un poco más, que la recompensa merece la pena. No queda ni una hora, y ¿qué es una hora comparado con el orgullo de saber que lo diste todo, y que quedará para el resto de tu vida?”. Y el cuerpo también acaba aquietándose. El dolor no cesa, pero lo acepta. Ya no hay resistencia. Sólo apretar los dientes y seguir empujando. Y seguir empujando. El ritmo baja, porque las piernas ya no son capaces de desarrollar la misma energía. Pero empujas. Y empujas. Y sigues empujando. Y encuentras una felicidad inesperada, insólita, en ese saber que eres más fuerte que tu cuerpo e incluso más fuerte que tu mente, que puedes con ese sufrimiento, no porque seas capaz de eliminarlo, sino por ser capaz de abrazarlo y hacerlo tuyo. Y disfrutarlo. Sí, disfrutarlo. Por absurdo que parezca.

Y así completas los últimos kilómetros. Con dolor. Con sufrimiento. Deseando llegar y al mismo tiempo apreciando la maravillosa paradoja de sentirte más fuerte cuanto más débil se muestra tu cuerpo. Y al final, kilómetro a kilómetro, la meta se rinde. La ves allí, al final de la larga línea de meta. Un poco más de sufrimiento. Y ya está. En los últimos doscientos metros un escalofrío recorre tu cuerpo. Lo has hecho, tío, lo has hecho. Lo que hace poco tiempo pensabas imposible es ahora una realidad. Quién te habría dicho que ibas a completar tu primera maratón con 57 años y por debajo de 4 horas. Pero no es el tiempo lo que importa. Lo que importa es que no has superado una distancia, sino que te has superado a ti mismo. Por eso todos los entrenamientos, todo el sufrimiento en la carrera, cobran sentido. Y qué sentido. Es una sensación de plenitud indescriptible. Por eso tantos corredores no pueden evitar las lágrimas al cruzar la meta.
Y al final, te das cuenta de que todo el trabajo no ha sido para superar 42 kilómetros corriendo. Ha sido para superarte a ti mismo. Para sentir un orgullo sereno, discreto pero hondísimo. Para darte a ti mismo una lección: eres capaz de mucho más de lo que piensas. Eres mucho más de lo que piensas. Tal vez ahí radique el carácter atávico de la maratón. Tal vez esa sea su magia.


Enhorabuena, Edu. Enhorabuena, Pablo, el otro debutante de ayer, el yerno de Edu. Aunque, con 29 años, no tiene tanto mérito (es coña, claro, 3 h. 40 m. es una muy buena marca). Me sumo a la foto con la (inmerecida en mi caso) medalla: pese a haber fallado con el objetivo inicial, cumplí de sobra con mi papel de liebre/acompañante. Qué maravilla es San Sebastián, qué gozada recorrer sus calles. Una de las ventajas de saber que no vas a correr los 42k. el domingo, es que el día previo te puedes tomar un par de cañas, dos txakolís, una docena de pintxos y una tarta de La Viña con toda la tranquilidad del mundo.


(Foto de Diego, Fred Gwynne)

Muy bien lo de Edu, enhorabuena. Pero ¿cuál es tu relato de tu maratón inacabado en la Bella Easo? Habrá sido una nueva experiencia que nos gustaría conocer.
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Nada especialmente reseñable. Corrí los primeros 7 kms., y cuando pasaba cerca de mi apartamento, me salí de la carrera una hora y veinte minutos, más o menos. Me hidraté y alimenté, charlé un rato con mi mujer y mi hija… y me volví a la carrera, al km.22, que pasaba de nuevo cerca de casa. Y del 22 a meta, aguanté muy bien el ritmo de Edu. Le di ánimos, algún consejo cuando pasamos los 30 km., y le hice un reportaje desde la propia carrera, inmortalizando ese momento irrepetible de la entrada en meta. Reconozco que disfruté la experiencia, en especial, porque viví el maratón de una manera diferente: sin dolor.
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